La interpretación como una experiencia recreativa de la
transferencia ontológica
Una obra de arte siempre
dice algo ,aun así no se haya querido decir nada, el silencio no existe !!!
Oliver Huaroto
Zenón puso a prueba las enseñanzas de Parménides en el fuego, como se
hace
con el oro que es puro y verdadero. Y mientras lo torturaban se quedo
inmóvil y en absoluto silencio.
Todos
los símbolos de una teoría científica están interpretados. Lo que
se
interpreta es que designan ciertos conceptos matemáticos, algunos de
los
cuales, a su vez, se interpreta que representan ciertos aspectos del
mundo.
Esta doble interpretación debe mostrarse tan completa y explí-
citamente
como sea posible, para que emerja con claridad la significación
del
simbolismo. Pero ¿qué es una interpretación, en particular una inter-
pretación
fáctica? He aquí el tema central de este capítulo.
La
interpretación de que trata este capítulo es un concepto semántico
que
no debe confundirse con la «interpretación» de la que hablan los
hermenéuticos
con referencia a los hechos sociales. La interpretación se-
mántica
se refiere a signos y constructos, en tanto que la interpretación
(o
comprensión o Verstehen) de Dilthey, Weber, Winch,
Charles Taylor
y
demás filósofos idealistas de las ciencias sociales versa sobre hechos so-
ciales:
para ellos, interpretar un hecho social es asignarle un propósito.
En
otras palabras, interpretar semánticamente un signo es asignarle por
convención
un hecho o un constructo, mientras que interpretar un he-
cho
social es atribuirle hipotéticamente una finalidad. Además, mientras
que
el concepto semántico de interpretación puede aclararse, como se
verá
en lo que sigue, el otro se presta a confusión y, por lo tanto, a dis-
cusiones
interminables sobre la naturaleza de lo social y el papel de las
ciencias
de la cultura (o del espíritu).
¿Esto es así?
Es como si pensáramos
que las teorías científicas están interpretadas en otro ámbito que no sea el
cultural.
¿Pero
primero pensemos que es una interpretación?
Todos los caminos nos llevan al infierno
Gabriel Corda[1]
La temporalidad del Dasein y la noción
de arrojo
En la obra Ser y Tiempo Heidegger considera que
para responder la pregunta sobre el ser en principio hace falta aclarar la
pregunta sobre el ser que se pregunta por el ser, es decir,
el Dasein (Heidegger, 1997a: 31). El análisis de este ser es mediante
una fenomenología existencial práctica que no comienza por un sujeto
trascendental, estructuras esenciales o certezas sin presuposiciones como lo
hizo Husserl, sino por una interpretación o hermenéutica que intenta expresar
el modo oculto, no-expresado, de la comprensión del ser del Dasein.
Este análisis conduce a una de las estructuras fundamentales
del Dasein que es su temporalidad. Al tratar la temporalidad
Heidegger no está interesado por el tiempo del reloj (una serie sucesiva de
ahoras que se ordenan en pasado, presente y futuro) o con el tiempo como algún
tipo de fenómeno físico,[2] sino
por una serie de características internas de la constitución existencial
del Dasein, una estructura de la inteligibilidad (tomar-como) de su ser.
Según Heidegger, la temporalidad es una unidad en la cual el pasado, el
presente y el futuro no son momentos diferentes, sino que se encuentran como
éxtasis (salidas de sí mismo) esencialmente entrelazados. Como lo expresa
Heidegger: “La temporización no significa una ‘sucesión’ de los
éxtasis. El futuro no es posterior al haber‐sido, ni éste anterior al presente.
La temporeidad se temporiza como futuro que está‐siendo‐sido y presentante.”
(Ibíd.: 366).[3] Para
evitar hablar en las categorías tradicionales de pasado, presente y futuro que
pueden malinterpretarse como agrupaciones ordenadas secuencialmente de eventos
distintos, Heidegger se refiere a los éxtasis en términos de las tres
dimensiones fenomenológicamente entrelazadas de la temporalidad que conforman
la estructura del cuidado: proyección arrojada más caída.
La proyección se revela fundamentalmente como la forma en
que el Dasein se orienta hacia su futuro. En cada momento de su vida,
el Dasein se encuentra orientado hacia el ámbito de sus
posibilidades, oportunidades o cursos de acción mediante el horizonte de metas,
objetivos, propósitos o fines que dan sentido a lo que actualmente hace, y más
generalmente, a cómo está viviendo su vida. En Heidegger esta proyección no es
un objetivo presente en la conciencia o una planificación calculadora, sino
posibilidades que emergen del contexto y del mundo en el que fue arrojado.[4] En
sus palabras: “El proyectar, que es fundamentalmente futuro, no aprehende
primariamente la posibilidad proyectada de un modo temático y en un acto de
referencia a ella, sino que se arroja en ella en tanto que posibilidad”
(Heidegger, 1997a: 353).
El arrojo (Geworfenheit) o “haber-sido” (Gewesenheit) pueden
entenderse como la forma en que el Dasein “recopila” su pasado. Según
Heidegger nos encontramos arrojados en un mundo con una tradición que orienta
nuestra comprensión del ser hacia un sentido que no podemos dejar de considerar
y según el cual nos proyectamos. Esta realidad de la constitución
del Dasein y su inteligibilidad del ser por el arrojo en un mundo en
el que necesariamente habita también es analizada por Heidegger mediante los
conceptos de nacimiento e historicidad.[5] Estas
nociones quieren decir que el Dasein nacido o lanzado en un tiempo y
cultura que no es de su elección, siempre existe en este mundo del cual hereda
modos de ser, disposiciones afectivas, estados de ánimos (Stimmung),
significados, un campo de inteligibilidad y una comprensión del ser a partir
del cual le afectan o interpreta todo lo que le viene y se le manifiesta. En
otras palabras, por encontrarse arrojado el Dasein manifiesta cierta
“sintonía” con la forma en que las cosas ya han sido por las que se siente como
en casa en el mundo, en cierta familiaridad con él.
La caída (Verfallen) se encuentra predominantemente
orientada al presente y hace referencia a que el Dasein se encuentra
ocupado en el mundo por sus tareas y prácticas, absorto en su actividad.[6]
Heidegger privilegia inequívocamente el momento del futuro
en su descripción de la temporalidad originaria del Dasein, debido a que
la revelación de su finitud que posibilita una existencia autentica se da
únicamente a través de la anticipación dirigida al futuro por la proyección de
la muerte como una posibilidad. Como lo expresa el mismo Heidegger: “El
fenómeno primario de la temporeidad originaria y propia es el futuro”
(Heidegger, 1997a: 346), mientras que la temporalización inauténtica prioriza
otros éxtasis, como pasa con la curiosidad o la caída que se pierden en el
presente.
Así, Heidegger concluye que la temporalidad es como una
condición trascendental a priori a partir de la cual es posible la
creación de sentido, la inteligibilidad, la comprensión del ser, el tomar-como;
en definitiva, el modo distintivo del Ser del Dasein.[7] El
ser siempre es inteligible solo en términos de tiempo y de ahí el título de la
obra.
La noción de recuperación como modo auténtico
de existir arrojado
Como se dijo anteriormente en Ser y Tiempo la
temporalidad del Dasein determina una comprensión mediada y
hermenéutica del ser, pero esta apertura del tiempo, además de afectar a la
inteligibilidad, también constituye posibilidades auténticas o inauténticas de
existencia. En efecto, cada éxtasis tiene un modo auténtico e
inauténtico:
Respecto al “futuro”, existir auténticamente es proyectar
hacia adelante para anticiparse a las posibilidades, mientras que el modo
inauténtico es simplemente esperar (Gewärtigen) algo.
Respecto al “pasado” el modo inauténtico de “haber sido” es
“olvidar” (Vergessenheit) por el que Heidegger se refiere a un modo de ser
del Dasein según el cual en tanto arrojado se encuentra allí en una
comprensión del ser velada u oculta, insondable e inasible que es la que abre
todas sus posibilidades. Por otra parte, la manera auténtica de haber-sido es
la repetición, recuperación o recuerdo (la palabra
alemana Wiederholung literalmente significa volver a tomar), por la
que Heidegger se refiere a una reapropiación del ente del Dasein que
este ya es al asumir y hacer suya una de las posibilidades heredadas, un
retomarse a sí mismo del Dasein que permite adelantarse hasta su más
propio poder‐ser (horizonte abierto por su haber-sido).
