Biodramaturgia III
A las hipótesis 1 y 2 –Si el Uno es y Si el Uno no es– les
sigue un breve argumento (155e-157b) que a menudo es considerado una hipótesis
por sí sola (de modo que tendríamos nueve en vez de ocho hipótesis), Aquí es
donde la primera hipótesis y la segunda se encuentran se complementan se
biotejen y neutralizan, he aquí la síntesis que no es la síntesis Hegeliana ni
la síntesis de Deleuze del tiempo aunque el la entenderá como el tiempo neutro vacío,
nosotros descubrimos la eternidad sintransferencial en esta hipótesis . Este razonamiento proporciona una especie de
mediación entre las hipótesis 1 y 2: si el resultado de la hipótesis 1 era que
el Uno, tomado solamente en virtud de sí mismo, separado de todo lo demás, no
es nada en absoluto (o es totalmente indescriptible), y si el resultado de la
hipótesis 2 era que el Uno, tomado en virtud de los otros, es
indiscriminadamente todo (grande y pequeño, similar y disimilar, en movimiento
y en reposo…), el apéndice intenta resolver esta antinomia introduciendo la
dimensión temporal. Un Uno que existe en el tiempo puede sin ninguna
contradicción cambiar en el tiempo de un estado a otro (puede moverse, por
ejemplo, y después estar en reposo). Pero el interés de esta solución de
sentido común es que llega de nuevo a un resultado paradójico cuando Parménides
se centra en la simple pregunta: ¿cuándo cambia el Uno en cuestión? «Si está en
movimiento, no ha cambiado todavía. Si está en reposo, ya ha cambiado. Cuando
cambia, ¿no debería estar ni en movimiento ni en reposo? Pero no puede haber
ningún tiempo en el que una cosa no esté ni en movimiento ni en reposo».
Parménides propone que el cambio entre los dos estados acaece en un instante, y
que el instante no está en el tiempo. En ese instante, el objeto no está ni en
movimiento ni en reposo, sino que se encuentra en equilibrio entre ambas
alternativas.
Porque el instante parece significar algo así como aquello
desde donde se cambia hacia uno u otro estado. Pues no es del reposo todavía
inmóvil de donde surge el cambio, ni tampoco de lo que se mueve y está todavía
en movimiento. Esa extraña naturaleza del instante, situada en el intermedio
entre el movimiento y el reposo, y que no está en tiempo alguno, es aquello
hacia lo cual cambia al reposo lo que está en movimiento, y al movimiento lo
que está en reposo.
Y entonces se da la posibilidad de lograr una síntesis entre
la negación de la negación y la afirmación de la afirmación neutralizando a ambas
y aquí surge el espíritu subjetivo de un sujeto que se desubjetiviza pero veamos ahora el espíritu subjetivo en el
idealismo para luego ver la síntesis temporal de Deleuze donde en la síntesis
del porvenir se hace imposible cualquier conceptualización siendo el tiempo aquello
que está loco y que no permite al cortar
con el emerger de la novedad, el encuentro de la identidad, Zizek tratara de
hacernos entender la contigencia del modelo Hegueliano en su capacidad
retroactiva donde se formula el en si lógico y el en si y para si espiritual
desde el para si donde realmente se hace la negación de la negación , pero la síntesis
de la afirmación de la afirmación es un abrirse a la multiplicidad haciendo imposible
la conceptualización De Hegel que es una conceptualización en el presente y ¿Entonces a un eterno retorno se lo
complementa con una negación de la negación de la
conciencia? No, esta intentara salvar a la existencia en su eterno retorno y lo
que conseguirá será su muerte que es justo lo que necesita para convertirse abriéndose
a la novedad del espíritu es esa novedad eterna
la que se pude encontrar con la novedad siempre nueva porque en el fondo
son lo mismo pero el cambio implica que el Cristo mate al anti Cristo o que el
anticristo mate al Cristo, ese instante antes de que los dos se destruyan es el
instante de su comunión eterna.
1→0→1→0→1→0→1→0→10
I ¿Sigue siendo posible ser hegeliano? La característica
principal del pensamiento histórico como tal no es el «movilismo» (la
fluidificación o relativización histórica de todas las formas de vida), sino el
pleno sostenimiento de una cierta imposibilidad: tras una auténtica ruptura
histórica simplemente no se puede volver al pasado o continuar como si nada
hubiera ocurrido; incluso si se hace, la misma práctica habrá adquirido un
significado radicalmente diferente. Adorno proporcionó un buen ejemplo con la
revolución atonal de Schönberg: después de que tuviera lugar, era y sigue
siendo posible continuar componiendo del modo tonal tradicional, pero la nueva
música tonal ha perdido su inocencia, puesto que ha sido «mediada» por la
ruptura atonal, funcionando a partir de entonces como su negación. Esta es la
razón de que haya un irreductible elemento kitsch en compositores tonales del
siglo XX como Rachmaninov; algo así como un nostálgico aferrarse al pasado, un
gesto tan falso como el del adulto que intenta mantener vivo al niño ingenuo
que lleva dentro. Y lo mismo vale para todos los otros dominios: con el
surgimiento del análisis filosófico conceptual en Platón, el pensamiento mítico
pierde su inmediatez, y cualquier intento de revivirlo resulta en una falsedad.
Tras el cristianismo, las recuperaciones del paganismo se convierten en
simulacros nostálgicos. Escribir, pensar o componer como si no hubiese acaecido
una Ruptura es más ambiguo de lo que pueda parecer y no puede reducirse al
estatuto de una deliberada ignorancia antihistórica. Badiou escribió alguna vez
que lo que le une a Deleuze es que ambos son filósofos clásicos para los que
Kant, la ruptura kantiana, no ha ocurrido; ¿pero es realmente así? Quizá esto
valga para Deleuze, pero definitivamente no para Badiou [1] . En ningún lugar
esto está más claro que en su diferente tratamiento del Acontecimiento. Para
Deleuze un Acontecimiento es realmente un Uno cosmológico prekantiano que
genera una multitud, y por esto el Acontecimiento es absolutamente inmanente a
la realidad, mientras que el Acontecimiento de Badiou es una ruptura en el
orden del ser (la realidad fenoménica trascendentalmente constituida), la
intrusión de un orden («nouménico») radicalmente heterogéneo que nos sitúa
claramente en un espacio (pos)kantiano. Podría definirse la filosofía
sistemática de Badiou (desarrollada en su última obra maestra, Lógicas de los
mundos) como un kantismo reinventado en la época de la contingencia radical: en
vez de una realidad trascendentalmente constituida, obtenemos una multiplicidad
de mundos, cada uno perfilado por su matriz trascendental, una multiplicidad
que no puede ser mediada/unificada en un único marco trascendental superior. En
vez de la Ley moral, tenemos la fidelidad al Acontecimiento-Verdad, que tiene
una especificidad concreta respecto a la situación particular de un Mundo. ¿No
es el idealismo especulativo hegeliano el caso ejemplar de tal imposibilidad
histórica? ¿Se puede seguir siendo hegeliano tras la ruptura poshegeliana con
la metafísica tradicional que ocurrió más o menos simultáneamente en las obras
de Schopenhauer, Kierkegaard y Marx? Tras todo esto, ¿no hay algo
inherentemente falso en defender un «idealismo absoluto»? ¿No será víctima de
la misma ilusión antihistórica cualquier defensa de Hegel que sortee la
imposibilidad de ser hegeliano después de la ruptura poshegeliana, y que
escriba como si aquella ruptura no hubiera ocurrido? Aquí, sin embargo,
deberíamos complicar las cosas un poco: bajo ciertas condiciones se puede y
debe escribir como si la ruptura no hubiera ocurrido. ¿Cuáles son estas
condiciones? Estas condiciones se dan cuando la ruptura en cuestión no es una
ruptura verdadera sino falsa, y de hecho una lectura que oculta la auténtica
ruptura, el auténtico punto de imposibilidad. Nuestra apuesta es que esto,
precisamente, es lo que ocurrió con la ruptura antifilosófica poshegeliana
«oficial» (Schopenhauer-Kierkegaard-Marx): aunque se presente como una ruptura
con el idealismo encarnado en su clímax hegeliano, ignora una dimensión crucial
del pensamiento de Hegel; es decir, en última instancia equivale a un intento
desesperado por continuar pensando como si Hegel no hubiera ocurrido. El
agujero que deja esta ausencia de Hegel se cierra con una ridícula caricatura
de Hegel, el «idealista absoluto» que «poseía el Conocimiento Absoluto». La
reafirmación del pensamiento especulativo de Hegel no es por lo tanto lo que
podría parecer –una negación de la ruptura poshegeliana–, sino más bien un
llevar adelante esa misma dimensión cuya negación sostiene la ruptura
poshegeliana. Hegel versus Nietzsche Desarrollemos este punto alrededor del
libro póstumo de Gérard Lebrun, L’envers de la dialectique, uno de los intentos
más convincentes por demostrar la imposibilidad de ser hegeliano hoy –y, para
Lebrun, el «hoy» sigue estando bajo el signo de Nietzsche [2] . Lebrun acepta
que no se pueda «refutar» a Hegel: la maquinaria de su dialéctica es tan
omnicomprensiva que nada es más fácil para Hegel que demostrar triunfantemente
cómo todas esas refutaciones son inconsistentes y volverlas contra ellas mismas
(«no se puede refutar una enfermedad del ojo», resume Lebrun citando a
Nietzsche). Lo más ridículo de tales refutaciones críticas es, desde luego, la
idea típica marxista-evolucionista de que hay una contradicción entre el método
dialéctico de Hegel –en el que cada determinación fija es barrida por el
movimiento de la negatividad y toda forma determinada encuentra su verdad en su
aniquilación– y el sistema de Hegel. Si el destino de todas las cosas es
perecer en el movimiento eterno de autosuperación, ¿no se cumple esto mismo
para su propio sistema? ¿No es el propio sistema de Hegel una formación
temporal, históricamente relativa, que será superada por el progreso del
conocimiento? Cualquiera que encuentre tal refutación convincente no debe ser
tomado en serio como lector de Hegel. Ahora bien, ¿puede uno ir más allá de
Hegel? La solución de Lebrun procede por medio de la filología histórica
nietzscheana: deberíamos traer a colación las elecciones léxicas «eminentemente
infra-racionales» que se fundamentan en el modo en que los seres vivientes
afrontan las amenazas a sus intereses vitales. Antes de que Hegel ponga en
movimiento su maquinaria dialéctica, que «se traga» todo contenido y lo eleva a
su verdad destruyéndolo en su ser inmediato, imperceptiblemente una red
compleja de decisiones semánticas ya ha tenido lugar. Al desvelar estas, se
comienza a «desvelar el anverso de la dialéctica. La dialéctica es parcial, y también
oculta sus presuposiciones. No es el meta-discurso que finge ser en relación
con las filosofías del “Entendimiento”» [3] . El Nietzsche de Lebrun es
decididamente antiheideggeriano: para Lebrun, Heidegger re-«filosofiza» a
Nietzsche al interpretar la Voluntad de Poder como un nuevo primer principio
ontológico. Más que nietzscheano, el enfoque de Lebrun podría parecer
foucaultiano: a lo que apunta es a una «arqueología del conocimiento
hegeliano», su genealogía en las
prácticas-de-vida concretas. Pero la estrategia «filológica» de Lebrun, ¿es lo
suficientemente radical en términos filosóficos? ¿No equivale a una nueva
versión de la hermenéutica historicista, o más bien a una sucesión foucaultiana
de epistemes epocales? Si no legitima, ¿no hace al menos comprensible la
re-filosofización de Nietzsche por parte de Heidegger? Es decir, debería
plantearse la cuestión del estatuto ontológico del «poder» que sostiene
configuraciones «filológicas» particulares, Para Nietzsche, es la Voluntad de
Poder; para Heidegger, es el juego abismal del «hay» que «envía» diferentes
configuraciones epocales de apertura del mundo. En cualquier caso, no se puede
ignorar la ontología: la hermenéutica historicista no puede mantenerse por sí
misma. La historia del Ser de Heidegger es un intento de elevar la hermenéutica
histórica (no historicista) directamente hasta la ontología trascendental: para
Heidegger no hay nada detrás o por debajo de lo que Lebrun llama elecciones
semánticas infra-racionales; son el hecho/horizonte último de nuestro ser.
Heidegger, sin embargo, deja abierta la que podría llamarse «la cuestión
óntica»: a lo largo de todo su trabajo hay pistas sutiles que apuntan a una
«realidad» que persiste ahí fuera, previa a su apertura ontológica. Esto es,
Heidegger no iguala de ningún modo la apertura epocal del Ser con ningún tipo
de «creación»; numerosas veces concede como un hecho no-problemático que,
incluso antes de su apertura epocal o fuera de ella, las cosas «son»
(persisten) de algún modo, aunque no «existan» todavía en el pleno sentido de
ser reveladas «como tales», como parte de un mundo histórico. ¿Pero cuál es el
estatuto de esta persistencia óntica al margen de la apertura ontológica? [4] .
