sábado, 6 de julio de 2024

Biodramaturgia III

 

Biodramaturgia III  

 

 

A las hipótesis 1 y 2 –Si el Uno es y Si el Uno no es– les sigue un breve argumento (155e-157b) que a menudo es considerado una hipótesis por sí sola (de modo que tendríamos nueve en vez de ocho hipótesis), Aquí es donde la primera hipótesis y la segunda se encuentran se complementan se biotejen y neutralizan, he aquí la síntesis que no es la síntesis Hegeliana ni la síntesis de Deleuze del tiempo aunque el la entenderá como el tiempo neutro vacío, nosotros descubrimos la eternidad sintransferencial en esta hipótesis  . Este razonamiento proporciona una especie de mediación entre las hipótesis 1 y 2: si el resultado de la hipótesis 1 era que el Uno, tomado solamente en virtud de sí mismo, separado de todo lo demás, no es nada en absoluto (o es totalmente indescriptible), y si el resultado de la hipótesis 2 era que el Uno, tomado en virtud de los otros, es indiscriminadamente todo (grande y pequeño, similar y disimilar, en movimiento y en reposo…), el apéndice intenta resolver esta antinomia introduciendo la dimensión temporal. Un Uno que existe en el tiempo puede sin ninguna contradicción cambiar en el tiempo de un estado a otro (puede moverse, por ejemplo, y después estar en reposo). Pero el interés de esta solución de sentido común es que llega de nuevo a un resultado paradójico cuando Parménides se centra en la simple pregunta: ¿cuándo cambia el Uno en cuestión? «Si está en movimiento, no ha cambiado todavía. Si está en reposo, ya ha cambiado. Cuando cambia, ¿no debería estar ni en movimiento ni en reposo? Pero no puede haber ningún tiempo en el que una cosa no esté ni en movimiento ni en reposo». Parménides propone que el cambio entre los dos estados acaece en un instante, y que el instante no está en el tiempo. En ese instante, el objeto no está ni en movimiento ni en reposo, sino que se encuentra en equilibrio entre ambas alternativas.

 

Porque el instante parece significar algo así como aquello desde donde se cambia hacia uno u otro estado. Pues no es del reposo todavía inmóvil de donde surge el cambio, ni tampoco de lo que se mueve y está todavía en movimiento. Esa extraña naturaleza del instante, situada en el intermedio entre el movimiento y el reposo, y que no está en tiempo alguno, es aquello hacia lo cual cambia al reposo lo que está en movimiento, y al movimiento lo que está en reposo.

 

Y entonces se da la posibilidad de lograr una síntesis entre la negación de la negación y la afirmación de la afirmación neutralizando a ambas y aquí surge el espíritu subjetivo de un sujeto que se desubjetiviza  pero veamos ahora el espíritu subjetivo en el idealismo para luego ver la síntesis temporal de Deleuze donde en la síntesis del porvenir se hace imposible cualquier conceptualización siendo el tiempo aquello que está  loco y que no permite al cortar con el emerger de la novedad, el encuentro de la identidad, Zizek tratara de hacernos entender la contigencia del modelo Hegueliano en su capacidad retroactiva donde se formula el en si lógico y el en si y para si espiritual desde el para si donde realmente se hace la negación de la negación , pero la síntesis de la afirmación de la afirmación es un abrirse a la multiplicidad haciendo imposible la conceptualización De Hegel que es una conceptualización en el presente  y ¿Entonces a un eterno retorno se lo complementa con una negación de la negación   de la conciencia? No, esta intentara salvar a la existencia en su eterno retorno y lo que conseguirá será su muerte que es justo lo que necesita para convertirse abriéndose a la novedad del espíritu es esa novedad eterna  la que se pude encontrar con la novedad siempre nueva porque en el fondo son lo mismo pero el cambio implica que el Cristo mate al anti Cristo o que el anticristo mate al Cristo, ese instante antes de que los dos se destruyan es el instante de su comunión eterna.

 

     1→0→1→0→1→0→1→0→10

 

 

 

I ¿Sigue siendo posible ser hegeliano? La característica principal del pensamiento histórico como tal no es el «movilismo» (la fluidificación o relativización histórica de todas las formas de vida), sino el pleno sostenimiento de una cierta imposibilidad: tras una auténtica ruptura histórica simplemente no se puede volver al pasado o continuar como si nada hubiera ocurrido; incluso si se hace, la misma práctica habrá adquirido un significado radicalmente diferente. Adorno proporcionó un buen ejemplo con la revolución atonal de Schönberg: después de que tuviera lugar, era y sigue siendo posible continuar componiendo del modo tonal tradicional, pero la nueva música tonal ha perdido su inocencia, puesto que ha sido «mediada» por la ruptura atonal, funcionando a partir de entonces como su negación. Esta es la razón de que haya un irreductible elemento kitsch en compositores tonales del siglo XX como Rachmaninov; algo así como un nostálgico aferrarse al pasado, un gesto tan falso como el del adulto que intenta mantener vivo al niño ingenuo que lleva dentro. Y lo mismo vale para todos los otros dominios: con el surgimiento del análisis filosófico conceptual en Platón, el pensamiento mítico pierde su inmediatez, y cualquier intento de revivirlo resulta en una falsedad. Tras el cristianismo, las recuperaciones del paganismo se convierten en simulacros nostálgicos. Escribir, pensar o componer como si no hubiese acaecido una Ruptura es más ambiguo de lo que pueda parecer y no puede reducirse al estatuto de una deliberada ignorancia antihistórica. Badiou escribió alguna vez que lo que le une a Deleuze es que ambos son filósofos clásicos para los que Kant, la ruptura kantiana, no ha ocurrido; ¿pero es realmente así? Quizá esto valga para Deleuze, pero definitivamente no para Badiou [1] . En ningún lugar esto está más claro que en su diferente tratamiento del Acontecimiento. Para Deleuze un Acontecimiento es realmente un Uno cosmológico prekantiano que genera una multitud, y por esto el Acontecimiento es absolutamente inmanente a la realidad, mientras que el Acontecimiento de Badiou es una ruptura en el orden del ser (la realidad fenoménica trascendentalmente constituida), la intrusión de un orden («nouménico») radicalmente heterogéneo que nos sitúa claramente en un espacio (pos)kantiano. Podría definirse la filosofía sistemática de Badiou (desarrollada en su última obra maestra, Lógicas de los mundos) como un kantismo reinventado en la época de la contingencia radical: en vez de una realidad trascendentalmente constituida, obtenemos una multiplicidad de mundos, cada uno perfilado por su matriz trascendental, una multiplicidad que no puede ser mediada/unificada en un único marco trascendental superior. En vez de la Ley moral, tenemos la fidelidad al Acontecimiento-Verdad, que tiene una especificidad concreta respecto a la situación particular de un Mundo. ¿No es el idealismo especulativo hegeliano el caso ejemplar de tal imposibilidad histórica? ¿Se puede seguir siendo hegeliano tras la ruptura poshegeliana con la metafísica tradicional que ocurrió más o menos simultáneamente en las obras de Schopenhauer, Kierkegaard y Marx? Tras todo esto, ¿no hay algo inherentemente falso en defender un «idealismo absoluto»? ¿No será víctima de la misma ilusión antihistórica cualquier defensa de Hegel que sortee la imposibilidad de ser hegeliano después de la ruptura poshegeliana, y que escriba como si aquella ruptura no hubiera ocurrido? Aquí, sin embargo, deberíamos complicar las cosas un poco: bajo ciertas condiciones se puede y debe escribir como si la ruptura no hubiera ocurrido. ¿Cuáles son estas condiciones? Estas condiciones se dan cuando la ruptura en cuestión no es una ruptura verdadera sino falsa, y de hecho una lectura que oculta la auténtica ruptura, el auténtico punto de imposibilidad. Nuestra apuesta es que esto, precisamente, es lo que ocurrió con la ruptura antifilosófica poshegeliana «oficial» (Schopenhauer-Kierkegaard-Marx): aunque se presente como una ruptura con el idealismo encarnado en su clímax hegeliano, ignora una dimensión crucial del pensamiento de Hegel; es decir, en última instancia equivale a un intento desesperado por continuar pensando como si Hegel no hubiera ocurrido. El agujero que deja esta ausencia de Hegel se cierra con una ridícula caricatura de Hegel, el «idealista absoluto» que «poseía el Conocimiento Absoluto». La reafirmación del pensamiento especulativo de Hegel no es por lo tanto lo que podría parecer –una negación de la ruptura poshegeliana–, sino más bien un llevar adelante esa misma dimensión cuya negación sostiene la ruptura poshegeliana. Hegel versus Nietzsche Desarrollemos este punto alrededor del libro póstumo de Gérard Lebrun, L’envers de la dialectique, uno de los intentos más convincentes por demostrar la imposibilidad de ser hegeliano hoy –y, para Lebrun, el «hoy» sigue estando bajo el signo de Nietzsche [2] . Lebrun acepta que no se pueda «refutar» a Hegel: la maquinaria de su dialéctica es tan omnicomprensiva que nada es más fácil para Hegel que demostrar triunfantemente cómo todas esas refutaciones son inconsistentes y volverlas contra ellas mismas («no se puede refutar una enfermedad del ojo», resume Lebrun citando a Nietzsche). Lo más ridículo de tales refutaciones críticas es, desde luego, la idea típica marxista-evolucionista de que hay una contradicción entre el método dialéctico de Hegel –en el que cada determinación fija es barrida por el movimiento de la negatividad y toda forma determinada encuentra su verdad en su aniquilación– y el sistema de Hegel. Si el destino de todas las cosas es perecer en el movimiento eterno de autosuperación, ¿no se cumple esto mismo para su propio sistema? ¿No es el propio sistema de Hegel una formación temporal, históricamente relativa, que será superada por el progreso del conocimiento? Cualquiera que encuentre tal refutación convincente no debe ser tomado en serio como lector de Hegel. Ahora bien, ¿puede uno ir más allá de Hegel? La solución de Lebrun procede por medio de la filología histórica nietzscheana: deberíamos traer a colación las elecciones léxicas «eminentemente infra-racionales» que se fundamentan en el modo en que los seres vivientes afrontan las amenazas a sus intereses vitales. Antes de que Hegel ponga en movimiento su maquinaria dialéctica, que «se traga» todo contenido y lo eleva a su verdad destruyéndolo en su ser inmediato, imperceptiblemente una red compleja de decisiones semánticas ya ha tenido lugar. Al desvelar estas, se comienza a «desvelar el anverso de la dialéctica. La dialéctica es parcial, y también oculta sus presuposiciones. No es el meta-discurso que finge ser en relación con las filosofías del “Entendimiento”» [3] . El Nietzsche de Lebrun es decididamente antiheideggeriano: para Lebrun, Heidegger re-«filosofiza» a Nietzsche al interpretar la Voluntad de Poder como un nuevo primer principio ontológico. Más que nietzscheano, el enfoque de Lebrun podría parecer foucaultiano: a lo que apunta es a una «arqueología del conocimiento hegeliano», su  genealogía en las prácticas-de-vida concretas. Pero la estrategia «filológica» de Lebrun, ¿es lo suficientemente radical en términos filosóficos? ¿No equivale a una nueva versión de la hermenéutica historicista, o más bien a una sucesión foucaultiana de epistemes epocales? Si no legitima, ¿no hace al menos comprensible la re-filosofización de Nietzsche por parte de Heidegger? Es decir, debería plantearse la cuestión del estatuto ontológico del «poder» que sostiene configuraciones «filológicas» particulares, Para Nietzsche, es la Voluntad de Poder; para Heidegger, es el juego abismal del «hay» que «envía» diferentes configuraciones epocales de apertura del mundo. En cualquier caso, no se puede ignorar la ontología: la hermenéutica historicista no puede mantenerse por sí misma. La historia del Ser de Heidegger es un intento de elevar la hermenéutica histórica (no historicista) directamente hasta la ontología trascendental: para Heidegger no hay nada detrás o por debajo de lo que Lebrun llama elecciones semánticas infra-racionales; son el hecho/horizonte último de nuestro ser. Heidegger, sin embargo, deja abierta la que podría llamarse «la cuestión óntica»: a lo largo de todo su trabajo hay pistas sutiles que apuntan a una «realidad» que persiste ahí fuera, previa a su apertura ontológica. Esto es, Heidegger no iguala de ningún modo la apertura epocal del Ser con ningún tipo de «creación»; numerosas veces concede como un hecho no-problemático que, incluso antes de su apertura epocal o fuera de ella, las cosas «son» (persisten) de algún modo, aunque no «existan» todavía en el pleno sentido de ser reveladas «como tales», como parte de un mundo histórico. ¿Pero cuál es el estatuto de esta persistencia óntica al margen de la apertura ontológica? [4] . Desde el punto de vista nietzscheano, hay más en las decisiones semánticas «infraracionales» que el hecho de que cada aproximación a la realidad deba basarse en un conjunto preexistente de «prejuicios» hermenéuticos, o, como lo habría expresado Heidegger, en una cierta apertura epocal del ser: estas decisiones realizan la vital estrategia prerreflexiva de la Voluntad de Poder. Desde las lentes de este marco teórico, Hegel se sigue viendo como un pensador profundamente cristiano, un nihilista cuya estrategia básica es convertir una profunda derrota, el dejar la vida atrás con toda su dolorosa vitalidad, en un triunfo del Sujeto absoluto. Es decir, desde el punto de vista de la Voluntad de Poder, el contenido efectivo del proceso hegeliano es una larga historia de derrotas y retiradas, de sacrificios de autoafirmación vital: una y otra vez, se debe renunciar a la implicación vital como demasiado «inmediata» y «particular». Es aquí ejemplar el paso de Hegel del Terror revolucionario a la moralidad kantiana: el sujeto utilitario de la sociedad civil, el sujeto que quiere reducir el Estado a ser el guardián de su bienestar y seguridad privada, debe ser aplastado por el Terror del Estado revolucionario que puede aniquilarle en cualquier momento sin razón aparente (el sujeto no es castigado por algo que ha hecho, por algún contenido o acto particular, sino por el mismo hecho de ser un individuo independiente opuesto al universal); este Terror es su «verdad». De modo que ¿cómo pasamos del Terror revolucionario al sujeto moral autónomo y libre de Kant? Por medio de lo que en un lenguaje más contemporáneo se podría llamar una plena identificación con el agresor: el sujeto debe reconocer en el Terror externo, en esta negatividad que constantemente amenaza con aniquilarle, el propio núcleo de su subjetividad (universal); en otras palabras, debería identificarse plenamente con él. La libertad no es libertad de un Amo, sino el reemplazo de un Amo por otro: el Amo exterior es reemplazado por uno interior. El precio a pagar por esta identificación es, por supuesto, el sacrificio de todo contenido particular «patológico»; el deber debe cumplirse «por el deber mismo». Lebrun demuestra cómo esta misma lógica vale también para el lenguaje: Estado y lenguaje son dos figuras complementarias del logro del Sujeto: en uno y otro, el sentido de lo que soy y el sentido de lo que enuncio son sometidos al mismo sacrificio imperceptible de lo que parecía ser nuestro «yo» en la ilusión de inmediatez [5] . Hegel estaba en lo cierto al señalar una y otra vez que, cuando uno habla, siempre habita el universal; lo que significa que, con su entrada en el lenguaje, el sujeto pierde sus raíces en el concreto mundo de la vida. Por ponerlo en términos más patéticos, en el momento en que empiezo a hablar, ya no soy ese Yo sensorial concreto, puesto que me veo atrapado en un mecanismo impersonal que siempre me hace decir algo diferente de lo que quería decir. Como gustaba en decir el joven Lacan, yo no estoy hablando; yo soy hablado por el lenguaje. Este es un modo de entender lo que Lacan llamaba «castración simbólica»: el precio que el sujeto paga por su «transustanciación», por el paso de ser el agente de una vitalidad animal directa a ser un sujeto hablante cuya identidad se mantiene separada de la vitalidad directa de las pasiones. Una lectura nietzscheana fácilmente discierne, en esta inversión del Terror en moralidad autónoma, una desesperada estrategia de convertir la derrota en triunfo: en vez de luchar heroicamente por los intereses vitales de uno mismo, se declara preventivamente una rendición total, y se abandona todo contenido. Lebrun es aquí bien consciente de cuán injustificada es la crítica habitual a Hegel, según la cual la conversión dialéctica de toda negatividad plena en una positividad nueva y superior, de la catástrofe en triunfo, funciona como una suerte de deus ex machina, evitando la posibilidad de que la catástrofe pueda ser el resultado final del proceso. Es el bien conocido argumento de sentido común: «Pero, ¿y si la negatividad no acaba en un nuevo orden positivo?». Este argumento no acierta a dar en el blanco, que consiste en que todo ello es precisamente lo que ocurre en la inversión hegeliana: no hay una inversión real de la derrota en triunfo, sino solo un desplazamiento puramente formal, un cambio de perspectiva, que intenta presentar la derrota misma como triunfo. El argumento de Nietzsche es que este triunfo es un engaño, un barato truco de prestidigitador, un premio de consolación por perder todo lo que hace que la vida merezca la pena: la pérdida real de vitalidad se suplementa con un espectro sin vida. En la lectura nietzscheana de Lebrun, Hegel aparece por tanto como una suerte de filósofo cristiano ateo: como el cristianismo, él encuentra la «verdad» de toda realidad finita terrestre en su (auto)aniquilación; la realidad alcanza su verdad solo a través de/en su autodestrucción. A diferencia del cristianismo, Hegel es bien consciente de que no hay Otro Mundo en el que seremos compensados por nuestras pérdidas terrenales: la trascendencia es absolutamente inmanente, lo que está «más allá» de la realidad finita no es otra cosa que el proceso inmanente de su propia autosuperación. El nombre de Hegel para esta absoluta inmanencia de la trascendencia es «negatividad absoluta», como deja claro en la dialéctica del Amo y el Siervo: la segura identidad particular/finita del Siervo se ve perturbada cuando, al experimentar el miedo a la muerte durante su enfrentamiento con el Amo, obtiene una pequeña muestra del infinito poder de la negatividad; a través de esta experiencia, el Siervo se ve forzado a aceptar la futilidad y pequeñez de su Yo particular: Esta conciencia se ha sentido angustiada no por esto o por aquello, no por este o por aquel instante, sino por su esencia entera, pues ha sentido el miedo de la muerte, del señor absoluto. Ello la ha disuelto interiormente, la ha hecho temblar en sí misma y ha hecho estremecerse en ella cuanto había de fijo. Pero este movimiento universal puro, la fluidificación absoluta de toda subsistencia, es la esencia simple de la autoconciencia, la absoluta negatividad, el puro ser para sí, que es así en esta conciencia [6] . ¿Qué obtiene entonces el Siervo a cambio de renunciar a toda la riqueza de su Yo particular? Nada. Al superar su propio Yo terrenal, el Siervo no alcanza un nivel superior de su Yo espiritual; todo lo que debe hacer es cambiar su posición y reconocer la negatividad absoluta que constituye el núcleo de su Yo en (aquello que se le aparece como) el abrumador poder de destrucción que amenaza con destruir su identidad particular. En resumen, el sujeto debe identificarse plenamente con la fuerza que amenaza con eliminarle: el temor a la muerte era temor por el poder negativo de su propio Yo. No hay por tanto ninguna transformación de la negatividad en grandeza positiva; la única «grandeza» aquí es la negatividad misma. O con respecto al sufrimiento: Hegel no está sugiriendo que el sufrimiento que trae consigo el trabajo alienante de la renuncia es un momento intermedio que debe soportarse pacientemente, mientras esperamos nuestra recompensa al final del túnel; no hay premio o compensación final a cambio de nuestra paciente sumisión. El sufrimiento y la renuncia son su propia recompensa, todo lo que debe hacerse es cambiar nuestra posición subjetiva, renunciar a nuestro desesperado aferrarnos a nuestros Yoes finitos con sus deseos «patológicos»; purificar nuestros Yoes en pos de su universalidad. Y así explica Hegel la superación de la tiranía en la historia de los estados: «Se dice que la tiranía es derrocada por el pueblo porque es indigna, vergonzante, etc. En realidad, desaparece simplemente porque es superflua» [7] . Se hace superflua cuando la gente ya no necesita la fuerza externa del tirano para renunciar a sus intereses particulares: asumen realmente la renuncia cuando se convierten en «ciudadanos universales» que identifican directamente el núcleo de su ser con esta universalidad. En resumen, la gente ya no necesita al amo externo cuando son educados para cumplir el trabajo de disciplina y subordinación ellos mismos. El anverso del «nihilismo» de Hegel (todas las formas de vida finitas/determinadas alcanzan su «verdad» en su autosuperación) es su aparente opuesto: en continuidad con la tradición platónica metafísica, no está preparado para dar rienda suelta a la negatividad, esto es, su dialéctica es en última instancia un esfuerzo de «normalizar» el exceso de la negatividad. Ya para el Platón tardío el problema era el de cómo relativizar o contextualizar el no-ser como un momento subordinado del ser (el no-ser es siempre una carencia particular/determinada de ser, medida por la plenitud que no consigue hacer efectivamente real; no hay no-ser como tal, lo que hay, por ejemplo, es solo un «verde» que participa en el no-ser por medio de no ser «rojo» o cualquier otro color, etc.). Siguiendo en la misma línea, la «negatividad» hegeliana sirve para «proscribir la diferencia absoluta» o «no-ser» [8] : la negatividad está limitada a la eliminación de todas las determinaciones finitas/inmediatas. El proceso de la negatividad, por lo tanto, no solo es un proceso negativo de autodestrucción de lo finito: alcanza su telos cuando las determinaciones finitas/inmediatas son mediadas/mantenidas/elevadas, postuladas en su «verdad» como determinaciones conceptuales ideales. Lo que queda después de que la negatividad ha hecho su trabajo es la parusía eterna de la estructura ideal conceptual. Lo que falta aquí, desde el punto de vista nietzscheano, es el no afirmativo: el no del jubiloso y heroico enfrentamiento con el adversario, el no de la lucha que apunta a la  autoafirmación, no a la autosuperación.