Finalmente, nuestra relación inauténtica con el presente es
la presentación (Gegenwärtigen), dejar simplemente que las
circunstancias se nos presente y proyectar a partir del objeto de ocupación. Lo
auténtico ahora es lo que Heidegger llama el “instante” o el “momento”
(Augenblick) en el que uno discierne la situación concreta y responde a ella
resueltamente. La diferencia central con el modo inauténtico es que no se
temporiza o proyecta desde el presente, sino desde el futuro.
En este contexto, es particularmente significativo que el
análisis heideggeriano del modo de existencia del Dasein se centre no
en la memoria (Erinnerung) como la parte auténtica del olvido, sino en la
recuperación (Wiederholung). Heidegger posiblemente haya tomado la concepción
de Wiederholung del concepto de “repetición” de Kierkegaard a partir
del cual el filósofo danés intentó explícitamente reformular la teoría griega
tradicional de la memoria como “reminiscencia” para que no sólo se refiera al
pasado como un recuerdo, sino que presente a su vez una orientación hacia el
futuro.[8] Así,
la repetición (Wiederholung) en Heidegger tiene el efecto de traer el “pasado”
o la herencia viva en el “presente” del Dasein como un conjunto de
oportunidades para la acción “futura”.[9] De
esta forma la omisión de la palabra memoria y recuerdo como modos auténticos
seguramente se deba a la importancia que le otorga Heidegger al reconocer que
el “pasado” no es un mero suceso que pasó hace tiempo y que ya no se encuentra
presente, sino que es un éxtasis (el arrojo) que define en gran medida la
ocupación y proyección del Dasein. De hecho, la relación auténtica con el
pasado sólo es posible por la orientación del Dasein al futuro. Sin
esta dimensión hacia adelante la recuperación de un patrimonio no podría ser
más que una mera repetición, pero mediante la proyección
del Dasein este puede hacer suya una de las posibilidades heredadas
asumiéndola de modo auténtico.[10] En
otras palabras, mientras el arrojo es el límite, horizonte y el campo de
posibilidades heredadas, la proyección libre es la que posibilita asumir
auténticamente una de estas posibilidades sin limitarse a su mera repetición.
Como lo expresa el mismo Heidegger: “sólo un ente que como venidero sea originariamente
un ente que está siendo sido, puede, entregándose a sí mismo la posibilidad
heredada, asumir la propia condición de arrojado y ser instantáneo para `su
tiempo´” (Heidegger, 1997a: 401).
El olvido del ser
Ya desde la primera oración de esta obra se nos recuerda que
la pregunta primaria de Heidegger no concierne a la “memoria”, sino al olvido:
“Hoy esta pregunta [la del ser] ha caído en el olvido” (Ibíd.: 25)
Al interpretar la tradición como un olvido del ser, podría
interpretarse el propio proyecto filosófico de Heidegger como un espacio de
memoria (Taylor Carman, 2017: 561), un intento de recuperar nuestro tener ser y
mundo. Precisamente Heidegger en esta obra considera que el ser siempre se
encuentra retirándose, oculto, en un olvido constante y continuo por su
esencial resistencia a la explicitud o clarificación. Es lo más cercano a
nosotros (porque es la comprensión del ser en lo que habitamos y moramos,
aquella por la cual los seres nos resultan inteligibles) y, a su vez, es lo más
distante (porque no es posible una comprensión o descripción completa de ese
ser).[11] Así
como no se puede voltear la mirada para mirar directamente los límites del
propio campo visual, así también el ser, el horizonte de la inteligibilidad de
las entidades, es un horizonte que no puede ser tematizado y entendido como una
entidad. Consecuentemente, la filosofía de Heidegger como un recuerdo del ser
no es un esfuerzo ordinario para recordar algo definido o particular o un
esfuerzo teórico en el sentido de la filosofía ilustrada, sino un intento de
permanecer atento a la insondabilidad e inasibilidad del ser y un intento de
mostrar la comprensión del ser que domina en la facticidad del Dasein.
Más adelante, en uno de los escasos pasajes en los que
Heidegger evoca explícitamente el tema de la memoria, la misma se trata de
forma secundaria por subordinarse al olvido. El olvido como un modo inauténtico
de tener ser no es una mera negación derivada del recordar, repetir o
recuperar, sino un modo de ser originario tal como lo expresa la sentencia
heideggeriana: “el recuerdo [la memoria] sólo es posible en el olvido y no al
revés” (Heidegger, 1997a: 329).
Heidegger dice literalmente que el olvido es un modo de ser
positivo del Dasein, de lo que se sigue que no es algo que pueda evitarse.
Ahora bien, ¿cómo es posible oponer el modo propio de recuperación al impropio
del olvido si este último es originario e inevitable? Este problema genuino que
surge con la lectura de Ser y Tiempo se puede evitar al considerar que el
compromiso del Dasein con una de las posibilidades abiertas por el
haber-sido es propia cuando se realiza “reconociendo” que esa posibilidad es un
horizonte de la familiaridad con el mundo en el que se encuentra arrojado y que
la posibilidad más propia como Dasein es la imposibilidad de toda
posibilidad, es decir, la muerte. Por el contrario, el compromiso del modo
impropio de existencia se compromete con una posibilidad heredada en su
enfrentar u ocupación cotidiana en el mundo olvidando que posee ser y que
como Dasein es estructuralmente finito. De este modo el olvido forma
parte de la estructura esencial del Dasein en tanto que es una
modalidad que abre primariamente el horizonte dentro del cual puede recordar y
hacer suya una posibilidad, y es una forma impropia en tanto el compromiso con
una posibilidad se realiza al margen de la comprensión del ser y de la finitud
características del Dasein.
Consecuentemente, tenemos dos sentidos a partir de los
cuales podemos entender el olvido y el recordar: un sentido se refiere al ser
en general que es insondable e inasible y por lo tanto siempre se nos escapa,
se nos olvida (aquí el “recuerdo” posibilitaría evidenciar la estructura finita
del Dasein y su necesaria comprensión hermenéutica del ser), y otro
sentido en el cual los horizontes que abre el pasado y el mundo en el que habita
el Dasein primariamente están-ahí, permaneciendo en forma oscura,
velada u olvidada y lo que permite la recuperación es su apropiación creativa
para volver al Dasein resoluto y auténtico.
Y entonces la interpretación no sería otra cosa sino la
recuperación creativa del ser
¿Pero como se da este proceso?
Enfrentando a la nada, a la muerte, al infierno
filósofos, contra gente como
Parmeneides que adoptaba el papel de physikos. La
imagen moderna de los médicos y la
curación se moldeó a partir de Hipócrates; y la
famosa escuela que fundó pronto sintió
la necesidad de definir sus objetivos
excluyendo de la medicina todo lo que
no tuviera que ver específicamente con ella.
De manera que arremetió contra todos
estos filósofos y los atacó por su empeño en
que, antes de curar a nadie, hay que
conocer la más profunda naturaleza de los
hombres y las mujeres, lo que son los
seres humanos desde el principio, no sólo cómo
reaccionan en una u otra situación.
Y, sin embargo,
cuando los escritores hipocráticos adoptaron esta posición, no
sólo estaban atacando a los filósofos
teóricos. Estaban atacando a sus rivales, también
sanadores por derecho propio.
Tenían buenos
motivos para ver así las cosas.
Había una tradición famosa sobre
Pitágoras; ésta decía que iba de ciudad en
ciudad, de pueblo en pueblo «no para
enseñar sino para curar». Y los primeros
grandes sistemas filosóficos creados en
Italia y en Sicilia no tenían nada de teóricos.
En aquellos tiempos, el conocimiento
sobre el origen del universo o los elementos
que constituían la realidad había de
tener una aplicación práctica.
Pero, sobre todo, estaba estrechamente
vinculado con la sanación, con el deseo de
ordenar la propia vida en todos los
niveles posibles y ayudar a los demás a hacerlo.
La dificultad en comprender este
vínculo entre la filosofía y la curación no tiene
nada que ver con la falta de pruebas.