Desde el punto de vista nietzscheano, hay más en las decisiones semánticas
«infraracionales» que el hecho de que cada aproximación a la realidad deba
basarse en un conjunto preexistente de «prejuicios» hermenéuticos, o, como lo
habría expresado Heidegger, en una cierta apertura epocal del ser: estas
decisiones realizan la vital estrategia prerreflexiva de la Voluntad de Poder.
Desde las lentes de este marco teórico, Hegel se sigue viendo como un pensador
profundamente cristiano, un nihilista cuya estrategia básica es convertir una
profunda derrota, el dejar la vida atrás con toda su dolorosa vitalidad, en un
triunfo del Sujeto absoluto. Es decir, desde el punto de vista de la Voluntad
de Poder, el contenido efectivo del proceso hegeliano es una larga historia de
derrotas y retiradas, de sacrificios de autoafirmación vital: una y otra vez,
se debe renunciar a la implicación vital como demasiado «inmediata» y
«particular». Es aquí ejemplar el paso de Hegel del Terror revolucionario a la
moralidad kantiana: el sujeto utilitario de la sociedad civil, el sujeto que
quiere reducir el Estado a ser el guardián de su bienestar y seguridad privada,
debe ser aplastado por el Terror del Estado revolucionario que puede
aniquilarle en cualquier momento sin razón aparente (el sujeto no es castigado
por algo que ha hecho, por algún contenido o acto particular, sino por el mismo
hecho de ser un individuo independiente opuesto al universal); este Terror es
su «verdad». De modo que ¿cómo pasamos del Terror revolucionario al sujeto
moral autónomo y libre de Kant? Por medio de lo que en un lenguaje más
contemporáneo se podría llamar una plena identificación con el agresor: el
sujeto debe reconocer en el Terror externo, en esta negatividad que
constantemente amenaza con aniquilarle, el propio núcleo de su subjetividad
(universal); en otras palabras, debería identificarse plenamente con él. La
libertad no es libertad de un Amo, sino el reemplazo de un Amo por otro: el Amo
exterior es reemplazado por uno interior. El precio a pagar por esta
identificación es, por supuesto, el sacrificio de todo contenido particular
«patológico»; el deber debe cumplirse «por el deber mismo». Lebrun demuestra
cómo esta misma lógica vale también para el lenguaje: Estado y lenguaje son dos
figuras complementarias del logro del Sujeto: en uno y otro, el sentido de lo
que soy y el sentido de lo que enuncio son sometidos al mismo sacrificio
imperceptible de lo que parecía ser nuestro «yo» en la ilusión de inmediatez
[5] . Hegel estaba en lo cierto al señalar una y otra vez que, cuando uno
habla, siempre habita el universal; lo que significa que, con su entrada en el
lenguaje, el sujeto pierde sus raíces en el concreto mundo de la vida. Por
ponerlo en términos más patéticos, en el momento en que empiezo a hablar, ya no
soy ese Yo sensorial concreto, puesto que me veo atrapado en un mecanismo
impersonal que siempre me hace decir algo diferente de lo que quería decir.
Como gustaba en decir el joven Lacan, yo no estoy hablando; yo soy hablado por
el lenguaje. Este es un modo de entender lo que Lacan llamaba «castración
simbólica»: el precio que el sujeto paga por su «transustanciación», por el
paso de ser el agente de una vitalidad animal directa a ser un sujeto hablante
cuya identidad se mantiene separada de la vitalidad directa de las pasiones.
Una lectura nietzscheana fácilmente discierne, en esta inversión del Terror en
moralidad autónoma, una desesperada estrategia de convertir la derrota en
triunfo: en vez de luchar heroicamente por los intereses vitales de uno mismo,
se declara preventivamente una rendición total, y se abandona todo contenido.
Lebrun es aquí bien consciente de cuán injustificada es la crítica habitual a
Hegel, según la cual la conversión dialéctica de toda negatividad plena en una
positividad nueva y superior, de la catástrofe en triunfo, funciona como una
suerte de deus ex machina, evitando la posibilidad de que la catástrofe pueda
ser el resultado final del proceso. Es el bien conocido argumento de sentido
común: «Pero, ¿y si la negatividad no acaba en un nuevo orden positivo?». Este
argumento no acierta a dar en el blanco, que consiste en que todo ello es
precisamente lo que ocurre en la inversión hegeliana: no hay una inversión real
de la derrota en triunfo, sino solo un desplazamiento puramente formal, un
cambio de perspectiva, que intenta presentar la derrota misma como triunfo. El
argumento de Nietzsche es que este triunfo es un engaño, un barato truco de
prestidigitador, un premio de consolación por perder todo lo que hace que la
vida merezca la pena: la pérdida real de vitalidad se suplementa con un espectro
sin vida. En la lectura nietzscheana de Lebrun, Hegel aparece por tanto como
una suerte de filósofo cristiano ateo: como el cristianismo, él encuentra la
«verdad» de toda realidad finita terrestre en su (auto)aniquilación; la
realidad alcanza su verdad solo a través de/en su autodestrucción. A diferencia
del cristianismo, Hegel es bien consciente de que no hay Otro Mundo en el que
seremos compensados por nuestras pérdidas terrenales: la trascendencia es
absolutamente inmanente, lo que está «más allá» de la realidad finita no es
otra cosa que el proceso inmanente de su propia autosuperación. El nombre de
Hegel para esta absoluta inmanencia de la trascendencia es «negatividad
absoluta», como deja claro en la dialéctica del Amo y el Siervo: la segura
identidad particular/finita del Siervo se ve perturbada cuando, al experimentar
el miedo a la muerte durante su enfrentamiento con el Amo, obtiene una pequeña
muestra del infinito poder de la negatividad; a través de esta experiencia, el
Siervo se ve forzado a aceptar la futilidad y pequeñez de su Yo particular:
Esta conciencia se ha sentido angustiada no por esto o por aquello, no por este
o por aquel instante, sino por su esencia entera, pues ha sentido el miedo de
la muerte, del señor absoluto. Ello la ha disuelto interiormente, la ha hecho
temblar en sí misma y ha hecho estremecerse en ella cuanto había de fijo. Pero
este movimiento universal puro, la fluidificación absoluta de toda
subsistencia, es la esencia simple de la autoconciencia, la absoluta
negatividad, el puro ser para sí, que es así en esta conciencia [6] . ¿Qué
obtiene entonces el Siervo a cambio de renunciar a toda la riqueza de su Yo
particular? Nada. Al superar su propio Yo terrenal, el Siervo no alcanza un
nivel superior de su Yo espiritual; todo lo que debe hacer es cambiar su
posición y reconocer la negatividad absoluta que constituye el núcleo de su Yo
en (aquello que se le aparece como) el abrumador poder de destrucción que
amenaza con destruir su identidad particular. En resumen, el sujeto debe
identificarse plenamente con la fuerza que amenaza con eliminarle: el temor a
la muerte era temor por el poder negativo de su propio Yo. No hay por tanto
ninguna transformación de la negatividad en grandeza positiva; la única
«grandeza» aquí es la negatividad misma. O con respecto al sufrimiento: Hegel
no está sugiriendo que el sufrimiento que trae consigo el trabajo alienante de
la renuncia es un momento intermedio que debe soportarse pacientemente,
mientras esperamos nuestra recompensa al final del túnel; no hay premio o
compensación final a cambio de nuestra paciente sumisión. El sufrimiento y la
renuncia son su propia recompensa, todo lo que debe hacerse es cambiar nuestra
posición subjetiva, renunciar a nuestro desesperado aferrarnos a nuestros Yoes finitos
con sus deseos «patológicos»; purificar nuestros Yoes en pos de su
universalidad. Y así explica Hegel la superación de la tiranía en la historia
de los estados: «Se dice que la tiranía es derrocada por el pueblo porque es
indigna, vergonzante, etc. En realidad, desaparece simplemente porque es
superflua» [7] . Se hace superflua cuando la gente ya no necesita la fuerza
externa del tirano para renunciar a sus intereses particulares: asumen
realmente la renuncia cuando se convierten en «ciudadanos universales» que
identifican directamente el núcleo de su ser con esta universalidad. En
resumen, la gente ya no necesita al amo externo cuando son educados para
cumplir el trabajo de disciplina y subordinación ellos mismos. El anverso del
«nihilismo» de Hegel (todas las formas de vida finitas/determinadas alcanzan su
«verdad» en su autosuperación) es su aparente opuesto: en continuidad con la
tradición platónica metafísica, no está preparado para dar rienda suelta a la
negatividad, esto es, su dialéctica es en última instancia un esfuerzo de
«normalizar» el exceso de la negatividad. Ya para el Platón tardío el problema
era el de cómo relativizar o contextualizar el no-ser como un momento
subordinado del ser (el no-ser es siempre una carencia particular/determinada
de ser, medida por la plenitud que no consigue hacer efectivamente real; no hay
no-ser como tal, lo que hay, por ejemplo, es solo un «verde» que participa en
el no-ser por medio de no ser «rojo» o cualquier otro color, etc.). Siguiendo
en la misma línea, la «negatividad» hegeliana sirve para «proscribir la
diferencia absoluta» o «no-ser» [8] : la negatividad está limitada a la
eliminación de todas las determinaciones finitas/inmediatas. El proceso de la
negatividad, por lo tanto, no solo es un proceso negativo de autodestrucción de
lo finito: alcanza su telos cuando las determinaciones finitas/inmediatas son
mediadas/mantenidas/elevadas, postuladas en su «verdad» como determinaciones
conceptuales ideales. Lo que queda después de que la negatividad ha hecho su
trabajo es la parusía eterna de la estructura ideal conceptual. Lo que falta
aquí, desde el punto de vista nietzscheano, es el no afirmativo: el no del
jubiloso y heroico enfrentamiento con el adversario, el no de la lucha que
apunta a la autoafirmación, no a la
autosuperación.
La repetición es, pues, en su esencia, simbólica,
espiritual, intersubjetiva o monadológica. Una última consecuencia deriva de
ello, relativa a la naturaleza del inconsciente. Los fenómenos del inconsciente
no se dejan comprender bajo la forma demasiado simple de la oposición o del
conflicto. No es sólo la teoría de la represión, sino el dualismo en la teoría
de las pulsiones lo que favorece en Freud el primado de un modelo conflictual.
Sin embargo, los conflictos son la resultante de mecanismos diferenciales con
otro grado de sutileza (desplazamientos y disfraces). Y si las fuerzas entran
naturalmente en relaciones de oposición, lo hacen a partir de elementos
diferenciales que expresan una instancia más profunda. Lo negativo en general,
bajo su doble aspecto de limitación y de oposición, nos ha parecido secundario
con respecto a la instancia de los problemas y de las preguntas: vale decir, a
la vez, que lo negativo expresa sólo en la conciencia la sombra de preguntas y
de problemas fundamentalmente inconscientes y que toma su poder aparente de la
parte inevitable de lo «falso» en la formulación natural de esos problemas y
preguntas. Es cierto que el inconsciente desea, y no hace más que desear. Pero
al mismo tiempo que el deseo encuentra el principio de su diferencia con la
necesidad en el objeto virtual, aparece no ya como una potencia de negación, ni
como el elemento de una oposición, sino como una fuerza de búsqueda,
cuestionante y «problematizante», que se desarrolla en otro campo que el de la
necesidad y el de la satisfacción. Las preguntas y los problemas no son actos
especulativos, que permanecerían como tales, enteramente provisorios, y
marcarían la ignorancia momentánea de un sujeto empírico. Son actos vivos que
invisten las objetividades especiales del inconsciente, destinadas a sobrevivir
al estado provisorio y parcial que afecta, por el con trario, las respuestas y
las soluciones. Los problemas «se corresponden» con el disfraz recíproco de los
términos y relaciones que constituyen las series de la realidad. Las preguntas
como fuentes de problemas se corresponden con el desplazamiento del objeto
virtual en función del cual se desarrollan las series. Porque se confunde con
su espacio de desplazamiento, el falo, en tanto objeto virtual, es siempre
designado en el lugar donde falta por enigmas y adivinanzas. Aun los conflictos
de Edipo dependen ante todo de la pregunta de la Esfinge. El nacimiento y la
muerte, la diferencia de los sexos, son los temas complejos de problemas antes
de ser los términos simples de oposición. (Antes de la oposición de los sexos,
determinada por la posesión o la privación del pene, está la «pregunta» del
falo que determina en cada serie la posición diferencial de los personajes
sexuados.) Es posible que, en toda pregunta, en todo problema, así como en su
trascendencia con respecto a las respuestas, en su insistencia a través de las
soluciones, en la manera en que man uenen su propia brecha, haya forzosamente
algo loco.