 

 

La repetición es, pues, en su esencia, simbólica, espiritual, intersubjetiva o monadológica. Una última consecuencia deriva de ello, relativa a la naturaleza del inconsciente. Los fenómenos del inconsciente no se dejan comprender bajo la forma demasiado simple de la oposición o del conflicto. No es sólo la teoría de la represión, sino el dualismo en la teoría de las pulsiones lo que favorece en Freud el primado de un modelo conflictual. Sin embargo, los conflictos son la resultante de mecanismos diferenciales con otro grado de sutileza (desplazamientos y disfraces). Y si las fuerzas entran naturalmente en relaciones de oposición, lo hacen a partir de elementos diferenciales que expresan una instancia más profunda. Lo negativo en general, bajo su doble aspecto de limitación y de oposición, nos ha parecido secundario con respecto a la instancia de los problemas y de las preguntas: vale decir, a la vez, que lo negativo expresa sólo en la conciencia la sombra de preguntas y de problemas fundamentalmente inconscientes y que toma su poder aparente de la parte inevitable de lo «falso» en la formulación natural de esos problemas y preguntas. Es cierto que el inconsciente desea, y no hace más que desear. Pero al mismo tiempo que el deseo encuentra el principio de su diferencia con la necesidad en el objeto virtual, aparece no ya como una potencia de negación, ni como el elemento de una oposición, sino como una fuerza de búsqueda, cuestionante y «problematizante», que se desarrolla en otro campo que el de la necesidad y el de la satisfacción. Las preguntas y los problemas no son actos especulativos, que permanecerían como tales, enteramente provisorios, y marcarían la ignorancia momentánea de un sujeto empírico. Son actos vivos que invisten las objetividades especiales del inconsciente, destinadas a sobrevivir al estado provisorio y parcial que afecta, por el con trario, las respuestas y las soluciones. Los problemas «se corresponden» con el disfraz recíproco de los términos y relaciones que constituyen las series de la realidad. Las preguntas como fuentes de problemas se corresponden con el desplazamiento del objeto virtual en función del cual se desarrollan las series. Porque se confunde con su espacio de desplazamiento, el falo, en tanto objeto virtual, es siempre designado en el lugar donde falta por enigmas y adivinanzas. Aun los conflictos de Edipo dependen ante todo de la pregunta de la Esfinge. El nacimiento y la muerte, la diferencia de los sexos, son los temas complejos de problemas antes de ser los términos simples de oposición. (Antes de la oposición de los sexos, determinada por la posesión o la privación del pene, está la «pregunta» del falo que determina en cada serie la posición diferencial de los personajes sexuados.) Es posible que, en toda pregunta, en todo problema, así como en su trascendencia con respecto a las respuestas, en su insistencia a través de las soluciones, en la manera en que man uenen su propia brecha, haya forzosamente algo loco.

 

18 Serge Leclaire diseñó una teoría de la neurosis y de la psicosis vinculada a la noción de pregunta como categoría fundamental del inconsciente. Distingue en ese sentido el modo de pregunta en el histérico («¿soy un hombre o una mujer?») y en el obsesivo («¿estoy muerto o vivo?»); distingue también la posición respectiva de la neurosis y la psicosis con relación a esta instancia de la pregunta. Véanse «La mort dans la vie de lobsédé», La Psychanalyse, n* 2, 1956; «A la recherche des principes d'une psychothérapie des psychoses», Evolution Psychiatrique, IL, 1958. Estas investigaciones sobre la forma y el contenido de las preguntas vividas por el enfermo nos parecen de una gran importancia y dan lugar a una revisión del papel de lo negativo y del conflicto en el inconsciente en general. Una vez más, tienen su origen en las indicaciones de Jacques Lacan: sobre los tipos de pregunta en la histeria y en la obsesión, cf. Ecrits, págs. 303-4; y sobre el deseo, su diferencia con la necesidad, su relación con la «demanda» y con la «pregunta», págs. 627-30, 690-3.

 

¿No se encontraba ya aquí uno de los puntos más importantes de la teoría de Jung: la fuerza de «interrogación» en el inconsciente, la concepción del inconsciente como inconsciente de los «problemas» y de las «tareas»? Jung extraía de esto la consecuencia: el descubrimiento de un proceso de diferenciación, más profundo que las oposiciones resultantes (cf. Le mol et linconscient). Es verdad que Freud critica enfáticamente este punto de vista: en «El Hombre de los Lobos», $ V, donde sostiene que el niño no pregunta, desea; no se enfrenta con tareas sino con emociones regidas por la oposición. Y también en «Dora», $ II, donde muestra que el núcleo del sueño no puede ser sino un deseo inserto en un conflicto correspondiente. Sin embargo, entre Jung y Freud la discusión no está quizá bien situada, ya que se trata de saber si el inconsciente puede o no hacer otra cosa que desear. En verdad, ¿no habría que preguntar más bien si el deseo es sólo una fuerza de oposición o bien una fuerza enteramente fundada en la potencia de la pregunta? Incluso el sueño de Dora, invocado por Freud, se deja interpretar tan sólo en la perspectiva de un problema (con las dos series padre-madre, señor K.-señora K.) que desarrolla una pregunta de forma histérica (con el estuche de joyas cumpliendo el papel de objeto = x).

 

Basta que la pregunta, como en el caso de Dostoievski o de Chestov, sea formulada con suficiente insistencia, para acallar toda respuesta en lugar de suscitarla. Es allí que descubre su alcance propiamente ontológico: (no)-ser de la pregunta que no se reduce al no-ser de lo negativo. No hay respuestas o soluciones originales ni últimas, sólo lo son las preguntas-problema, en virtud de una máscara detrás de toda máscara y de un desplazamiento detrás de todo lugar. Sería ingenuo creer que los problemas de la vida y de la muerte, del amor y de la diferencia de los sexos sean responsables de sus soluciones e incluso de sus posiciones científicas, aun cuando esas posiciones y soluciones sobrevengan necesariamente y deban intervenir necesariamente en un cierto momento en la corriente del proceso de su desarrollo. Los problemas atañen al eterno disfraz, a las preguntas, al eterno desplazamiento. Los neurópatas, los psicópatas exploran tal vez a costa de sus sufrimientos ese fondo original último, los unos preguntando cómo desplazar el problema; los otros, dónde formular la pregunta. Precisamente su sufrimiento, su pathos, es la única respuesta para una pregunta que no deja de desplazarse en sí misma, para un problema que no deja de disfrazarse en sí mismo. No es lo que dicen o lo que piensan, sino su vida, que es ejemplar y que los supera. Dan testimonio de esta trascendencia, y del juego más extraordinario de lo verdadero y lo falso tal como se establece, no ya al nivel de las respuestas y soluciones, sino en los problemas mismos, en las preguntas mismas, es decir, en condiciones tales que lo falso se convierte en el modo de exploración de lo verdadero, en el espacio propio de sus disfraces esenciales o de su desplazamiento fundamental: el pseudos se transformó aquí en el pathos de lo Verdadero. La potencia de las preguntas viene siempre de otra parte que las respuestas y goza de un libre fondo que no se deja resolver. La insistencia, la trascendencia, el mantenimiento ontológico de las preguntas y los problemas no se expresan bajo la forma de finalidad de una razón suficiente (¿para qué?, ¿por qué?), sino bajo la forma discreta de la diferencia y la repetición: ¿qué diferencia hay? Y «repite, por favor». No hay nunca diferencia, no porque equivalga a lo mismo en la respuesta, sino porque no se encuentra más que en la pregunta y en la repetición de la pregunta, que asegura su transporte y su disfraz. Los problemas y las preguntas pertenecen pues al inconsciente, pero, además, el inconsciente es, por naturaleza, diferencial e iterativo, serial, problemático y cuestionante. Cuando se pregunta si el inconsciente es, a fin de cuentas, oposicional o diferencial, inconsciente de las grandes fuerzas en conflicto o de los pequeños elementos en series, de las grandes representaciones opuestas o de las pequeñas percepciones diferenciadas, parece que se resucitaran antiguas vacilaciones, y también antiguas polémicas, entre la tradición leibniziana y la tradición kantiana. Pero si Freud se encontraba totalmente del lado de un poskantismo hegeliano, es decir, de un inconsciente de oposición, ¿por qué rinde culto al leibniziano Fechner y a su fineza diferencial que es la de un «sintomatologista»? En verdad, no se trata de saber si el inconsciente implica un no-ser de limitación lógica, o un no-ser de oposición real. Pues estos dos no-seres son, de todos modos, las figuras de lo negativo. Ni limitación ni oposición —ni inconsciente de la degradación ni inconsciente de la contradicción—, el inconsciente involucra los problemas y las preguntas en su diferencia de naturaleza con las soluciones-respuesta: (no)-ser de lo problemático, que recusa igualmente las dos formas del no-ser negativo, que no rigen más que las proposiciones de la conciencia. Hay que tomar al pie de la letra la frase célebre que afirma que el inconsciente ignora al No. Los objetos parciales son los elementos de las pequeñas percepciones. El inconsciente es diferencial y de pequeñas percepciones, pero, por ello mismo, difiere por naturaleza de la conciencia, atañe a los problemas y a las preguntas, que no se reducen nunca a las grandes oposiciones o a los efectos de conjunto que la conciencia recoge de ellos (veremos que la teoría leibniziana indica ya esta vía).

 

Hemos, pues, encontrado un segundo más allá del principio de placer, segunda síntesis del tiempo en el inconsciente mismo. La primera síntesis pasiva, la de Habitus, pre sentaba la repetición como lazo, sobre el modo recomenzado de un presente viviente. Aseguraba la fundación del principio de placer en dos sentidos complementarios, puesto que de ello resultaba a la vez el valor general del placer como instancia a la cual la vida psíquica estaba sometida en el Ello, y la satisfacción particular alucinatoria que venía a llenar cada yo pasivo con una imagen narcisística de sí mismo. La segunda síntesis es la de Eros-Mnemosine, que formula la repetición como desplazamiento y disfraz, y que funciona como fundamento del principio de placer: se trata entonces, en efecto, de saber cómo este principio se aplica a lo que él mismo rige, bajo la condición de qué uso, a costa de qué limitaciones y profundizaciones. La respuesta está dada en dos direcciones: una, la de una ley de realidad general, según la cual la primera síntesis pasiva se supera hacia una síntesis y un yo [moi] activos; la otra según la cual, por el contrario, se profundiza en una segunda síntesis pasiva, que recoge la satisfacción narcisística particular y la refiere a la contemplación de objetos virtuales. El principio de placer recibe aquí nuevas condiciones, tanto con respecto a una realidad producida como a una sexualidad constituida. La pulsión, que se definía sólo como excitación ligada, aparece ahora bajo una forma diferenciada: como pulsión de conservación siguiendo la línea activa de realidad, como pulsión sexual en esta nueva profundidad pasiva. Si la primera síntesis pasiva constituye una «estética», es justo definir la segunda como el equivalente de una «analítica». Si la primera síntesis pasiva es la del presente, la segunda es del pasado. Si la primera se vale de la repetición para sonsacar una diferencia, la segunda síntesis pasiva comprende la diferencia en el seno de la repetición; pues las dos figuras de la diferencia, el transporte y el travestimiento, el desplazamiento que afecta simbólicamente al objeto virtual, y los disfraces que afectan imaginariamente a los objetos reales donde se incorpora, se han convertido en elementos de la repetición misma. Por eso Freud experimenta cierta molestia al distribuir la diferencia y la repetición desde el punto de vista de Eros, en la medida en que mantiene la oposición de esos dos factores, y engloba la repetición bajo el modelo material de la diferencia anulada, en tanto que define a Eros por la introducción o incluso la producción de nuevas diferen cias.19 Pero, de hecho, la fuerza de repetición de Eros deriva directamente de una potencia de la diferencia, la que Eros toma de Mnemosine, y que afecta a los objetos virtuales como otros tantos fragmentos de un pasado puro. No es la amnesia, sino más bien una hipermnesia, tal como Janet lo había presentido en ciertos aspectos, lo que explica el papel de la repetición erótica y su combinación con la diferencia. Lo «nunca-visto» que caracteriza un objeto siempre desplazado y disfrazado se sumerge en lo «ya-visto» como carácter del pasado puro en general de donde se ha extraído ese objeto. No se sabe cuándo ni dónde se lo ha visto, de acuerdo con la naturaleza objetiva de lo problemático; y, en última instancia, sólo lo extraño es familiar y sólo la diferencia se repite.

 

Es cierto que la síntesis de Eros y Mnemosine padece además una ambigúedad. Porque la serie de lo real (o de los presentes que pasan en lo real) y la serie de lo virtual (o del pasado que difiere por naturaleza con todo presente) forman dos líneas circulares divergentes, dos círculos o incluso dos arcos de un mismo círculo con respecto a la primera síntesis pasiva de Habitus. Pero con respecto al objeto =x tomado como límite inmanente de la serie de los virtuales, y como principio de la segunda síntesis pasiva, son los presentes sucesivos de la realidad los que forman ahora series coexistentes, círculos o aun arcos de un mismo círculo. Es inevitable que las dos referencias se confundan, y que el pasado puro recaiga así en el estado de un antiguo presente, aun cuando fuese mítico, reconstituyendo la ilusión que se suponía debía denunciar, resucitando esa ilusión de un orlginario y un derivado, de una identidad en el origen y de una semejanza en lo derivado. Más aún, es Eros quien se vive a sí mismo como ciclo, o como elemento de un ciclo, cuyo otro elemento opuesto no puede ser más que Tánatos en el fondo de la memoria, ambos combinándose como el amor y el odio, la construcción y la destrucción, la atracción y la repulsión. Siempre la misma ambigúedad del fundamento, la de representarse en el círculo que impone a lo que funda, la de entrar como elemento en el circuito de la representación que él mismo determina en principio.

 

Tanto el carácter esencialmente perdido de los objetos virtuales como el carácter esencialmente disfrazado de los objetos reales son las poderosas motivaciones del narcisismo. Pero cuando la libido se vuelve o refluye sobre el yo [moi] cuando el yo pasivo se vuelve totalmente narcisístico, lo hace interiorizando la diferencia entre las dos líneas y experimentándose a sí mismo como perpetuamente desplazado en una, perpetuamente disfrazado en la otra. El yo narcisista es inseparable no sólo de una herida constitutiva, sino de los disfraces y desplazamientos que se tejen de un borde a otro y constituyen su modificación. Máscara para otras máscaras, simulaciones bajo otras simulaciones, el yo no se distingue de sus propios bufones, y camina cojeando sobre una pierna verde y otra roja. Sin embargo, no se podría exagerar la importancia de la reorganización que se produce a este nivel, en contraste con el estado precedente de la segunda síntesis. Porque, al propio tiempo que el yo pasivo se vuelve narcisista, la actividad debe ser pensada y no puede serlo más que como la afección, la modificación misma que el yo narcisista experimenta pasivamente por su cuenta, remitiendo desde entonces a la forma de un Yo [Je] que se ejerce sobre sí mismo como un «Otro». Este Yo activo, pero fisurado, no es sólo la base del superyó sino el correlato del yo [moi] narcisista, pasivo y herido, en un conjunto complejo que Paul Ricoeur denominó adecuadamente «cogito abortado».2% Por otra parte, no hay cogito que no sea abortado ni sujeto que no esté larvado. Hemos visto precedentemente que la fisura del Yo [Je] era solamente el tiempo como forma vacía y pura, desprendida de sus contenidos. En efecto, el yo [moi] narcisista aparece en el tiempo, pero no constituye en absoluto un contenido temporal; la libido narcisista, el reflujo de la libido sobre el yo ha hecho abstracción de todo contenido. El yo narcisista es más bien el fenómeno que corresponde a la forma del tiempo vacía sin llenarla, el fenómeno espacial de esta forma en general (este fenómeno de espacio se presenta de manera diferente en la castración  neurótica y en la división psicótica). La forma del tiempo en el Yo [Jel determinaba un orden, un conjunto y una serie. El orden formal estático del antes, del durante y del después marca en el tiempo la división del yo [moi] narcisista O las condiciones de su contemplación. El conjunto del tiempo se recoge en la imagen de la acción formidable, tal como está a la vez presentada, prohibida y predicha por el superyó: la acción = x. La serie del tiempo designa la confrontación del yo narcisista dividido con el conjunto del tiempo o la imagen de la acción. El yo narcisista repite una vez, con el tono del antes o del defecto, con el tono del Ello (esta acción es demasiado grande para mí); una segunda vez, con el tono de un devenir-igual infinito propio del yo ideal; una tercera, con el tono del después que realiza la predicción del superyó (¡el ello y el yo, la condición y el agente serán a su vez aniquilados!). Pues la ley práctica misma no significa otra cosa que esta forma del tiempo vacío.

 

Cuando el yo narcisista ocupa el lugar de los objetos virtuales y reales, cuando toma sobre sí el desplazamiento de unos como disfraz de otros, no reemplaza un contenido del tiempo por otro. Por el contrario, entramos en la tercera síntesis. Se diría que el tiempo ha abandonado todo contenido mnemónico posible y, con ello, quebrado el círculo al cual lo llevaba Eros. Se ha desenvuelto, enderezado, ha tomado la figura última del laberinto, el laberinto en línea recta que es, como dice Borges, «invisible, incesante». El tiempo vacío, fuera de sus goznes, con su orden formal y estático riguroso, su conjunto aplastante, su serie irreversible, es exactamente el instinto de muerte. El instinto de muerte no entra en un ciclo con Eros, no le es complementario ni antagonista, no es en modo alguno simétrico, sino que da pruebas de una síntesis completamente distinta. La correlación de Eros y Mnemosine es sustituida por la de un yo narcisista sin memoria, gran amnésico, y un instinto de muerte sin amor, desexualizado. El yo narcisista no tiene más que un cuerpo muerto, ha perdido el cuerpo al mismo tiempo que los objetos. Através del instinto de muerte se refleja en el yo ideal y presiente su fin en el superyó, como en dos pedazos del Yo [Je] fisurado. Esta relación entre el yo [moi] narcisista y el instinto de muerte es lo que Freud marca tan profundamente cuando dice que la libido no refluye sobre el yo sin desexualizarse, sin formar una energía neutra desplazable, ca paz esencialmente de ponerse al servicio de Tánatos.21 Pero ¿por qué Freud enuncia el instinto de muerte como preexistente a esa energía desexualizada, en principio independiente de ella? Por dos razones, sin duda: una remite a la persistencia del modelo dualista y conflictual que inspira toda la teoría de las pulsiones; la otra, al modelo material que preside la teoría de la repetición. Ese es el motivo por el cual Freud insiste ora sobre la diferencia de naturaleza entre Eros y Tánatos, según la cual Tánatos debe ser calificado por él mismo en oposición a Eros; ora sobre una diferencia de ritmo o de amplitud, como si Tánatos alcanzase el estado de la materia inanimada y, con ello, se identificase con esta potencia de repetición bruta y desnuda, que las diferencias vitales provenientes de Eros supuestamente se limitan tan sólo a recubrir o contrariar. Pero de todos modos la muerte, determinada como retorno cualitativo y Cuantitativo de lo viviente a esta materia inanimada, no tiene más que una definición extrínseca, científica y objetiva; Freud rechaza extrañamente cualquier otra dimensión de la muerte, cualquier prototipo o presentación de la muerte en el inconsciente, aun cuando conceda la existencia de tales prototipos para el nacimiento o la castración.22 Ahora bien, la reducción de la muerte a la determinación objetiva de la materia manifiesta ese prejuicio según el cual la repetición debe encontrar su principio último en un modelo material indiferenciado, más allá de los desplazamientos y disfraces de una diferencia segunda u opuesta. Pero, en verdad, la estructura del inconsciente no es conflictual, oposicional o de contradicción, sino cuestionante y problematizante. La repetición tampoco es potencia bruta y desnuda, más allá de los disfraces que podrían afectarla secundariamente, como otras tantas variantes; se teje, por el contrario, en el disfraz, en el desplazamiento, como elementos constitutivos a los cuales no preexiste. La muerte no aparece en el modelo objetivo de una materia indiferente inanimada, hacia la cual lo viviente «retornaría»; está presente en lo viviente, como experiencia subjetiva y diferenciada provista de un prototipo. No responde a un estado de materia, sino, por el contrario, a una pura forma que ha abjurado de toda materia —la forma vacía del tiempo—. (Y una manera de llenar el tiempo es exactamente lo mismo que subordinar la repetición a la identidad extrínseca de una materia muerta o a la identidad intrínseca de un alma inmortal.) Porque la muerte no se reduce a la negación, ni a lo negativo de oposición, ni a lo negativo de limitación. No es ni la limitación de la vida mortal por la materia, ni la oposición de una vida inmortal con la materia lo que da a la muerte su prototipo. La muerte es más bien la forma última de lo problemático, la fuente de los problemas y de las preguntas, la marca de su permanencia por encima de toda respuesta, el ¿dónde? ¿cuándo? que designa ese (no)-ser en el que se nutre toda afirmación.

 

Blanchot expresaba con razón que la muerte tiene dos aspectos: uno, personal, concerniente al Yo [Je], el yo [moil, y que puedo enfrentar en una lucha o alcanzar en un límite, y, en todo caso, encontrar en un presente que hace pasar-

 

lo todo. Pero el otro, extrañamente impersonal, sin relación - «conmigo», ni presente ni pasado, sino siempre por venir, fuente de una aventura múltiple incesante en una pregunta que persiste: «El hecho de morir es lo que incluye un vuelco radical por el cual la muerte, que era la forma extrema de mi poder, no se convierte solamente en lo que me desposee arrojándome fuera de mi poder de comenzar y aun de terminar, sino que se convierte en lo que no tiene relación conmigo, sin poder sobre mí, en lo que está desprovisto de toda posibilidad, la irrealidad de lo indefinido. Vuelco que no puedo representarme, que ni siquiera puedo concebir como definitivo, que no es el paso irreversible más allá del cual no hay regreso, pues es lo que no se cumple, lo interminable y lo incesante (. . .) Tiempo sin presente, con el cual no mantengo relación alguna, aquello hacia lo cual no puedo abalanzarme pues en (él) yo no muero, he perdido el poder de morir, en (él) se muere, no se deja y no se termina de morir (. ..) No el término, sino lo interminable, no la muerte propia, sino la muerte cualquiera, no la muerte verdadera sino, como dice Kafka, el sarcasmo de su error capital. . .».24 Si se confron tan estos dos aspectos, se ve claramente que ni siquiera el suicidio los vuelve adecuados o los hace coincidir. Ahora bien, el primero significa esta desaparición personal de la persona, la anulación de esta diferencia que representa el Yo [Jel, el yo [moi]. Diferencia que era solamente para morir y cuya desaparición puede ser objetivamente representada en una vuelta a la materia inanimada, como calculada en una suerte de entropía. Pese a las apariencias, esta muerte viene siempre del exterior, en el momento mismo en que constituye la posibilidad más personal, y del pasado, en el momento mismo en que está más presente. Pero el otro, el otro rostro, el otro aspecto, designa el estado de las diferencias libres cuando ya no están sometidas a la forma que les daba un Yo [Je], un yo [moi], cuando se desarrollan en una figura que excluye mi propia coherencia con el mismo derecho que la de una identidad cualquiera. Hay siempre un «se muere» más profundo que el «yo muero», y no son sólo los dioses quienes mueren sin cesar y de múltiples maneras; como si surgiesen mundos en donde lo individual ya no estuviera apresado en la forma personal del Yo [Je] y del yo [moi], ni aun lo singular, preso en los límites del individuo; en una palabra, lo múltiple insubordinado, que no «se reconoce» en el primer aspecto. Es, al primer aspecto, sin embargo, adonde remite toda la concepción freudiana; pero es por medio de ello que no da con el instinto de muerte, y la experiencia o el prototipo correspondientes.