Las evidencias son patentes; el único problema
reside en la capa de silencio que se ha
echado encima. Porque hay una cosa que hace
el conocimiento de estos primeros
filósofos tan difícil de aprehender y de darle
sentido: el hecho de que su origen no
se halla en el pensamiento ni en la razón.
Procedía de la experiencia de otros
estados de conciencia. Esos filósofos, la gente
a la que atacan los textos
hipocráticos, eran iatromanties, eran místicos y magos. Y
según ellos no existe curación real a
menos que se descubra lo que uno es más allá
del mundo de los sentidos.
Llegó un momento —mucho antes de que se
grabara la inscripción de
Parmeneides— en que la palabra physikos empezó
a usarse en un contexto
específicamente médico. Pasó a
aplicarse a sanadores y a médicos.
Al menos, eso era lo que parecía. Pero,
en realidad, la palabra era mucho más que
un equivalente de «médico» o «sanador».
Su alcance era mucho mayor.
Todavía pueden leerse las clarísimas
declaraciones de los antiguos autores
explicando que la curación y la
medicina sólo son una pequeña parte del
conocimiento fundamental de la realidad
y de lo que hace que las cosas sean como
son. El término physikos —o
physicus en
latín— sólo se aplicó a los médicos cuando
empezaron a interesarse por ese mundo
mayor que se encuentra tras el de la
medicina. Y así siguieron las cosas
durante toda la Edad Media y más allá.
De manera que no constituye ninguna
sorpresa encontrarse con que, entre muchas
otras cosas, el poema de Parmeneides
contenía información detallada sobre asuntos
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tales como el crecimiento del feto, las
peculiaridades sexuales y la naturaleza de la
ancianidad. Y no hay que sorprenderse
de que los médicos más expertos del mundo
antiguo lo citaran o que, según ciertas
tradiciones, trasmitidas desde Alejandría a todo
el mundo árabe (así como en la Italia
meridional hasta el s. XIII), se le conociera
como el fundador legendario de una
tradición médica cuyos sucesores eran
sanadores.
Y, sin embargo,
como sucede siempre con Parmeneides, la historia se complica.
Durante siglos, apenas se ha prestado
atención a este aspecto de sus enseñanzas.
Todo lo que Parmeneides tenía que decir
sobre estos asuntos estaba en la última parte
de su poema: aquella en que la diosa
describe el mundo en que vivimos y declara que
todo es un engaño. Pero esta manera de
presentar las cosas es casi una invitación a no
tomarse nada en serio. Y eso es
precisamente lo que sucedió. La última parte del
poema se ha pasado por alto de tal
manera que sólo unos pocos versos han
sobrevivido; el resto se ha perdido,
está olvidado.
Y, sin duda, para
Parmeneides el nacimiento, la edad y la muerte sólo eran
ilusiones. Pero eso no quiere decir que
no le importaran o no se los tomara en serio.
Porque precisamente, cuando no
prestamos atención a las ilusiones, éstas empiezan a
ser reales.
Decir que Parmeneides era un physikos era
una manera de crear una sutil
diferencia entre él y los sanadores
llamados Oulis. Eso no quería decir que no fuera
como ellos, que no le interesara o no
se dedicara a la curación; al contrario, era una
manera de decir que era otra cosa, algo
más.
Y ésa no es la única diferencia.
La antigüedad de la inscripción de
Parmeneides, su estilo, forma y tamaño de la
letra, la condición del mármol en que
se talló, todos los detalles son más o menos los
mismos que en las inscripciones de los
sanadores Oulis. Pero en este caso, falta algo.
No había año ni fecha.
Inmediatamente, todo el mundo se dio
cuenta de que la ausencia de fecha era tan
significativa como todo lo que dice la
inscripción. Y el motivo de la ausencia es
bastante simple. En este caso no hacía falta
porque el propio Parmeneides representa
el año cero. Todos los números de las
demás inscripciones —año 280, año 379, año
446— se contaban a partir de él.
Siglo tras siglo, este linaje de
sanadores ha seguido existiendo, remontándose a
Parmeneides como su fuente y poniendo
fecha a su existencia a partir de él. No era
inusual en el mundo antiguo que se
calculara el tiempo de una tradición o institución
a partir de su fundador. Era normal
reconocer y más tarde adorar a la persona como
héroe, empezando por el momento en que
moría.
Y había una manera formal de referirse
a esa persona. Se le llamaba hêrôs
ktistês,
héroe fundador.
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Actualmente, podría parecer muy extraño
que el fundador de una filosofía
occidental fuera sacerdote. Y tal vez
lo sea más aún que a un sacerdote se le
considere un héroe.
Pero, en realidad, no lo es en
absoluto. Hay inscripciones del mundo antiguo que
nos ayudan a completar la imagen de
sacerdotes destacados, adorados como héroes
por derecho propio tras su muerte. Eran
sacerdotes que habían pronunciado oráculos
de los dioses, famosos en la región en
que habían vivido, fuera por fundar nuevas
tradiciones o por crear formas nuevas a
partir de las antiguas. Y eso sucedía con
mayor frecuencia en el caso de los
sacerdotes de Apolo.
Los casos más notorios de estas figuras
fundadoras proceden de las regiones
costeras occidentales de Anatolia.
Algunas veces, el sacerdote es una figura perdida
en las nieblas de la leyenda; otras es
sin duda un personaje histórico. Sin embargo, es
constante una cadena de sucesión creada
por «hijos» de Apolo cuya existencia se
remonta generación tras generación
hasta el héroe fundador. Porque los vínculos
entre los héroes y la adoración de
Apolo eran muy estrechos.
Por no hablar de la costumbre de crear
santuarios especiales para los iatromanties
tras su muerte y tratarlos como héroes;
considerarlos personas con características
extraordinarias, divinas, que, durante
su vida, habían ido más allá de los límites de las
posibilidades o experiencias humanas
comunes.
Fragmento a fragmento y pieza a pieza,
los descubrimientos de Elea alejaban a
Parmeneides de su habitual imagen de
árido intelectual y lo llevaban a un mundo
totalmente distinto. Y ese mundo era
una realidad: sólo a nosotros nos parece irreal.
Aun así, las inscripciones de Elea sólo
contaban parte de la historia. Todas juntas
sólo formaban una pequeña parte de un
rompecabezas mayor. Y todavía quedaban
piezas más extrañas por encajar, porque ahí no terminaban los
vínculos de
Parmeneides con los héroes… si bien
tampoco era el principio.
perdido.
No ha habido muchos historiadores
dispuestos a detenerse y prestar atención a un
detalle tan nimio como el hecho de que
Parmeneides adoptara a Zenón. Y es natural
que los pocos que se han ocupado hayan
intentado comprender la situación mediante
comparaciones. Y una de las
comparaciones —aunque poco tenía que ver con la
existencia de un linaje de sanadores en
Elea que se remontaba a Parmeneides—
parecía muy atractiva.
Se trataba de la sucesión de antiguos
sanadores que formó la escuela de medicina
más famosa de todas: la escuela de
Hipócrates, situada en la isla de Cos, frente a la
costa de Caria. Allí el principio
fundamental de que el maestro adoptara al pupilo era
tan importante que incluso lo menciona
el juramento hipocrático.
Pero eso no quiere decir que sólo los
sanadores adoptaran a sus alumnos como
parte de su familia. Por el contrario,
los estudiosos han advertido ya que los orígenes
reales de la especial importancia que
la tradición hipocrática otorgaba a este vínculo
entre maestro y discípulo no tienen
nada que ver con la práctica médica. El origen
está en los misterios.
En realidad, no es casual que
Hipócrates resultara ser un asklepiadês
o «hijo de
Asclepio», igual que Parmeneides era ouliadês o
hijo de Apolo Oulios: que tras el
propio Hipócrates se cierna la sombra
de un linaje que se remonta hasta Asclepio.
Y tras el Asclepio adorado en Cos se
cierne la sombra de otro dios, el dios que era
su padre, que acostumbraba a compartir
sus santuarios sanadores con él, que aparece
mencionado, incluso antes que Asclepio,
al principio del juramento hipocrático.
Ése era Apolo, algunas veces conocido
en la isla como Apolo Oulios.