18 Serge Leclaire diseñó una teoría de la neurosis y de la
psicosis vinculada a la noción de pregunta como categoría fundamental del
inconsciente. Distingue en ese sentido el modo de pregunta en el histérico
(«¿soy un hombre o una mujer?») y en el obsesivo («¿estoy muerto o vivo?»);
distingue también la posición respectiva de la neurosis y la psicosis con
relación a esta instancia de la pregunta. Véanse «La mort dans la vie de
lobsédé», La Psychanalyse, n* 2, 1956; «A la recherche des principes d'une
psychothérapie des psychoses», Evolution Psychiatrique, IL, 1958. Estas
investigaciones sobre la forma y el contenido de las preguntas vividas por el
enfermo nos parecen de una gran importancia y dan lugar a una revisión del
papel de lo negativo y del conflicto en el inconsciente en general. Una vez
más, tienen su origen en las indicaciones de Jacques Lacan: sobre los tipos de
pregunta en la histeria y en la obsesión, cf. Ecrits, págs. 303-4; y sobre el
deseo, su diferencia con la necesidad, su relación con la «demanda» y con la
«pregunta», págs. 627-30, 690-3.
¿No se encontraba ya aquí uno de los puntos más importantes
de la teoría de Jung: la fuerza de «interrogación» en el inconsciente, la
concepción del inconsciente como inconsciente de los «problemas» y de las
«tareas»? Jung extraía de esto la consecuencia: el descubrimiento de un proceso
de diferenciación, más profundo que las oposiciones resultantes (cf. Le mol et
linconscient). Es verdad que Freud critica enfáticamente este punto de vista:
en «El Hombre de los Lobos», $ V, donde sostiene que el niño no pregunta,
desea; no se enfrenta con tareas sino con emociones regidas por la oposición. Y
también en «Dora», $ II, donde muestra que el núcleo del sueño no puede ser
sino un deseo inserto en un conflicto correspondiente. Sin embargo, entre Jung
y Freud la discusión no está quizá bien situada, ya que se trata de saber si el
inconsciente puede o no hacer otra cosa que desear. En verdad, ¿no habría que
preguntar más bien si el deseo es sólo una fuerza de oposición o bien una
fuerza enteramente fundada en la potencia de la pregunta? Incluso el sueño de
Dora, invocado por Freud, se deja interpretar tan sólo en la perspectiva de un
problema (con las dos series padre-madre, señor K.-señora K.) que desarrolla
una pregunta de forma histérica (con el estuche de joyas cumpliendo el papel de
objeto = x).
Basta que la pregunta, como en el caso de Dostoievski o de
Chestov, sea formulada con suficiente insistencia, para acallar toda respuesta
en lugar de suscitarla. Es allí que descubre su alcance propiamente ontológico:
(no)-ser de la pregunta que no se reduce al no-ser de lo negativo. No hay
respuestas o soluciones originales ni últimas, sólo lo son las preguntas-problema,
en virtud de una máscara detrás de toda máscara y de un desplazamiento detrás
de todo lugar. Sería ingenuo creer que los problemas de la vida y de la muerte,
del amor y de la diferencia de los sexos sean responsables de sus soluciones e incluso
de sus posiciones científicas, aun cuando esas posiciones y soluciones
sobrevengan necesariamente y deban intervenir necesariamente en un cierto
momento en la corriente del proceso de su desarrollo. Los problemas atañen al
eterno disfraz, a las preguntas, al eterno desplazamiento. Los neurópatas, los
psicópatas exploran tal vez a costa de sus sufrimientos ese fondo original
último, los unos preguntando cómo desplazar el problema; los otros, dónde
formular la pregunta. Precisamente su sufrimiento, su pathos, es la única
respuesta para una pregunta que no deja de desplazarse en sí misma, para un
problema que no deja de disfrazarse en sí mismo. No es lo que dicen o lo que
piensan, sino su vida, que es ejemplar y que los supera. Dan testimonio de esta
trascendencia, y del juego más extraordinario de lo verdadero y lo falso tal
como se establece, no ya al nivel de las respuestas y soluciones, sino en los
problemas mismos, en las preguntas mismas, es decir, en condiciones tales que
lo falso se convierte en el modo de exploración de lo verdadero, en el espacio
propio de sus disfraces esenciales o de su desplazamiento fundamental: el
pseudos se transformó aquí en el pathos de lo Verdadero. La potencia de las
preguntas viene siempre de otra parte que las respuestas y goza de un libre
fondo que no se deja resolver. La insistencia, la trascendencia, el
mantenimiento ontológico de las preguntas y los problemas no se expresan bajo
la forma de finalidad de una razón suficiente (¿para qué?, ¿por qué?), sino
bajo la forma discreta de la diferencia y la repetición: ¿qué diferencia hay? Y
«repite, por favor». No hay nunca diferencia, no porque equivalga a lo mismo en
la respuesta, sino porque no se encuentra más que en la pregunta y en la
repetición de la pregunta, que asegura su transporte y su disfraz. Los
problemas y las preguntas pertenecen pues al inconsciente, pero, además, el
inconsciente es, por naturaleza, diferencial e iterativo, serial, problemático
y cuestionante. Cuando se pregunta si el inconsciente es, a fin de cuentas,
oposicional o diferencial, inconsciente de las grandes fuerzas en conflicto o
de los pequeños elementos en series, de las grandes representaciones opuestas o
de las pequeñas percepciones diferenciadas, parece que se resucitaran antiguas
vacilaciones, y también antiguas polémicas, entre la tradición leibniziana y la
tradición kantiana. Pero si Freud se encontraba totalmente del lado de un
poskantismo hegeliano, es decir, de un inconsciente de oposición, ¿por qué
rinde culto al leibniziano Fechner y a su fineza diferencial que es la de un
«sintomatologista»? En verdad, no se trata de saber si el inconsciente implica
un no-ser de limitación lógica, o un no-ser de oposición real. Pues estos dos
no-seres son, de todos modos, las figuras de lo negativo. Ni limitación ni
oposición —ni inconsciente de la degradación ni inconsciente de la
contradicción—, el inconsciente involucra los problemas y las preguntas en su
diferencia de naturaleza con las soluciones-respuesta: (no)-ser de lo
problemático, que recusa igualmente las dos formas del no-ser negativo, que no
rigen más que las proposiciones de la conciencia. Hay que tomar al pie de la
letra la frase célebre que afirma que el inconsciente ignora al No. Los objetos
parciales son los elementos de las pequeñas percepciones. El inconsciente es
diferencial y de pequeñas percepciones, pero, por ello mismo, difiere por
naturaleza de la conciencia, atañe a los problemas y a las preguntas, que no se
reducen nunca a las grandes oposiciones o a los efectos de conjunto que la
conciencia recoge de ellos (veremos que la teoría leibniziana indica ya esta
vía).
Hemos, pues, encontrado un segundo más allá del principio de
placer, segunda síntesis del tiempo en el inconsciente mismo. La primera
síntesis pasiva, la de Habitus, pre sentaba la repetición como lazo, sobre el
modo recomenzado de un presente viviente. Aseguraba la fundación del principio
de placer en dos sentidos complementarios, puesto que de ello resultaba a la
vez el valor general del placer como instancia a la cual la vida psíquica
estaba sometida en el Ello, y la satisfacción particular alucinatoria que venía
a llenar cada yo pasivo con una imagen narcisística de sí mismo. La segunda
síntesis es la de Eros-Mnemosine, que formula la repetición como desplazamiento
y disfraz, y que funciona como fundamento del principio de placer: se trata
entonces, en efecto, de saber cómo este principio se aplica a lo que él mismo
rige, bajo la condición de qué uso, a costa de qué limitaciones y
profundizaciones. La respuesta está dada en dos direcciones: una, la de una ley
de realidad general, según la cual la primera síntesis pasiva se supera hacia
una síntesis y un yo [moi] activos; la otra según la cual, por el contrario, se
profundiza en una segunda síntesis pasiva, que recoge la satisfacción
narcisística particular y la refiere a la contemplación de objetos virtuales.
El principio de placer recibe aquí nuevas condiciones, tanto con respecto a una
realidad producida como a una sexualidad constituida. La pulsión, que se
definía sólo como excitación ligada, aparece ahora bajo una forma diferenciada:
como pulsión de conservación siguiendo la línea activa de realidad, como
pulsión sexual en esta nueva profundidad pasiva. Si la primera síntesis pasiva
constituye una «estética», es justo definir la segunda como el equivalente de
una «analítica». Si la primera síntesis pasiva es la del presente, la segunda
es del pasado. Si la primera se vale de la repetición para sonsacar una
diferencia, la segunda síntesis pasiva comprende la diferencia en el seno de la
repetición; pues las dos figuras de la diferencia, el transporte y el
travestimiento, el desplazamiento que afecta simbólicamente al objeto virtual,
y los disfraces que afectan imaginariamente a los objetos reales donde se
incorpora, se han convertido en elementos de la repetición misma. Por eso Freud
experimenta cierta molestia al distribuir la diferencia y la repetición desde
el punto de vista de Eros, en la medida en que mantiene la oposición de esos
dos factores, y engloba la repetición bajo el modelo material de la diferencia
anulada, en tanto que define a Eros por la introducción o incluso la producción
de nuevas diferen cias.19 Pero, de hecho, la fuerza de repetición de Eros
deriva directamente de una potencia de la diferencia, la que Eros toma de
Mnemosine, y que afecta a los objetos virtuales como otros tantos fragmentos de
un pasado puro. No es la amnesia, sino más bien una hipermnesia, tal como Janet
lo había presentido en ciertos aspectos, lo que explica el papel de la repetición
erótica y su combinación con la diferencia. Lo «nunca-visto» que caracteriza un
objeto siempre desplazado y disfrazado se sumerge en lo «ya-visto» como
carácter del pasado puro en general de donde se ha extraído ese objeto. No se
sabe cuándo ni dónde se lo ha visto, de acuerdo con la naturaleza objetiva de
lo problemático; y, en última instancia, sólo lo extraño es familiar y sólo la
diferencia se repite.
Es cierto que la síntesis de Eros y Mnemosine padece además
una ambigúedad. Porque la serie de lo real (o de los presentes que pasan en lo
real) y la serie de lo virtual (o del pasado que difiere por naturaleza con
todo presente) forman dos líneas circulares divergentes, dos círculos o incluso
dos arcos de un mismo círculo con respecto a la primera síntesis pasiva de
Habitus. Pero con respecto al objeto =x tomado como límite inmanente de la
serie de los virtuales, y como principio de la segunda síntesis pasiva, son los
presentes sucesivos de la realidad los que forman ahora series coexistentes,
círculos o aun arcos de un mismo círculo. Es inevitable que las dos referencias
se confundan, y que el pasado puro recaiga así en el estado de un antiguo
presente, aun cuando fuese mítico, reconstituyendo la ilusión que se suponía
debía denunciar, resucitando esa ilusión de un orlginario y un derivado, de una
identidad en el origen y de una semejanza en lo derivado. Más aún, es Eros
quien se vive a sí mismo como ciclo, o como elemento de un ciclo, cuyo otro
elemento opuesto no puede ser más que Tánatos en el fondo de la memoria, ambos
combinándose como el amor y el odio, la construcción y la destrucción, la
atracción y la repulsión. Siempre la misma ambigúedad del fundamento, la de
representarse en el círculo que impone a lo que funda, la de entrar como
elemento en el circuito de la representación que él mismo determina en
principio.
Tanto el carácter esencialmente perdido de los objetos
virtuales como el carácter esencialmente disfrazado de los objetos reales son
las poderosas motivaciones del narcisismo. Pero cuando la libido se vuelve o
refluye sobre el yo [moi] cuando el yo pasivo se vuelve totalmente
narcisístico, lo hace interiorizando la diferencia entre las dos líneas y
experimentándose a sí mismo como perpetuamente desplazado en una, perpetuamente
disfrazado en la otra. El yo narcisista es inseparable no sólo de una herida
constitutiva, sino de los disfraces y desplazamientos que se tejen de un borde
a otro y constituyen su modificación. Máscara para otras máscaras, simulaciones
bajo otras simulaciones, el yo no se distingue de sus propios bufones, y camina
cojeando sobre una pierna verde y otra roja. Sin embargo, no se podría exagerar
la importancia de la reorganización que se produce a este nivel, en contraste
con el estado precedente de la segunda síntesis. Porque, al propio tiempo que
el yo pasivo se vuelve narcisista, la actividad debe ser pensada y no puede
serlo más que como la afección, la modificación misma que el yo narcisista
experimenta pasivamente por su cuenta, remitiendo desde entonces a la forma de
un Yo [Je] que se ejerce sobre sí mismo como un «Otro». Este Yo activo, pero
fisurado, no es sólo la base del superyó sino el correlato del yo [moi]
narcisista, pasivo y herido, en un conjunto complejo que Paul Ricoeur denominó
adecuadamente «cogito abortado».2% Por otra parte, no hay cogito que no sea
abortado ni sujeto que no esté larvado. Hemos visto precedentemente que la
fisura del Yo [Je] era solamente el tiempo como forma vacía y pura, desprendida
de sus contenidos. En efecto, el yo [moi] narcisista aparece en el tiempo, pero
no constituye en absoluto un contenido temporal; la libido narcisista, el
reflujo de la libido sobre el yo ha hecho abstracción de todo contenido. El yo
narcisista es más bien el fenómeno que corresponde a la forma del tiempo vacía
sin llenarla, el fenómeno espacial de esta forma en general (este fenómeno de
espacio se presenta de manera diferente en la castración neurótica y en la división psicótica). La
forma del tiempo en el Yo [Jel determinaba un orden, un conjunto y una serie.