 

No vemos pues razón alguna para formular un instinto de muerte que se distinguiría de Eros, ya sea por una diferencia de naturaleza entre dos fuerzas, o por una diferencia de ritmo o de amplitud entre dos movimientos. En ambos casos, la diferencia estaría ya dada, y Tánatos sería independiente. Nos parece, por el contrario, que Tánatos se confunde enteramente con la desexualización de Eros, con la formación de esa energía neutra y desplazable que menciona Freud. Esta no pasa al servicio de Tánatos, sino que lo constituye: no hay entre Eros y Tánatos una diferencia analítica, es decir, ya dada, en una misma «síntesis» capaz de reunir a ambos o hacerlos alternar. Esto no significa que la diferencia sea menos grande; por el contrario, es más grande, siendo sintética, precisamente porque Tánatos significa una síntesis del tiempo muy distinta de Eros, tanto más exclusiva cuanto que está tomada de él, construida sobre sus  restos. Al mismo tiempo que Eros refluye sobre el yo [moil, el yo toma sobre sí mismo los disfraces y desplazamientos que caracterizaban a los objetos, para hacer de ellos su propia afección mortal, la libido pierde todo contenido mnésico, y el Tiempo, su figura circular, para tomar una forma recta implacable, y el instinto de muerte aparece, idéntico a esa forma pura, energía desexualizada de esa libido narcisista. La complementariedad de la libido narcisista y del instinto de muerte define la tercera síntesis, en igual medida que Eros y Mnemosine definían la segunda. Y cuando Freud dice que tal vez haya que relacionar el proceso en general de pensar con esta energía desexualizada como correlativa de la libido convertida en narcisista, debemos comprender que, contrariamente al viejo dilema, ya no se trata de saber si el pensamiento es innato o adquirido. Ni innato, ni adquirido, es genital, es decir desexualizado, tomado de ese reflujo que nos abre al tiempo vacío. «Soy un genital innato», decía Artaud, queriendo decir asimismo un «saber desexualizado», para marcar esta génesis del pensamiento en un Yo [Je] siempre fisurado. No hay modo de adquirir el pensamiento, ni ejercitarlo como un innatismo, sino de engendrar el acto de pensar en el pensamiento mismo, tal vez bajo el efecto de una violencia que hace refluir la libido sobre el yo [moi] narcisista, y paralelamente extraer Tánatos de Eros, abstraer el tiempo de todo contenido para desprender de él la forma pura. Hay una experiencia de la muerte que corresponde a esta tercera síntesis.

 

Freud atribuye al inconsciente tres grandes ignorancias: el No, la Muerte y el Tiempo. Y, sin embargo, en el inconsciente sólo se trata de tiempo, de muerte y de no. ¿Significa solamente que son actuados sin ser representados? Más aún; el inconsciente ignora el no porque vive del (no)-ser de los problemas y de las preguntas, pero no del no-ser de lo negativo que afecta sólo la conciencia y sus representaciones. Ignora la muerte porque toda representación de la muerte atañe al aspecto inadecuado, en tanto que el inconsciente se apodera del revés, descubre la otra cara. Ignora el tiempo porque no está jamás subordinado a los contenidos empíricos de un presente que pasa en la representación, pero que opera las síntesis pasivas de un tiempo original. Es preciso volver a estas tres síntesis, como constitutivas del inconsciente. Corresponden a las figuras de la repetición, tales  como aparecen en la obra de un gran novelista: el lazo, el cordel siempre renovado; la mancha sobre la pared, siempre desplazada; la goma, siempre borrada. La repetición-lazo, la repetición-mancha, la repetición-goma: las tres más allá del principio de placer. La primera síntesis expresa la fundación del tiempo sobre un presente viviente, fundación que confiere al placer su valor de principio empírico en general, al cual se ha sometido el contenido de la vida psíquica en el Ello. La segunda síntesis expresa el fundamento del tiempo por un pasado puro, fundamento que condiciona la aplicación del principio de placer a los contenidos del Yo [Moi]. Pero la tercera síntesis designa el abismo al que el fundamento mismo nos precipita: Tánatos es descubierto en tercer término como ese abismo más allá del fundamento de Eros y de la fundación de Habitus. También mantiene con el principio de placer un tipo de relación desconcertante, que con frecuencia se expresa en las paradojas insondables de un placer ligado al dolor (pero, de hecho, se trata de algo muy distinto: se trata de la desexualización en esta tercera síntesis, en tanto inhibe la aplicación del principio de placer como idea directriz y previa, para proceder luego a una resexualización en que el placer no invierte más que un pensamiento puro y frío, apático y helado, tal como se lo ve en el caso del sadismo o del masoquismo). En cierto modo, la tercera síntesis reúne todas las dimensiones del tiempo, pasado, presente, porvenir, y las hace Jugar ahora en la pura forma. De otro modo, acarrea su reorganización, puesto que el pasado es arrojado hacia el lado del Ello, como la condición por defecto en función de un conjunto del tiempo, y el presente resulta definido por la metamorfosis del agente en el yo ideal. De otra manera, por fin, la última síntesis no atañe más que al porvenir, puesto que anuncia en el superyó la destrucción del Ello y del yo, del pasado y del presente, de la condición y del agente. En este punto extremo la línea recta del tiempo vuelve a formar un círculo, pero singularmente tortuoso, o el instinto de muerte revela una verdad incondicionada en su «otro» rostro; precisamente el eterno retorno en tanto que este no hace volverlo todo, sino que, por el contrario, afecta un mundo que se ha desembarazado del defecto de la condición y de la igualdad del agente para afirmar solamente lo excesivo y lo desigual, lo interminable y lo incesante, lo informal como producto de la formalidad más  extrema. Así termina la historia del tiempo: le corresponde deshacer su círculo físico o natural, demasiado bien centrado, y formar una línea recta, pero que, arrastrada por su propia longitud, vuelva a formar un círculo eternamente descentrado.

 

El eterno retorno es poder de afirmación, pero afirma todo de lo múltiple, todo de lo diferente, todo del azar, salvo lo que los subordina al Uno, a lo Mismo, a la necesidad, salvo el Uno, lo Mismo y lo Necesario. Del Uno se dice que ha subordinado lo múltiple a sí mismo de una vez por todas. ¿Y no es acaso el rostro de la muerte? Pero ¿no es acaso el otro rostro, el hacer morir de una vez por todas, a su turno, todo lo que opera una vez por todas? Si el eterno retorno está en relación esencial con la muerte, es porque promueve e implica «una vez por todas» la muerte de lo que es uno. Si está en relación esencial con el porvenir, es porque el porvenir es el despliegue y la explicación de lo múltiple, de lo diferente, de lo fortuito por sí mismos y «por todas las veces». La repetición en el eterno retorno excluye dos determinaciones: lo Mismo o la identidad de un concepto subordinante, y lo negativo de la condición que referiría lo repetido a lo Mismo y aseguraría la subordinación. La repetición en el eterno retorno excluye a la vez el devenir-igual o el devenir-semejante al concepto, y la condición por defecto de tal devenir. Involucra, por el contrario, sistemas excesivos que vinculan lo diferente a lo diferente, lo múltiple a lo múltiple, lo fortuito a lo fortuito, en un conjunto de afirmaciones siempre coextensivas a las preguntas formuladas y a las decisiones tomadas. Se dice que el hombre no sabe jugar: sucede que cuando se da un azar o una multiplicidad, concibe sus afirmaciones como destinadas a limitarlo; sus decisiones, como destinadas a conjurar su efecto; sus reproducciones, como destinadas a hacer volver lo mismo bajo una hipótesis de ganancia. Se trata, precisamente, del mal juego, aquel donde se corre el riesgo tanto de perder como de ganar, porque en él no se afirma todo el azar: el carácter preestablecido de la regla que fragmenta tiene como correlato a la condición por defecto en el jugador, que no sabe qué fragmento saldrá. El sistema del porvenir, por el contrario, debe ser llamado juego divino, porque la regla no preexiste, porque el juego ya descansa sobre sus propias reglas, porque el niño-jugador no puede sino ganar —dado que todo el azar está afirma do cada vez y por todas las veces—. No afirmaciones restrictivas o limitativas, sino coextensivas a las preguntas formuladas y a las decisiones de las que estas emanan: tal juego provoca la repetición de la jugada necesariamente vencedora, puesto que no lo es más que a fuerza de abarcar todas las combinaciones y las reglas posibles en el sistema de su propio retorno. Respecto de este juego de la diferencia y de la repetición, en tanto llevado por el instinto de muerte, nadie fue más lejos que Borges, en toda su insólita obra: «Si la lotería es una intensificación del azar, una periódica infusión del caos en el cosmos, ¿no convendría que el azar interviniera en todas las etapas del sorteo y no en una sola? ¿No es irrisorio que el azar dicte la muerte de alguien y que las circunstancias de esa muerte —la reserva, la publicidad, el plazo de una hora o de un siglo— no estén sujetas al azar? (. . .) En la realidad, el número de sorteos es infinito. N inguna decisión es final, todas se ramifican en otras. Los ignorantes suponen que infinitos sorteos requieren un tiempo infinito; en realidad, basta que el tiempo sea infinitamente subdivisible (.. .) En todas las ficciones, cada vez que un hombre se encuentra con diversas alternativas, opta por unas y elimina las otras; en la del casi inextricable Ts'ui Pén, opta —simultáneamente— por todas. Crea, así, diversos porvenires, diversos tiempos, que también proliferan y se bifurcan. De ahí las contradicciones de la novela. Fang, digamos, tiene un secreto; un desconocido llama a su puerta; Fang resuelve matarlo. Naturalmente, hay varios desenlaces posibles: Fang puede matar al intruso, el intruso puede matar a Fang, ambos pueden salvarse, ambos pueden morir, etc. En la obra de 75s'ui Pén, todos los desenlaces ocurren; cada uno es el punto de partida de otras bifurcaciones».2*

 

¿Cuáles son esos sistemas afectados por el eterno retorno? Consideremos las dos proposiciones: sólo lo que se parece difiere; y sólo las diferencias se parecen.25 La primera fórmula enuncia la semejanza como condición de la diferencia; exige también, sin duda, la posibilidad de un concepto idéntico para las dos cosas que difieren con la condición de parecerse; implica además una analogía en la relación de cada cosa con ese concepto, y provoca, por último, la reducción de la diferencia a una oposición determinada por esos tres momentos. Según la otra fórmula, por el contrario, la semejanza y también la identidad, la analogía, la oposición, ya no pueden ser consideradas más que como los efectos, los productos de una diferencia primera o de un sistema primero de diferencias. Según esta otra fórmula, es preciso que la diferencia relacione de inmediato entre sí los términos que difieren. Es necesario, de acuerdo con la intuición ontológica de Heidegger, que la diferencia sea en sí misma articulación y vínculo, que relacione lo diferente con lo diferente, sin ninguna mediación por lo idéntico o lo semejante, lo análogo o lo opuesto. Es necesaria una diferenciación de la diferencia, un en-sí tanto como un diferenciante, un Sich-unterscheidende, por el cual lo diferente se encuentra al mismo tiempo reunido, en lugar de estar representado bajo la condición de una semejanza, de una identidad, de una analogía, de una oposición previas. Cuando estas instancias dejan de ser condiciones, se reducen a efectos de la diferencia primera y de su diferenciación, efectos de conjunto o de superficie, que caracterizan el mundo desnaturalizado de la representación, y que expresan la manera en que el en-sí de la diferencia se oculta a sí mismo suscitando lo que lo recubre. Debemos preguntar si las dos fórmulas son simplemente dos maneras de hablar que no modifican gran cosa; o bien si se aplican a sistemas completamente diferentes; o bien si, aplicándose a los mismos sistemas (y, en última instancia, al sistema del mundo), no significan dos interpretaciones incompatibles y de valor desigual, una de las cuales es capaz de cambiarlo todo.

 

El en-sí de la diferencia se oculta en las mismas condiciones y la diferencia entra en las categorías de la representación. ¿En qué otras condiciones la diferencia desarrolla este en-sí como «diferenciante» y reúne lo diferente más allá de toda representación posible? El primer carácter nos parece ser la organización en series. Es necesario que un sistema se constituya sobre la base de dos o más series, cada una de las cuales está definida por las diferencias entre los términos que la componen. Si suponemos que las series entran en comunicación por la acción de una fuerza cualquiera, es evidente que esta comunicación refiere las diferencias a otras diferencias, o constituye en el sistema diferencias de diferencias: esas diferencias de segundo grado desempeñan el papel de «diferenciante», es decir, refieren las unas a las otras las diferencias de primer grado. Este estado de cosas se expresa adecuadamente en ciertos conceptos físicos: acoplamiento entre series heterogéneas, de donde deriva una resonancia interna en el sistema, de donde deriva a su vez un movimiento forzado cuya amplitud desborda las series de base. Es posible determinar la naturaleza de estos elementos que valen a la vez por su diferencia en una serie de la cual forman parte, y por su diferencia de diferencia, de una serie a otra: se trata de intensidades cuya característica es estar constituida por una diferencia que remite a otras diferencias (E-E' donde E remite ae-e ye ae-e”...). La naturaleza intensiva de los sistemas considerados no debe hacernos prejuzgar sobre su calificación: mecánica, física, biológica, psíquica, social, estética, filosófica, etc. Cada tipo de sistema tiene sin duda sus condiciones particulares, pero que se conforman a los caracteres precedentes, dándoles, al mismo tiempo, una estructura apropiada en cada caso: por ejemplo, las palabras son verdaderas intensidades en ciertos sistemas estéticos, los conceptos son también intensidades desde el punto de vista del sistema filosófico. Se advertirá, según el célebre «Proyecto» freudiano de 1895, que la vida biopsíquica se presenta bajo la forma de un campo intensivo en el que se distribuyen diferencias determinables como excitaciones y diferencias de diferencias, determinables como drenaje. Pero, por sobre todo, las síntesis de la Psyché encarnan por su cuenta las tres dimensiones de los sistemas en general. Pues el vínculo psíquico (Habitus) opera un acoplamiento de series de excitaciones; Eros designa al estado específico de resonancia interna que de ellas deriva; el instinto de muerte se confunde con el movimiento forzado cuya amplitud psíquica supera las series resonantes mismas (de allí la diferencia de amplitud entre el instinto de muerte y el Eros resonante).

 

Una vez que la comunicación se establece entre series heterogéneas, se desprenden todo tipo de consecuencias en el sistema. Algo «pasa» entre los bordes; estallan acontecimientos, fulguran fenómenos del tipo relámpago o rayo. Dinamismos espacio-temporales llenan el sistema, expresando a la vez la resonancia de las series acopladas y la amplitud del movimiento forzado que las desborda. El sistema está poblado por sujetos, a la vez sujetos larvarios y yo [moi] pasivos. Son yo pasivos porque se confunden con la contemplación de los acoplamientos y las resonancias; sujetos larvarios, porque son el soporte o el paciente de los dinamismos. En efecto, en su participación necesaria en el movimiento forzado, un puro dinamismo espacio-temporal no puede ser experimentado más que en el extremo de lo vivible, en condiciones fuera de las cuales acarrearía la muerte de todo sujeto bien constituido, dotado de independencia y actividad. La verdad de la embriología consiste en que hay movimientos vitales sistemáticos, deslizamientos, torsiones, que sólo el embrión puede soportar: el adulto quedaría destrozado. Hay movimientos de los que sólo se puede ser paciente, pero el paciente, a su vez, no puede ser más que una larva. La evolución no se hace al aire libre, y sólo lo involucionado evoluciona. La pesadilla es tal vez un dinamismo psíquico que ni el hombre despierto, ni aun el soñador, podrían soportar, sino sólo el que duerme un sueño profundo, un sueño sin sueños. En este sentido, no es seguro que el pensamiento, tal como constituye el dinamismo propio del sistema filosófico, pueda ser referido, como en el cogito cartesiano, a un sujeto sustancial acabado, bien constituido: el pensamiento es más bien uno de esos movimientos terribles, que sólo pueden ser soportados en las condiciones de un sujeto larvario. El sistema no contiene más que semejantes sujetos, pues únicamente ellos pueden realizar el movimiento forzado, convirtiéndose en pacientes de los dinamismos que los expresan. Aun el filósofo es el sujeto larvario de su propio sistema. He aquí, pues, que el sistema no se define sólo por las series heterogéneas que lo bordean, ni por el acoplamiento, la resonancia y el movimiento forzado que constituyen sus dimensiones, sino también por los sujetos que lo pueblan y los dinamismos que lo llenan y, por últi mo, por las cualidades y las extensiones que se desarrollan a partir de esos dinamismos. -

 

Pero subsiste la dificultad fundamental: ¿es en realidad la diferencia lo que relaciona lo diferente con lo diferente en estos sistemas intensivos? ¿La diferencia de diferencia relaciona la diferencia consigo misma sin otro intermediario? Cuando hablamos de una puesta en comunicación de series heterogéneas, de un acoplamiento y de una resonancia, ¿no es acaso con la condición de un mínimo de semejanza entre las series, y de una identidad en el agente que opera la comunicación? «Demasiada» diferencia entre las series, ¿no volvería imposible toda operación? ¿No estamos condenados a encontrar un punto privilegiado en que la diferencia no se deja pensar más que en virtud de una semejanza entre las cosas que difieren y de una identidad de un tercero? Debemos aquí prestar la mayor atención al rol respectivo de la diferencia, de la semejanza y de la identidad. Y, en primer lugar, ¿cuál es ese agente, esa fuerza que asegura la comunicación? El rayo estalla entre intensidades diferentes, pero está precedido por un precursor sombrío, invisible, insensible, que determina de antemano su camino a la inversa, como en bajorrelieve. De igual manera, todo sistema contiene su precursor sombrío que asegura la comunicación de las series que lo bordean. Veremos que, según la variedad de los sistemas, este rol está cumplido por determinaciones muy diversas. Pero se trata de saber, de todos modos, cómo el precursor ejerce ese rol. Es indudable que hay una identidad del precursor y una semejanza de las series que pone en comunicación. Pero este «hay» permanece perfectamente indeterminado. La identidad y la semejanza, ¿son en este caso condiciones, o, por el contrario, efectos de funcionamiento del precursor sombrío que proyectaría necesariamente sobre sí mismo la ilusión de una identidad ficticia, y sobre las series que reúne la ilusión de una semejanza retrospectiva? Identidad y semejanza no serían entonces más que ilusiones inevitables, es decir, conceptos de la reflexión, que darían cuenta de nuestro hábito inveterado de pensar la diferencia a partir de las categorías de la representación,

 

pero esto porque el invisible precursor se ocultaría a sí mismo y ocultaría su funcionamiento, así como, al propio tiempo, al en-sí como verdadera naturaleza de la diferencia. Dadas dos series heterogéneas, dos series de diferencias, el precursor actúa como el diferenciante de estas diferencias. De este modo, las relaciona de inmediato en virtud de su propia potencia: es el en-sí de la diferencia o lo «diferentemente diferente», es decir, la diferencia en segundo grado, la diferencia consigo que relaciona lo diferente con lo diferente por sí mismo. Porque el camino que traza es invisible, y sólo se volverá visible al revés, en tanto esté recubierto y recorrido por los fenómenos que induce en el sistema, no tiene otro lugar que aquel del cual «falta», ni otra identidad que aquella a la cual falta: es, precisamente, el objeto = x, aquel que «falta de su lugar» y a su propia identidad. De modo que la identidad lógica que la reflexión le confiere abstractamente, y la semejanza física que la reflexión confiere a las series que reúne, expresa solamente el efecto estadístico de su funcionamiento sobre el conjunto del sistema, es decir, la manera en que se oculta necesariamente bajo sus propios efectos, porque se desplaza perpetuamente en sí mismo y se disfraza perpetuamente en las series. Así, no podemos considerar que la identidad de un tercero y la semejanza de las partes sean una condición para el ser y el pensamiento de la diferencia, sino tan sólo una condición para su representación, la que expresa una desnaturalización de ese ser y de ese pensamiento, como un efecto óptico que enturbiaría el verdadero estatuto de la condición tal como es en sí. Llamamos dispar al precursor sombrío, a esa diferencia en sí, de segundo grado, que relaciona las series heterogéneas 0 inconexas. En cada caso, su espacio de desplazamiento y su proceso de disfraz son los que determinan una magnitud relativa de las diferencias puestas en relación. Se sabe que en ciertos casos (en ciertos sistemas), la diferencia de las diferencias puestas en juego puede ser «muy grande»; en otros sistemas, debe ser «muy pequeña». Pero sería erróneo ver, en este segundo caso, la expresión pura de una exigencia previa de semejanza, que no haría más que relajarse en el primer caso extendiéndose a la escala del mundo. Se insiste, por ejemplo, en la necesidad de que las series dispares sean casi semejantes, que las frecuencias sean vecinas (w vecino de 0, ); en una palabra, que la diferencia sea pequeña. Pero, precisamente, no hay diferencia «pequeña», aun en la escala del mundo, si se presupone la identidad del agente que pone en comunicación los diferentes. Los términos pequeño y grande, como se vio, se aplican muy mal a la diferencia, porque la juzgan según los criterios de lo Mismo y de lo semejante. Si se relaciona la diferencia con su diferenciante, si se evita conferir al diferenciante una identidad que no tiene ni puede tener, la diferencia será denominada pequeña o grande según sus posibilidades de fraccionamiento, es decir, según el desplazamiento y el disfraz del diferenciante, pero en ningún caso podrá pretenderse que una diferencia pequeña dé pruebas de una condición estricta de semejanza, así como una grande tampoco las da para la persistencia de una semejanza simplemente laxa. La semejanza es de todas maneras un efecto, un producto de funcionamiento, un resultado externo, una ilusión que surge en cuanto el agente se atribuye una identidad de la cual carece. Lo importante no es, pues, que la diferencia sea pequeña o grande, y finalmente siempre pequeña con respecto a una semejanza más vasta. Lo importante, para el en-sí, es que, pequeña o grande, la diferencia sea interna. Hay sistemas de gran semejanza externa y pequeña diferencia interna. Lo contrario es también posible: sistemas de pequeña semejanza externa y gran diferencia interna. Pero lo imposible es lo contradictorio; la semejanza está siempre hacia el exterior, y la diferencia, pequeña o grande, forma el núcleo del sistema.