Quedaba por hacer otra comparación,
pero ésta era todavía más obvia y ayuda
todavía más a colocarlo todo en su
contexto.
Según los antiguos escritores, existía
cierto grupo que tenía con Parmeneides y
Zenón el más estrecho vínculo. No
cuesta mucho adivinar de qué grupo se trata: los
pitagóricos de la Italia meridional. En
realidad, con frecuencia a ambos se les
denominaba pitagóricos.
Actualmente es común el deseo de no
tomarse estas relaciones en serio.
Parmeneides y Zenón eran autores muy
creativos y originales; y la idea de que
pertenezcan a un grupo o sistema,
especialmente un grupo místico como los
pitagóricos, parece incompatible con
algo original o creativo.
Y, sin embargo,
eso supone pasar por alto un punto crucial. Originalmente, los
pitagóricos no estaban tan interesados
en las ideas o doctrinas establecidas como en
otra cosa: algo que no solo toleraba la
creatividad y la originalidad sino que las
fomentaba, las alimentaba y guiaba a la
gente hasta sus orígenes. Por este motivo la
tradición pitagórica ha conseguido ser
tan esquiva: por eso era también tan abierta y
se mezclaba con otras tradiciones,
desafiando nuestras ideas modernas de ortodoxia o
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auto-definición.
Ahí tenemos la prueba que demuestra en
qué medida los círculos pitagóricos
valoraban la libertad individual y
creativa. Eso puede parecernos una paradoja;
estamos acostumbrados a pensar que los
grupos religiosos o las sectas están
integradas por hombres y mujeres poco
inteligentes y con el cerebro lavado. Pero, en
realidad, ésa es una de las cosas menos
paradójicas del pitagorismo. El problema es
sencillamente de comprensión. La
originalidad y la creatividad han llegado a
imaginarse en términos tan
superficiales, y el culto al individuo se ha convertido en
una forma tan eficaz de lavado de
cerebro que ya ni siquiera es fácil concebir nada
más.
Convertirse en pitagórico no era cosa
baladí: no consistía en llegar, aprender y
marcharse. El proceso afectaba aspectos
del ser humano tan alejados de la
experiencia ordinaria que sólo pueden
describirse en términos abstractos, aunque, en
realidad, no tuvieran nada de
abstractos.
Puede decirse que trataba de lo que más
tememos.
De enfrentarse al silencio, de no tener
otra opción que renunciar a las opiniones y
teorías a las que nos aferramos, de no
encontrar siquiera nada que las sustituya
durante años enteros.
Daba la vuelta a
la vida de cualquier individuo, la ponía del revés. Y, durante este
proceso, el vínculo entre maestro y
discípulo era esencial. Por este motivo, se
consideraba como la relación entre un
padre y su hijo adoptivo. Tu maestro se
convertía en tu padre, igual que en la
iniciación a los misterios. Convertirse en
pitagórico equivalía a ser adoptado,
introducido en una gran familia.
El trasfondo del tipo de adopción de
los pitagóricos era muy sencillo. En esencia,
consistía en un proceso de
renacimiento: de volver a ser un niño, un kouros.
Y esta
situación implicaba algo más de lo que
parece a primera vista.
Los hechos de la herencia biológica no
se borraban ni eliminaban. Seguían
vigentes y tenían una validez obvia.
Pero, además, se creaba algo nuevo.
La adopción no era solo parte de un
misterio. Era también un misterio en sí
misma. Suponía la iniciación en una
familia que existe en un nivel distinto al que
estamos acostumbrados. Exteriormente,
seguían vigentes todos los vínculos con el
pasado. Y, sin
embargo, interiormente se tenía la conciencia de pertenecer a otro lugar
en mayor medida de lo que es posible
pertenecer a un lugar de este mundo, de ser
apreciado de manera más íntima de lo
que es posible que lo sea cualquier ser
humano.
En cuanto a las personas que
desempeñaban el papel de maestro e iniciador,
podían parecer bastante humanas, pero
el papel que desempeñaban iba mucho más
allá del de un progenitor humano. Eran
encarnaciones de otro mundo. En sus manos,
uno moría para todo lo que era, para
todo aquello a lo que se había aferrado como si
fuera toda su existencia. Por este
motivo algunas veces se los denominaba —cuando
eran hombres— «padres verdaderos» y el
énfasis se ponía en la palabra «verdadero».
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Desde el punto de vista de los
misterios, la vida ordinaria que conocemos sólo es un
primer paso, un preliminar para otra
cosa totalmente distinta.
Entre los primeros pitagóricos, la
importancia que se concedía a este proceso de
interacción entre el «progenitor» y el
«hijo», de transmisión entre uno y otro, era
fundamental. Conducía a tremendas
exigencias éticas. Y estas exigencias no eran
siempre obligaciones formales: muchas
veces tenían que intuirse. Incluso las
leyendas pitagóricas reflejan todavía
la necesidad que a veces se podía sentir de estar
físicamente presente en el lecho de
muerte del maestro.
Pero, más allá de los detalles, hay un
hecho central: el maestro es un punto de
acceso a algo que está más allá de él
mismo. Y tras un maestro, hay todo un linaje de
maestros, uno tras otro. La enseñanza
se transmitía de generación en generación, paso
a paso, con frecuencia en secreto y
algunas veces en circunstancias de inmensa
dificultad.
El resultado era absolutamente
paradójico. El discípulo ponía su vida, e incluso su
muerte, en manos
de su maestro. Y, sin embargo, se entregaba a nada. Se convertía en
parte de un vasto sistema, pero a
través de este sistema encontraba una creatividad
extraordinaria. Se convertía en miembro
de una familia indescriptiblemente íntima y
totalmente impersonal.
Cada maestro parecía tener un rostro,
pero, en realidad, no lo tenía: era sólo un
eslabón en una cadena de tradición que
se remontaba hasta Pitágoras. Y el mismo
Pitágoras carecía de nombre. Los
pitagóricos evitaban mencionarlo porque su
identidad era un misterio, de la misma
manera que con frecuencia evitaban dirigirse
unos a otros por su nombre o pronunciar
el de los dioses. En lo que a ellos respectaba,
Pitágoras no era
sólo el hombre que había parecido ser.
Lo conocían como hijo de Apolo o,
simplemente, como Apolo mismo.
Y llegamos a Platón. Porque todavía
perdura otro fragmento de información
enterrado en sus escritos.
Es realmente extraordinario el modo que
eligió para referirse al «padre
Parménides» —y a la posibilidad del
parricidio— justo en el momento en que
intentaba definir la esencia de su
relación con Parmeneides, tal como un filósofo se
refiere a otro.
Pero no sólo es extraordinario. Tal
como han destacado una serie de expertos,
también es significativo. Exactamente
el mismo tratamiento, «padre», que Platón usa
para referirse a Parmeneides lo
empleaban los pitagóricos cuando aludían al hombre
que había sido su maestro. Era también
el título habitual que se daba a los iniciadores
en los antiguos misterios, así como el
nombre formal para quien alcanza la última
etapa de la iniciación.
Y, sin embargo,
Platón no dice que Parmeneides fuera su padre. Es más sutil y
preciso que eso. Cuidadosamente, pone
la referencia al «padre Parménides», junto
con el discurso sobre el parricidio, en
boca de uno de los hablantes imaginarios de su
diálogo. Ni siquiera da un nombre al
hablante, se limita a presentarlo como ciudadano
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a los periódicos de
Londres; después se
olvidaron.
Un grupo de
especialistas italianos intentó mantener despierto el interés sobre su
posible significado;
por lo demás, la gente vaciló y dio media vuelta. Respecto a todo
lo que tenía que ver
con Parmeneides ya se había tomado una decisión. Era el padre
de la filosofía,
fundador de la lógica occidental. Mucho tiempo atrás, había quedado
excluido del contacto
con la vida y, en lugar de ello, se lo había convertido en una
abstracción, una
encarnación ideal de la razón. Unos pocos descubrimientos
arqueológicos no iban
a cambiarlo todo.
Vista
desde el exterior, desde la vida cotidiana y ordinaria, la reacción académica
parece inocente,
incluso razonable. Pero, vista desde dentro, es una historia muy
distinta.