El orden formal estático del antes, del durante y del después marca en el
tiempo la división del yo [moi] narcisista O las condiciones de su
contemplación. El conjunto del tiempo se recoge en la imagen de la acción
formidable, tal como está a la vez presentada, prohibida y predicha por el
superyó: la acción = x. La serie del tiempo designa la confrontación del yo
narcisista dividido con el conjunto del tiempo o la imagen de la acción. El yo
narcisista repite una vez, con el tono del antes o del defecto, con el tono del
Ello (esta acción es demasiado grande para mí); una segunda vez, con el tono de
un devenir-igual infinito propio del yo ideal; una tercera, con el tono del
después que realiza la predicción del superyó (¡el ello y el yo, la condición y
el agente serán a su vez aniquilados!). Pues la ley práctica misma no significa
otra cosa que esta forma del tiempo vacío.
Cuando el yo narcisista ocupa el lugar de los objetos
virtuales y reales, cuando toma sobre sí el desplazamiento de unos como disfraz
de otros, no reemplaza un contenido del tiempo por otro. Por el contrario,
entramos en la tercera síntesis. Se diría que el tiempo ha abandonado todo
contenido mnemónico posible y, con ello, quebrado el círculo al cual lo llevaba
Eros. Se ha desenvuelto, enderezado, ha tomado la figura última del laberinto,
el laberinto en línea recta que es, como dice Borges, «invisible, incesante».
El tiempo vacío, fuera de sus goznes, con su orden formal y estático riguroso,
su conjunto aplastante, su serie irreversible, es exactamente el instinto de
muerte. El instinto de muerte no entra en un ciclo con Eros, no le es
complementario ni antagonista, no es en modo alguno simétrico, sino que da
pruebas de una síntesis completamente distinta. La correlación de Eros y
Mnemosine es sustituida por la de un yo narcisista sin memoria, gran amnésico,
y un instinto de muerte sin amor, desexualizado. El yo narcisista no tiene más
que un cuerpo muerto, ha perdido el cuerpo al mismo tiempo que los objetos.
Através del instinto de muerte se refleja en el yo ideal y presiente su fin en
el superyó, como en dos pedazos del Yo [Je] fisurado. Esta relación entre el yo
[moi] narcisista y el instinto de muerte es lo que Freud marca tan
profundamente cuando dice que la libido no refluye sobre el yo sin
desexualizarse, sin formar una energía neutra desplazable, ca paz esencialmente
de ponerse al servicio de Tánatos.21 Pero ¿por qué Freud enuncia el instinto de
muerte como preexistente a esa energía desexualizada, en principio
independiente de ella? Por dos razones, sin duda: una remite a la persistencia
del modelo dualista y conflictual que inspira toda la teoría de las pulsiones;
la otra, al modelo material que preside la teoría de la repetición. Ese es el
motivo por el cual Freud insiste ora sobre la diferencia de naturaleza entre
Eros y Tánatos, según la cual Tánatos debe ser calificado por él mismo en
oposición a Eros; ora sobre una diferencia de ritmo o de amplitud, como si
Tánatos alcanzase el estado de la materia inanimada y, con ello, se identificase
con esta potencia de repetición bruta y desnuda, que las diferencias vitales
provenientes de Eros supuestamente se limitan tan sólo a recubrir o contrariar.
Pero de todos modos la muerte, determinada como retorno cualitativo y
Cuantitativo de lo viviente a esta materia inanimada, no tiene más que una
definición extrínseca, científica y objetiva; Freud rechaza extrañamente
cualquier otra dimensión de la muerte, cualquier prototipo o presentación de la
muerte en el inconsciente, aun cuando conceda la existencia de tales prototipos
para el nacimiento o la castración.22 Ahora bien, la reducción de la muerte a
la determinación objetiva de la materia manifiesta ese prejuicio según el cual
la repetición debe encontrar su principio último en un modelo material
indiferenciado, más allá de los desplazamientos y disfraces de una diferencia
segunda u opuesta. Pero, en verdad, la estructura del inconsciente no es
conflictual, oposicional o de contradicción, sino cuestionante y
problematizante. La repetición tampoco es potencia bruta y desnuda, más allá de
los disfraces que podrían afectarla secundariamente, como otras tantas
variantes; se teje, por el contrario, en el disfraz, en el desplazamiento, como
elementos constitutivos a los cuales no preexiste. La muerte no aparece en el
modelo objetivo de una materia indiferente inanimada, hacia la cual lo viviente
«retornaría»; está presente en lo viviente, como experiencia subjetiva y
diferenciada provista de un prototipo. No responde a un estado de materia,
sino, por el contrario, a una pura forma que ha abjurado de toda materia —la
forma vacía del tiempo—. (Y una manera de llenar el tiempo es exactamente lo
mismo que subordinar la repetición a la identidad extrínseca de una materia
muerta o a la identidad intrínseca de un alma inmortal.) Porque la muerte no se
reduce a la negación, ni a lo negativo de oposición, ni a lo negativo de
limitación. No es ni la limitación de la vida mortal por la materia, ni la
oposición de una vida inmortal con la materia lo que da a la muerte su
prototipo. La muerte es más bien la forma última de lo problemático, la fuente
de los problemas y de las preguntas, la marca de su permanencia por encima de
toda respuesta, el ¿dónde? ¿cuándo? que designa ese (no)-ser en el que se nutre
toda afirmación.
Blanchot expresaba con razón que la muerte tiene dos
aspectos: uno, personal, concerniente al Yo [Je], el yo [moil, y que puedo
enfrentar en una lucha o alcanzar en un límite, y, en todo caso, encontrar en
un presente que hace pasar-
lo todo. Pero el otro, extrañamente impersonal, sin relación
- «conmigo», ni presente ni pasado, sino siempre por venir, fuente de una
aventura múltiple incesante en una pregunta que persiste: «El hecho de morir es
lo que incluye un vuelco radical por el cual la muerte, que era la forma
extrema de mi poder, no se convierte solamente en lo que me desposee
arrojándome fuera de mi poder de comenzar y aun de terminar, sino que se
convierte en lo que no tiene relación conmigo, sin poder sobre mí, en lo que
está desprovisto de toda posibilidad, la irrealidad de lo indefinido. Vuelco
que no puedo representarme, que ni siquiera puedo concebir como definitivo, que
no es el paso irreversible más allá del cual no hay regreso, pues es lo que no
se cumple, lo interminable y lo incesante (. . .) Tiempo sin presente, con el
cual no mantengo relación alguna, aquello hacia lo cual no puedo abalanzarme
pues en (él) yo no muero, he perdido el poder de morir, en (él) se muere, no se
deja y no se termina de morir (. ..) No el término, sino lo interminable, no la
muerte propia, sino la muerte cualquiera, no la muerte verdadera sino, como
dice Kafka, el sarcasmo de su error capital. . .».24 Si se confron tan estos
dos aspectos, se ve claramente que ni siquiera el suicidio los vuelve adecuados
o los hace coincidir. Ahora bien, el primero significa esta desaparición
personal de la persona, la anulación de esta diferencia que representa el Yo
[Jel, el yo [moi]. Diferencia que era solamente para morir y cuya desaparición
puede ser objetivamente representada en una vuelta a la materia inanimada, como
calculada en una suerte de entropía. Pese a las apariencias, esta muerte viene
siempre del exterior, en el momento mismo en que constituye la posibilidad más
personal, y del pasado, en el momento mismo en que está más presente. Pero el
otro, el otro rostro, el otro aspecto, designa el estado de las diferencias
libres cuando ya no están sometidas a la forma que les daba un Yo [Je], un yo
[moi], cuando se desarrollan en una figura que excluye mi propia coherencia con
el mismo derecho que la de una identidad cualquiera. Hay siempre un «se muere»
más profundo que el «yo muero», y no son sólo los dioses quienes mueren sin
cesar y de múltiples maneras; como si surgiesen mundos en donde lo individual
ya no estuviera apresado en la forma personal del Yo [Je] y del yo [moi], ni
aun lo singular, preso en los límites del individuo; en una palabra, lo
múltiple insubordinado, que no «se reconoce» en el primer aspecto. Es, al
primer aspecto, sin embargo, adonde remite toda la concepción freudiana; pero
es por medio de ello que no da con el instinto de muerte, y la experiencia o el
prototipo correspondientes.
No vemos pues razón alguna para formular un instinto de
muerte que se distinguiría de Eros, ya sea por una diferencia de naturaleza
entre dos fuerzas, o por una diferencia de ritmo o de amplitud entre dos
movimientos. En ambos casos, la diferencia estaría ya dada, y Tánatos sería
independiente. Nos parece, por el contrario, que Tánatos se confunde
enteramente con la desexualización de Eros, con la formación de esa energía
neutra y desplazable que menciona Freud. Esta no pasa al servicio de Tánatos,
sino que lo constituye: no hay entre Eros y Tánatos una diferencia analítica,
es decir, ya dada, en una misma «síntesis» capaz de reunir a ambos o hacerlos
alternar. Esto no significa que la diferencia sea menos grande; por el
contrario, es más grande, siendo sintética, precisamente porque Tánatos
significa una síntesis del tiempo muy distinta de Eros, tanto más exclusiva
cuanto que está tomada de él, construida sobre sus restos. Al mismo tiempo que Eros refluye
sobre el yo [moil, el yo toma sobre sí mismo los disfraces y desplazamientos
que caracterizaban a los objetos, para hacer de ellos su propia afección
mortal, la libido pierde todo contenido mnésico, y el Tiempo, su figura
circular, para tomar una forma recta implacable, y el instinto de muerte
aparece, idéntico a esa forma pura, energía desexualizada de esa libido
narcisista. La complementariedad de la libido narcisista y del instinto de
muerte define la tercera síntesis, en igual medida que Eros y Mnemosine
definían la segunda. Y cuando Freud dice que tal vez haya que relacionar el
proceso en general de pensar con esta energía desexualizada como correlativa de
la libido convertida en narcisista, debemos comprender que, contrariamente al
viejo dilema, ya no se trata de saber si el pensamiento es innato o adquirido.
Ni innato, ni adquirido, es genital, es decir desexualizado, tomado de ese
reflujo que nos abre al tiempo vacío. «Soy un genital innato», decía Artaud,
queriendo decir asimismo un «saber desexualizado», para marcar esta génesis del
pensamiento en un Yo [Je] siempre fisurado. No hay modo de adquirir el
pensamiento, ni ejercitarlo como un innatismo, sino de engendrar el acto de
pensar en el pensamiento mismo, tal vez bajo el efecto de una violencia que
hace refluir la libido sobre el yo [moi] narcisista, y paralelamente extraer
Tánatos de Eros, abstraer el tiempo de todo contenido para desprender de él la
forma pura. Hay una experiencia de la muerte que corresponde a esta tercera
síntesis.
Freud atribuye al inconsciente tres grandes ignorancias: el
No, la Muerte y el Tiempo. Y, sin embargo, en el inconsciente sólo se trata de
tiempo, de muerte y de no. ¿Significa solamente que son actuados sin ser
representados? Más aún; el inconsciente ignora el no porque vive del (no)-ser
de los problemas y de las preguntas, pero no del no-ser de lo negativo que
afecta sólo la conciencia y sus representaciones. Ignora la muerte porque toda
representación de la muerte atañe al aspecto inadecuado, en tanto que el
inconsciente se apodera del revés, descubre la otra cara. Ignora el tiempo
porque no está jamás subordinado a los contenidos empíricos de un presente que
pasa en la representación, pero que opera las síntesis pasivas de un tiempo
original. Es preciso volver a estas tres síntesis, como constitutivas del
inconsciente. Corresponden a las figuras de la repetición, tales como aparecen en la obra de un gran
novelista: el lazo, el cordel siempre renovado; la mancha sobre la pared,
siempre desplazada; la goma, siempre borrada. La repetición-lazo, la
repetición-mancha, la repetición-goma: las tres más allá del principio de
placer. La primera síntesis expresa la fundación del tiempo sobre un presente
viviente, fundación que confiere al placer su valor de principio empírico en
general, al cual se ha sometido el contenido de la vida psíquica en el Ello. La
segunda síntesis expresa el fundamento del tiempo por un pasado puro,
fundamento que condiciona la aplicación del principio de placer a los
contenidos del Yo [Moi]. Pero la tercera síntesis designa el abismo al que el
fundamento mismo nos precipita: Tánatos es descubierto en tercer término como
ese abismo más allá del fundamento de Eros y de la fundación de Habitus.