 

Veamos ejemplos tomados de sistemas literarios muy diversos. En la obra de Raymond Roussel, nos hallamos frente a series verbales: el rol del precursor está representado por un homónimo o un cuasi homónimo billar-pillo (billardpillard), pero este precursor sombrío es tanto menos visible y sensible cuanto que una de las dos series, si es preciso, permanece oculta. Extrañas historias colmarán la diferencia entre las dos series, de modo de inducir un efecto de semejanza y de identidad externas. Ahora bien, el precursor  no obra en absoluto por su identidad, aun cuando esta sea nominal u homonímica; se lo ve bien en el cuasi homónimo que no funciona más que confundiéndose por entero con el carácter diferencial de dos palabras (b y p). De la misma manera, el homónimo no aparece aquí como la identidad nominal de un significante, sino como el diferenciante de significados distintos, que produce secundariamente tanto un efecto de semejanza de significados como un efecto de identidad en el significante. Por ello, sería insuficiente decir que el sistema se funda sobre una cierta determinación negativa, a saber, el defecto de las palabras con respecto a las cosas, aquello por lo cual una palabra está condenada a designar varias cosas. Es la misma ilusión que nos hace pensar la diferencia a partir de una semejanza y de una identidad supuestas previas, y que la hace aparecer como negativa. En verdad, no es por su pobreza de vocabulario, sino por su exceso, por su poder sintáctico y semántico más positivo, que el lenguaje inventa la forma en la que desempeña el rol de precursor oscuro, es decir, allí donde, hablando de cosas diferentes, diferencia esas diferencias relacionándolas de inmediato unas con otras, en series que hace resonar. Ese es el motivo por el cual la repetición de las palabras no se explica negativamente, ni puede ser presentada como una repetición desnuda, sin diferencia. La obra de Joyce recurre evidentemente a procedimientos muy distintos. Pero se trata siempre de reunir un máximo de series dispares (en última instancia, todas las series divergentes constitutivas del cosmos), haciendo funcionar precursores sombríos de índole lingúística (en este caso, palabras esotéricas, palabras-valija), que no descansan sobre ninguna identidad previa, que no son, sobre todo, «identificables» en principio, sino que inducen un máximo de semejanza y de identidad en el conjunto del sistema, y como resultado del proceso de diferenciación de la diferencia en sí (véase la letra cósmica de Finnegan's Wake). Lo que sucede en el sistema entre series resonantes, bajo la acción del precursor oscuro, se llama «epifanía». La extensión cósmica no hace más que uno con la amplitud de un movimiento forzado, que barre y desborda las series, instinto de muerte en última instancia, «no» de Stephen que no es el no-ser de lo negativo, sino el (no)-ser de una pregunta persistente, al cual corresponde sin con testarle el Sí cósmico de la Sra. ERES porque es el único en ocuparlo y llenarlo adecuadamente.?”

 

La cuestión de saber si la experiencia psíquica cta estructurada como un lenguaje, o incluso si el mundo físico es asimilable a un libro, depende de la naturaleza de los precursores oscuros. Un precursor lingúístico, una palabra esotérica, no tiene por sí mismo una identidad, aun nominal, así como sus significaciones tampoco tienen una semejanza, ni aun infinitamente relajada; no se trata solamente de una palabra compleja o de una simple reunión de palabras, sino de una palabra sobre las palabras, que se confunde enteramente con el «diferenciante» de las palabras de primer grado, y con el «desemejante» de sus significaciones. Es por eso que no vale más que en la medida en que pretende, no decir algo, sino decir el sentido de lo que dice. Ahora bien, la ley del lenguaje tal como se ejerce en la representación excluye esta posibilidad; el sentido de una palabra no puede ser dicho más que por otra palabra que toma a la primera como objeto. De ahí esta situación paradójica: el precursor lingúístico pertenece a una suerte de metalenguaje, y no puede encarnarse más que en una palabra desprovista de sentido desde el punto de vista de las series de representaciones verbales del primer grado. Se trata del estribillo. Este doble estado de la palabra esotérica, que dice su propio sentido, pero no lo dice sin representarse y representarlo como sinsentido, expresa bien el perpetuo desplazamiento del sentido y su disfraz en las series. De modo que la palabra esotérica es el objeto = x propiamente lingúístico, pero también el objeto = x estructura la experiencia psíquica como la de un lenguaje, siempre y cuando se tenga en cuenta el perpetuo desplazamiento invisible y silencioso del sentido lingúístico. En cierto modo, todas las cosas hablan y tienen un sentido, con la condición de que la palabra sea, al mismo tiempo, lo que se calla, o más bien el sentido, lo que se calla en la palabra. En su hermosa novela Cosmos, Gombrowicz muestra cómo dos series de diferencias heterogéneas (la de las horcas y la de las bocas) solicitan su puesta en comunicación a través de diversos signos, hasta la instauración del precursor sombrío (el asesinato del gato) que actúa aquí como el diferenciante de sus diferencias, como el sentido, encarnado, sin embargo, en una representación absurda, pero a partir del cual habrán de desencadenarse mecanismos y producirse acontecimientos en el sistema Cosmos, que hallarán su salida final en un instinto de muerte que desborda las series.28 Se desprenden así las condiciones bajo las cuales un libro es un cosmos; el cosmos, un libro. Y a través de técnicas muy diversas se desarrolla la identidad joyceana última, aquella que encontramos en Borges o en Gombrowicz, caos = cosmos.

 

Cada serie forma una historia: no tanto puntos de vista diferentes sobre una misma historia, a la manera de los puntos de vista sobre la ciudad según Leibniz, como las his torias completamente distintas que se desarrollan simultáneamente. Las series de base son divergentes. No en forma relativa, en el sentido en que bastaría desandar camino para encontrar un punto de convergencia, sino absolutamente divergentes, en el sentido en que el punto de convergencia, el horizonte de convergencia, está en un caos, desplazado siempre en ese caos. Este caos mismo es lo más positivo, al propio tiempo que la divergencia es objeto de afirmación. Se confunde con la gran obra, que mantiene todas las series complicadas, que afirma y complica todas las series simultáneas. (No es extraño que Joyce experimentara tanto interés por Bruno, el teórico de la complicatio.) La trinidad complicación-explicación-implicación da cuenta del conjunto del sistema, es decir del caos que a todo sostiene, de las series divergentes que de él salen y a él vuelven a entrar, y del diferenciante que las relaciona entre sí. Cada serie se explica o se desarrolla pero en su diferencia con las otras series que implica y que la implican, que envuelve y que la envuelven, en ese caos que lo complica todo. El conjunto del sistema, la unidad de las series divergentes en tanto tales, corresponde a la objetividad de un «problema»; de allí el método de las preguntas-problema con las que Joyce anima su obra, y la forma en que ya Lewis Carroll vinculaba las palabras-valija con el estatuto de lo problemático.

 

Lo esencial es la simultaneidad, la contemporaneidad, la coexistencia de todas las series divergentes juntas. Es evidente que las series son sucesivas, una «antes», otra «después», desde el punto de vista de los presentes que pasan en la representación. Es incluso desde este punto de vista como se dice que la segunda se parece a la primera. Pero no sucede lo mismo con respecto al caos que las comprende, al objeto = x que las recorre, al precursor que las pone en comunicación, al movimiento forzado que las desborda: siempre, el diferenciante las hace coexistir. Hemos encontrado varias veces esta paradoja de los presentes que se suceden, o de las series que se suceden en la realidad, pero que coexisten simbólicamente con respecto al pasado puro o al objeto virtual. Cuando Freud muestra que un fantasma está constituido por lo menos sobre dos series de base, una infantil y pregenital, la otra genital y pos-pubertaria, es evidente que estas series se suceden en el tiempo desde el punto de vista del in consciente solipsista del sujeto considerado. Hay que preguntarse entonces cómo dar cuenta del fenómeno de «retraso», es decir, del tiempo necesario para que la escena infantil, supuestamente originaria, no encuentre su efecto más que a distancia, en una escena adulta que se le parece, y que recibe el nombre de derivada.?? Se trata, en efecto, de un problema de resonancia entre dos series. Pero, precisamente, este problema no está bien formulado, en tanto no se tenga en cuenta una instancia con respecto a la cual las dos series coexistan en un inconsciente intersubjetivo. En verdad, las series no se reparten, una infantil, la otra adulta, en un mismo sujeto. El acontecimiento de infancia no forma una de las dos series reales, sino más bien el precursor sombrío que pone en comunicación las dos series de base, la de los adultos que conocimos de niños, la del adulto que somos con otros adultos y otros niños. Tal el caso del héroe de A la búsqueda del tiempo perdido: su amor infantil por la madre es el agente de una comunicación entre dos series adultas, la de Swann con Odette, la del héroe, transformado en hombre, con Albertine, y siempre el mismo secreto entre las dos, el eterno desplazamiento, el eterno disfraz de la prisionera, que indica también el punto donde las series coexisten en el inconsciente intersubjetivo. No hay por qué preguntarse cómo el acontecimiento de infancia no actúa más que con retraso. Es ese retraso, pero ese retraso mismo es la forma pura del tiempo que hace coexistir el antes y el después. Cuando Freud descubre que el fantasma es tal vez realidad última, e implica algo que desborda las series, no debe concluirse de ello que la escena de infancia es irreal o imaginaria, sino más bien que la condición empírica de la sucesión en el tiempo da lugar en el fantasma a la coexistencia de las dos series, la del adulto que seremos con los adultos que «hemos sido» (cf. lo que Ferenczi denominaba la identificación del niño con el agresor). El fantasma es la manifestación del niño como precursor sombrío. Y lo que es originario en el fantasma no es una serie con respecto a otra, sino la diferencia de las series, en tanto relaciona una serie de diferencias con otra serie de diferencias, haciendo abstracción de su sucesión empírica en el tiempo.

 

Si ya no es posible en el sistema del inconsciente establecer un orden de sucesión entre las series, si todas las series coexisten, tampoco es posible considerar una como originaria y la otra como derivada, una como modelo y la otra como copia. Lo que sucede es que las series son aprehendidas a la vez como coexistentes, fuera de la condición de sucesión en el tiempo, y como diferentes, fuera de toda condición según la cual una gozaría de la identidad de un modelo y la otra, de la semejanza de una copia. Cuando dos historias divergentes se desarrollan simultáneamente, es imposible privilegiar una sobre la otra; es el caso de decir que todo vale, pero «todo vale» se dice de la diferencia, y no se dice más que de la diferencia entre las dos. Por pequeña que sea la diferencia interna entre las dos series, entre las dos historias, una no reproduce la otra, una no sirve de modelo a la otra, sino que semejanza e identidad no son más que los efectos del funcionamiento de esta diferencia, única en ser originaria en el sistema. Es entonces justo decir que el sistema excluye la asignación de un original y un derivado, así como de una primera y una segunda vez, porque la diferencia es la única original, y hace coexistir independientemente de toda semejanza lo diferente que ella relaciona con lo diferente.3% Bajo este aspecto, el eterno retorno se revela sin duda como la «ley» sin fondo de este sistema. El eterno retorno no hace volver lo mismo y lo semejante, sino que deriva él mismo de un mundo de la pura diferencia. Cada serie vuelve, no sólo en las otras que la implican, sino por sí misma, porque no está implicada por las otras sin estar a su vez íntegramente restituida como lo que las implica. El eterno retorno no tie ne otro sentido que este: la ausencia de origen asignable, es decir, la asignación de origen como diferencia, que relaciona lo diferente con lo diferente para hacerlo (o hacerlos) volver en tanto tales. En este sentido, el eterno retorno es, realmente, la consecuencia de una diferencia originaria, pura, sintética, en sí (lo que Nietzsche llamaba la voluntad de poder). Si la diferencia es el en-sí, la repetición en el eterno retorno es el para-sí de la diferencia. Y sin embargo, ¿cómo negar que el eterno retorno no es inseparable de lo Mismo? ¿No es acaso él mismo eterno retorno de lo Mismo? Pero debemos ser sensibles a las diferentes significaciones, tres por lo menos, de la expresión «lo mismo, lo idéntico, lo semejante».

 

O bien lo Mismo designa un sujeto supuesto del eterno retorno. Designa entonces la identidad del Uno como principio. Pero, precisamente, es este el mayor; el más largo error. Nietzsche dice bien: si el Uno fuera lo que vuelve, habría empezado por no salir de sí mismo; si debiese determinar lo múltiple que debería parecérsele, habría empezado por no perder su identidad en esta degradación de lo semejante. La repetición no es ni la permanencia del Uno como tampoco la semejanza de lo múltiple. El sujeto del eterno retorno no es lo mismo, sino lo diferente, ni lo semejante, sino lo disímil, ni el Uno, sino lo múltiple, ni la necesidad, sino el azar. Más aún, la repetición en el eterno retorno implica la destrucción de todas las formas que impiden su funcionamiento, categorías de la representación encarnadas en lo previo a lo Mismo, a lo Uno, a lo Idéntico, a lo Igual. O bien lo mismo y lo semejante son tan sólo un efecto del funcionamiento de los sistemas sometidos al eterno retorno. Es así como una identidad se encuentra necesariamente proyectada, o más bien, retroyectada sobre la diferencia originaria, y que una semejanza se encuentra interiorizada en las series divergentes. De esta identidad, de esta semejanza, debemos decir que son «simuladas»: son producidas en el sistema que relaciona lo diferente con lo diferente por la diferencia (razón por la cual semejante sistema es él mismo un simulacro). Lo mismo, lo semejante son ficciones engendradas por el eterno retorno. Hay en esto, esta vez, no ya un error, sino una ¿lusión: ilusión inevitable, que se encuentra en el origen del error, pero que puede ser separada de él. O bien, lo mismo y lo semejante no se distinguen del eterno retorno. No son preexistentes al eterno retorno: lo que vuelve no es ni lo mismo ni lo semejante, sino que el eterno retorno es el único mismo, y la única semejanza de lo que vuelve. Tampoco se dejan abstraer del eterno retorno para reaccionar sobre la causa. Lo mismo se enuncia de lo que difiere y permanece diferente. El eterno retorno es lo mismo de lo diferente, el uno de lo múltiple, lo semejante de lo desemejante. Fuente de la ilusión precedente, no la engendra ni la conserva más que para regocijarse, y contemplarse en ella como en el efecto de su propia óptica, sin caer jamás en el error contiguo.

 

Estos sistemas diferenciales de series dispares y resonantes, con precursor sombrío y movimiento forzado, se llaman simulacros o fantasmas. El eterno retorno no atañe y no hace volver más que los simulacros, los fantasmas. Tal vez, encontramos aquí el punto más esencial del platonismo y del antiplatonismo, del platonismo y del derrumbe del platonismo, su piedra de toque. Pues en el capítulo precedente, hicimos de cuenta que el pensamiento de Platón giraba alrededor de una distinción particularmente importante, la del original y la imagen, la del modelo y la copia. Se supone que el modelo goza de una identidad originaria superior (sólo la Idea no es otra cosa más que lo que es, sólo el Coraje es corajudo, y la Piedad, piadosa), en tanto que la copia se juzga según una semejanza interior derivada. Es incluso en este sentido que la diferencia no aparece más que en tercer lugar, después de la identidad y la semejanza, y no puede ser pensada más que por ellas. La diferencia no es pensada más que en el juego comparado de dos similitudes, la similitud ejemplar de un original idéntico y la similitud imitativa de una copia más o menos parecida: tal es la prueba o la medida de los pretendientes. Pero más profundamente, la verdadera distinción platónica se desplaza y cambia de naturaleza: no está entre el original y la imagen, sino entre dos tipos de imágenes. No está entre el modelo y la copia, sino entre dos tipos de imágenes (ídolos), cuyas copias (íconos), no son más que el primer tipo, ya que el otro está constituido por los simulacros (fantasmas). La distinción modelo-copia no está más que para fundar y aplicar la distinción copia-simulacro; pues las copias están justificadas, salvadas, seleccionadas, en nombre de la identidad del modelo, y gracias a su semejanza interior con ese modelo ideal. La noción de modelo no interviene para oponerse al mundo de las imágenes en su conjunto, sino para seleccionar las buenas imágenes, las que se parecen desde adentro, los íconos, y eliminar las malas, los simulacros. Todo el platonismo está construido sobre esta voluntad de ahuyentar los fantasmas o simulacros, identificados con el sofista mismo, ese diablo, ese insinuador o simulador, ese falso pretendiente siempre disfrazado y desplazado. Por esa razón nos parecía que, con Platón, había sido tomada una decisión filosófica de la mayor importancia: la de subordinar la diferencia a las potencias de lo Mismo y de lo Semejante supuestos como iniciales, la de declarar la diferencia impensable en sí misma, y de remitirla, a ella y a los simulacros, al océano sin fondo. Pero precisamente porque Platón no dispone aún de las categorías constituidas de la representación (aparecerán con Aristóteles), debe fundar su decisión sobre una teoría de la Idea. Lo que aparece entonces, en su estado más puro, es una visión moral del mundo, antes de que pueda desplegarse la lógica de la representación. El simulacro debe ser exorcizado fundamentalmente por razones morales, y por ello mismo, la diferencia, subordinada a lo mismo y a lo semejante. Pero por este motivo, porque Platón toma la decisión, porque la victoria no es adquirida como lo será en el mundo adquirido de la representación, el enemigo gruñe, insinuado por doquier en el cosmos platónico, la diferencia se resiste a su yugo, Heráclito y los sofistas arman un estrépito infernal. Extraño doble que sigue a Sócrates paso a paso, que se introduce hasta en el estilo de Platón y se inserta en las repeticiones y variaciones de ese estilo.31

 

Pues el simulacro o fantasma no es simplemente una copia de copia, una semejanza infinitamente relajada, un íco no degradado. El catecismo, tan inspirado en los Padres platónicos, nos ha familiarizado con la idea de una imagen sin semejanza: el hombre es a la imagen y semejanza de Dios, pero por el pecado hemos perdido la semejanza, sin dejar de conservar la imagen. . . El simulacro es precisamente una imagen demoníaca, desprovista de semejanza; o, mejor dicho, a la inversa del ícono, ha puesto la semejanza en el exterior y vive de diferencia. Si produce un efecto exterior de semejanza, es como ilusión, y no como principio interno; está él mismo construido sobre una disparidad, ha interiorizado la desemejanza de las series constituyentes, la divergencia de sus puntos de vista, de modo que muestra varias cosas, relata varias historias a la vez. Tal es su primer carácter. Pero, ¿no equivale esto a decir que si el simulacro se refiere a un modelo, este modelo ya no goza de la identidad de lo Mismo ideal, y es, por el contrario, modelo de lo Otro, el otro modelo, modelo de la diferencia en sí de donde deriva la desemejanza interiorizada? Entre las páginas más insólitas de Platón, que manifiestan el antiplatonismo en el seno del platonismo, están las que sugieren que lo diferente, lo desemejante, lo desigual, en una palabra, el devenir, bien podrían no ser solamente defectos que afectan la copia, como precio de su carácter segundo, contrapartida de su semejanza, sino ser ellos mismos modelos, terribles modelos de los seudos donde se desarrolla el poder de lo falso.32 La hipótesis se descarta rápidamente, se la maldice, se la prohíbe, pero ha surgido, aunque más no fuese durante el lapso de un relámpago que da pruebas, en la noche, de una actividad persistente de los simulacros, de su trabajo subterráneo y de la posibilidad de su mundo propio. ¿No es decir aún más, en tercer lugar, que en el simulacro hay motivos para discutir la noción de copia y la de modelo? El modelo se abisma en la diferencia, al tiempo que las copias se hunden en la desemejanza de las series que interiorizan, sin que jamás pueda decirse que una es copia; la otra, modelo. Ese es el objetivo de El Sofista: la posibilidad del triunfo de los simulacros, pues Sócrates se distingue del sofista, pero el sofista no se distingue de Sócrates, y pone en tela de juicio la legitimidad de semejante distinción. Crepúsculo de los íconos. ¿No es acaso designar el punto en que la identidad del modelo y la semejanza de la copia son errores, lo mismo y lo semejante, ilusiones nacidas del funcionamiento del simulacro? El simulacro funciona sobre sí mismo pasando y volviendo a pasar por los centros descentrados del eterno retorno. No es ya el esfuerzo platónico por oponer el cosmos al caos, como si el Círculo fuese la huella de la Idea trascendente capaz de imponer su semejanza a una materia rebelde. Es incluso todo lo contrario, la identidad inmanente del caos con el cosmos, el ser en el eterno retorno, un círculo —por el contrario— tortuoso. Platón intentaba disciplinar el eterno retorno transformándolo en un efecto de las Ideas, es decir, haciéndole copiar un modelo. Pero en el movimiento infinito de la semejanza degradada, de copia en copia, llegamos a ese punto en el cual todo cambia de naturaleza, en el que la copia misma se convierte en simulacro, en el que la semejanza, por fin, la imitación espiritual, hace lugar a la repetición. 