Creemos sinceramente
que controlamos las cosas, que somos nosotros quienes
buscamos, miramos y
hacemos todos los descubrimientos importantes en la vida y
sabemos exactamente lo
que es relevante. De vez en cuando, muy de vez en cuando,
tal vez percibamos
algo muy distinto: que no somos nosotros quienes hacemos
descubrimientos,
porque, en realidad, son los descubrimientos quienes nos atraen
hacia ellos en el
momento adecuado y hacen que los encontremos. Son los
descubrimientos
quienes quieren ser encontrados y entendidos.
De la misma manera que
nos gusta creer que somos nosotros quienes «hacemos
los descubrimientos»,
también pensamos que «tenemos» sueños. Pero lo que no
comprendemos es que
algunas veces otros seres se comunican con nosotros a través
de nuestros sueños, de
la misma manera que intentan comunicarse a través de
acontecimientos
externos. Para ellos puede ser dificilísimo atraer la atención de los
seres vivos, abrirse
paso desde su mundo a éste: inimaginablemente difícil. No
tenemos ni idea, ni
siquiera intuimos qué clase de esfuerzo y atención se necesita
algunas veces.
Así que damos media
vuelta y nos vamos.
Algunos de los
primeros filósofos —y Parmeneides fue uno de ellos— fueron
muy concretos en una
cuestión. Se trata del hecho de que todo está vivo y la muerte
es sólo un nombre para
algo que no comprendemos. Esta idea suya no se menciona
con frecuencia y, si
se toma en serio, empieza a restar importancia a gran parte de lo
que somos: suscita
demasiadas dudas sobre la realidad de lo que tomamos por
realidad.
Y,
sin embargo, es una de las primeras cosas que aquellos antiguos filósofos
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sabían que tenían
que hacer.
No es necesario que se justifique el
que se haga caso omiso de alguna cosa
cuando son muchos los que están
dispuestos a no prestarle la menor atención. Pero en
el caso de los descubrimientos de Elea,
algunos expertos se sintieron capaces de
justificar de antemano que se cerraran
las puertas.
Señalaron lo que, desde cierta
distancia, puede parecer la única debilidad real del
testimonio de Elea: el hecho de que
corresponda a una fecha quinientos años
posterior a Parmeneides. Sin duda,
dijeron, los detalles de las inscripciones pueden
utilizarse para demostrar cómo la gente
con interés por lo antiguo, en la época de
Cristo, podría haber deseado imaginar
el lejano pasado de Elea. Pero «no es correcto»
suponer que esos detalles podrían tener
ninguna relación con el período en que vivía
Parménides.
Este razonamiento parece perfectamente
sensato, siempre que uno no se detenga a
mirar las pruebas mucho rato o muy de
cerca.
Uno de los puntos de lo que decían es
innegable. El que las inscripciones de Elea
se hicieran en una misma época sugiere
una clara afición a lo antiguo, un intento
deliberado de conmemorar y revivir los
recuerdos de días pasados. En realidad, en
esa época concreta los griegos del sur
de Italia tendían a aprovechar con entusiasmo
cualquier oportunidad para hacer gala
de su pasado. Habían llegado a estar tan
intimidados por el poder de Roma que
deseaban demostrar que ellos también podían
presumir de fama y gloria. Era natural
que quisieran hacer retroceder el reloj: señalar
tradiciones que habían mantenido
constantes a lo largo de tantos siglos de cambios.
Era incluso natural que se aferraran a
los recuerdos años después de que
desapareciera la vida que los había
creado y mantenido.
Y precisamente ésa es la cuestión
fundamental. Aquellas gentes tenían buena
memoria, hecho que se apreciaba mucho
más en aquellos tiempos que ahora. Los
griegos que habían viajado desde el
este a Italia para instalarse allí eran famosos en el
mundo antiguo por su conservadurismo,
por el modo en el que recordaban, honraban
y conservaban su pasado. Incluso hoy,
resulta evidente la fidelidad con que trasmitían
sus tradiciones religiosas y mágicas de
una generación a la siguiente, siglo tras siglo.
Con frecuencia estas tradiciones se
legaban en silencio, de manera estrictamente
local, sin que el mundo exterior las
conociera apenas. El proceso de transmisión
podía ser de unos quinientos años, pero
algunas veces se aproximaba a los mil.
Esto tenía muchas implicaciones; pero,
en la práctica, una de las cosas más
importantes es que los testimonios de
un período posterior con frecuencia tienden a
reflejar las condiciones de un período
más temprano. Una y otra vez los arqueólogos
que exploraban las regiones del entorno
de Elea —poblaciones más al sur o justo al
norte, como Posidonia, o más
septentrionales— descubrían que las tradiciones
religiosas que se seguían manteniendo
durante el primer y segundo siglo d. d. C. se
remontaban a los siglos VI y V
a. d. C.
Y en toda la zona occidental del
Mediterráneo había un grupo de gente concreto
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que gozaba de una reputación
inigualable por el modo en que conservaba sus
costumbres y maneras originales. Eran
más famosos que nadie por su
conservadurismo. Se aferraban a las
viejas formas de su lengua, especialmente a los
viejos nombres de Anatolia, y habían
mantenido algunos de los antiguos sacerdocios
durante casi mil años.
Eran descendientes de los foceos que
habían navegado hacia Occidente en el s. VI
a. d. C. Incluso en Roma merecían una
consideración extraordinaria por el modo en
que cuidaban de sus antiguas
tradiciones, y la arqueología moderna ha ayudado a
mostrar los motivos.
Con las ciudades nuevas que construían,
los foceos conseguían crear Anatolias en
el oeste: en Italia y Francia. Y su
presente era su pasado.
Los detalles de las inscripciones de
Elea pueden parecer una confusión de
nombres y cifras. Es necesario dedicar
un poco de tiempo a mirarlas para que sean
evidentes las pautas.
Que el padre de Parmeneides se llamaba
Pyres tenía poco de secreto en el mundo
antiguo. Pero, sin las inscripciones,
nadie habría advertido nunca lo significativo que
resulta que un nombre tan raro se
conociera también en Mileto. Porque Mileto no
sólo era un centro importante en Anatolia
para la adoración de Apolo Oulios, sino
que estaba también relacionado
estrechamente con Focea en la colonización del Mar
Negro. Y de los dos fragmentos de
pruebas que proyectan la luz más clara sobre el
título eleático de «señor de la
guarida», uno de ellos procede de un lugar situado al
este de Mileto, en Caria, y el otro de
una colonia fundada por Mileto en Istria, en el
Mar Negro.
No son casualidades. En el momento en
que se hicieron las inscripciones, un
eleata sólo habría podido mantener aquella
pauta de detalles si una tradición continua
se hubiera conservado durante
quinientos años. Y podemos ser incluso más
concretos.
Nadie podría haber recordado las tres
fechas añadidas tras el nombre de cada uno
de los sanadores Oulios —«en el año 280»,
«en el año 379» y «en el año 446»— sin
la ayuda, no sólo de tradiciones
orales, sino también de algo más importante: crónicas
escritas.
En realidad, no hace falta especular o
buscar mucho para ver precisamente de qué
clase de registros se trataría. Lo que
tenemos que hacer es mirar en la dirección
indicada por las pruebas de Elea.
A lo largo del último siglo, en Mileto
han aparecido pequeños indicios sobre un
grupo concreto de gente dedicada a
Apolo. Tenían un enorme poder político en la
ciudad, así como religioso; y recibían
el nombre de molpoi.
Los nombres de los individuos en
cuestión aparecen cuidadosamente apuntados,
uno debajo del otro, en inscripciones
oficiales talladas en grandes bloques de mármol.
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Se trata de personas que conocían los
misterios de Apolo y los transmitían. Las
pruebas fragmentarias señalan a
antiguos vínculos con «hijos» heroicos de Apolo,
con música de flautas en su honor y con
el mismo tipo de tradiciones de kouros que
se conocían en otros tiempos tanto en
Focea como en Creta.
De la fecha tardía de algunos de los
registros podría deducirse que todo ese linaje
es pura fantasía. No lo es. Sólo se han
encontrado unos pocos bloques de mármol; a
pesar de ello, los detalles de la
sucesión están documentados desde principios de la
era cristiana hasta fechas tan remotas
como el año 525 a. d. C.