También mantiene con el principio de placer un tipo de relación desconcertante,
que con frecuencia se expresa en las paradojas insondables de un placer ligado
al dolor (pero, de hecho, se trata de algo muy distinto: se trata de la desexualización
en esta tercera síntesis, en tanto inhibe la aplicación del principio de placer
como idea directriz y previa, para proceder luego a una resexualización en que
el placer no invierte más que un pensamiento puro y frío, apático y helado, tal
como se lo ve en el caso del sadismo o del masoquismo). En cierto modo, la
tercera síntesis reúne todas las dimensiones del tiempo, pasado, presente,
porvenir, y las hace Jugar ahora en la pura forma. De otro modo, acarrea su
reorganización, puesto que el pasado es arrojado hacia el lado del Ello, como
la condición por defecto en función de un conjunto del tiempo, y el presente
resulta definido por la metamorfosis del agente en el yo ideal. De otra manera,
por fin, la última síntesis no atañe más que al porvenir, puesto que anuncia en
el superyó la destrucción del Ello y del yo, del pasado y del presente, de la
condición y del agente. En este punto extremo la línea recta del tiempo vuelve
a formar un círculo, pero singularmente tortuoso, o el instinto de muerte revela
una verdad incondicionada en su «otro» rostro; precisamente el eterno retorno
en tanto que este no hace volverlo todo, sino que, por el contrario, afecta un
mundo que se ha desembarazado del defecto de la condición y de la igualdad del
agente para afirmar solamente lo excesivo y lo desigual, lo interminable y lo
incesante, lo informal como producto de la formalidad más extrema. Así termina la historia del tiempo:
le corresponde deshacer su círculo físico o natural, demasiado bien centrado, y
formar una línea recta, pero que, arrastrada por su propia longitud, vuelva a
formar un círculo eternamente descentrado.
El eterno retorno es poder de afirmación, pero afirma todo
de lo múltiple, todo de lo diferente, todo del azar, salvo lo que los subordina
al Uno, a lo Mismo, a la necesidad, salvo el Uno, lo Mismo y lo Necesario. Del
Uno se dice que ha subordinado lo múltiple a sí mismo de una vez por todas. ¿Y
no es acaso el rostro de la muerte? Pero ¿no es acaso el otro rostro, el hacer
morir de una vez por todas, a su turno, todo lo que opera una vez por todas? Si
el eterno retorno está en relación esencial con la muerte, es porque promueve e
implica «una vez por todas» la muerte de lo que es uno. Si está en relación
esencial con el porvenir, es porque el porvenir es el despliegue y la
explicación de lo múltiple, de lo diferente, de lo fortuito por sí mismos y
«por todas las veces». La repetición en el eterno retorno excluye dos
determinaciones: lo Mismo o la identidad de un concepto subordinante, y lo
negativo de la condición que referiría lo repetido a lo Mismo y aseguraría la
subordinación. La repetición en el eterno retorno excluye a la vez el
devenir-igual o el devenir-semejante al concepto, y la condición por defecto de
tal devenir. Involucra, por el contrario, sistemas excesivos que vinculan lo
diferente a lo diferente, lo múltiple a lo múltiple, lo fortuito a lo fortuito,
en un conjunto de afirmaciones siempre coextensivas a las preguntas formuladas
y a las decisiones tomadas. Se dice que el hombre no sabe jugar: sucede que
cuando se da un azar o una multiplicidad, concibe sus afirmaciones como
destinadas a limitarlo; sus decisiones, como destinadas a conjurar su efecto;
sus reproducciones, como destinadas a hacer volver lo mismo bajo una hipótesis
de ganancia. Se trata, precisamente, del mal juego, aquel donde se corre el
riesgo tanto de perder como de ganar, porque en él no se afirma todo el azar:
el carácter preestablecido de la regla que fragmenta tiene como correlato a la
condición por defecto en el jugador, que no sabe qué fragmento saldrá. El
sistema del porvenir, por el contrario, debe ser llamado juego divino, porque
la regla no preexiste, porque el juego ya descansa sobre sus propias reglas,
porque el niño-jugador no puede sino ganar —dado que todo el azar está afirma do
cada vez y por todas las veces—. No afirmaciones restrictivas o limitativas,
sino coextensivas a las preguntas formuladas y a las decisiones de las que
estas emanan: tal juego provoca la repetición de la jugada necesariamente
vencedora, puesto que no lo es más que a fuerza de abarcar todas las
combinaciones y las reglas posibles en el sistema de su propio retorno.
Respecto de este juego de la diferencia y de la repetición, en tanto llevado
por el instinto de muerte, nadie fue más lejos que Borges, en toda su insólita
obra: «Si la lotería es una intensificación del azar, una periódica infusión
del caos en el cosmos, ¿no convendría que el azar interviniera en todas las
etapas del sorteo y no en una sola? ¿No es irrisorio que el azar dicte la
muerte de alguien y que las circunstancias de esa muerte —la reserva, la
publicidad, el plazo de una hora o de un siglo— no estén sujetas al azar? (. .
.) En la realidad, el número de sorteos es infinito. N inguna decisión es
final, todas se ramifican en otras. Los ignorantes suponen que infinitos
sorteos requieren un tiempo infinito; en realidad, basta que el tiempo sea
infinitamente subdivisible (.. .) En todas las ficciones, cada vez que un
hombre se encuentra con diversas alternativas, opta por unas y elimina las
otras; en la del casi inextricable Ts'ui Pén, opta —simultáneamente— por todas.
Crea, así, diversos porvenires, diversos tiempos, que también proliferan y se
bifurcan. De ahí las contradicciones de la novela. Fang, digamos, tiene un
secreto; un desconocido llama a su puerta; Fang resuelve matarlo. Naturalmente,
hay varios desenlaces posibles: Fang puede matar al intruso, el intruso puede
matar a Fang, ambos pueden salvarse, ambos pueden morir, etc. En la obra de
75s'ui Pén, todos los desenlaces ocurren; cada uno es el punto de partida de
otras bifurcaciones».2*
¿Cuáles son esos sistemas afectados por el eterno retorno?
Consideremos las dos proposiciones: sólo lo que se parece difiere; y sólo las
diferencias se parecen.25 La primera fórmula enuncia la semejanza como
condición de la diferencia; exige también, sin duda, la posibilidad de un
concepto idéntico para las dos cosas que difieren con la condición de
parecerse; implica además una analogía en la relación de cada cosa con ese
concepto, y provoca, por último, la reducción de la diferencia a una oposición
determinada por esos tres momentos. Según la otra fórmula, por el contrario, la
semejanza y también la identidad, la analogía, la oposición, ya no pueden ser
consideradas más que como los efectos, los productos de una diferencia primera
o de un sistema primero de diferencias. Según esta otra fórmula, es preciso que
la diferencia relacione de inmediato entre sí los términos que difieren. Es
necesario, de acuerdo con la intuición ontológica de Heidegger, que la
diferencia sea en sí misma articulación y vínculo, que relacione lo diferente
con lo diferente, sin ninguna mediación por lo idéntico o lo semejante, lo
análogo o lo opuesto. Es necesaria una diferenciación de la diferencia, un
en-sí tanto como un diferenciante, un Sich-unterscheidende, por el cual lo
diferente se encuentra al mismo tiempo reunido, en lugar de estar representado
bajo la condición de una semejanza, de una identidad, de una analogía, de una
oposición previas. Cuando estas instancias dejan de ser condiciones, se reducen
a efectos de la diferencia primera y de su diferenciación, efectos de conjunto
o de superficie, que caracterizan el mundo desnaturalizado de la
representación, y que expresan la manera en que el en-sí de la diferencia se
oculta a sí mismo suscitando lo que lo recubre. Debemos preguntar si las dos
fórmulas son simplemente dos maneras de hablar que no modifican gran cosa; o
bien si se aplican a sistemas completamente diferentes; o bien si, aplicándose
a los mismos sistemas (y, en última instancia, al sistema del mundo), no
significan dos interpretaciones incompatibles y de valor desigual, una de las
cuales es capaz de cambiarlo todo.
El en-sí de la diferencia se oculta en las mismas
condiciones y la diferencia entra en las categorías de la representación. ¿En
qué otras condiciones la diferencia desarrolla este en-sí como «diferenciante»
y reúne lo diferente más allá de toda representación posible? El primer
carácter nos parece ser la organización en series. Es necesario que un sistema
se constituya sobre la base de dos o más series, cada una de las cuales está
definida por las diferencias entre los términos que la componen. Si suponemos que
las series entran en comunicación por la acción de una fuerza cualquiera, es
evidente que esta comunicación refiere las diferencias a otras diferencias, o
constituye en el sistema diferencias de diferencias: esas diferencias de
segundo grado desempeñan el papel de «diferenciante», es decir, refieren las
unas a las otras las diferencias de primer grado. Este estado de cosas se
expresa adecuadamente en ciertos conceptos físicos: acoplamiento entre series
heterogéneas, de donde deriva una resonancia interna en el sistema, de donde
deriva a su vez un movimiento forzado cuya amplitud desborda las series de
base. Es posible determinar la naturaleza de estos elementos que valen a la vez
por su diferencia en una serie de la cual forman parte, y por su diferencia de
diferencia, de una serie a otra: se trata de intensidades cuya característica
es estar constituida por una diferencia que remite a otras diferencias (E-E'
donde E remite ae-e ye ae-e”...). La naturaleza intensiva de los sistemas
considerados no debe hacernos prejuzgar sobre su calificación: mecánica,
física, biológica, psíquica, social, estética, filosófica, etc. Cada tipo de
sistema tiene sin duda sus condiciones particulares, pero que se conforman a
los caracteres precedentes, dándoles, al mismo tiempo, una estructura apropiada
en cada caso: por ejemplo, las palabras son verdaderas intensidades en ciertos
sistemas estéticos, los conceptos son también intensidades desde el punto de
vista del sistema filosófico. Se advertirá, según el célebre «Proyecto» freudiano
de 1895, que la vida biopsíquica se presenta bajo la forma de un campo
intensivo en el que se distribuyen diferencias determinables como excitaciones
y diferencias de diferencias, determinables como drenaje. Pero, por sobre todo,
las síntesis de la Psyché encarnan por su cuenta las tres dimensiones de los
sistemas en general. Pues el vínculo psíquico (Habitus) opera un acoplamiento
de series de excitaciones; Eros designa al estado específico de resonancia
interna que de ellas deriva; el instinto de muerte se confunde con el
movimiento forzado cuya amplitud psíquica supera las series resonantes mismas
(de allí la diferencia de amplitud entre el instinto de muerte y el Eros
resonante).
Una vez que la comunicación se establece entre series
heterogéneas, se desprenden todo tipo de consecuencias en el sistema. Algo
«pasa» entre los bordes; estallan acontecimientos, fulguran fenómenos del tipo
relámpago o rayo. Dinamismos espacio-temporales llenan el sistema, expresando a
la vez la resonancia de las series acopladas y la amplitud del movimiento
forzado que las desborda. El sistema está poblado por sujetos, a la vez sujetos
larvarios y yo [moi] pasivos. Son yo pasivos porque se confunden con la
contemplación de los acoplamientos y las resonancias; sujetos larvarios, porque
son el soporte o el paciente de los dinamismos. En efecto, en su participación
necesaria en el movimiento forzado, un puro dinamismo espacio-temporal no puede
ser experimentado más que en el extremo de lo vivible, en condiciones fuera de
las cuales acarrearía la muerte de todo sujeto bien constituido, dotado de
independencia y actividad. La verdad de la embriología consiste en que hay
movimientos vitales sistemáticos, deslizamientos, torsiones, que sólo el
embrión puede soportar: el adulto quedaría destrozado. Hay movimientos de los
que sólo se puede ser paciente, pero el paciente, a su vez, no puede ser más
que una larva. La evolución no se hace al aire libre, y sólo lo involucionado
evoluciona. La pesadilla es tal vez un dinamismo psíquico que ni el hombre
despierto, ni aun el soñador, podrían soportar, sino sólo el que duerme un
sueño profundo, un sueño sin sueños. En este sentido, no es seguro que el
pensamiento, tal como constituye el dinamismo propio del sistema filosófico,
pueda ser referido, como en el cogito cartesiano, a un sujeto sustancial
acabado, bien constituido: el pensamiento es más bien uno de esos movimientos
terribles, que sólo pueden ser soportados en las condiciones de un sujeto
larvario. El sistema no contiene más que semejantes sujetos, pues únicamente
ellos pueden realizar el movimiento forzado, convirtiéndose en pacientes de los
dinamismos que los expresan. Aun el filósofo es el sujeto larvario de su propio
sistema. He aquí, pues, que el sistema no se define sólo por las series
heterogéneas que lo bordean, ni por el acoplamiento, la resonancia y el
movimiento forzado que constituyen sus dimensiones, sino también por los
sujetos que lo pueblan y los dinamismos que lo llenan y, por últi mo, por las
cualidades y las extensiones que se desarrollan a partir de esos dinamismos. -
Pero subsiste la dificultad fundamental: ¿es en realidad la
diferencia lo que relaciona lo diferente con lo diferente en estos sistemas
intensivos? ¿La diferencia de diferencia relaciona la diferencia consigo misma
sin otro intermediario? Cuando hablamos de una puesta en comunicación de series
heterogéneas, de un acoplamiento y de una resonancia, ¿no es acaso con la
condición de un mínimo de semejanza entre las series, y de una identidad en el
agente que opera la comunicación? «Demasiada» diferencia entre las series, ¿no
volvería imposible toda operación? ¿No estamos condenados a encontrar un punto
privilegiado en que la diferencia no se deja pensar más que en virtud de una
semejanza entre las cosas que difieren y de una identidad de un tercero?