 

 

¿Cómo podemos contrarrestar este diagnóstico de la «enfermedad llamada Hegel», que se centra en la inversión dialéctica como un gesto vacío formal que presenta la derrota como victoria? La primera observación que se impone es que interpretar las elecciones semánticas «infra-racionales» como estrategias para tratar con obstáculos a la afirmación de la vida es ya en sí una elección semática «infra-racional». Pero más importante es notar cómo tal lectura sutilmente perpetúa una visión estrecha de Hegel que oculta muchas dimensiones clave de su pensamiento. ¿No es posible leer la «superación» sistemática de Hegel de cada una de las formas de la consciencia o forma-de-vida social como precisamente una descripción de todas las formas-de-vida posibles, con sus «elecciones semánticas» vitales, y sus antagonismos inherentes («contradicciones»)? [20] . Si hay una «elección semántica» que subyace al pensamiento de Hegel, no es la apuesta desesperada por el hecho de que retroactivamente será capaz de narrar una historia coherente, omniabarcadora y significativa en la que cada detalle será colocado en su lugar correcto, sino la extraña certeza (comparable con la certeza del psicoanálisis de que lo reprimido siempre retorna, de que un síntoma siempre estropeará cada figura armónica) de que, con cada figura de la conciencia o forma de vida, las cosas de algún modo «irán mal» y cada posición generará un exceso que augurará su autodestrucción. ¿Significa esto que Hegel no defienda ninguna «elección semántica» determinada, ya que para él la única «verdad» es el proceso sin fin de la «generación y corrupción» de determinadas «elecciones semánticas»? Sí, pero a condición de que no concibamos este proceso en el sentido «movilista» habitual. ¿Cómo rompe entonces el pensamiento histórico auténtico con tal «movilismo» universalizado? ¿En qué sentido es realmente histórico, y no simplemente el rechazo del «movilismo» en nombre de algún Principio eterno eximido del ciclo de generación y corrupción? La clave reside en el concepto de retroactividad que tiene que ver con lo más esencial de la relación entre Hegel y Marx, y es la razón principal por la que, en el presente, deberíamos retornar de Marx hacia Hegel y realizar una «inversión materialista» de Marx. Para aproximarnos a esta compleja cuestión, permítaseme comenzar con la noción de Gilles Deleuze de pasado puro: no el pasado al que las cosas presentes pasan, sino un pasado absoluto «donde todos los acontecimientos, incluyendo aquellos que se han hundido sin dejar rastro, son almacenados y recordados a medida que pasan» [21] , un pasado virtual que contiene ya cosas que están todavía presentes (un presente puede devenir pasado porque en cierto modo lo es ya, puede percibirse como parte del pasado; «lo que estamos haciendo hoy es [habrá sido] historia»). «Un antiguo presente dado es reproducible y el actual presente es capaz de reflejarse solo con respecto al elemento puro del pasado, entendido como el pasado, en general como un pasado a priori» [22] . ¿Significa esto que el pasado puro implica una noción completamente determinista del universo en el que todo lo que todavía debe ocurrir (por venir), todo el despliegue espacio-temporal real, ya es parte de una red virtual inmemorial/atemporal? No, y por una razón bien precisa: porque «el pasado puro debe ser todo el pasado, pero debe estar también dispuesto a cambiar mediante la ocurrencia de cualquier nuevo presente» [23] . No fue otro sino T. S. Eliot, aquel gran conservador, quien formuló por primera vez claramente este vínculo entre nuestra dependencia de la tradición y nuestro poder para cambiar el pasado:  [La tradición] no puede ser heredada, y si la deseas debes obtenerla con gran esfuerzo. Implica, en primer lugar, al sentido histórico, que podríamos calificar como algo casi indispensable para cualquiera que continuara siendo un poeta más allá de su año vigesimoquinto; y el sentido histórico implica una percepción no solo del carácter pasado del pasado, sino de su presencia; el sentido histórico obliga a un hombre a escribir no meramente con su propia generación en sus huesos, sino con un sentimiento de que toda la literatura europea desde Homero –y, dentro de ella, toda la literatura de su propio país– tiene una existencia simultánea y compone un orden simultáneo. Este sentido histórico, que es un sentido de lo intemporal, así como de lo temporal, y de lo intemporal y lo temporal conjuntamente, es lo que hace a un escritor tradicional. Y es al mismo tiempo lo que hace a un escritor más agudamente consciente de su lugar en el tiempo, de su contemporaneidad. Ningún poeta, ningún artista de cualquier arte, tiene su significado completo por sí solo. Su significación, su valoración, es la valoración de su relación con los poetas y artistas muertos. No puedes valorarle solo; debes colocarle, por contraste y comparación, entre los muertos. Quiero decir esto como un principio de crítica estética, no meramente histórica. La necesidad de que él se conformará, de que será coherente, no es unilateral; lo que ocurre cuando una nueva obra de arte es creada es algo que ocurre simultáneamente a todas las obras de arte que la precedieron. Los monumentos existentes forman un orden ideal entre ellos, que se modifica por la introducción de una nueva (la auténticamente nueva) obra de arte entre ellas. El orden existente está completo antes de que llegue la nueva obra; para persistir tras la llegada de la novedad, todo el orden existente debe ser, por muy poco que sea, alterado; y así las relaciones, proporciones y valores de cada obra de arte hacia el todo se reajustan; y esto es conformidad entre lo viejo y lo nuevo. Quien haya aprobado esta idea de orden, de la forma de la literatura europea o la inglesa, no encontrará absurdo que el pasado deba ser alterado por el presente tanto como el presente es dirigido por el pasado. Y el poeta que es consciente de esto será consciente de grandes dificultades y responsabilidades… Lo que ocurre es una rendición continua de sí mismo en la medida en que está en tal momento en algo que es más valioso. El progreso de un artista es un autosacrificio continuo, una continua extinción de la personalidad. Queda por definir este proceso de despersonalización y su relación con el sentido de tradición. Es en esta despersonalización cuando el arte puede decirse que se acerca a la condición de ciencia [24] . Cuando Eliot dice que al juzgar a un poeta vivo «debes colocarle entre los muertos», formula un ejemplo exacto del pasado puro de Deleuze. Y cuando escribe que «el orden existente está completo antes de que llegue la nueva obra; para que el orden persista tras la llegada de la novedad, todo el orden existente debe ser alterado, por poco que sea; y así se reajustan las relaciones, proporciones, o valores de cada obra de arte respecto al todo», Eliot está resumiendo de modo no menos claro el vínculo paradójico entre la completitud del pasado y nuestra capacidad para cambiarlo retroactivamente: precisamente porque el pasado puro está completo, cada nueva obra reajusta todo su equilibrio. Por esto deberíamos leer la crítica de Kafka de la noción de Juicio Final como algo que llegará al final del tiempo: «Solo nuestro concepto del tiempo nos permite hablar del Día del Juicio con ese nombre; en realidad es una corte sumaria en sesión perpetua». Cada momento histórico contiene su propio Juicio en el sentido de un «pasado puro» que dispuso un lugar para cada uno de sus elementos, y este Juicio está siendo continuamente reescrito. Recordemos la precisa formulación de Borges sobre la relación entre Kafka y sus múltiples precursores, desde los antiguos autores chinos hasta Robert Browning: En cada uno de esos textos está la idiosincrasia de Kafka, en grado mayor o menor, pero si Kafka no hubiera escrito, no la percibiríamos; vale decir, no existiría… cada escritor crea sus precursores. Su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha de modificar el futuro. En esta correlación nada importa la identidad o la pluralidad de los hombres.

 