Y era muy similar lo que sucedía en
Istria, la colonia de Mileto en el Mar Negro
donde Apolo recibía el nombre de phôleutêrios, el dios de la guarida y la incubación.
Allí las pruebas son todavía más
fragmentarias, pero podemos ver que la familia
encargada de la adoración de Apolo
sobrevivió durante setecientos años.
Hay que tener muy buenas razones para
dudar de la realidad histórica que existe
tras las inscripciones de Elea, de la
misma manera que hay que tener buenas razones
para dudar de lo que implican: que
Parmeneides estaba de un modo u otro
íntimamente asociado con aquellos
Señores de la Guarida.
Y, sin embargo,
no hay ninguna razón. Las únicas razones reales indican lo
contrario.
Pero concentrarse en las inscripciones
supone pasar por alto algo más importante:
el modo en que encajan con la poesía
que escribió Parménides.
En ambos casos, existe el mismo
compromiso fundamental con la incubación y
los sueños, así como otros estados de
conciencia, los encantamientos y el éxtasis, con
Apolo y el inframundo. Y es bueno
recordar que, años antes de que se hicieran
incluso esos descubrimientos
arqueológicos, algunos aspectos del poema de
Parmeneides se explicaban ya en
términos de incubación, de chamanismo y de las
prácticas de los iatromanties. Los nuevos hallazgos de Elea sólo ayudan a
completar
los antecedentes. Hacen que todo se
ajuste a la realidad.
Desde hace ya miles de años, los inicios
de la filosofía occidental se han separado
y disociado sistemáticamente del tipo
de prácticas que hemos dado en considerar
«mágicas». El proceso ha sido largo y
firme y casi ha conseguido su propósito. Pero
estos vínculos antiguos reclaman que se
los reconozca y es bueno tener cierta idea de
todo lo que ello implica.
Puede parecer un tema histórico
interesante afirmar que la filosofía y la magia en
otros tiempos eran las dos partes de un
todo. Pero no se trata de una cuestión
histórica. Ni tampoco significa,
simplemente, que tengamos que ser más conscientes
de cómo la irracionalidad se ha
separado de la racionalidad en nuestra vida; ni
siquiera implica que debamos hacer un
mayor esfuerzo por armonizar con la razón
todo lo que parece poco razonable. Si
creemos que basta con hacer cualquiera de
estas cosas seguimos sin atinar en el
punto principal, puesto que todas estas
distinciones entre lo racional y lo
irracional sólo son válidas desde el limitado punto
de vista de lo que llamamos razón.
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l de un ser mítico, un ser de otro
mundo, de otra raza, de otro tiempo. En
el fondo, todos hemos atisbado ese mundo y
ese tiempo alguna que otra vez. Pero
vivir lo que hemos vislumbrado o permitir que
se viva… es un asunto bien distinto.
Y nada de esto habría sucedido nunca
sin una razón adecuada, sin una
justificación que le diera sentido.
Porque siempre ha habido algo extraordinario en
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relación con los héroes, igual que en
relación con la creación de santuarios dedicados
a los héroes.
Eso hace todavía más extraño que nadie
se haya fijado en un detalle nimio: el que
Aminias fuera adorado como héroe
después de morir tiene un paralelo en las
tradiciones de los sanadores Oulis que
trataban al propio Parmeneides como héroe. Si
queremos entender a Parmeneides, este
paralelismo es muy elocuente. Podría decirse
que significa que los héroes no sólo no
aparecen de la nada sino que, algunas veces,
hace falta un héroe para hacer otro
héroe.
Toda la saga del
viaje de los foceos a Occidente y los orígenes de la ciudad de
Elea había sido una historia sobre
Apolo y los oráculos, enigmas y héroes. Y había
sucedido muy poco antes.
Y Parmeneides continuaba la tradición.
El escrito sobre Aminias lo describe como
pitagórico.
Como todo lo que aparece en esa
crónica, el detalle es significativo. Sólo hay que
mirar las pruebas que perduran para
darse cuenta de cómo toda la cuestión de los
héroes —su estatus, su verdadera
identidad, la actitud correcta que hay que adoptar
hacia ellos, cómo ser un héroe—
desempeñaba un papel crucial en la primitiva
tradición pitagórica.
Pero eso no quiere decir que debamos
perder de vista el hecho de que tanto los
héroes como los santuarios erigidos en
su honor se encontraban entre los aspectos
más fundamentales de la antigua
religión griega. Y no tenían nada que ver con la
conmemoración de los muertos, el deseo
de honrar el pasado o el anhelo de la
conservación de los viejos recuerdos.
Tenían que ver
con algo muy distinto.
Los santuarios de los héroes estaban
relacionados con la presencia, la presencia
viva. Pretendían mantener una relación
correcta con la figura de poder en que se
había convertido el héroe y estaban
destinados a crear las circunstancias que
permitieran que ese poder fuera lo más
eficaz posible en el presente. La existencia de
un santuario dedicado a un héroe se
suponía que era una bendición para toda la zona:
para la tierra y la gente local, para
la naturaleza y los visitantes.
No tenía nada de casual crear un
santuario dedicado a un héroe, o el convertirlo
en parte de la vida de uno mismo. Era
abrirse a otro mundo. Cuando alguien pasaba
cerca, debía caminar en total silencio.
Y, para los griegos en general,
pero
especialmente para los pitagóricos, el
silencio y la quietud iban de la mano. Eran dos
aspectos de la misma cosa.
Por ese motivo, la hêsychia,
la palabra griega que significa «quietud», implicaba
automáticamente el significado de
«silencio». Pero, de acuerdo con el escrito sobre
Aminias, la hêsychia era
precisamente la causa del agradecimiento de Parmeneides
cuando construyó el santuario heroico.
Era la cualidad que Aminias había aportado a
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su vida, o, mejor dicho, hacia donde la
había conducido.
El lector verá en todo esto que los
detalles del escrito se superponen, encajan, no
queda nada al azar o a la
arbitrariedad. Aunque estuviera leyendo una obra de ficción,
se daría cuenta, advertiría que son
significativos.
Pero esto no es ficción. Son hechos
reales.
Y hay más cosas que contar sobre los
santuarios de los héroes.
Debido a que los héroes habían sido
humanos pero, además, eran más que
humanos, se entendía que tenían una
relación especial con lo que queda más allá de
los límites de la experiencia ordinaria
humana, con el mundo de los muertos, con los
infiernos.
Tenían poder sobre la salud, la
enfermedad y la muerte. Si uno se acercaba a ellos
de manera adecuada, podían curarlo. O
bien podían mostrar su presencia y guía en la
vida diaria mediante signos especiales
y coincidencias asombrosas: comunicándose a
través de acontecimientos distantes.
Pero preferían un método de
comunicación a cualquier otro: los sueños.
Si se mira hacia atrás, se puede ver la
extraordinaria coherencia y simplicidad del
modo en que el primer cristianismo
convirtió los santuarios otrora dedicados a los
héroes en lugares consagrados a los
santos. Apenas hubo que hacer otra cosa que
cambiar los nombres. Y el rasgo más
fundamental que la adoración cristiana a los
santos tomó de la adoración griega a
los héroes fue la práctica de la incubación. Para
los griegos, la incubación era un
aspecto tan esencial de la comunicación con los
héroes, se aceptaba tan naturalmente
como la actividad natural en los santuarios, que
la mayoría de los escritores antiguos
no se molestaban en mencionarlo. Lo único que
consideraban que tal vez fuera
necesario explicar eran las excepciones ocasionales: el
caso extraordinario donde aparentemente
un santuario destinado a un héroe no tenía
nada que ver con los sueños ni con la
incubación.
El vínculo entre los santuarios
destinados a los héroes y la incubación era tan
estrecho que cuando se practicaba la
incubación los héroes no estaban muy lejos. Por
lo general, los centros de incubación
eran meros lugares destinados a la adoración de
los héroes. Pero incluso en otros
casos, el vínculo sigue siendo claro: incluso en
pasajes como el de Estrabón sobre la
cueva de Acaraca en Caria y sobre el santuario
situado debajo, dedicado a Perséfone y
a Hades.