Debemos aquí prestar la mayor atención al rol respectivo de la diferencia, de
la semejanza y de la identidad. Y, en primer lugar, ¿cuál es ese agente, esa
fuerza que asegura la comunicación? El rayo estalla entre intensidades
diferentes, pero está precedido por un precursor sombrío, invisible,
insensible, que determina de antemano su camino a la inversa, como en
bajorrelieve. De igual manera, todo sistema contiene su precursor sombrío que
asegura la comunicación de las series que lo bordean. Veremos que, según la
variedad de los sistemas, este rol está cumplido por determinaciones muy
diversas. Pero se trata de saber, de todos modos, cómo el precursor ejerce ese
rol. Es indudable que hay una identidad del precursor y una semejanza de las
series que pone en comunicación. Pero este «hay» permanece perfectamente
indeterminado. La identidad y la semejanza, ¿son en este caso condiciones, o,
por el contrario, efectos de funcionamiento del precursor sombrío que proyectaría
necesariamente sobre sí mismo la ilusión de una identidad ficticia, y sobre las
series que reúne la ilusión de una semejanza retrospectiva? Identidad y
semejanza no serían entonces más que ilusiones inevitables, es decir, conceptos
de la reflexión, que darían cuenta de nuestro hábito inveterado de pensar la
diferencia a partir de las categorías de la representación,
pero esto porque el invisible precursor se ocultaría a sí
mismo y ocultaría su funcionamiento, así como, al propio tiempo, al en-sí como
verdadera naturaleza de la diferencia. Dadas dos series heterogéneas, dos
series de diferencias, el precursor actúa como el diferenciante de estas
diferencias. De este modo, las relaciona de inmediato en virtud de su propia
potencia: es el en-sí de la diferencia o lo «diferentemente diferente», es
decir, la diferencia en segundo grado, la diferencia consigo que relaciona lo
diferente con lo diferente por sí mismo. Porque el camino que traza es
invisible, y sólo se volverá visible al revés, en tanto esté recubierto y
recorrido por los fenómenos que induce en el sistema, no tiene otro lugar que
aquel del cual «falta», ni otra identidad que aquella a la cual falta: es,
precisamente, el objeto = x, aquel que «falta de su lugar» y a su propia
identidad. De modo que la identidad lógica que la reflexión le confiere
abstractamente, y la semejanza física que la reflexión confiere a las series
que reúne, expresa solamente el efecto estadístico de su funcionamiento sobre
el conjunto del sistema, es decir, la manera en que se oculta necesariamente
bajo sus propios efectos, porque se desplaza perpetuamente en sí mismo y se
disfraza perpetuamente en las series. Así, no podemos considerar que la
identidad de un tercero y la semejanza de las partes sean una condición para el
ser y el pensamiento de la diferencia, sino tan sólo una condición para su
representación, la que expresa una desnaturalización de ese ser y de ese
pensamiento, como un efecto óptico que enturbiaría el verdadero estatuto de la
condición tal como es en sí. Llamamos dispar al precursor sombrío, a esa
diferencia en sí, de segundo grado, que relaciona las series heterogéneas 0
inconexas. En cada caso, su espacio de desplazamiento y su proceso de disfraz
son los que determinan una magnitud relativa de las diferencias puestas en
relación. Se sabe que en ciertos casos (en ciertos sistemas), la diferencia de
las diferencias puestas en juego puede ser «muy grande»; en otros sistemas,
debe ser «muy pequeña». Pero sería erróneo ver, en este segundo caso, la
expresión pura de una exigencia previa de semejanza, que no haría más que
relajarse en el primer caso extendiéndose a la escala del mundo. Se insiste,
por ejemplo, en la necesidad de que las series dispares sean casi semejantes,
que las frecuencias sean vecinas (w vecino de 0, ); en una palabra, que la
diferencia sea pequeña. Pero, precisamente, no hay diferencia «pequeña», aun en
la escala del mundo, si se presupone la identidad del agente que pone en
comunicación los diferentes. Los términos pequeño y grande, como se vio, se
aplican muy mal a la diferencia, porque la juzgan según los criterios de lo
Mismo y de lo semejante. Si se relaciona la diferencia con su diferenciante, si
se evita conferir al diferenciante una identidad que no tiene ni puede tener,
la diferencia será denominada pequeña o grande según sus posibilidades de
fraccionamiento, es decir, según el desplazamiento y el disfraz del
diferenciante, pero en ningún caso podrá pretenderse que una diferencia pequeña
dé pruebas de una condición estricta de semejanza, así como una grande tampoco
las da para la persistencia de una semejanza simplemente laxa. La semejanza es
de todas maneras un efecto, un producto de funcionamiento, un resultado
externo, una ilusión que surge en cuanto el agente se atribuye una identidad de
la cual carece. Lo importante no es, pues, que la diferencia sea pequeña o
grande, y finalmente siempre pequeña con respecto a una semejanza más vasta. Lo
importante, para el en-sí, es que, pequeña o grande, la diferencia sea interna.
Hay sistemas de gran semejanza externa y pequeña diferencia interna. Lo
contrario es también posible: sistemas de pequeña semejanza externa y gran
diferencia interna. Pero lo imposible es lo contradictorio; la semejanza está
siempre hacia el exterior, y la diferencia, pequeña o grande, forma el núcleo
del sistema.
Veamos ejemplos tomados de sistemas literarios muy diversos.
En la obra de Raymond Roussel, nos hallamos frente a series verbales: el rol
del precursor está representado por un homónimo o un cuasi homónimo billar-pillo
(billardpillard), pero este precursor sombrío es tanto menos visible y sensible
cuanto que una de las dos series, si es preciso, permanece oculta. Extrañas
historias colmarán la diferencia entre las dos series, de modo de inducir un
efecto de semejanza y de identidad externas. Ahora bien, el precursor no obra en absoluto por su identidad, aun
cuando esta sea nominal u homonímica; se lo ve bien en el cuasi homónimo que no
funciona más que confundiéndose por entero con el carácter diferencial de dos
palabras (b y p). De la misma manera, el homónimo no aparece aquí como la
identidad nominal de un significante, sino como el diferenciante de
significados distintos, que produce secundariamente tanto un efecto de
semejanza de significados como un efecto de identidad en el significante. Por
ello, sería insuficiente decir que el sistema se funda sobre una cierta
determinación negativa, a saber, el defecto de las palabras con respecto a las
cosas, aquello por lo cual una palabra está condenada a designar varias cosas.
Es la misma ilusión que nos hace pensar la diferencia a partir de una semejanza
y de una identidad supuestas previas, y que la hace aparecer como negativa. En
verdad, no es por su pobreza de vocabulario, sino por su exceso, por su poder
sintáctico y semántico más positivo, que el lenguaje inventa la forma en la que
desempeña el rol de precursor oscuro, es decir, allí donde, hablando de cosas
diferentes, diferencia esas diferencias relacionándolas de inmediato unas con
otras, en series que hace resonar. Ese es el motivo por el cual la repetición
de las palabras no se explica negativamente, ni puede ser presentada como una
repetición desnuda, sin diferencia. La obra de Joyce recurre evidentemente a
procedimientos muy distintos. Pero se trata siempre de reunir un máximo de
series dispares (en última instancia, todas las series divergentes
constitutivas del cosmos), haciendo funcionar precursores sombríos de índole
lingúística (en este caso, palabras esotéricas, palabras-valija), que no
descansan sobre ninguna identidad previa, que no son, sobre todo,
«identificables» en principio, sino que inducen un máximo de semejanza y de
identidad en el conjunto del sistema, y como resultado del proceso de
diferenciación de la diferencia en sí (véase la letra cósmica de Finnegan's
Wake). Lo que sucede en el sistema entre series resonantes, bajo la acción del
precursor oscuro, se llama «epifanía». La extensión cósmica no hace más que uno
con la amplitud de un movimiento forzado, que barre y desborda las series,
instinto de muerte en última instancia, «no» de Stephen que no es el no-ser de
lo negativo, sino el (no)-ser de una pregunta persistente, al cual corresponde
sin con testarle el Sí cósmico de la Sra. ERES porque es el único en ocuparlo y
llenarlo adecuadamente.?”
La cuestión de saber si la experiencia psíquica cta
estructurada como un lenguaje, o incluso si el mundo físico es asimilable a un
libro, depende de la naturaleza de los precursores oscuros. Un precursor
lingúístico, una palabra esotérica, no tiene por sí mismo una identidad, aun
nominal, así como sus significaciones tampoco tienen una semejanza, ni aun
infinitamente relajada; no se trata solamente de una palabra compleja o de una
simple reunión de palabras, sino de una palabra sobre las palabras, que se confunde
enteramente con el «diferenciante» de las palabras de primer grado, y con el
«desemejante» de sus significaciones. Es por eso que no vale más que en la
medida en que pretende, no decir algo, sino decir el sentido de lo que dice.
Ahora bien, la ley del lenguaje tal como se ejerce en la representación excluye
esta posibilidad; el sentido de una palabra no puede ser dicho más que por otra
palabra que toma a la primera como objeto. De ahí esta situación paradójica: el
precursor lingúístico pertenece a una suerte de metalenguaje, y no puede
encarnarse más que en una palabra desprovista de sentido desde el punto de
vista de las series de representaciones verbales del primer grado. Se trata del
estribillo. Este doble estado de la palabra esotérica, que dice su propio
sentido, pero no lo dice sin representarse y representarlo como sinsentido,
expresa bien el perpetuo desplazamiento del sentido y su disfraz en las series.
De modo que la palabra esotérica es el objeto = x propiamente lingúístico, pero
también el objeto = x estructura la experiencia psíquica como la de un
lenguaje, siempre y cuando se tenga en cuenta el perpetuo desplazamiento
invisible y silencioso del sentido lingúístico. En cierto modo, todas las cosas
hablan y tienen un sentido, con la condición de que la palabra sea, al mismo
tiempo, lo que se calla, o más bien el sentido, lo que se calla en la palabra.
En su hermosa novela Cosmos, Gombrowicz muestra cómo dos series de diferencias
heterogéneas (la de las horcas y la de las bocas) solicitan su puesta en
comunicación a través de diversos signos, hasta la instauración del precursor
sombrío (el asesinato del gato) que actúa aquí como el diferenciante de sus
diferencias, como el sentido, encarnado, sin embargo, en una representación
absurda, pero a partir del cual habrán de desencadenarse mecanismos y
producirse acontecimientos en el sistema Cosmos, que hallarán su salida final
en un instinto de muerte que desborda las series.28 Se desprenden así las
condiciones bajo las cuales un libro es un cosmos; el cosmos, un libro. Y a
través de técnicas muy diversas se desarrolla la identidad joyceana última,
aquella que encontramos en Borges o en Gombrowicz, caos = cosmos.
Cada serie forma una historia: no tanto puntos de vista
diferentes sobre una misma historia, a la manera de los puntos de vista sobre
la ciudad según Leibniz, como las his torias completamente distintas que se
desarrollan simultáneamente. Las series de base son divergentes. No en forma
relativa, en el sentido en que bastaría desandar camino para encontrar un punto
de convergencia, sino absolutamente divergentes, en el sentido en que el punto
de convergencia, el horizonte de convergencia, está en un caos, desplazado
siempre en ese caos. Este caos mismo es lo más positivo, al propio tiempo que
la divergencia es objeto de afirmación. Se confunde con la gran obra, que
mantiene todas las series complicadas, que afirma y complica todas las series
simultáneas. (No es extraño que Joyce experimentara tanto interés por Bruno, el
teórico de la complicatio.) La trinidad complicación-explicación-implicación da
cuenta del conjunto del sistema, es decir del caos que a todo sostiene, de las
series divergentes que de él salen y a él vuelven a entrar, y del diferenciante
que las relaciona entre sí. Cada serie se explica o se desarrolla pero en su
diferencia con las otras series que implica y que la implican, que envuelve y
que la envuelven, en ese caos que lo complica todo. El conjunto del sistema, la
unidad de las series divergentes en tanto tales, corresponde a la objetividad
de un «problema»; de allí el método de las preguntas-problema con las que Joyce
anima su obra, y la forma en que ya Lewis Carroll vinculaba las palabras-valija
con el estatuto de lo problemático.