Del mismo modo, una revolución radical hace (lo que previamente parecía como) lo imposible, y crea sus propios precursores; esta es quizá la definición más sucinta de lo que es un auténtico acto. Tal acto en realidad debería situarse en la trilogía (que curiosamente refleja la «Trinidad europea» de inglés, francés y alemán): acting out, passage à l’acte, Tat-Handlung (el neologismo de Fichte para el gesto fundador de la autoposición del sujeto en el que se superponen plenamente la actividad y su resultado). Acting out es un estallido histérico dentro del gran Otro; el passage à l’acte suspende destructivamente al gran Otro; Tat-Handlung retroactivamente lo reordena. Como afirmaba Jacques-Alain Miller, «el estatuto del acto es retroactivo» [26] : un gesto «habrá sido» un acto; se convierte en un acto si, en sus consecuencias, consigue perturbar y reordenar al «gran Otro». La solución realmente dialéctica del dilema «¿Está realmente allí, en la fuente, o simplemente lo percibimos en la fuente?» es la siguiente: está ahí, pero solo podemos percibir y afirmar esto retroactivamente, desde la perspectiva del presente [27] . Uno de los procedimientos habituales de la crítica des-fetichizadora/des-reificadora es denunciar (lo que parece) una propiedad directa del objeto percibido como la «determinación reflexiva» del sujeto (del observador): el sujeto ignora cómo su mirada ya está incluida en el contenido percibido. Un ejemplo de la teoría reciente: la deconstrucción postestructuralista no existe (en sí misma, en Francia), puesto que fue inventada en los EEUU, por y para la mirada académica norteamericana, con todas sus limitaciones constitutivas [28] . En resumen, una entidad como «la deconstrucción postestructuralista» (un término no utilizado en Francia) llega a existir solo para una mirada que es inconsciente de los detalles de la escena filosófica en Francia: esta mirada junta a autores (Derrida, Deleuze, Foucault, Lyotard, etc.) que en Francia simplemente no son percibidos como parte de la misma episteme, al igual que el concepto de film noir postula una unidad que no existe «en sí». Igualmente, la mirada francesa, ignorante de la tradición ideológica del populismo individualista y antimafioso norteamericano, al mirarla a través de las lentes existencialistas malinterpretó la postura heroica-cínica y fatalista-pesimista del héroe noir como una actitud socialmente crítica. Del mismo modo, la percepción norteamericana inscribió a los autores franceses en el campo de la crítica cultural radical, confiriéndoles una postura social crítica, feminista, etc., en su mayor parte ausente en la propia Francia. Así que del mismo modo en que el cine noir no es una categoría del cine norteamericano, sino principalmente una categoría de la crítica cinematográfica francesa y (más tarde) de la historiografía del cine, del mismo modo también la «deconstrucción postestructuralista» no es una categoría de la filosofía francesa, sino principalmente una categoría perteneciente a la errónea recepción norteamericana de ciertos teóricos franceses. Este, sin embargo, es solo el primer paso de la reflexión (externa). En el crucial paso siguiente, estas determinaciones subjetivas se desarrollan precisamente no como meramente «subjetivas», sino como si afectaran también a la «cosa misma». La noción de «deconstrucción postestructuralista», aunque sea el resultado de una forzada perspectiva extranjera, desentierra en su objeto de estudio algunas potencialidades invisibles para aquellos que estuvieron directamente implicados. Ahí reside la paradoja dialéctica definitiva propia de la verdad y la falsedad: a veces una visión marginal que malinterpreta una situación desde su perspectiva limitada puede, en virtud de esta misma limitación, percibir su potencial «reprimido». La percepción errónea externa a veces puede tener una influencia productiva sobre el «original» percibido, forzándolo a hacerse consciente de su propia verdad «reprimida» (posiblemente, el concepto francés de noir, aunque sea el resultado de una percepción errónea, ejerció una fuerte influencia en la cinematografía norteamericana posterior). ¿No es la recepción de Derrida en EEUU un ejemplo supremo de esta productividad de la percepción errónea externa? Aunque fuera efectivamente una percepción errónea, ¿no tuvo una influencia retroactiva pero productiva sobre el propio Derrida, forzándolo a afrontar más directamente algunas cuestiones ético-políticas? La recepción americana de Derrida ¿no fue entonces una suerte de pharmakon, un suplemento del Derrida «original» –un falso borrón que distorsiona y envenena el original pero al mismo tiempo lo mantiene vivo–? En resumen, ¿estaría Derrida tan «vivo» hoy si no hubiera sido por la errónea percepción norteamericana de su obra? Aquí, Peter Hallward se queda corto en su –por lo demás excelente– Out of This World, cuando solamente subraya un aspecto del pasado puro, aquel de campo virtual en el que el destino de todos los Acontecimientos reales está sellado por adelantado, puesto que «todo ya está escrito» en él [29] . Ahí vemos la realidad sub specie aeternitatis, de modo que la libertad absoluta coincide con la necesidad absoluta y su automatismo puro: ser libre significa dejarse a uno mismo flotar libremente en/con la necesidad sustancial. Este tema reverbera incluso en los debates cognitivistas de hoy sobre el problema del libre albedrío o libertad de la voluntad. Los compatibilistas como Daniel Dennett tienen una solución elegante para las quejas de los incompatibilistas sobre el determinismo [30] : cuando los incompatibilistas se quejan de que nuestra libertad no puede combinarse con el hecho de que todos nuestros actos son parte de la gran cadena del determinismo natural, en secreto están haciendo una presuposición ontológica sin respaldo alguno. En primer lugar asumen que nosotros (el Yo, el agente libre) de algún modo estamos fuera de la realidad, y después continúan quejándose de cómo se sienten oprimidos por la noción de que la realidad determinista les controla totalmente. Ahí está el error: en la noción de que estamos «aprisionados» por las cadenas del determinismo natural, pero porque con ello ocultamos el hecho de que somos parte de la realidad, que el conflicto (posible, local) entre nuestro esfuerzo «libre» y la realidad externa que se le resiste es un conflicto inherente a la realidad misma. Es decir, no hay nada «opresivo» o «restrictivo» en el hecho de que nuestros esfuerzos más íntimos estén (pre)determinados: cuando nos sentimos constreñidos en nuestra libertad por la presión de la realidad externa, debe haber algo en nosotros, algún deseo o impulso, que se ve limitado. Pero, ¿de dónde vienen tales impulsos si no es de esta misma realidad? Nuestra «libre voluntad» no «perturba el curso natural de las cosas» de algún modo misterioso: es parte esencial de este curso. Para nosotros, ser «auténtica» y «radicalmente» libres implicaría que no hay contenido positivo implicado en nuestro acto libre; si no queremos que determine nuestra conducta nada que esté ya dado, «externo» y particular, entonces «esto implicaría estar libres de cada parte de nosotros mismos» [31] . Cuando un determinista afirma que nuestra libre elección está «determinada», esto no significa que nuestra libre voluntad esté de algún modo constreñida y que nos vemos forzados a actuar contra nuestra voluntad; lo que está «determinado» es la cosa misma que queremos hacer «libremente», esto es, sin vernos limitados por obstáculos externos. Por volver a Hallward: si bien está en lo cierto al subrayar que para Deleuze la libertad  «no es una cuestión de libertad humana, sino de liberarse de lo humano» [32] , el poder sumergirse plenamente en el flujo creativo de la Vida absoluta, la conclusión política que extrae de esto parece demasiado obvia: La implicación política inmediata de tal posición… está suficientemente clara: puesto que un modo o mónada libre es simplemente aquello que ha eliminado su resistencia a la voluntad soberana que trabaja por medio de ella, entonces se sigue de ello que cuanto más absoluto es el poder del soberano, más «libres» son aquellos sujetos a él [33] . ¿No obvia aquí Hallward el movimiento retroactivo sobre el que también insiste Deleuze, es decir, cómo este eterno pasado puro que nos determina plenamente está él mismo sujeto al cambio retroactivo? Somos simultáneamente menos libres y más libres de lo que pensamos: completamente pasivos, determinados por y dependientes del pasado, pero a la vez con la libertad de definir el alcance de esta determinación, (sobre)determinar el pasado que nos determinará. Deleuze está aquí inesperadamente cerca de Kant, para el que yo estoy determinado por causas, pero también yo determino retroactivamente (o puedo determinar) qué causas me determinarán: nosotros, sujetos, nos vemos pasivamente afectados por objetos y motivaciones patológicas; pero tenemos el poder reflexivo mínimo de aceptar (o rechazar) ser afectados de este modo, es decir, determinamos retroactivamente las causas capaces de determinarnos, o al menos el modo de esta determinación lineal. La «libertad» es por tanto inherentemente retroactiva: en su aspecto más elemental, no es simplemente un acto libre que, surgido de la nada, comienza un nuevo vínculo causal, sino un acto retroactivo de determinar qué vínculo o secuencia de necesidades nos determinará. Añadamos un giro hegeliano a Spinoza: la libertad no es simplemente «necesidad reconocida/conocida», sino necesidad reconocida/asumida, la necesidad constituida/realizada a través de este reconocimiento. De modo que, cuando Deleuze se refiere a la descripción que Proust realiza de la música de Vinteuil que Swann no puede dejar de escuchar –«no tanto como si los músicos no interpretaran la pequeña melodía, sino como si ejecutaran los ritos necesarios para que ella apareciera»–, está evocando la ilusión necesaria: la generación del acontecimiento-sentido es vivido como una evocación ritualista de un acontecimiento preexistente, como si el acontecimiento estuviera ya allí, esperando nuestra invocación en su presencia virtual. La implicación filosófica clave de la retroactividad hegeliana es que socava el dominio del principio de razón suficiente: este principio solo se mantiene en la causalidad lineal cuando la suma de las causas pasadas determina un acontecimiento futuro; retroactividad significa que el conjunto de razones (pasadas, dadas) nunca es completo y «suficiente», puesto que las razones pasadas son retroactivamente activadas por lo que es su efecto dentro del orden lineal. Cambiar el destino Lo que resuena directamente en esta temática es, desde luego, el motivo protestante de la predestinación: lejos de ser un motivo teológico reaccionario, la predestinación es un elemento clave de la teoría materialista del sentido, bajo la condición de que lo leamos siguiendo la oposición deleuziana entre lo virtual y lo realmente existente. Es decir, la predestinación no significa que nuestro destino esté sellado en un texto real que existe desde la eternidad en la mente divina; la textura que nos predestina pertenece al pasado eterno y puramente virtual, que como tal puede reescribirse retroactivamente mediante nuestros actos. En la predestinación, el destino se sustancializa en una decisión que precede al proceso, de modo que la tarea de las actividades del individuo no es constituir performativamente su destino, sino descubrir (o adivinar) su destino preexistente. Lo que queda así oculto es la transformación dialéctica de la contingencia en necesidad, es decir, el modo en que el resultado de un proceso contingente adopta la apariencia de necesidad: las cosas, retroactivamente, «habrán sido» necesarias. Este podría ser el significado último de la encarnación de Cristo en toda su singularidad: es un acto que cambia radicalmente nuestro destino. Antes de Cristo, estábamos determinados por el Destino, atrapados en el ciclo de pecar y pagar por los pecados; pero el borrón y cuenta nueva que Cristo realiza sobre nuestros pecados pasados significa precisamente que su sacrificio cambia nuestro pasado virtual y, por consiguiente, nos hace libres. Cuando Deleuze escribe que «mi herida existía antes de mí; nací para encarnarla», ¿no es esta una variación del tema del gato de Cheshire y su sonrisa en Alicia en el país de las maravillas (el gato nació para encarnar su sonrisa), y una fórmula perfecta para el sacrificio de Cristo? Cristo nació para encarnar su herida, para ser crucificado. El problema está en la lectura teleológica literal de esta proposición: como si las acciones de una persona meramente hicieran real su destino atemporal-eterno, inscrito en su idea virtual: La única tarea real de César es llegar a ser digno de los acontecimientos creados para que él los encarnara. Amor fati. Lo que César hace realmente no añade nada a lo que él es virtualmente. Cuando César cruza realmente el Rubicón esto no implica ninguna deliberación o elección, puesto que es simplemente parte de la expresión completa e inmediata de cesaridad, simplemente «despliega algo que fue reunido para todos los tiempos en el concepto de César» [34] . Pero ¿y qué hay de la retroactividad de un gesto que (re)constituye este mismo pasado? Esta, quizá, es la definición más sucinta de lo que es un acto auténtico: en nuestra actividad ordinaria, efectivamente nos limitamos a seguir las coordenadas (virtualesfantasmáticas) de nuestra identidad, mientras que un Acto en realidad implica la paradoja de un movimiento real que cambia (retroactivamente) las mismas coordenadas virtuales «trascendentales» del ser de su agente. En términos freudianos: no solo cambia la realidad de nuestro mundo, sino también «mueve su parte subterránea». Tenemos así una suerte de reflexivo «repliegue de la condición sobre aquello dado para lo que era condición» [35] : mientras que el pasado puro es la condición trascendental para nuestros actos, nuestros actos no solo crean nueva realidad efectivamente existente, ellos también cambian retroactivamente esta misma condición. Esto nos trae de vuelta al concepto deleuziano de signo: las expresiones reales son signos de una Idea virtual que no es un ideal sino, más bien, un problema. El sentido común nos dice que hay soluciones verdaderas y falsas para cada problema; para Deleuze, por el contrario, no hay soluciones definitivas a problemas, las soluciones son solo intentos repetidos de tratar con el problema, con su imposible-real. Los problemas mismos, y no las soluciones, son verdaderos o falsos. Cada solución no solo reacciona a «su» problema, sino que lo redefine retroactivamente, formulándolo desde su propio horizonte específico. Por esta razón el problema es universal y las soluciones o respuestas son particulares. Deleuze está aquí inopinadamente cerca de Hegel: para Hegel, la Idea  del Estado es un problema, por ejemplo, y cada forma específica de Estado (antigua república, monarquía feudal, democracia moderna…) simplemente propone una solución, redefiniendo el problema mismo. El paso a la siguiente etapa «superior» del proceso dialéctico acaece precisamente cuando, en vez de continuar buscando una solución, problematizamos el problema mismo abandonando sus términos. Por ejemplo, cuando en vez de continuar buscando un Estado «verdadero», abandonamos la referencia misma al Estado y buscamos una existencia comunitaria más allá de él. Un problema no es, por tanto, solamente «subjetivo» ni epistemológico, un problema para el sujeto que intenta solucionarlo; es un problema ontológico stricto sensu, está inscrito en la cosa misma: la estructura de la realidad es «problemática». Es decir, la realidad auténtica solo puede ser aprehendida como una serie de respuestas a un problema virtual; al ocuparse de la biología, Deleuze considera el desarrollo del órgano que acabará siendo el ojo como una solución al problema de cómo reaccionar a la luz. Y esto nos lleva de vuelta al signo; la realidad existente aparece como un «signo» cuando es percibida como una respuesta a un problema virtual: «Ni el problema ni la pregunta es una determinación subjetiva que marca un momento de insuficiencia en el conocimiento. La estructura problemática es parte de los objetos mismos, permitiéndoles ser captados como signos» [36] . Esto explica el extraño modo en el que Deleuze opone signos y representaciones: para el sentido común, una representación mental reproduce directamente el modo en que una cosa es, mientras que un signo simplemente apunta hacia él, designándolo con un significante (más o menos) arbitrario. (En la representación de una mesa, «veo directamente» una mesa, mientras que su signo simplemente apunta hacia la mesa.) Para Deleuze, por el contrario, las representaciones son mediadas, mientras que los signos son directos, y la tarea de un pensamiento creativo es la de «hacer del movimiento mismo un trabajo sin interposiciones; sustituir los signos directos por representaciones mediadas» [37] . Las representaciones son figuras de objetos en cuanto entidades objetivas privadas de su apoyo o trasfondo virtual, y pasamos de la representación al signo cuando somos capaces de discernir en un objeto aquello que apunta hacia su fundamento virtual, hacia el problema con respecto al cual es una respuesta. Por decirlo sucintamente, cada respuesta es un signo de su problema. Esto nos lleva al concepto deleuziano del «vidente ciego»: ciego a la realidad existente, sensible solo a la dimensión virtual de las cosas. Deleuze recurre a una maravillosa metáfora: una araña privada de ojos y oídos pero infinitamente sensible a todo lo que resuena en su red virtual. Según Hallward: Formas reales o constituidas se deslizan por la red y no dejan una impronta, pues la red está diseñada para vibrar solo al contacto con formas virtuales o intensivas. Cuanto más fugaz o molecular es el movimiento, más intensa es su resonancia a través de la red. Esta responde a los movimientos de una multiplicidad pura antes de que haya adoptado ninguna forma definida [38] . Esto nos lleva al problema central de la ontología de Deleuze: ¿cómo se relacionan lo virtual y lo real? «Las cosas realmente existentes expresan Ideas pero no son causadas por ellas» [39] . El concepto de causalidad está limitado a la interacción de cosas reales y procesos; por otro lado, esta interacción también causa entidades virtuales (sentido, Ideas). Deleuze no es idealista, y el Sentido siempre es para él una sombra inefectiva, estéril, que acompaña a las cosas reales. Lo que esto significa es que, para Deleuze, génesis (trascendental) y causalidad están totalmente opuestas: se mueven en niveles diferentes: Las cosas realmente existentes tienen una identidad, pero las virtuales no, son variaciones puras. Una cosa real debe cambiar –devenir algo diferente– para expresar algo. Pero la cosa virtual expresada no cambia; solo cambia su relación con otras cosas virtuales, otras intensidades e Ideas [40] . ¿Cómo cambia esta relación? Solo a través de aquellos cambios en las cosas reales que expresan Ideas, puesto que todo el poder generativo reside en cosas reales: las Ideas pertenecen al dominio del Sentido que es «solo un vapor que juega en el límite de las cosas y las palabras»; como tal, el Sentido es «lo Inefectual, un incorporal estéril privado de su poder generador» [41] . Pensemos en un grupo de individuos comprometidos que luchan por la Idea de comunismo: para entender su actividad, debemos tener en cuenta la Idea virtual. Pero esta Idea es en sí misma estéril, no tiene auténtica causalidad: toda causalidad reside en los individuos que la «expresan». La lección que debe extraerse de la paradoja del protestantismo (cómo es posible que una religión que predica la predestinación impulsara el capitalismo, la mayor explosión de actividad y libertad humana en la historia) es que la libertad no es ni necesidad aprehendida (la vulgata desde Spinoza hasta Hegel y los marxistas tradicionales) ni necesidad ignorada (la tesis de las ciencias cognitivas y neurológicas: la libertad es una «ilusión del usuario» de nuestra consciencia, que es inconsciente de los procesos bioneuronales que la determinan), sino una Necesidad que es presupuesta y/como desconocida/incognoscible. Sabemos que todo está predeterminado, pero no sabemos lo que está predeterminado en nuestro destino, y es esta incertidumbre la que impulsa nuestra incesante actividad. La escandalosa afirmación de Freud «anatomía es destino» debería interpretarse también en esta línea, como un juicio especulativo hegeliano en el que el predicado «pasa» al sujeto. Es decir, su significado auténtico no es el obvio y típico objetivo de la crítica feminista («la diferencia anatómica entre los sexos determina directamente los diferentes roles socio-simbólicos de hombres y mujeres»), sino más bien el opuesto: la «verdad» de la anatomía es «destino»; en otras palabras, es una formación simbólica. En el caso de la identidad sexual, una diferencia anatómica se «subsume», se convierte en el medium de la apariencia/expresión –o mejor; se convierte en el soporte material– de una cierta formación simbólica. Por esto mismo debería diferenciarse la historicidad en sí de la evolución orgánica. En esta última, un Principio universal se diferencia de sí mismo lenta y gradualmente; permanece como un tranquilo, subterráneo y omniabarcador fundamento que unifica la desbordante actividad de los individuos en liza, su interminable proceso de generación y corrupción que es el «ciclo de la vida». En la historia, por el contrario, el Principio universal está en lucha «infinita» consigo mismo; esto es, la lucha es en cada ocasión una lucha por el destino de la universalidad misma. En la vida orgánica, los momentos particulares están en lucha unos con otros, y a través de esta lucha el Universal se reproduce; en el Espíritu, el Universal está en lucha consigo mismo. Por esto mismo los momentos eminentemente «históricos» son aquellos marcados por grandes colisiones en las que peligra toda una forma de vida, esos momentos en los que las normas sociales y culturales ya no garantizan un mínimo de estabilidad y cohesión. En tales situaciones abiertas debe inventarse una nueva forma de vida, y es en este punto donde Hegel sitúa el papel de los grandes héroes. Operan en una zona prelegal, sin Estado: su violencia no está limitada por las reglas morales habituales, ellos defienden un nuevo orden con una vitalidad subterránea que pulveriza todas las normas establecidas. Según la doxa habitual sobre Hegel, los héroes siguen sus pasiones instintivas, y sus motivaciones y objetivos auténticos no están claros para ellos mismos: son instrumentos inconscientes de una necesidad histórica más profunda, que da nacimiento a una nueva forma de vida espiritual. Sin embargo, como señala Lebrun, no debería imputársele a Hegel la típica noción teleológica de una mano oculta de la Razón que maneja los hilos del proceso histórico siguiendo un plan establecido con anterioridad y usando las pasiones de los individuos como instrumentos para su implementación. En primer lugar, puesto que el significado de sus actos es a priori inaccesible a los individuos que los realizan, héroes incluidos, no hay «ciencia de la política» capaz de predecir el curso de los acontecimientos: «nadie tiene nunca el derecho de declararse depositario del autoconocimiento del Espíritu» [42] . Esta imposibilidad, además, «le ahorra a Hegel el fanatismo de la “responsabilidad objetiva”» [43] . En otras palabras, no hay espacio en Hegel para la figura marxista-estalinista del revolucionario comunista que comprende la necesidad histórica y se postula como instrumento de su implementación. Sin embargo, es necesario añadir un giro adicional: si meramente afirmamos esta imposibilidad, todavía estamos «concibiendo el Absoluto como Sustancia, no como Sujeto»; estamos todavía presuponiendo que hay algún Espíritu preexistente que impone su Necesidad sustancial sobre la historia, mientras que aceptamos que se nos niega el conocimiento de esta Necesidad. Para ser coherentemente hegelianos, sin embargo, debemos dar un paso crucial e insistir en que la Necesidad histórica no preexiste al contingente proceso de su realización efectiva, esto es, que el proceso histórico está «abierto» en sí mismo, no está decidido. Esta mezcla confusa «genera sentido a medida que se despliega»: Es la gente, y solamente ellos, quienes hacen historia, mientras que el Espíritu se explica mediante este hacer… La clave no está, como en una ingenua teodicea, en encontrar una justificación para cada acontecimiento. En tiempo real ninguna armonía celestial resuena entre el ruido y la furia. Solo una vez que este tumulto se reúne en el pasado, una vez que se aprehende lo que tuvo lugar, lo que podemos decir es que el «curso de la Historia» está algo mejor trazado. La historia avanza solo para aquellos que la miran hacia atrás; es una progresión lineal solo en retrospectiva… la «providencial necesidad» hegeliana tiene tan poca autoridad que parece como si aprendiera del transcurso de aquellas cosas en el mundo que eran sus fines [44] . Así es como debería entenderse la tesis de Hegel de que en el curso del desarrollo dialéctico las cosas «devienen lo que son»: no es que un despliegue temporal meramente haga existente una estructura conceptual atemporal preexistente; esta estructura conceptual atemporal es en sí misma el resultado de decisiones temporales contingentes. Consideremos el ejemplo de una decisión contingente cuyo resultado definió toda la vida del agente, el cruce del Rubicón por parte de César: No es suficiente con decir que cruzar el Rubicón es parte del concepto completo de César. Debería decirse más bien que César se define por el hecho de que cruzó el Rubicón. Su vida no siguió el guion escrito en el libro de alguna diosa: no hay ningún libro que ya hubiera contenido las relaciones que definen la vida de César, por la sencilla razón de que su misma vida es este libro, y en cada momento un acontecimiento es en sí su propia narración [45] . ¿Por qué no decir entonces que, sencillamente, no hay ninguna estructura conceptual atemporal, que todo lo que hay es un despliegue temporal gradual? Aquí nos encontramos con la paradoja propiamente dialéctica que define la auténtica historicidad en oposición al historicismo evolucionista, y que fue formulada mucho más tarde, en el estructuralismo francés, como la «primacía de lo sincrónico sobre lo diacrónico». Por lo general se entendió que esta primacía implicaba la negación de toda historicidad en el estructuralismo: un desarrollo histórico puede reducirse al despliegue temporal (imperfecto) de la preexistente matriz atemporal de todas las variaciones/combinaciones posibles. Esta simplista noción de la «primacía de la sincronía sobre la diacronía» obvia el punto auténticamente dialéctico, señalado hace mucho por T. S. Eliot entre otros (véase la larga cita supra, pp. 231-232) respecto al modo en que cada fenómeno artístico realmente nuevo no solo marca una ruptura con todo el pasado, sino que retroactivamente cambia este mismo pasado. En cada coyuntura histórica, el presente no es presente únicamente; también incluye una perspectiva sobre el pasado que le es inmanente. Tras la desintegración de la Unión Soviética, por ejemplo, la Revolución de Octubre ya no es el mismo acontecimiento histórico: ya no es (desde el triunfante punto de vista liberalcapitalista) el comienzo de una nueva época de avance en la historia de la humanidad, sino el comienzo de un catastrófico descarrilamiento de la historia que acabó en 1991. Esta es la lección definitiva del anti-«movilismo» de Hegel: la dialéctica no tiene nada que ver en absoluto con la justificación historicista de una política o práctica determinada en una cierta etapa del desarrollo histórico, una justificación que podría muy bien abandonarse en una etapa «superior» posterior. Ante la revelación de los crímenes de Stalin en el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, Brecht señaló que el mismo agente político que antes había desempeñado un papel importante en el proceso revolucionario (Stalin), ahora se había convertido en un obstáculo para él, y alabó esto como una idea auténticamente «dialéctica»; pero esta lógica debería rechazarse completamente. En el análisis dialéctico de la historia, por el contrario, cada nueva «etapa» que llega «reescribe el pasado» y retroactivamente deslegitima la anterior  La lechuza de Minerva Volvamos a César: una vez que cruzó el Rubicón, su vida anterior se mostró de un modo nuevo, como un camino preparatorio para su papel histórico-universal posterior; es decir, se transformó en parte de una historia vital totalmente diferente. Esto es lo que Hegel llama «totalidad», o lo que el estructuralismo llama «estructura sincrónica»: un momento histórico que no está limitado al presente sino que incluye su propio pasado y futuro; en otras palabras, el modo en que el pasado y el futuro se ven para y desde este momento. La consecuencia principal de concebir el orden simbólico como totalidad es que, lejos de reducirlo a una suerte de trascendental a priori (una red formal, dada de antemano, que limita el alcance de la práctica humana), habría que seguir a Lacan y centrarse en cómo los gestos de simbolización están entrelazados e insertados en el proceso de prácticas colectivas. Lo que Lacan elabora como un «momento doble» de la función simbólica va más allá de la teoría performativa del discurso tal como está desarrollada en la tradición de J. L. Austin hasta John Searle: La función simbólica se presenta en el sujeto como un movimiento doble: el hombre realiza su propia acción sobre un objeto, pero solo para devolverle su lugar fundacional en el momento adecuado. En este equívoco, que opera constantemente, reside todo el progreso de una función en la que acción y conocimiento  se alternan [46] . El ejemplo histórico evocado por Lacan para clarificar este «movimiento doble» indica bien sus referencias ocultas: «en la fase uno, un hombre que trabaja en el nivel productivo de nuestra sociedad se considera perteneciente a las filas del proletariado; en la fase dos, en nombre de su pertenencia a ella, se une a una huelga general» [47] . La referencia (implícita) de Lacan aquí es a Historia y conciencia de clase de Lukács, una obra marxista clásica de 1923, cuya aclamada traducción francesa se publicó a mediados de los años cincuenta. Para Lukács, la consciencia se opone al mero conocimiento de un objeto: el conocimiento es externo al objeto conocido, mientras que la consciencia en sí es «práctica», un acto que cambia su mismo objeto. (Una vez que un trabajador «se considera como perteneciente a las filas del proletariado», esto cambia su propia realidad: actúa diferente.) Uno hace algo, se cuenta como (se declara) aquel que lo hizo, y sobre la base de esta declaración, hace algo nuevo. El momento exacto de transformación subjetiva acaece en el momento de la declaración, no en el momento del acto. Este momento reflexivo de la declaración significa que cada proferencia no solo transmite algún contenido, sino que simultáneamente también determina cómo se relaciona el sujeto con este contenido. Incluso los objetos y actividades más prosaicos siempre contienen tal dimensión declarativa, que constituye la ideología de la vida cotidiana. Sin embargo, Lukács sigue siendo demasiado idealista cuando propone simplemente reemplazar el Espíritu hegeliano por el Proletariado en cuanto Sujeto-Objeto de la Historia: Lukács aquí no es realmente hegeliano, sino un idealista prehegeliano [48] . Incluso estaríamos tentados de hablar aquí de una «inversión idealista de Hegel» que se produce en Marx. Hegel era bien consciente de que la lechuza de Minerva alza el vuelo al atardecer, después de producido el hecho; o sea, que el Pensamiento sigue al Ser (razón por la que, para Hegel, no puede haber comprensión científica del futuro de la sociedad). Por contra, Marx reafirma la primacía del Pensamiento: la lechuza de Minerva (la filosofía contemplativa alemana) debería ser reemplazada por el canto del gallo galo (el pensamiento revolucionario francés) que anuncia la revolución proletaria; en el acto revolucionario proletario, el Pensamiento precederá al Ser. Marx ve por tanto en el motivo hegeliano de la lechuza de Minerva una pista para desenterrar el positivismo secreto de la especulación idealista hegeliana: Hegel deja la realidad tal como está. La réplica hegeliana es que el desfase de la consciencia no implica un objetivismo ingenuo que afirme que la consciencia quede atrapada en un proceso objetivo trascendente. Un hegeliano acepta el concepto de Lukács de la consciencia en cuanto opuesta al mero conocimiento de un objeto; lo que es inaccesible a la consciencia es el impacto del acto mismo del sujeto, su propia inscripción en la objetividad. Desde luego el pensamiento es inmanente a la realidad y de hecho la cambia, pero no como una autoconciencia plenamente autotransparente, no como un Acto consciente de su propio impacto. El mismo Marx sin embargo roza esta paradoja de una retroactividad noteleológica cuando en los Grundrisse, a propósito