En primer lugar, menciona el santuario
y la caverna y los misterios, practicados
allí en total silencio; y después sigue
para decir que había otra caverna no muy lejos
de allí, a la que solía ir la gente del
lugar. Estaba al otro lado de una montaña cercana,
junto a un hermoso prado conocido con
el nombre de «Asia».
De acuerdo con la tradición, aquella
caverna estaba unida bajo tierra con la otra
cueva de Acaraca. Estaba dedicada a los
mismos dioses, porque aquél era el lugar
legendario en que Hades se había casado
con Perséfone, el lugar original donde la
había raptado para llevársela al
inframundo.
Y el monumento que señalaba el lugar
era el santuario de un héroe.
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Queda todavía la parte más importante
del escrito en lo que se refiere a la relación
de Parmeneides con su maestro. Se trata
de la declaración de que fue Aminias quien
«lo condujo a la quietud», a la hêsychia.
Los estudiosos han traducido la
afirmación sin gran esfuerzo. Dicen que se refiere
a que Aminias convirtió a Parmeneides a
la vida filosófica, la vida contemplativa, a la
«vida tranquila».
Y, sin embargo,
eso son sólo interpretaciones, no traducciones. En cuanto a la
idea de que un filósofo condujera o
empujara a otro hacia sus enseñanzas, ése es un
tema que llegó a ser muy familiar en el
mundo antiguo. Es también cierto que la
cuestión de la quietud terminó siendo
un asunto importante en algunos círculos
filosóficos griegos, como resultado del
contacto directo con la India. Pero eso no
explica que aquí se mencione la quietud
con una referencia tan directa a Parmeneides;
y no se gana nada convirtiendo ese
detalle particular en un lugar común.
Hay una serie de cosas sobre la palabra
hêsychia que merece la pena comentar.
Podría mencionarse su estrecho vínculo
con la curación, o con el hecho de que era
una cualidad que con frecuencia se
asociaba a un dios concreto, Apolo. Pero eso no
es lo fundamental.
Se presenta a Aminias como pitagórico;
y los pitagóricos daban una importancia
enorme a la inmovilidad. No se trataba
sólo del silencio impuesto a quienes querían
convertirse en pitagóricos. Eso era
sólo parte del conjunto, pero era sólo una parte
pequeña. Porque detrás del silencio
había toda una dimensión de significado
vinculado a la práctica de la quietud.
Tenía que ver con los sueños, con otros
estados de conciencia. Las técnicas
aparentes de la quietud que practicaban
los pitagóricos —el silencio, la calma
deliberada, la inmovilidad física— no
eran un fin en sí mismas, sino sólo medios
empleados para alcanzar otra cosa, y el
objetivo era bastante claro, por mucho que las
antiguas fuentes hablen un lenguaje que
la mayoría de nosotros ya no entiende o no
quiere entender.
El propósito era liberar la atención de
las distracciones, encaminarla en otra
dirección para que la conciencia
pudiera actuar de un modo totalmente distinto. La
inmovilidad tenía un objetivo y éste
era crear una abertura hacia un mundo distinto de
todo aquello a lo que estamos
acostumbrados: un mundo en el que sólo se puede
entrar «en meditación profunda, éxtasis
y sueños».
Lo que Aminias enseñó a Parmeneides no
tenía nada que ver con lo que llamamos
pensar o con la reflexión filosófica
tal como la entendemos, sino que estaba
relacionado con la incubación. La
característica decisiva de la tradición mantenida
durante cientos de años por los hombres
llamados phôlarchos —los Señores de la
Guarida que remontaban sus orígenes a
Parmeneides— también resulta ser la
característica fundamental que
Parmeneides mismo recibió de su maestro.
E incluso el lenguaje griego establece
una clara relación entre ellos y lo que
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Parmeneides aprendió de Aminias. Porque
hêsychia y
phôleos son
dos palabras que
se pertenecen la una a la otra: en el
griego clásico tienden a aparecer juntas una y otra
vez. Cuando Estrabón intentó describir
lo que sucedía en el santuario de incubación
cercano a Acaraca, no fue el único
escritor que para resumir la experiencia de
quedarse quieto como un animal en un phôleos —o
guarida— empleó la palabra
hêsychia.
El predecesor de Parmeneides y sus
sucesores están unidos por un factor común:
la quietud, la inmovilidad de la
incubación. Eso es lo que definía su principal interés,
su manera de
actuar.
Habría sido ilógico suponer que
Parmeneides mismo —discípulo de Aminias, uno
de los sanadores
Oulis— podría haber estado al margen de esta preocupación. Y, en
realidad, ni siquiera hemos empezado a
darnos cuenta de la enorme importancia que
daba a la inmovilidad o hêsychia en
el conjunto de sus enseñanzas.
Pero tras estos detalles sobre
Parmeneides y su círculo más próximo se encuentra
la cuestión de qué querían decir: cómo
entender aquello a lo que los detalles apuntan.
La cuestión no podría ser más
elemental, ya que el hilo que une a Parmeneides
con sus antecesores y sus seguidores
resulta obvio si uno se para a pensar; y, sin
embargo, no es casualidad que nadie lo
haya identificado o lo haya advertido.
El hecho es que estas cosas tienen una
manera asombrosa de protegerse. E incluso
lo que en algunos momentos podría
parecer obvio, al siguiente no lo es en absoluto.
Eso es exactamente lo que sucede cuando
uno se vincula con una realidad que, como
la realidad de los héroes, pertenece a
otro mundo.
Todos
sabemos lo que es la inmovilidad; o, al menos, eso creemos.
Significa paz y
sensación agradable, estar tendido al sol durante media hora
mientras pensamos a
toda velocidad sobre lo que haremos más tarde ese mismo día.
Y,
si somos sinceros, probablemente tendremos que reconocer que la afirmación
de que Aminias condujo
a Parmeneides a la quietud parece ridícula. No habría sido
un problema si las
enseñanzas recibidas por Parmeneides hubieran consistido en
elevadas verdades
sobre el universo y la metafísica, la naturaleza del hombre y la
mujer. Pero que se
diga que lo único que le enseñó su maestro fue la quietud…
resulta un chasco
absurdo.
Ese aspecto absurdo es
una señal de aviso: una señal precisa de que no sirve de
nada intentar
encasillar a Parmeneides, o el mundo en el que se desenvolvía, en
nuestro marco de
referencia habitual. Sin embargo, es ya otra cuestión hasta qué
punto nos tomamos en serio la advertencia.
Para los griegos, la inmovilidad tenía
una vertiente que les parecía sumamente
inquietante. Y no sólo inquietante,
sino también siniestra, ajena, profundamente
inhumana.
Por ese motivo asociaban la quietud y
el silencio con el proceso de aproximación
a los héroes. Y también por ese motivo
ese breve escrito sobre Aminias no es el único
texto antiguo que vincula la quietud y
los héroes, que los sitúa en el mismo plano.
En los siglos posteriores a Parmeneides
se escribió un extraño fragmento titulado
Memorias pitagóricas. Para leerlo, hay que estar prevenido. El estilo
de presentación
parece tan intrascendente y sencillo
que es fácil pasar por alto la secuencia de ideas,
no advertir los
hilos que las sitúan en su sitio. Y, a primera vista, podría pensarse que
es mera casualidad que un párrafo de
las Memorias mencione
tanto a los héroes como
la inmovilidad y que se refiera
alternativamente a unos y a otra.
De hecho, no tiene nada de casual. Es
precisamente la inmovilidad lo que tiene el
poder de llevar a un ser humano a otra
realidad: a un mundo profético que contiene el
futuro, el pasado y el presente y en el
que los héroes, pero no los seres humanos,
están a sus anchas.
Pero la quietud no estaba únicamente
asociada con los héroes. Más allá de los
héroes estaban los dioses; y cuando los
griegos querían describir en términos
tangibles la realidad de una
confrontación entre los seres humanos y lo divino,
destacaban una cualidad particular que
percibían como característica de los dioses en
contraste con los seres humanos.
Esta era su asombrosa inmovilidad. Los
dioses mantenían una calma perfecta allí
donde los seres humanos serían presa
del pánico. Ni siquiera cambiaban de expresión
cuando los hombres recorrían toda la
gama de emociones que van de la alegría al
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terror. Seguían siempre iguales:
enigmáticos. Ni siquiera los más espectaculares
milagros o muestras de poder destacaban
con tanta eficacia la diferencia entre los
seres humanos y los dioses como lo
hacía la inquebrantable inmovilidad divina.