Lo esencial es la simultaneidad, la contemporaneidad, la
coexistencia de todas las series divergentes juntas. Es evidente que las series
son sucesivas, una «antes», otra «después», desde el punto de vista de los
presentes que pasan en la representación. Es incluso desde este punto de vista
como se dice que la segunda se parece a la primera. Pero no sucede lo mismo con
respecto al caos que las comprende, al objeto = x que las recorre, al precursor
que las pone en comunicación, al movimiento forzado que las desborda: siempre,
el diferenciante las hace coexistir. Hemos encontrado varias veces esta
paradoja de los presentes que se suceden, o de las series que se suceden en la
realidad, pero que coexisten simbólicamente con respecto al pasado puro o al
objeto virtual. Cuando Freud muestra que un fantasma está constituido por lo
menos sobre dos series de base, una infantil y pregenital, la otra genital y
pos-pubertaria, es evidente que estas series se suceden en el tiempo desde el
punto de vista del in consciente solipsista del sujeto considerado. Hay que
preguntarse entonces cómo dar cuenta del fenómeno de «retraso», es decir, del
tiempo necesario para que la escena infantil, supuestamente originaria, no
encuentre su efecto más que a distancia, en una escena adulta que se le parece,
y que recibe el nombre de derivada.?? Se trata, en efecto, de un problema de
resonancia entre dos series. Pero, precisamente, este problema no está bien
formulado, en tanto no se tenga en cuenta una instancia con respecto a la cual
las dos series coexistan en un inconsciente intersubjetivo. En verdad, las
series no se reparten, una infantil, la otra adulta, en un mismo sujeto. El
acontecimiento de infancia no forma una de las dos series reales, sino más bien
el precursor sombrío que pone en comunicación las dos series de base, la de los
adultos que conocimos de niños, la del adulto que somos con otros adultos y
otros niños. Tal el caso del héroe de A la búsqueda del tiempo perdido: su amor
infantil por la madre es el agente de una comunicación entre dos series
adultas, la de Swann con Odette, la del héroe, transformado en hombre, con
Albertine, y siempre el mismo secreto entre las dos, el eterno desplazamiento,
el eterno disfraz de la prisionera, que indica también el punto donde las
series coexisten en el inconsciente intersubjetivo. No hay por qué preguntarse
cómo el acontecimiento de infancia no actúa más que con retraso. Es ese
retraso, pero ese retraso mismo es la forma pura del tiempo que hace coexistir
el antes y el después. Cuando Freud descubre que el fantasma es tal vez realidad
última, e implica algo que desborda las series, no debe concluirse de ello que
la escena de infancia es irreal o imaginaria, sino más bien que la condición
empírica de la sucesión en el tiempo da lugar en el fantasma a la coexistencia
de las dos series, la del adulto que seremos con los adultos que «hemos sido»
(cf. lo que Ferenczi denominaba la identificación del niño con el agresor). El
fantasma es la manifestación del niño como precursor sombrío. Y lo que es
originario en el fantasma no es una serie con respecto a otra, sino la
diferencia de las series, en tanto relaciona una serie de diferencias con otra
serie de diferencias, haciendo abstracción de su sucesión empírica en el
tiempo.
Si ya no es posible en el sistema del inconsciente
establecer un orden de sucesión entre las series, si todas las series
coexisten, tampoco es posible considerar una como originaria y la otra como
derivada, una como modelo y la otra como copia. Lo que sucede es que las series
son aprehendidas a la vez como coexistentes, fuera de la condición de sucesión
en el tiempo, y como diferentes, fuera de toda condición según la cual una
gozaría de la identidad de un modelo y la otra, de la semejanza de una copia.
Cuando dos historias divergentes se desarrollan simultáneamente, es imposible
privilegiar una sobre la otra; es el caso de decir que todo vale, pero «todo
vale» se dice de la diferencia, y no se dice más que de la diferencia entre las
dos. Por pequeña que sea la diferencia interna entre las dos series, entre las
dos historias, una no reproduce la otra, una no sirve de modelo a la otra, sino
que semejanza e identidad no son más que los efectos del funcionamiento de esta
diferencia, única en ser originaria en el sistema. Es entonces justo decir que
el sistema excluye la asignación de un original y un derivado, así como de una
primera y una segunda vez, porque la diferencia es la única original, y hace
coexistir independientemente de toda semejanza lo diferente que ella relaciona
con lo diferente.3% Bajo este aspecto, el eterno retorno se revela sin duda
como la «ley» sin fondo de este sistema. El eterno retorno no hace volver lo
mismo y lo semejante, sino que deriva él mismo de un mundo de la pura
diferencia. Cada serie vuelve, no sólo en las otras que la implican, sino por
sí misma, porque no está implicada por las otras sin estar a su vez
íntegramente restituida como lo que las implica. El eterno retorno no tie ne
otro sentido que este: la ausencia de origen asignable, es decir, la asignación
de origen como diferencia, que relaciona lo diferente con lo diferente para
hacerlo (o hacerlos) volver en tanto tales. En este sentido, el eterno retorno
es, realmente, la consecuencia de una diferencia originaria, pura, sintética,
en sí (lo que Nietzsche llamaba la voluntad de poder). Si la diferencia es el
en-sí, la repetición en el eterno retorno es el para-sí de la diferencia. Y sin
embargo, ¿cómo negar que el eterno retorno no es inseparable de lo Mismo? ¿No
es acaso él mismo eterno retorno de lo Mismo? Pero debemos ser sensibles a las
diferentes significaciones, tres por lo menos, de la expresión «lo mismo, lo
idéntico, lo semejante».
O bien lo Mismo designa un sujeto supuesto del eterno
retorno. Designa entonces la identidad del Uno como principio. Pero,
precisamente, es este el mayor; el más largo error. Nietzsche dice bien: si el
Uno fuera lo que vuelve, habría empezado por no salir de sí mismo; si debiese
determinar lo múltiple que debería parecérsele, habría empezado por no perder
su identidad en esta degradación de lo semejante. La repetición no es ni la
permanencia del Uno como tampoco la semejanza de lo múltiple. El sujeto del
eterno retorno no es lo mismo, sino lo diferente, ni lo semejante, sino lo
disímil, ni el Uno, sino lo múltiple, ni la necesidad, sino el azar. Más aún,
la repetición en el eterno retorno implica la destrucción de todas las formas
que impiden su funcionamiento, categorías de la representación encarnadas en lo
previo a lo Mismo, a lo Uno, a lo Idéntico, a lo Igual. O bien lo mismo y lo
semejante son tan sólo un efecto del funcionamiento de los sistemas sometidos
al eterno retorno. Es así como una identidad se encuentra necesariamente
proyectada, o más bien, retroyectada sobre la diferencia originaria, y que una
semejanza se encuentra interiorizada en las series divergentes. De esta
identidad, de esta semejanza, debemos decir que son «simuladas»: son producidas
en el sistema que relaciona lo diferente con lo diferente por la diferencia
(razón por la cual semejante sistema es él mismo un simulacro). Lo mismo, lo semejante
son ficciones engendradas por el eterno retorno. Hay en esto, esta vez, no ya
un error, sino una ¿lusión: ilusión inevitable, que se encuentra en el origen
del error, pero que puede ser separada de él. O bien, lo mismo y lo semejante
no se distinguen del eterno retorno. No son preexistentes al eterno retorno: lo
que vuelve no es ni lo mismo ni lo semejante, sino que el eterno retorno es el
único mismo, y la única semejanza de lo que vuelve. Tampoco se dejan abstraer
del eterno retorno para reaccionar sobre la causa. Lo mismo se enuncia de lo
que difiere y permanece diferente. El eterno retorno es lo mismo de lo
diferente, el uno de lo múltiple, lo semejante de lo desemejante. Fuente de la
ilusión precedente, no la engendra ni la conserva más que para regocijarse, y
contemplarse en ella como en el efecto de su propia óptica, sin caer jamás en
el error contiguo.
Estos sistemas diferenciales de series dispares y
resonantes, con precursor sombrío y movimiento forzado, se llaman simulacros o
fantasmas. El eterno retorno no atañe y no hace volver más que los simulacros,
los fantasmas. Tal vez, encontramos aquí el punto más esencial del platonismo y
del antiplatonismo, del platonismo y del derrumbe del platonismo, su piedra de
toque. Pues en el capítulo precedente, hicimos de cuenta que el pensamiento de
Platón giraba alrededor de una distinción particularmente importante, la del
original y la imagen, la del modelo y la copia. Se supone que el modelo goza de
una identidad originaria superior (sólo la Idea no es otra cosa más que lo que
es, sólo el Coraje es corajudo, y la Piedad, piadosa), en tanto que la copia se
juzga según una semejanza interior derivada. Es incluso en este sentido que la
diferencia no aparece más que en tercer lugar, después de la identidad y la
semejanza, y no puede ser pensada más que por ellas. La diferencia no es
pensada más que en el juego comparado de dos similitudes, la similitud ejemplar
de un original idéntico y la similitud imitativa de una copia más o menos
parecida: tal es la prueba o la medida de los pretendientes. Pero más
profundamente, la verdadera distinción platónica se desplaza y cambia de
naturaleza: no está entre el original y la imagen, sino entre dos tipos de
imágenes. No está entre el modelo y la copia, sino entre dos tipos de imágenes
(ídolos), cuyas copias (íconos), no son más que el primer tipo, ya que el otro
está constituido por los simulacros (fantasmas). La distinción modelo-copia no
está más que para fundar y aplicar la distinción copia-simulacro; pues las copias
están justificadas, salvadas, seleccionadas, en nombre de la identidad del
modelo, y gracias a su semejanza interior con ese modelo ideal. La noción de
modelo no interviene para oponerse al mundo de las imágenes en su conjunto,
sino para seleccionar las buenas imágenes, las que se parecen desde adentro,
los íconos, y eliminar las malas, los simulacros. Todo el platonismo está
construido sobre esta voluntad de ahuyentar los fantasmas o simulacros,
identificados con el sofista mismo, ese diablo, ese insinuador o simulador, ese
falso pretendiente siempre disfrazado y desplazado. Por esa razón nos parecía
que, con Platón, había sido tomada una decisión filosófica de la mayor
importancia: la de subordinar la diferencia a las potencias de lo Mismo y de lo
Semejante supuestos como iniciales, la de declarar la diferencia impensable en
sí misma, y de remitirla, a ella y a los simulacros, al océano sin fondo. Pero
precisamente porque Platón no dispone aún de las categorías constituidas de la
representación (aparecerán con Aristóteles), debe fundar su decisión sobre una
teoría de la Idea. Lo que aparece entonces, en su estado más puro, es una
visión moral del mundo, antes de que pueda desplegarse la lógica de la
representación. El simulacro debe ser exorcizado fundamentalmente por razones
morales, y por ello mismo, la diferencia, subordinada a lo mismo y a lo
semejante. Pero por este motivo, porque Platón toma la decisión, porque la
victoria no es adquirida como lo será en el mundo adquirido de la
representación, el enemigo gruñe, insinuado por doquier en el cosmos platónico,
la diferencia se resiste a su yugo, Heráclito y los sofistas arman un estrépito
infernal. Extraño doble que sigue a Sócrates paso a paso, que se introduce
hasta en el estilo de Platón y se inserta en las repeticiones y variaciones de
ese estilo.31
Pues el simulacro o fantasma no es simplemente una copia de
copia, una semejanza infinitamente relajada, un íco no degradado. El catecismo,
tan inspirado en los Padres platónicos, nos ha familiarizado con la idea de una
imagen sin semejanza: el hombre es a la imagen y semejanza de Dios, pero por el
pecado hemos perdido la semejanza, sin dejar de conservar la imagen. . . El
simulacro es precisamente una imagen demoníaca, desprovista de semejanza; o,
mejor dicho, a la inversa del ícono, ha puesto la semejanza en el exterior y
vive de diferencia. Si produce un efecto exterior de semejanza, es como
ilusión, y no como principio interno; está él mismo construido sobre una
disparidad, ha interiorizado la desemejanza de las series constituyentes, la
divergencia de sus puntos de vista, de modo que muestra varias cosas, relata
varias historias a la vez. Tal es su primer carácter. Pero, ¿no equivale esto a
decir que si el simulacro se refiere a un modelo, este modelo ya no goza de la
identidad de lo Mismo ideal, y es, por el contrario, modelo de lo Otro, el otro
modelo, modelo de la diferencia en sí de donde deriva la desemejanza
interiorizada? Entre las páginas más insólitas de Platón, que manifiestan el
antiplatonismo en el seno del platonismo, están las que sugieren que lo
diferente, lo desemejante, lo desigual, en una palabra, el devenir, bien
podrían no ser solamente defectos que afectan la copia, como precio de su
carácter segundo, contrapartida de su semejanza, sino ser ellos mismos modelos,
terribles modelos de los seudos donde se desarrolla el poder de lo falso.32 La
hipótesis se descarta rápidamente, se la maldice, se la prohíbe, pero ha
surgido, aunque más no fuese durante el lapso de un relámpago que da pruebas, en
la noche, de una actividad persistente de los simulacros, de su trabajo
subterráneo y de la posibilidad de su mundo propio. ¿No es decir aún más, en
tercer lugar, que en el simulacro hay motivos para discutir la noción de copia
y la de modelo? El modelo se abisma en la diferencia, al tiempo que las copias
se hunden en la desemejanza de las series que interiorizan, sin que jamás pueda
decirse que una es copia; la otra, modelo. Ese es el objetivo de El Sofista: la
posibilidad del triunfo de los simulacros, pues Sócrates se distingue del
sofista, pero el sofista no se distingue de Sócrates, y pone en tela de juicio
la legitimidad de semejante distinción. Crepúsculo de los íconos. ¿No es acaso
designar el punto en que la identidad del modelo y la semejanza de la copia son
errores, lo mismo y lo semejante, ilusiones nacidas del funcionamiento del
simulacro? El simulacro funciona sobre sí mismo pasando y volviendo a pasar por
los centros descentrados del eterno retorno. No es ya el esfuerzo platónico por
oponer el cosmos al caos, como si el Círculo fuese la huella de la Idea
trascendente capaz de imponer su semejanza a una materia rebelde. Es incluso
todo lo contrario, la identidad inmanente del caos con el cosmos, el ser en el
eterno retorno, un círculo —por el contrario— tortuoso. Platón intentaba
disciplinar el eterno retorno transformándolo en un efecto de las Ideas, es
decir, haciéndole copiar un modelo. Pero en el movimiento infinito de la
semejanza degradada, de copia en copia, llegamos a ese punto en el cual todo
cambia de naturaleza, en el que la copia misma se convierte en simulacro, en el
que la semejanza, por fin, la imitación espiritual, hace lugar a la repetición.