del concepto de trabajo, señala que incluso las categorías más abstractas, a pesar de su validez –precisamente debida a su naturaleza abstracta– para todas las épocas, son no obstante, en lo que hay de determinado en esta abstracción, el producto de condiciones históricas y poseen plena validez solo para estas condiciones y dentro de sus límites. La sociedad burguesa es la más compleja y desarrollada organización histórica de la producción. Las  categorías que expresan sus condiciones y la comprensión de su organización permiten al mismo tiempo comprender la organización y las relaciones de producción de todas las formas de sociedad pasadas, sobre cuyas ruinas y elementos ella fue edificada y cuyos vestigios, aún no superados, continúa arrastrando, a la vez que meros indicios previos han desarrollado en ella su significación plena, etc. La anatomía del hombres es una clave para la anatomía del mono. Por el contrario, los indicios de las formas superiores en las especies animales inferiores pueden ser comprendidos solo cuando se conoce la forma superior [49] . En resumen, por parafrasear a Pierre Bayard, lo que Marx está diciendo aquí es que la anatomía del simio, aunque se formó antes en el tiempo que la anatomía del hombre, en cierto modo plagia por anticipación a la anatomía del hombre. La pregunta, sin embargo, sigue siendo: ¿alberga el pensamiento de Hegel una apertura tal hacia el futuro, o el cierre de su Sistema lo impide a priori? Pese a las engañosas apariencias, deberíamos responder que sí, el pensamiento de Hegel está abierto hacia el futuro, pero precisamente en virtud de su cierre. Esto es, la apertura hacia el futuro de Hegel es negativa: en sus afirmaciones negativas/limitadoras se articula como el famoso dictum «no se puede saltar por encima del propio tiempo» de su Filosofía del derecho. La imposibilidad de tomar prestado directamente del futuro se basa en que la retroactividad hace del futuro algo a priori impredecible: no podemos escalar por encima de nuestros propios hombros y contemplarnos «objetivamente» a nosotros mismos para poder captar el modo en que encajamos en el tejido de la historia, porque este tejido se vuelve a tejer retroactivamente una y otra vez. En el campo de la teología, Karl Barth extendió esta impredecibilidad hasta el Juicio Final mismo, subrayando cómo la revelación final de Dios será totalmente inconmensurable con nuestras expectativas: Dios no está oculto para nosotros; Él es revelado. Pero qué y cómo debemos ser en Cristo, y qué y cómo el Mundo será en Cristo al final del camino de Dios, en la irrupción de la redención y completitud, eso no nos es revelado; eso está oculto. Seamos sinceros: no sabemos lo que estamos diciendo cuando decimos que Jesucristo volverá en el Juicio, ni cuando hablamos de la resurrección de los muertos, de la vida eterna y la muerte eterna. Todas estas cuestiones se unirán en una penetrante revelación –una visión comparada con la cual toda nuestra actual claridad habrá sido ceguera–, y esto se nos dice demasiado a menudo en las Escrituras como para que no sintamos que debamos prepararnos. Pues no sabemos qué será revelado cuando el último velo se retire de nuestros ojos, de todos los ojos; o cómo nos contemplaremos y lo que seremos para los demás: hombres de hoy y hombres de siglos y milenios pasados, ancestros y descendientes, maridos y mujeres, sabios y necios, opresores y oprimidos, traidores y traicionados, asesinos y asesinados, Oeste y Este, alemanes y otros, cristianos, judíos, paganos, ortodoxos y herejes, católicos y protestantes, luteranos y reformados. No sabemos sobre qué divisiones y uniones, sobre qué confrontaciones e interconexiones se abrirán los sellos de todos los libros. No sabemos cuán pequeños y poco importantes nos parecerán entonces, y cuánto parecerá solo entonces grande e importante, para qué sorpresas de todo tipo nos debemos preparar. Tampoco sabemos qué Naturaleza nos será presente entonces, como el cosmos en el que hemos vivido y todavía vivimos aquí y ahora; qué constelaciones, mar, amplios valles y cimas –que vemos y conocemos ahora– diremos y querremos decir entonces [50] . Con esta idea, resulta claro cuán falso, cuán «demasiado humano», es el miedo a que la culpa no será adecuadamente castigada; aquí, especialmente, debemos abandonar nuestras expectativas: «¡Extraño cristianismo cuya ansiedad más acuciante parece ser que la gracia de Dios demostrará ser demasiado libre, y que el infierno, en vez de estar poblado por tanta gente, podría algún día revelarse vacío!» [51] . Y la misma incertidumbre vale para la Iglesia misma; no posee ningún conocimiento superior, es como un cartero que entrega el  correo sin tener ni idea de lo que dice: «La Iglesia solo puede entregarlo del modo en que un cartero entrega el correo; a la Iglesia no se le pregunta lo que piensa que está comenzando allí, o qué opina del mensaje. Cuanto menos sabe de él y menos deja en él sus huellas dactilares, con más sencillez lo entrega tal como lo ha recibido; y cuanto más, mejor» [52] . Solo hay una certeza incondicional en todo esto; la certeza de Jesucristo como nuestro salvador, que es un «designador rígido» que sigue siendo el mismo en todos los mundos posibles: Sabemos solo una cosa: que Jesucristo es el mismo también en la eternidad, y que Su gracia es total y completa, duradera a través del tiempo en la eternidad, en el nuevo mundo de Dios que existirá y será reconocido de un modo totalmente diferente, que es incondicional y por lo tanto en el más allá, sin duda, no está atado a ningún purgatorio, sesiones de tutelaje o reformatorios [53] . No sorprende que Hegel formulara esta misma limitación respecto a la política: especialmente como comunistas, debemos abstenernos de cualquier imaginación positiva de la futura sociedad comunista. Desde luego, estamos tomando prestado del futuro, pero cómo lo hagamos será legible solo una vez que el futuro esté aquí, de modo que no debemos poner demasiada esperanza en una búsqueda desesperada de «gérmenes del comunismo» en la sociedad actual. ¿Es negativa la consecuencia de nuestra consciencia del «efecto retroverso»? ¿Deberíamos limitar, o incluso rechazar, las iniciativas sociales ambiciosas, puesto que siempre, por razones estructurales, llevan a resultados no deseados (y, como tales, potencialmente catastróficos)? Aquí debemos trazar una ulterior distinción: aquella entre la «apertura» de la actividad simbólica que se ve atrapada en el «efecto retroverso» (el significado de cada uno de sus elementos se decide retroactivamente), y el Acto, en un sentido mucho más fuerte del término. En el primer caso, las consecuencias no pretendidas de nuestros actos se deben simplemente al gran Otro, la compleja red simbólica que sobredetermina (y por tanto desplaza) su significado. En el segundo caso, las consecuencias no pretendidas surgen del fracaso mismo del gran Otro, es decir, del modo en que nuestro acto no solo se basa en el gran Otro, sino que lo desafía y lo transforma radicalmente. La consciencia de que el poder de un auténtico Acto es crear retroactivamente sus propias condiciones de posibilidad no debería intimidarnos a la hora de aceptar aquello que parece imposible antes del acto: solo de este modo nuestro acto toca lo Real. Respondiendo al reproche de Judith Butler de que no está claro con qué fin moral o político explora y problematiza los conceptos liberales de justicia y libertad, Talal Asad ofrece una fantástica respuesta hegeliana: No puede haber una respuesta abstracta a esta pregunta, porque son precisamente las implicaciones de las cosas dichas y hechas en diferentes circunstancias las que uno intenta comprender… uno debería estar preparado para el hecho de que aquello a lo que apunta en su propio pensar puede ser menos significativo que el lugar en donde acaba… en el proceso de pensar debería estar abierto a acabar en lugares inesperados; tanto si estos producen incomodidad o deseo, satisfacción u horror [54] . Somos libres solo frente a esta no-transparencia: si fuera posible que predijéramos completamente las consecuencias de nuestros actos, nuestra libertad efectivamente sería solo «necesidad conocida» en el modo pseudohegeliano, pues habría consistido en elegir y querer libremente lo que sabemos que es necesario. En este sentido, libertad y necesidad coincidirían plenamente: actúo libremente cuando sigo voluntariamente mi necesidad interna, y las incitaciones que encuentro en mí mismo, como mi auténtica naturaleza sustancial. Pero si este es el caso, estamos dando un paso atrás, de Hegel a Aristóteles, pues no estamos tratando ya con el sujeto hegeliano que produce («postula») su propio contenido, sino con un agente propenso a hacer efectivas sus potencialidades inmanentes, sus «fuerzas esenciales» positivas, como afirmaba el joven Marx en su crítica profundamente aristotélica de Hegel. Lo que se pierde aquí es la dialéctica de la retroactividad constitutiva del sentido, la continua (re)totalización retroactiva de nuestra experiencia. Tal apertura a la contingencia radical es difícil de mantener; incluso un racionalista como Habermas no fue capaz de lograrlo. Su tardío interés en la religión rompe con la tradicional preocupación progresista por el contenido humanista, espiritual, etc., escondido en la forma religiosa. Lo que le interesa es esta forma religiosa misma: en particular entre aquellos que realmente creen y están listos para poner sus vidas en juego por sus creencias, desplegando una energía y compromiso incondicional ausentes en la postura escéptica-progresista-liberal –como si solo un contagio de tal compromiso incondicional pudiera revitalizar el agotamiento pospolítico de la democracia–. Habermas está reaccionando aquí ante el mismo problema que Chantal Mouffe encara con su «pluralismo agonístico», es decir: ¿cómo reintroducir la pasión en la política? ¿No está Habermas comprometido con una suerte de vampirismo ideológico, chupando la energía de los creyentes ingenuos sin estar preparado para abandonar su propia postura progresista-secular, de modo que la plena creencia religiosa sigue conservando una suerte de Alteridad fascinante y misteriosa? Como ya mostró Hegel a propósito de la dialéctica de la fe y la Ilustración en su Fenomenología del espíritu, esta oposición entre Ilustración formal y creencias fundamentales-sustanciales es falsa, una insostenible posición ideológico-existencial. Es necesario asumir plenamente la identidad de los dos momentos opuestos, que es lo que precisamente puede hacer el «materialismo cristiano»: este aúna el rechazo a la Alteridad divina con el compromiso incondicional. Es en este preciso lugar –después de conceder la ruptura radical de Hegel con la teodicea metafísica tradicional, y admitiendo plenamente la apertura de Hegel hacia lo por-venir– donde Lebrun avanza su crítica. La estrategia nietzscheana de Lebrun consiste, en primer lugar, en admitir la radicalidad de la subversión que Hegel realiza de la metafísica tradicional. Pero entonces, en un segundo paso crucial, demuestra cómo este sacrificio radical del contenido metafísico salva la forma mínima de la metafísica. Las acusaciones a Hegel por su teodicea, desde luego, caen en saco roto: no hay un Dios sustancial que escriba el guion de la Historia por adelantado y contemple su realización; la situación está abierta, la verdad emerge solo a partir del proceso mismo de su despliegue, etcétera. Pero lo que Hegel mantiene, pese a todo, es la presuposición mucho más profunda de que, así como al caer el atardecer sobre los acontecimientos del día la lechuza de Minerva alza el vuelo, siempre hay al final una historia que debe contarse, una historia que (tan «retroactiva» y «contingentemente» como uno quiera) reconstruye el Sentido del proceso previo. Hegel está desde luego contra toda forma de dominio despótico, de modo que cierta crítica, que describe su pensamiento como una divinización de la monarquía prusiana, es ridícula. Sin embargo, su afirmación de la libertad subjetiva tiene truco: es la libertad del sujeto la que sufre una violenta «transustanciación», que afecta al individuo atrapado en  su particularidad, haciéndolo sujeto universal que reconoce en el Estado la sustancia de su propio ser. El anverso-especular de esta mortificación de la individualidad como el precio a pagar por el auge del sujeto universal «auténticamente» libre, es que el poder del Estado conserva toda su autoridad; todo lo que cambia es que esta autoridad (como en toda la tradición de Platón en adelante) pierde su carácter tiránico-contingente y se convierte en un poder racionalmente justificado. La cuestión es por tanto si Hegel está o no está siguiendo una desesperada estrategia de sacrificar todo contenido metafísico para salvar lo esencial, la forma misma (la forma de una reconstrucción racional retrospectiva, la forma de la autoridad que impone al sujeto el sacrificio de todo contenido particular, etc.). ¿O se trata más bien de que Lebrun, al hacer este tipo de reproche, escenifica la estrategia fetichista de je sais bien, mais quand même… («Sé muy bien que Hegel va hasta el final con su destrucción de las presuposiciones metafísicas, pero pese a todo…»)? La respuesta a este tipo de reproche adopta la forma de una pura tautología que marca el paso de la contingencia a la necesidad: hay una historia que contar si hay una historia que contar. Es decir, si, debido a la contingencia, surge una historia al final, entonces esta historia aparecerá como necesaria. Sí, la historia es necesaria, pero su necesidad es en sí misma contingente. Sin embargo, ¿no hay un grano de verdad en la crítica de Lebrun? ¿No presupone efectivamente Hegel que, por contingente y abierta que sea la historia, siempre puede narrarse una historia coherente después del acontecimiento? O, por decirlo con palabras de Lacan, ¿no está basado todo el edificio historiográfico hegeliano en la premisa de que, independientemente de cuán confusos sean los acontecimientos, al final surgirá un sujeto al que se le supone saber, convirtiendo mágicamente el sinsentido en sentido, el caos en un nuevo orden? Simplemente recordemos su filosofía de la historia, junto al relato de una historia universal como historia del progreso de la libertad… ¿Y no es cierto que, si hay una lección que deba aprenderse del siglo XX, es que todos los fenómenos extremos que ocurrieron en él nunca podrán ser unificados en una única narrativa filosófica omniabarcante? Sencillamente no se puede escribir una «Fenomenología del Espíritu del siglo XX» uniendo progreso tecnológico, auge de la democracia, el fallido experimento comunista, los horrores del fascismo, el fin gradual del colonialismo… ¿Pero por qué no? ¿Es este realmente el caso? ¿Y si precisamente se pudiera y debiera escribir una historia hegeliana del siglo XX, la «era de los extremos» (Eric Hobsbawm), como una narrativa global delimitada por dos constelaciones epocales, con su punto de partida en el (relativamente) largo periodo pacífico de expansión capitalista de 1848 hasta 1914, cuyos antagonismos subterráneos estallaron después en la Primera Guerra Mundial, y su conclusión fue el «nuevo orden mundial» capitalista-global que surgió después de 1990 que supuso el retorno a un nuevo sistema omniabarcador que señalaba una suerte de «final de la historia» hegeliano, pero cuyos antagonismos ya anuncian nuevos estallidos? ¿No son los grandes virajes y las inesperadas convulsiones del confuso siglo XX, sus numerosas «coincidencias de opuestos» –la transformación del capitalismo liberal en fascismo, la aún más inopinada conversión de la Revolución de Octubre en su contrario, la pesadilla estalinista– la materia histórica que más clama por una lectura hegeliana? ¿Qué habría dicho Hegel de la lucha actual de liberalismo contra fe fundamentalista? Una cosa es segura: no habría tomado simplemente partido por el liberalismo, sino que habría insistido en la «mediación» de los opuestos  Por convincente que pueda parecer, el diagnóstico crítico de Lebrun acerca de la apuesta hegeliana (siempre habrá una historia que contar) se equivoca: Lebrun olvida un giro adicional que complica la imagen de Hegel. Sí, Hegel asume (aufhebt) el tiempo en la eternidad –pero esta misma asunción debe aparecer como (depender de) un acontecimiento temporal contingente–. Sí, Hegel asume la contingencia en un orden universal racional –pero este mismo orden depende de un exceso contingente (el Estado como una totalidad racional, esto es, solo puede hacerse efectivamente real con la figura «irracional» del rey a la cabeza)–. Sí, la lucha se subsume/asume en la paz de la reconciliación (aniquilación mutua) de los opuestos, pero esta reconciliación debe aparecer como su opuesto, como un acto de violencia extrema. De modo que Lebrun está en lo cierto al subrayar que el tema hegeliano de la lucha dialéctica de opuestos es igualmente posible desde una actitud comprometida, desde un «tomar partido»: para Hegel, la «verdad» de la lucha equivale siempre, con una necesidad inexorable, a la destrucción mutua de los opuestos; la «verdad» de un fenómeno siempre reside en su autoaniquilación, en la destrucción de su ser inmediato. Pero Lebrun obvia aquí la auténtica paradoja: no solo Hegel no tuvo ningún problema en tomar partido (con una parcialidad a menudo muy violenta) en los debates políticos de su tiempo, todo su modo de pensar es profundamente «polémico»; siempre interviniendo, atacando, colocándose de un lado u otro, y por tanto muy lejos de la distanciada posición de la Sabiduría, que observa el combate desde una distancia neutral, consciente de su nulidad sub specie aeternitatis. Para Hegel, la universalidad verdadera («concreta») es accesible solo desde un punto de vista «parcial» y comprometido. La relación entre necesidad y libertad se interpreta habitualmente en Hegel como su coincidencia: la auténtica libertad no tiene nada que ver con la elección caprichosa; significa la prioridad de la autorrelación respecto al relacionarse-con-otro; en otras palabras, una entidad es libre cuando puede desplegar su potencial inmanente sin que se lo impida ningún obstáculo externo. Desde este punto, es fácil desarrollar el argumento habitual contra Hegel: su sistema es un conjunto totalmente «saturado» de categorías, sin espacio para la contingencia y la indeterminación, pues en la lógica de Hegel cada categoría continúa a partir de la precedente con una necesidad inmanente y una lógica inexorable, y toda la serie de categorías forma un Todo autoclausurado. Podemos ver ahora lo que ignora esta argumentación: el proceso dialéctico hegeliano no es este Todo «saturado», autocontenido, necesario; sino el proceso abierto y contingente a través del cual este Todo se forma a sí mismo. En otras palabras, esa crítica confunde el Ser con el Devenir: percibe como un orden fijo del Ser (la red de categorías) lo que para Hegel es el proceso del Devenir que, retroactivamente, engendra su necesidad. Lo mismo puede decirse respecto a la distinción entre potencialidad y virtualidad. Quentin Meillassoux ha explorado los límites de una ontología materialista y posmetafísica cuya premisa básica es la multiplicidad cantoriana de infinitos que no puede ser totalizada en un Uno omniabarcador. Aquí se basa en Badiou, quien también señaló cómo la gran innovación materialista de Cantor tiene que ver con el estatuto de los números infinitos (y precisamente porque esta innovación era esencialmente materialista, pudo causar tal trauma psíquico para Cantor, un devoto católico): antes de Cantor, el Infinito estaba vinculado al Uno, la forma conceptual de Dios en la religión y en la  metafísica; tras Cantor, el Infinito entra en el dominio de lo Múltiple; implica la existencia real de infinitas multiplicidades, así como un número infinito de diferentes infinidades [56] . La elección entre materialismo e idealismo, ¿tiene que ver entonces con el esquema más básico de la relación entre multiplicidad y Uno en el orden del significante? ¿Es el hecho primordial la multiplicidad de significantes, que se totaliza mediante la sustracción del Uno; o el hecho primordial es el «Uno barrado» –más precisamente, el de la tensión entre el Uno y su lugar vacío, la «represión primordial» del significante binario, de modo que la multiplicidad surge para llenar este vacío, la ausencia del significante binario–? Aunque pueda parecer que la primera versión es materialista y la segunda idealista, deberíamos resistirnos a esta fácil tentación: desde una posición realmente materialista, la multiplicidad solo es posible a partir del Vacío –solo esto hace a la multiplicidad no-Toda–. La «génesis» (deleuziana) del Uno a partir de la multiplicidad primordial, este prototipo de explicación «materialista» de cómo surge el Uno totalizador, debería por tanto rechazarse: no es ninguna sorpresa que Deleuze sea también el filósofo del Uno (vitalista). Respecto a su configuración formal más elemental, la pareja de idealismo y materialismo puede contemplarse también como la oposición entre falta primordial y la curvatura autoinvertida del ser: mientras que para el «idealismo» la falta (un agujero o fractura en el orden del ser) es el hecho insuperable (que entonces puede tanto aceptarse en cuanto tal como llenarse con algún contenido positivo imaginado), para el «materialismo» la falta en última instancia es el resultado de una curvatura del ser, una «ilusión de perspectiva», una forma de apariencia en la torsión del ser. En vez de reducir el uno al otro (en vez de concebir la curvatura del ser como un intento de ocultar la falta primordial, o entender la falta como una percepción errónea de la curvatura), deberíamos insistir en la irreductible fractura de paralaje entre las dos. En términos psicoanalíticos, se trata de la fractura entre deseo y pulsión, y aquí también deberíamos resistir la tentación de dar prioridad a un término y reducir el otro a mero efecto estructural del primero. Esto es, se puede concebir el movimiento en rotación de la pulsión como un modo de evitar el callejón sin salida del deseo: la esencial falta/imposibilidad, el hecho de que el objeto de deseo esté siempre perdido, se convierte en ganancia cuando el objetivo de la libido ya no es alcanzar su objeto, sino girar continuamente a su alrededor –la satisfacción se genera por el repetido fracaso a la hora de obtener una satisfacción directa–. Y se puede concebir también el deseo como un modo de evitar la circularidad de la pulsión: el movimiento de rotación autoclausurado se reconstruye como un fracaso repetido en alcanzar un objeto trascendente que siempre evita ser aprehendido. En términos filosóficos, esta pareja repite (no la pareja de Spinoza y Hegel, sino) la pareja de Spinoza y Kant: la pulsión spinoziana (que no se fundamenta en una falta) versus el deseo kantiano (alcanzar la cosa nouménica). Pero Hegel ¿comienza realmente con la multiplicidad contingente? ¿No ofrece más bien una «tercera vía», a través del punto de no-decisión entre deseo y pulsión? ¿No comienza en realidad con el Ser, y después deduce la multiplicidad de existentes (seresahí), que surge como el resultado de la primera tríada (o más bien, tétrada) ser-nadadevenir-existente? En este punto deberíamos tener en cuenta el hecho de que, cuando escribe sobre el paso del Ser a la Nada, Hegel recurre al tiempo pasado: el Ser no pasa hacia la Nada, siempre ha pasado ya hacia la Nada. La primera tríada de la Lógica no es una tríada dialéctica, sino una evocación retroactiva de una suerte de pasado virtual espectral, algo que nunca pasa, puesto que siempre ha pasado ya: el comienzo auténtico, la primera entidad que está «realmente aquí» es la contingente multiplicidad de seres-ahí (existentes). Por decirlo de otro modo, no hay una tensión entre Ser y Nada que generara el pasaje incesante de uno al otro: en ellos mismos, antes de la dialéctica en sí, el Ser y la Nada son directa e inmediatamente lo mismo, son indiscernibles; su tensión (la tensión entre forma y contenido) aparece solo retroactivamente si uno los mira desde el punto de vista propio de la dialéctica. Tal ontología del no-Todo afirma una contingencia radical: no solo no hay leyes que dependan de la necesidad, sino que toda ley es en sí misma contingente: puede ser derrocada en cualquier momento. Esto equivale a una suspensión del Principio de Razón suficiente: una suspensión no solo epistemológica, sino también ontológica. Esto es, no se trata solo de que nunca podamos conocer toda la red de determinaciones causales, sino que esta cadena es en sí misma «inconcluyente»; abre el espacio para la inmanente contingencia del devenir. Este caos del devenir, no sometido a ningún orden preexistente, es lo que define al materialismo radical. En esta línea, Meillassoux propone una precisa distinción entre contingencia y azar, vinculándola a la distinción entre virtualidad y potencialidad: Potencialidades son los casos no-actualizados de un conjunto indexado de posibilidades bajo la condición de una ley dada (ya sea aleatoria o no). Azar es cada actualización de una potencialidad, para la que no hay instancia unívoca de determinación sobre la base de las condiciones iniciales dadas. Por consiguiente, puedo llamar contingencia a la propiedad de un conjunto indexado de casos (no de un caso perteneciente a un conjunto indexado) de no ser él mismo un caso de conjuntos de casos; y virtualidad, a la propiedad de cada conjunto de casos de emergencia dentro de un devenir que no está dominado por ninguna totalidad preconstituida de posibles [57] . Un caso claro de potencialidad es el lanzamiento de un dado mediante el cual lo que ya era un caso posible se convierte en un caso real: el hecho de que hubiera una posibilidad entre seis de que el lado con el número seis acabara arriba tras el lanzamiento, fue determinado por el orden preexistente de posibilidades, de modo que cuando realmente aparece el número seis, se hace efectivo un posible preexistente. Virtualidad, por el contrario, designa una situación en la que uno no puede totalizar el conjunto de posibles, de modo que algo nuevo emerge, se hace efectivo un caso para el que no había lugar en el conjunto preexistente de posibles: «el tiempo crea el posible en el mismo momento en el que hace que acaezca, impulsa al posible, al igual que lo real, y se inserta en el mismo lanzamiento del dado, para impulsar un séptimo caso, en principio impredecible, que rompe la fijeza de las potencialidades» [58] . Deberíamos recalcar aquí la precisa fórmula de Meillassoux: lo Nuevo surge cuando surge una x, que no solo hace real a una posibilidad preexistente, sino que su actualización crea (abre retroactivamente) su propia posibilidad: Si mantenemos que el devenir no es solo capaz de impulsar casos sobre la base de un universo de casos pre-dado, debemos comprender que de ello se sigue que tales casos irrumpen exactamente desde la nada, puesto que antes de su emergencia ninguna estructura los contiene como potencialidades eternas: hacemos por tanto de la irrupción ex nihilo el concepto mismo de la temporalidad llevada a su pura inmanencia [59] . De este modo obtenemos una definición precisa del tiempo en su irreductibilidad: el tiempo no es solo el «espacio» de la realización futura de posibilidades, sino el «espacio» de la emergencia de algo radicalmente nuevo, fuera del alcance de las posibilidades inscritas en cualquier matriz atemporal. Esta emergencia de un fenómeno ex nihilo (no cubierto totalmente por una cadena suficiente de razones) ya no es –como en la metafísica tradicional– un signo de la intervención directa de algún poder sobrenatural en la naturaleza, sino por el contrario un signo de la inexistencia de Dios, esto es, una prueba de que la naturaleza es no-Toda: no está «cubierta» por ningún Orden o Poder trascendente que la regule. El «milagro» (cuya definición formal es la emergencia de algo que no está cubierto por la red causal existente) se convierte por tanto en un concepto materialista: «Cada “milagro” se convierte así en la manifestación de la inexistencia de Dios, en la medida en que cada ruptura radical del presente en relación con el pasado se convierte en la manifestación de la ausencia de cualquier orden capaz de supervisar el poder caótico del devenir» [60] . Sobre la base de estas ideas, Meillassoux socava brillantemente el típico argumento contra la contingencia radical de la naturaleza y sus leyes (en ambos sentidos: el fundamento de las leyes y las leyes mismas): si es tan radicalmente contingente, ¿cómo puede ser que la naturaleza sea tan permanente, que ella (en su mayor parte) se conforme a leyes? ¿No es esto altamente improbable, la misma improbabilidad que la del dado que siempre cae del lado del seis? Este argumento se apoya en una totalización posible de posibilidades/probabilidades respecto a la cual la uniformidad es improbable: si no hay ningún estándar, ninguna cosa es más improbable que otra. Esta es también la razón de que sea falso el «asombro» en el que se apoya el Principio antrópico fuerte en cosmología: comenzamos por la vida humana, que podría haber evolucionado solo dentro de un conjunto de precondiciones muy precisas, y después, moviéndonos hacia atrás, no podemos sino asombrarnos de cómo nuestro universo está provisto precisamente del conjunto adecuado de características necesarias para el surgimiento de la vida; solo con una densidad, composición química, etc., ligeramente diferentes, la vida habría sido imposible. Este «asombro» se apoya de nuevo en el razonamiento probabilístico que presupone una totalidad preexistente de posibilidades. Así es como deberíamos leer la tesis ya mencionada de Marx acerca de la anatomía del hombre como clave para la antomía del simio: es una tesis profundamente materialista, ya que no implica ninguna teleología (que propondría que el hombre está ya presente «en germen» en el simio o que el simio inmanentemente tiende hacia al hombre). Precisamente porque el paso del simio al hombre es radicalmente contingente e impredecible, porque no hay ningún «progreso» inherente, solo se puede determinar o discernir retroactivamente las condiciones (y no «razones suficientes») en el simio para la existencia del hombre. Una vez más, es crucial tener en cuenta que el no-Todo es ontológico, no solo epistemológico: cuando nos topamos con la «indeterminación» en la naturaleza, cuando no puede darse plenamente cuenta del auge de lo Nuevo mediante el conjunto de sus condiciones preexistentes, esto no significa que hayamos encontrado una limitación a nuestro conocimiento, no implica nuestra incapacidad para comprender la razón «superior» que aquí está en funcionamiento; sino, por el contrario, significa que hemos demostrado la habilidad de nuestra mente para captar el no-Todo de la realidad: El concepto de virtualidad nos permite… invertir los signos, haciendo de cada irrupción radical la manifestación no de un principio trascendente del devenir (un milagro, el signo de un Creador), sino de un tiempo que no delimita nada (una emergencia, el signo del no-Todo). Podemos entonces captar lo que significa la imposibilidad de rastrear una genealogía de las novedades directamente hasta un momento antes de su emergencia: no la incapacidad de la razón para discernir potencialidades ocultas sino, muy al contrario, la capacidad de la razón para acceder a la inefectividad de un Todo de potencialidades que preexistiría a su emergencia. En cada novedad radical, el tiempo pone de manifiesto que no actualiza o hace efectivo un germen del pasado, sino que impulsa una virtualidad que no preexiste de ningún modo, ni en cualquier totalidad inaccesible al tiempo, a su propio advenimiento [61] . Para nosotros, hegelianos, la pregunta crucial aquí es: ¿dónde se sitúa Hegel respecto a esta distinción entre potencialidad y virtualidad? En un primer acercamiento, hay abrumadoras evidencias de que Hegel es el filósofo de la potencialidad: ¿no se dirime el proceso dialéctico, como desarrollo desde el En-sí hacia el Para-sí, en el hecho de que en el devenir las cosas meramente «devienen lo que ya son» (o eran desde toda la eternidad)? ¿No es el proceso dialéctico el despliegue temporal de un conjunto eterno de potencialidades, que es la razón de que el Sistema hegeliano sea un conjunto autoclausurado de pasos necesarios? Este espejismo de abrumadoras evidencias disipa, sin embargo, el momento en el que tomamos plenamente en cuenta la radical retroactividad del proceso dialéctico: el proceso del devenir no es en sí necesario, sino que es el devenir (la emergencia contingente gradual) de la necesidad misma. Esto es (entre otras cosas) lo que significa «concebir la sustancia como sujeto»: el sujeto como Vacío, como la Nada de la negatividad autorrelacionada, es el mismo nihil del que emerge cada nueva figura; en otras palabras, cada inversión o pasaje dialéctico es un paso en el que la nueva figura emerge ex nihilo y retroactivamente postula o crea su necesidad, y al crearla crea la potencialidad formulada en su lógica y una teleología es decir su fin, así Hegel es metafísico desde la contingencia que es desde donde se realiza la negación de la negación.  