Este es el verdadero motivo de la
quietud que se mantenía durante la incubación.
Era un método para acercarse al mundo
divino tanto como fuera posible. Y por eso,
según lo que establecía la religión
griega, la incubación estaba estrictamente limitada
a lugares especiales y sagrados, al
territorio en que mandaban los dioses y héroes,
pero no los humanos. Porque la misma
inmovilidad era algo propio de los héroes y
los dioses.
Desde cierto punto de vista, se puede
afirmar que la inmovilidad de la incubación
era sólo una técnica, un medio para
conseguir un fin, una manera de ponerse en
contacto con lo
divino. Y, sin embargo, eso es sólo la impresión que nos produce a
nosotros.
En realidad, era un fin en sí misma, la
paradoja definitiva de un fin que está
presente en el principio.
En cierta ocasión, el escritor de estas
Memorias pitagóricas hace una afirmación
que puede parecer extraordinaria. Dice
que la quietud es imposible para los seres
humanos. Los hombres y las mujeres
pueden intentar ser buenos, e incuso pueden
conseguirlo. Pero la inmovilidad está
más allá de sus capacidades.
Y, sin embargo,
no es una observación extraordinaria, especialmente por parte de
un pitagórico. En las escrituras que
dejaron los pitagóricos se mencionan algunos
hechos básicos de la vida, y uno de
ellos es que, como seres humanos, estamos
siempre cambiando, somos inquietos.
Nuestros cuerpos se mueven continuamente. Y
no sólo nuestros cuerpos, sino también
nuestros pensamientos y deseos. Cualquiera
que fuera capaz de mantener un grado de
inmovilidad visiblemente mayor que los
demás era tenido por divino: se
consideraba que era más que humano, que pertenecía
a otro mundo.
Ahora ya se puede entender por qué
Parmeneides necesitaba que alguien muy
especial y poderoso lo condujera a la
quietud. Y debería también quedar claro por qué
edificó ese santuario para Aminias, por
qué estableció su adoración como ser
misterioso, divino.
Parmeneides creó aquel santuario
dedicado al héroe porque la inmovilidad que le
habían enseñado a conseguir era en sí
misma algo misterioso y divino. No tenía nada
de humano.
Y, al mismo
tiempo, no hay nada más humano que la inmovilidad.
La vida, para nosotros, se ha
convertido en un interminable afán de mejora:
necesitamos siempre conseguir más,
hacer más, aprender más, conocer más cosas. El
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proceso de aprendizaje y enseñanza se
ha convertido en un sencillo mecanismo de
recepción de datos e información: de
recepción de lo que ignorábamos, de algo
siempre distinto a nosotros mismos.
Por ese motivo, aprendamos lo que aprendamos,
nunca nos afecta en lo más
profundo, nunca llega a satisfacernos.
Y cuanto más conscientes somos de ello, más
nos apresuramos para intentar encontrar
otros sustitutos y llenar el vacío que
seguimos
sintiendo en nuestro interior. Todo nos empuja fuera de nosotros mismos,
lejos de la absoluta sencillez de
nuestra propia humanidad.
Es cierto que los pitagóricos también
tenían sus enseñanzas. Pero hay algo en la
tradición pitagórica que es
completamente distinto de todo esto, como una corriente
subterránea que avanzara en dirección
contraria. Casi nunca se advierte ni se
menciona por el sencillo motivo de que
no parece tener sentido.
Los pitagóricos eran famosos no sólo
por sus enseñanzas sino también por el
secreto que las
envolvía. Y, sin embargo, si se estudia atentamente las que se han
tenido por las más esotéricas de sus
doctrinas resulta que, en realidad, no tenían nada
de secretas. En realidad eran poco más
que apariencias. Tenían un propósito
importante: suscitaban un interés general,
ayudaban a atraer a personas que podrían
terminar siendo pitagóricos.
Pero en cuanto alguien se convertía en
pitagórico, la cuestión era que cada vez se
aprendiera menos. Había menos
respuestas y más enigmas. Podían facilitarse técnicas
para entrar en otros estados de
conciencia. Por otra parte, el énfasis se ponía cada vez
menos en recibir enseñanzas y cada vez
más en encontrar los recursos internos para
descubrir las respuestas propias en el
interior de cada uno.
Por ese motivo la enseñanza a través de
acertijos era parte tan importante de la
tradición pitagórica. En lugar de
recibir respuestas ya hechas, sólo se recibía el
germen, la semilla de la respuesta:
porque el acertijo contiene su propia solución.
La tarea del pitagórico era alimentar
el enigma, cuidarlo. Y se entendía que
durante el proceso de cuidado y
atención, el acertijo se convertía en parte orgánica de
él. A medida que el enigma crecía tenía
la capacidad de transformar al iniciado.
Incluso podía destruirlo. Pero el
objetivo del acertijo era tan claro como sutil: alejar la
atención de las respuestas
superficiales para descubrir lo que el pitagórico no había
advertido que llevaba dentro de sí.
En líneas generales, es la misma
situación que en el caso del hombre de Posidonia
que ayudó a los foceos cuando estaban
completamente perdidos. Los foceos habían
recibido un oráculo de Apolo, junto con
la guía que contenía. Pero, a pesar de eso —o
precisamente por eso— todo se les había
complicado irremediablemente. No sólo el
oráculo se había convertido en un
acertijo sin sentido: toda su existencia se había
convertido en un acertijo viviente.
En cierto modo, se podría decir que el
hombre de Posidonia les dio algo: les dio la
respuesta que no habían advertido, pero
eso sólo es cierto en un nivel superficial. En
realidad, el hombre no añadió nada
esencial a su situación. Se limitó a estar en el
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lugar adecuado en el momento oportuno
para indicar la solución que contenía el
acertijo que llevaban consigo, el
enigma en que ellos mismos se habían convertido.
Y lo mismo sucedió con Aminias.
Todo estaba
preparado para Parmeneides. En su condición de ouliadês,
ocupó su
lugar en una tradición que se remontaba
a los días en que los foceos todavía no
habían salido de Anatolia: una
tradición basada en las técnicas de la inmovilidad y la
incubación.
Así pues, la pregunta obvia es cómo
Aminias pudo encajar en ella. Y la respuesta
es bien simple: no encaja.
Lógicamente, se podría pensar que
Parmeneides no necesitaba las enseñanzas de
nadie y menos todavía las de un don
nadie como Aminias. Pero eso sería olvidar una
cosa fundamental. El conocimiento que
ya tenemos es inútil a menos que podamos
vivirlo, vivir en él y vivirlo
plenamente en nuestro interior. Si no es así, se convierte
en una carga que puede aplastarnos e
incluso destruirnos, como el oráculo de los
foceos.
Tenemos ya todo lo que necesitamos.
Sólo necesitamos que se nos enseñe lo que
tenemos. Y lo mismo sucede con las
tradiciones. Incluso las más poderosas tienen
que revitalizarse, porque es fácil que
ellas también queden aplastadas. Puede morir la
vida que
contienen sin que nadie se dé cuenta o quiera darse cuenta. Y, por lo general,
es un completo desconocido, un don
nadie —alguien que no encaja, que es
innecesario desde un punto de vista
lógico— quien tiene que inyectar la vida que
hace falta.
Por este motivo con frecuencia el mejor
maestro es un don nadie. Es un don nadie
que no da nada. Pero esa nada que da
vale más que cualquier otra cosa. En algunas
circunstancias podría introducir al
discípulo en un nuevo sistema de conocimiento o
pedirle que
cambie su estilo de vida y, sin embargo, no es eso lo fundamental de la
enseñanza. Es sólo un truco para tener
la cabeza ocupada mientras el trabajo
verdadero se hace
en otro nivel, en otro lugar.
Los verdaderos maestros no dejan
huella. Son como el viento de la noche que
atraviesa y cambia por completo al
discípulo sin por ello alterar nada, ni siquiera sus
mayores debilidades: arrastra todas las
ideas que tenía sobre sí mismo y lo deja como
siempre ha sido, desde el principio.
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Entrega extrema.
Desandar el lenguaje.
Borrar las huellas.
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