 

 

Es mucho lo que está en juego en este debate: ¿es Hegel un pensador de la potencialidad o un pensador de la virtualidad? Entre otras cosas, está en juego la (in)existencia misma del «gran Otro». La matriz atemporal que incluye en sí misma el alcance y extensión de todas las posibilidades, es un nombre del «gran Otro». Otro nombre del «gran Otro» es la historia totalizadora que podemos narrar después del hecho consumado, o más bien la certeza de que siempre surgirá esa historia. Nietzsche le reprocha al ateísmo moderno precisamente que en él sobrevive el «gran Otro»; cierto, no sobrevive en cuanto Dios sustancial, pero sí como el marco de referencia simbólico y totalizador. Por eso Lebrun sostiene que Hegel no es un ateo que a conveniencia se presenta como cristiano, sino que es efectivamente el último filósofo cristiano. Hegel siempre insistía en la profunda verdad del dicho protestante «Dios está muerto»: en su propio pensamiento muere el Dios sustancial-trascendente, pero resucita como totalidad simbólica que garantiza la consistencia significativa del universo –en estricta homología con el paso, en el cristianismo, del Dios qua sustancia al Espíritu Santo qua comunidad de creyentes–. Cuando Nietzsche habla de la muerte de Dios, no tiene en mente al dios viviente pagano, sino precisamente a este Dios qua Espíritu Santo, la comunidad de los creyentes. Aunque esta comunidad ya no se apoya en una Garantía trascendente de un gran Otro sustancial, el gran Otro (y por ello la dimensión teológica) está aquí todavía, como el marco simbólico de referencia (o en el estalinismo, por ejemplo, bajo la forma del gran Otro de la Historia que garantiza la significación de nuestros actos)  Lo que ocurre realmente en el cristianismo ¿es este cambio de los dioses vivientes de lo Real al Dios muerto de la Ley? ¿No ha tenido lugar ya este cambio en el judaísmo, de modo que la muerte de Cristo no puede representar este cambio, sino uno mucho más radical: la muerte del gran Otro simbólico-«muerto»? La pregunta clave por lo tanto es: ¿el Espíritu Santo es todavía una figura del gran Otro, o es posible concebirlo fuera de este marco? Si el Dios muerto tuviera que mutar directamente en Espíritu Santo, entonces tendríamos todavía al gran Otro simbólico. Pero la monstruosidad de Cristo, esta singularidad contingente que intercede entre Dios y hombre, es la prueba de que el Espíritu Santo no es el gran Otro que sobrevive como espíritu de la comunidad tras la muerte del Dios sustancial, sino un vínculo colectivo de amor sin ningún apoyo en el gran Otro. Ahí reside la paradoja auténticamente hegeliana de la muerte de Dios: si Dios muere directamente, como Dios, sobrevive como gran Otro virtualizado; solo si muere en la forma de Cristo –su encarnación terrenal– puede también desintegrarse como gran Otro. Cuando Cristo murió en la Cruz, la tierra tembló y descendió la oscuridad, signos de que el orden celestial mismo –el gran Otro– se vio perturbado: no solo algo horrible había ocurrido en el mundo, sino que las mismas coordenadas del mundo mismo se vieron sacudidas. Fue como si se hubiese desatado el sinthome –el nudo que mantiene unido el mundo–, y la audacia de los cristianos fue la de tomar esto como un buen presagio, o como Mao afirmó mucho después: «hay gran caos bajo los cielos, la situación es excelente». Ahí reside lo que Hegel llama la «monstruosidad» de Cristo: la inserción de Cristo entre Dios y el hombre es estrictamente equivalente al hecho de que «no hay gran Otro»: Cristo se inserta como la contingencia singular sobre la que se apoya la necesidad universal misma del «gran Otro». Al afirmar que Hegel es el último filósofo cristiano, Lebrun –por parafrasear a T. S. Eliot– tiene razón por las razones equivocadas. Solo si tenemos en cuenta esta dimensión podemos ver realmente por qué los críticos darwinistas (u otros evolucionistas) de Hegel se equivocan cuando ridiculizan su afirmación de que no hay Historia en la naturaleza, solo en las sociedades humanas: Hegel no sugiere que la naturaleza sea siempre la misma, que las formas de vida vegetal y animal estén fijadas para siempre, de modo que no hay evolución en la naturaleza; lo que afirma es que no hay Historia como tal en la naturaleza: «El ser vivo se conserva a sí mismo, es el comienzo y el final; el producto en sí mismo es también el principio, está siempre activo como tal» [62] . La vida repite eternamente su ciclo y vuelve a sí misma: la sustancia se reafirma una y otra vez, los niños se convierten en padres, etcétera. El círculo aquí es perfecto, está en paz consigo mismo. A menudo la naturaleza se ve perturbada (desde fuera: en ella desde luego tenemos transformaciones graduales de una especie en otra, y contemplamos choques y catástrofes que eliminan especies enteras), pero lo que no percibimos en la naturaleza es el aparecer Universal (postulado) como tal, en contraste con su propio contenido particular –un Universal en conflicto consigo mismo–. En otras palabras, lo que falta en la naturaleza es lo que Hegel llamaba la «monstruosidad» de Cristo: la encarnación directa del arkhé del universo entero (Dios) en un individuo singular que camina entre los mortales como uno más. Es en este preciso sentido que, para distinguir el movimiento natural del espiritual, Hegel utiliza el extraño término «inserción»: en un proceso orgánico, «nada puede insertarse a sí mismo entre el Concepto y su realización, entre la naturaleza del género determinado en sí mismo y la existencia que se conforma a esta naturaleza; en el dominio del Espíritu, las cosas son  completamente diferentes» [63] . Cristo es como una figura que «se inserta» entre Dios y su Creación. El desarrollo natural está dominado y regulado por un principio, o arkhé, que permanece el mismo a lo largo del movimiento de su actualización, sea en el desarrollo de un organismo desde su concepción hasta su madurez, o en la continuidad de una especie a través de la generación y decadencia de su miembros individuales. No hay tensión aquí entre el principio universal y su ejemplificación, el principio universal es la serena fuerza universal que totaliza y abarca la riqueza de su contenido particular; sin embargo, «la vida no tiene historia porque es totalizadora solo externamente» [64] , es un género universal que abarca a la multitud de individuos que luchan, pero esta unidad no es postulada en un individuo. En la historia espiritual, por el contrario, esta totalización acaece para sí misma, se postula como tal en las figuras singulares que encarnan la universalidad contra su propio contenido particular. O por decirlo de otro modo, en la vida orgánica, la sustancia (la Vida universal) es la unidad abarcadora del juego mutuo de sus momentos subordinados, aquello que permanece igual a través del proceso eterno de generación y corrupción, aquello que retorna a sí mediante este movimiento. Con la subjetividad, sin embargo, el predicado pasa al sujeto: la sustancia no vuelve a sí misma, sino que es re-totalizada por lo que fue originalmente su predicado, su momento subordinado. El momento clave en un proceso dialéctico implica por tanto la «transustanciación» de su punto central: lo que en principio era solo un predicado, un momento subordinado del proceso (digamos, el dinero en el desarrollo del capitalismo), se convierte en su momento central, degradando retroactivamente sus presuposiciones, los elementos a partir de los cuales emergió, convirtiéndolos, en suma, en momentos subordinados, en elementos de su circulación autopropulsada. Robert Pippin da un ejemplo de en qué sentido el Espíritu hegeliano es «su propio resultado» refiriéndose al final de En busca del tiempo perdido de Proust: ¿de qué forma Marcel finalmente «deviene lo que es»? Por medio de la ruptura con la ilusión platónica de que su Yo puede estar «asegurado por cualquier cosa, cualquier valor o realidad que trascienda al mundo humano totalmente temporal»: Fue… fracasando en devenir «lo que es un escritor», fracasando en alcanzar su «esencia escritoril» interior (como si ese papel debiera ser trascendentalmente importante o incluso un papel definido, sustancial) como Marcel llega a ser consciente de que tal devenir es importante por el hecho de no estar asegurado por lo trascendente, por el hecho de ser plenamente temporal y finito, siempre y en todo lugar en suspenso, y aun así ser capaz de traer alguna iluminación… Si Marcel ha devenido quien es, y de algún modo en continuidad con y gracias a la experiencia de su propio pasado, es poco probable que sea capaz de comprenderlo mediante la apelación a un yo sustancial o subyacente, ahora descubierto, o incluso mediante la invocación de yoes sustanciales sucesivos, cada uno vinculado al futuro y al pasado por algún modo de autocontemplación [65] . Solo mediante la plena aceptación de esta circularidad abismal, en la que la búsqueda misma crea aquello que está buscando, el Espíritu «se encuentra a sí mismo». Esta es la razón de que el verbo «fracasar», tal como es utilizado por Pippin, deba recibir todo su peso: el fracaso a la hora de alcanzar el objetivo (inmediato) es absolutamente crucial y constitutivo de este proceso –o, como dijo Lacan: la vérité surgit de la méprise–. Si «solo es espíritu como resultado de sí mismo» [66] , esto significa que la manera habitual de hablar del Espíritu hegeliano como algo que se aliena de sí mismo, se reconoce en su  alteridad y entonces se reapropia de su contenido, es profundamente equívoca: el Yo al que retorna el Espíritu se produce en este mismo movimiento de retorno. Aquello a lo que está retornando el proceso de retornar es producido por el mismo proceso de retornar. En un proceso subjetivo no hay «sujeto absoluto», no hay ningún agente central permanente que juega consigo mismo el juego de la alienación y la desalienación, perdiendo o dispersándose para después reapropiarse de su contenido alienado. Después de que se dispersa una totalidad sustancial, es otro agente –que previamente es su momento subordinado– el que la retotaliza. Es este desplazamiento del centro del proceso de un momento al otro lo que distingue a un proceso dialéctico del movimiento circular de alienación y superación; es merced a este desplazamiento que el «retorno a sí mismo» coincide con la plena alienación (cuando un sujeto retotaliza el proceso, su unidad sustancial se pierde totalmente). En este preciso sentido, la sustancia retorna a sí misma como sujeto, y esta transustanciación es lo que la vida sustancial no puede alcanzar. La lógica de la tríada hegeliana no es por tanto la externalización de la Esencia seguida de la recuperación por la Esencia de su Otredad alienada, sino una lógica totalmente diferente. El punto de partida es la pura multiplicidad del Ser, un pleno aparecer sin ninguna profundidad. A través de la automediación de su inconsistencia, este aparecer construye o engendra la Esencia, la profundidad, que aparece en y mediante ella (el paso del Ser a la Esencia). Finalmente, en el paso de la Esencia al Concepto, las dos dimensiones son «reconciliadas» de modo que la Esencia se reduce a la automediación, al corte dentro del aparecer mismo: la Esencia aparece como Esencia dentro del aparecer, esta es toda su consistencia, toda su verdad. En consecuencia, cuando Hegel habla de cómo la Idea se «externaliza» (entäussert) en apariencias contingentes, y después se reapropia de su externalidad, aplica uno de sus muchos nombres erróneos: lo que está describiendo en realidad es el proceso opuesto, el de la «internalización», el proceso en el que la superficie contingente del ser es postulada como tal, como contingente-externa, como «mera apariencia», por medio de la generación, en un movimiento autorreflexivo, de (la apariencia de) su propia «profundidad» esencial. En otras palabras: el proceso en el que la Esencia se externaliza es simultáneamente el proceso que genera esta misma esencia. «Externalización» es estrictamente lo mismo que la formación de la Esencia que se externaliza a sí misma. La Esencia se constituye retroactivamente a sí misma a través de su proceso de externalización, mediante su pérdida –este es el modo en el que deberíamos entender la tan citada afirmación de Hegel de que la Esencia es tan profunda como amplia. Y por eso debe rechazarse el tema pseudohegeliano del sujeto que primero se externaliza y después se reapropia de su Otredad alienada y sustancial. En primer lugar, no hay un sujeto preexistente que se aliene por medio de postular su otredad: el sujeto stricto sensu surge de este proceso de alienación en el Otro. Por esto, el segundo movimiento –Lacan lo llama separación– en el que la alienación del sujeto en el Otro se postula como correlativa a la separación del Otro mismo respecto a su núcleo éx-timo, esta superposición de dos faltas, no tiene nada que ver con el sujeto que se integra o internaliza su otredad. (Sin embargo, queda un problema sin resolver: la dualidad lacaniana de alienación y separación obviamente despliega también la estructura formal de una suerte de «negación de la negación», pero ¿cómo se relaciona esta negación redoblada con la hegeliana negación de la negación?) Quizá lo que falta en Lebrun es una imagen más adecuada; un círculo que represente la  circularidad única del proceso dialéctico. A lo largo de múltiples páginas, Lebrun pugna con varias imágenes para diferenciar el «círculo de círculos» hegeliano de la circularidad de la Sabiduría tradicional (premoderna), del antiguo tema del «ciclo de la vida», con su generación y corrupción. ¿Cómo debemos leer, entonces, la descripción de Hegel, que parece evocar un círculo completo en el que una cosa se convierte meramente en lo que es? «La necesidad solo se muestra al final, pero de tal modo, precisamente, que este fin revele cómo era igualmente el Comienzo. O el fin revela esta prioridad de sí mismo por el hecho de que, en el cambio que ha hecho real, nada surge que no estuviera ya ahí» [67] . El problema con este círculo completo es que es demasiado perfecto, su autoclausura es doble; su propia circularidad es re-marcada en otra marca circular. En otras palabras, la repetición misma del círculo socava su cierre y subrepticiamente introduce una fractura en la que se inscribe la contingencia radical: si para que el cierre circular sea plenamente real debe reafirmarse como cierre, esto significa que en sí mismo no es todavía realmente un cierre –solo (el exceso contingente de) su repetición es lo que hace de él un cierre–. (Recordemos de nuevo la paradoja del monarca en la teoría hegeliana del Estado racional: se necesita este exceso contingente para hacer efectivamente real al Estado como totalidad racional. Este exceso es, en lacaniano, el del significante sin lo significado: no añade ningún contenido nuevo, simplemente registra performativamente algo que ya está aquí.) Como tal, este círculo se socava a sí mismo: solo funciona si lo suplementamos con un círculo interno adicional, de modo que obtengamos la figura del «ocho invertido hacia dentro» (al que a menudo se refiere Lacan, y es citado una vez por Hegel). Esta es la auténtica figura del proceso dialéctico hegeliano, la figura que falta en el libro de Lebrun. Esto nos lleva finalmente a la posición absolutamente única de Hegel en la historia de la filosofía. El definitivo argumento antihegeliano invoca el hecho mismo de la ruptura poshegeliana: lo que incluso el partidario más fanático de Hegel no puede negar es que algo cambió después de Hegel, comenzó una nueva era del pensamiento de la que ya no se puede seguir dando cuenta en los términos hegelianos de la mediación conceptual absoluta. Esta ruptura acaece bajo distintas formas, desde la afirmación de Schelling del abismo de la Voluntad prelógica (más adelante popularizada por Schopenhauer) y la insistencia de Kierkegaard en el carácter único de la fe y la subjetividad, pasando por la reivindicación de Marx del proceso-de-vida socioeconómico real, o la plena automatización de las ciencias naturales matematizadas, llegando hasta el motivo freudiano de la «pulsión de muerte» como una repetición que insiste más allá de toda mediación dialéctica. Algo ocurrió en ese momento, pues hay una clara ruptura entre el antes y el después, y si bien se puede argüir que Hegel ya anuncia esta ruptura y él es el último metafísico idealista y el primer historicista posmetafísico, no se puede ser realmente hegeliano después de esta ruptura, pues el hegelianismo ha perdido su inocencia para siempre. Actuar como un completo hegeliano hoy en día es equivalente a escribir música tonal tras la revolución de Schönberg. Hegel es el «malo» definitivo de esta película, su obra es el logro final de la metafísica. En su pensamiento se superponen completamente sistema e historia: la consecuencia de la equivalencia entre lo Racional y lo Efectivamente Real es que el sistema conceptual no es más que la estructura conceptual de la historia, y la historia no es sino el despliegue exterior de este sistema. La estrategia hegeliana predominante, que surge como reacción a ese espantajo que es   «Hegel, el Idealista Absoluto», ofrece una imagen «deflacionada» de Hegel, liberada de compromisos ontológico-metafísicos, reducida a una teoría general del discurso, de las posibilidades argumentativas. Este enfoque lo ejemplifican los llamados hegelianos de Pittsburgh (Brandom, McDowell), y es en última instancia defendido también por Robert Pippin, para el que la clave central de la tesis de Hegel sobre el Espíritu como «verdad» de la Naturaleza «es sencillamente que, en cierto nivel de complejidad y organización, los organismos naturales llegan a ocuparse de sí mismos y finalmente llegan a comprenderse a sí mismos de modos que ya no pueden explicarse adecuadamente dentro de los límites de la naturaleza o como resultado de la observación empírica» [68] . Consiguientemente, la «asunción» (superación/subsunción) de la Naturaleza en el Espíritu finalmente significa que «los seres naturales que pueden alcanzarlo, en virtud de sus capacidades naturales, son espirituales: haberlo alcanzado y mantenerlo es ser espiritual; aquellos que no pueden no lo son» [69] . Así que, lejos de describir un proceso ontológico o cósmico a través del cual una entidad llamada Concepto se externaliza en la naturaleza y después vuelve a sí mismo desde ella, todo lo que intentó hacer Hegel fue proporcionar «alguna explicación operativa de la naturaleza de la necesidad categórica (si no ontológica) que tienen los conceptos-espíritu de dar sentido a lo que estos organismos [humanos] están haciendo, diciendo, y construyendo» [70] . Este tipo de elusión de un compromiso ontológico pleno, desde luego, nos acerca al trascendentalismo kantiano; algo que Pippin concede, concibiendo el sistema de Hegel como una exposición sistemática de todas las formas posibles de inteligibilidad: La idea es que la estructura «Lógica–Filosofía de la naturaleza–Filosofía del espíritu» es un intento de comprender la posibilidad de toda inteligibilidad determinada (la posibilidad de un contenido representacional o conceptual con pretensión de objetividad, independientemente de a qué equivalga la afirmación más general de tal posibilidad)… De modo que el hecho de que el Concepto esté-en o subyazca-a algo supone afirmar que la Cosa tiene un principio de inteligibilidad, puede hacerse inteligible, puede explicarse o aclararse cómo es verdaderamente; y la inteligibilidad es ella misma un concepto lógico, inseparable del autoconocimiento, del conocimiento de a qué equivale una satisfacción explicativa. Ya he mencionado la similitud con la estructura de Kant «Crítica–Metafísica de la Naturaleza–Metafísica de las Costumbres», aunque por muchas razones Hegel seguramente insistiría en que no está presentando las condiciones subjetivas de inteligibilidad al modo kantiano. Pero –sugiero– la cuestión sigue siendo la inteligibilidad, un dar cuenta de, y Hegel claramente creía que podía proporcionar algo así como la posibilidad general de todo dar-cuenta, de toda explicación [71] . El paso hegeliano de la Naturaleza al Espíritu no es por tanto un movimiento en la «cosa misma», sino que acaece en el dominio del movimiento autorreflexivo del pensamiento sobre la naturaleza: La naturaleza misma no se «desarrolla en el espíritu». Pensar mediante explicaciones de la naturaleza, puede decirse, nos lleva hacia los estándares (el «para sí») que tiene el espíritu respecto a la explicación, y a través de ello nos lleva a la naturaleza de la autoridad normativa en general, la cuestión central en nuestra búsqueda de la afinidad colectiva, en la autorrealización del espíritu [72] . Si, en términos ontológicos, el espíritu evoluciona naturalmente como capacidad de los seres naturales, ¿por qué no apoyar sencillamente el evolucionismo materialista? Es decir, si –por citar a Pippin– «a cierto nivel de complejidad y organización, los organismos  naturales llegan a ocuparse de sí mismos, y finalmente a comprenderse», ¿no significa esto que, en cierto sentido, la naturaleza misma sí «se desarrolla en el espíritu»? Lo que debería problematizarse es precisamente el frágil equilibrio que mantiene Pippin entre materialismo ontológico e idealismo trascendental epistemológico: rechaza la ontologización idealista directa de la explicación trascendental de la inteligibilidad, pero también rechaza las consecuencias epistemológicas del materialismo evolutivo ontológico. (En otras palabras, no acepta que la autorreflexión del conocimiento deba construir una suerte de puente hacia la ontología materialista, explicando cómo la misma actitud normativa del «dar-cuenta-de» podría haber surgido de la naturaleza.) La misma ambigüedad puede encontrarse en Habermas: no sorprende que elogie a Brandom, pues Habermas también evita aproximarse directamente a la «gran» pregunta ontológica («¿son los humanos realmente una subespecie de animales?; ¿es verdadero el darwinismo?»): el dilema entre Dios o Naturaleza, idealismo o materialismo. Sería fácil probar que el neokantiano regate de Habermas al compromiso ontológico es en sí necesariamente ambiguo: si bien los habermasianos tratan el naturalismo como un secreto obsceno que no debe ser admitido públicamente («desde luego que el hombre se desarrolló a partir de la naturaleza, desde luego que Darwin estaba en lo cierto…»), este secreto oscuro es una mentira, encubre la forma idealista de su pensamiento (los trascendentales normativos a priori de la comunicación no pueden deducirse del ser natural). Mientras que los habermasianos piensan en secreto que son en realidad materialistas, la verdad reside en la forma idealista de su pensamiento. Para evitar cualquier malinterpretación: no se trata de que habría que tomar partido y optar por la postura coherente, ya sea materialismo evolutivo o idealismo especulativo. La clave está más bien en que habría que aceptar plena y explícitamente la fractura que se manifiesta en la incompatibilidad de las dos posturas: el punto de vista trascendental es en cierto sentido irreductible, pues uno no puede contemplarse «objetivamente» a sí mismo y localizarse en la realidad. La tarea es pensar esta misma imposibilidad como un hecho ontológico, no solo como una limitación epistemológica. En otras palabras, la tarea es pensar esta imposibilidad no como un límite, sino como un hecho positivo; y esto, quizá, es lo que hace Hegel en sus textos más radicales. Esta imagen «deflacionada» de Hegel no es suficiente; la ruptura poshegeliana debe enfocarse en términos más directos. Cierto, hay una ruptura, pero en ella Hegel es el «mediador evanescente» entre su «antes» y su «después», entre la metafísica tradicional y el pensamiento posmetafísico de los siglos XIX y XX. Esto es, algo ocurre en Hegel; una novedosa irrupción en una singular dimensión del pensamiento que es ocultada, invisibilizada en su auténtica dimensión, por el pensamiento posmetafísico [73] . Esta ocultación deja un espacio vacío que debe llenarse de modo que pueda reestablecerse la continuidad del desarrollo filosófico. Pero, podríamos preguntar, ¿llenado con qué? El índice de este ocultamiento es la absurda imagen de Hegel como el «idealista absoluto» que «fingía saberlo todo» y poseer el Conocimiento Absoluto, leer la mente de Dios, deducir la totalidad de lo real a partir del automovimiento del (su) Espíritu. Es una imagen representativa de lo que Freud llamaba Deck-Erinnerung (recuerdo-pantalla), una formación de la fantasía, destinada a encubrir una verdad traumática. En este sentido, el giro poshegeliano hacia «la realidad concreta, irreductible a la mediación conceptual», debería interpretarse más bien como una venganza desesperada y póstuma de la metafísica, como un intento de reinstalar la metafísica, pero en la forma invertida de una  primacía de la realidad concreta [74] . Quizá nos topemos aquí también con el límite de Hegel, aunque no en el sentido nietzscheano desplegado por Lebrun. Si la vida es una universalidad sustancial, ¿no será la muerte entonces lo que se inserta en la fractura entre su Concepto y la realización efectiva del Concepto, y aquello que rompe así la sustancial circularidad de la vida? Por decirlo más abruptamente: si la Sustancia es Vida, ¿no es el Sujeto la Muerte? Para Hegel, la característica esencial de la Vida presubjetiva es la «infinitud espuria» de la eterna reproducción de la sustancia vital mediante el incesante movimiento de la generación y corrupción de sus elementos –esto es, la «infinitud espuria» de una repetición sin progreso–. Pero la ironía final que nos encontramos aquí es que Freud, que llamó a este exceso de la muerte sobre la vida «pulsión de muerte», la concibió precisamente como repetición, como una compulsión de la repetición. ¿Puede Hegel pensar esta extraña repetición que no es progreso, pero tampoco es la repetición natural mediante la cual se reproduce la vida sustancial? ¿Una repetición que, por su excesiva insistencia, rompa precisamente con el ciclo de repetición natural?      

 

 

 

1 comentario:

Christian Franco dijo...


JF SG
Escribe un libro bro ,tienes mucha locura que explotar, pero con sentido nada mas

Serpiente deja de intoxicar mi ego, ya el tiempo me revelo el corazón de la materia, jamás ella se podrá encontrar con ella misma, mas siempre estará expentánte y pronto el tercer Zaratustra saldra de la cueva no como lo hizo Platón para entra a una nueva cueva del lenguaje sino como solo lo puede hacer el que encuentra el rostro de Dios, están invitados a acompañarme solo les pido serpientes mudar de piel. https://www.youtube.com/watch?v=jXTI_jbzI5U