¿Cómo podemos contrarrestar este diagnóstico de la
«enfermedad llamada Hegel», que se centra en la inversión dialéctica como un
gesto vacío formal que presenta la derrota como victoria? La primera
observación que se impone es que interpretar las elecciones semánticas
«infra-racionales» como estrategias para tratar con obstáculos a la afirmación
de la vida es ya en sí una elección semática «infra-racional». Pero más
importante es notar cómo tal lectura sutilmente perpetúa una visión estrecha de
Hegel que oculta muchas dimensiones clave de su pensamiento. ¿No es posible
leer la «superación» sistemática de Hegel de cada una de las formas de la
consciencia o forma-de-vida social como precisamente una descripción de todas
las formas-de-vida posibles, con sus «elecciones semánticas» vitales, y sus
antagonismos inherentes («contradicciones»)? [20] . Si hay una «elección
semántica» que subyace al pensamiento de Hegel, no es la apuesta desesperada
por el hecho de que retroactivamente será capaz de narrar una historia
coherente, omniabarcadora y significativa en la que cada detalle será colocado
en su lugar correcto, sino la extraña certeza (comparable con la certeza del
psicoanálisis de que lo reprimido siempre retorna, de que un síntoma siempre
estropeará cada figura armónica) de que, con cada figura de la conciencia o
forma de vida, las cosas de algún modo «irán mal» y cada posición generará un
exceso que augurará su autodestrucción. ¿Significa esto que Hegel no defienda
ninguna «elección semántica» determinada, ya que para él la única «verdad» es
el proceso sin fin de la «generación y corrupción» de determinadas «elecciones
semánticas»? Sí, pero a condición de que no concibamos este proceso en el
sentido «movilista» habitual. ¿Cómo rompe entonces el pensamiento histórico
auténtico con tal «movilismo» universalizado? ¿En qué sentido es realmente histórico,
y no simplemente el rechazo del «movilismo» en nombre de algún Principio eterno
eximido del ciclo de generación y corrupción? La clave reside en el concepto de
retroactividad que tiene que ver con lo más esencial de la relación entre Hegel
y Marx, y es la razón principal por la que, en el presente, deberíamos retornar
de Marx hacia Hegel y realizar una «inversión materialista» de Marx. Para
aproximarnos a esta compleja cuestión, permítaseme comenzar con la noción de
Gilles Deleuze de pasado puro: no el pasado al que las cosas presentes pasan,
sino un pasado absoluto «donde todos los acontecimientos, incluyendo aquellos
que se han hundido sin dejar rastro, son almacenados y recordados a medida que
pasan» [21] , un pasado virtual que contiene ya cosas que están todavía
presentes (un presente puede devenir pasado porque en cierto modo lo es ya,
puede percibirse como parte del pasado; «lo que estamos haciendo hoy es [habrá
sido] historia»). «Un antiguo presente dado es reproducible y el actual
presente es capaz de reflejarse solo con respecto al elemento puro del pasado,
entendido como el pasado, en general como un pasado a priori» [22] . ¿Significa
esto que el pasado puro implica una noción completamente determinista del
universo en el que todo lo que todavía debe ocurrir (por venir), todo el
despliegue espacio-temporal real, ya es parte de una red virtual
inmemorial/atemporal? No, y por una razón bien precisa: porque «el pasado puro
debe ser todo el pasado, pero debe estar también dispuesto a cambiar mediante
la ocurrencia de cualquier nuevo presente» [23] . No fue otro sino T. S. Eliot,
aquel gran conservador, quien formuló por primera vez claramente este vínculo
entre nuestra dependencia de la tradición y nuestro poder para cambiar el
pasado: [La tradición] no puede ser
heredada, y si la deseas debes obtenerla con gran esfuerzo. Implica, en primer
lugar, al sentido histórico, que podríamos calificar como algo casi
indispensable para cualquiera que continuara siendo un poeta más allá de su año
vigesimoquinto; y el sentido histórico implica una percepción no solo del
carácter pasado del pasado, sino de su presencia; el sentido histórico obliga a
un hombre a escribir no meramente con su propia generación en sus huesos, sino
con un sentimiento de que toda la literatura europea desde Homero –y, dentro de
ella, toda la literatura de su propio país– tiene una existencia simultánea y
compone un orden simultáneo. Este sentido histórico, que es un sentido de lo
intemporal, así como de lo temporal, y de lo intemporal y lo temporal
conjuntamente, es lo que hace a un escritor tradicional. Y es al mismo tiempo
lo que hace a un escritor más agudamente consciente de su lugar en el tiempo,
de su contemporaneidad. Ningún poeta, ningún artista de cualquier arte, tiene
su significado completo por sí solo. Su significación, su valoración, es la
valoración de su relación con los poetas y artistas muertos. No puedes
valorarle solo; debes colocarle, por contraste y comparación, entre los
muertos. Quiero decir esto como un principio de crítica estética, no meramente
histórica. La necesidad de que él se conformará, de que será coherente, no es
unilateral; lo que ocurre cuando una nueva obra de arte es creada es algo que
ocurre simultáneamente a todas las obras de arte que la precedieron. Los
monumentos existentes forman un orden ideal entre ellos, que se modifica por la
introducción de una nueva (la auténticamente nueva) obra de arte entre ellas.
El orden existente está completo antes de que llegue la nueva obra; para
persistir tras la llegada de la novedad, todo el orden existente debe ser, por
muy poco que sea, alterado; y así las relaciones, proporciones y valores de
cada obra de arte hacia el todo se reajustan; y esto es conformidad entre lo
viejo y lo nuevo. Quien haya aprobado esta idea de orden, de la forma de la
literatura europea o la inglesa, no encontrará absurdo que el pasado deba ser
alterado por el presente tanto como el presente es dirigido por el pasado. Y el
poeta que es consciente de esto será consciente de grandes dificultades y
responsabilidades… Lo que ocurre es una rendición continua de sí mismo en la
medida en que está en tal momento en algo que es más valioso. El progreso de un
artista es un autosacrificio continuo, una continua extinción de la
personalidad. Queda por definir este proceso de despersonalización y su
relación con el sentido de tradición. Es en esta despersonalización cuando el
arte puede decirse que se acerca a la condición de ciencia [24] . Cuando Eliot
dice que al juzgar a un poeta vivo «debes colocarle entre los muertos», formula
un ejemplo exacto del pasado puro de Deleuze. Y cuando escribe que «el orden
existente está completo antes de que llegue la nueva obra; para que el orden
persista tras la llegada de la novedad, todo el orden existente debe ser
alterado, por poco que sea; y así se reajustan las relaciones, proporciones, o
valores de cada obra de arte respecto al todo», Eliot está resumiendo de modo
no menos claro el vínculo paradójico entre la completitud del pasado y nuestra
capacidad para cambiarlo retroactivamente: precisamente porque el pasado puro
está completo, cada nueva obra reajusta todo su equilibrio. Por esto deberíamos
leer la crítica de Kafka de la noción de Juicio Final como algo que llegará al
final del tiempo: «Solo nuestro concepto del tiempo nos permite hablar del Día
del Juicio con ese nombre; en realidad es una corte sumaria en sesión
perpetua». Cada momento histórico contiene su propio Juicio en el sentido de un
«pasado puro» que dispuso un lugar para cada uno de sus elementos, y este
Juicio está siendo continuamente reescrito. Recordemos la precisa formulación
de Borges sobre la relación entre Kafka y sus múltiples precursores, desde los
antiguos autores chinos hasta Robert Browning: En cada uno de esos textos está
la idiosincrasia de Kafka, en grado mayor o menor, pero si Kafka no hubiera
escrito, no la percibiríamos; vale decir, no existiría… cada escritor crea sus
precursores. Su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha de
modificar el futuro. En esta correlación nada importa la identidad o la
pluralidad de los hombres.
Del mismo modo, una revolución radical hace (lo que
previamente parecía como) lo imposible, y crea sus propios precursores; esta es
quizá la definición más sucinta de lo que es un auténtico acto. Tal acto en
realidad debería situarse en la trilogía (que curiosamente refleja la «Trinidad
europea» de inglés, francés y alemán): acting out, passage à l’acte,
Tat-Handlung (el neologismo de Fichte para el gesto fundador de la autoposición
del sujeto en el que se superponen plenamente la actividad y su resultado).
Acting out es un estallido histérico dentro del gran Otro; el passage à l’acte
suspende destructivamente al gran Otro; Tat-Handlung retroactivamente lo
reordena. Como afirmaba Jacques-Alain Miller, «el estatuto del acto es
retroactivo» [26] : un gesto «habrá sido» un acto; se convierte en un acto si,
en sus consecuencias, consigue perturbar y reordenar al «gran Otro». La
solución realmente dialéctica del dilema «¿Está realmente allí, en la fuente, o
simplemente lo percibimos en la fuente?» es la siguiente: está ahí, pero solo
podemos percibir y afirmar esto retroactivamente, desde la perspectiva del
presente [27] . Uno de los procedimientos habituales de la crítica
des-fetichizadora/des-reificadora es denunciar (lo que parece) una propiedad
directa del objeto percibido como la «determinación reflexiva» del sujeto (del
observador): el sujeto ignora cómo su mirada ya está incluida en el contenido
percibido. Un ejemplo de la teoría reciente: la deconstrucción
postestructuralista no existe (en sí misma, en Francia), puesto que fue
inventada en los EEUU, por y para la mirada académica norteamericana, con todas
sus limitaciones constitutivas [28] . En resumen, una entidad como «la
deconstrucción postestructuralista» (un término no utilizado en Francia) llega
a existir solo para una mirada que es inconsciente de los detalles de la escena
filosófica en Francia: esta mirada junta a autores (Derrida, Deleuze, Foucault,
Lyotard, etc.) que en Francia simplemente no son percibidos como parte de la
misma episteme, al igual que el concepto de film noir postula una unidad que no
existe «en sí». Igualmente, la mirada francesa, ignorante de la tradición
ideológica del populismo individualista y antimafioso norteamericano, al
mirarla a través de las lentes existencialistas malinterpretó la postura
heroica-cínica y fatalista-pesimista del héroe noir como una actitud
socialmente crítica. Del mismo modo, la percepción norteamericana inscribió a
los autores franceses en el campo de la crítica cultural radical,
confiriéndoles una postura social crítica, feminista, etc., en su mayor parte
ausente en la propia Francia. Así que del mismo modo en que el cine noir no es
una categoría del cine norteamericano, sino principalmente una categoría de la
crítica cinematográfica francesa y (más tarde) de la historiografía del cine,
del mismo modo también la «deconstrucción postestructuralista» no es una
categoría de la filosofía francesa, sino principalmente una categoría
perteneciente a la errónea recepción norteamericana de ciertos teóricos
franceses. Este, sin embargo, es solo el primer paso de la reflexión (externa).
En el crucial paso siguiente, estas determinaciones subjetivas se desarrollan
precisamente no como meramente «subjetivas», sino como si afectaran también a
la «cosa misma». La noción de «deconstrucción postestructuralista», aunque sea
el resultado de una forzada perspectiva extranjera, desentierra en su objeto de
estudio algunas potencialidades invisibles para aquellos que estuvieron
directamente implicados. Ahí reside la paradoja dialéctica definitiva propia de
la verdad y la falsedad: a veces una visión marginal que malinterpreta una
situación desde su perspectiva limitada puede, en virtud de esta misma
limitación, percibir su potencial «reprimido». La percepción errónea externa a
veces puede tener una influencia productiva sobre el «original» percibido,
forzándolo a hacerse consciente de su propia verdad «reprimida» (posiblemente,
el concepto francés de noir, aunque sea el resultado de una percepción errónea,
ejerció una fuerte influencia en la cinematografía norteamericana posterior).
¿No es la recepción de Derrida en EEUU un ejemplo supremo de esta productividad
de la percepción errónea externa? Aunque fuera efectivamente una percepción
errónea, ¿no tuvo una influencia retroactiva pero productiva sobre el propio
Derrida, forzándolo a afrontar más directamente algunas cuestiones
ético-políticas? La recepción americana de Derrida ¿no fue entonces una suerte
de pharmakon, un suplemento del Derrida «original» –un falso borrón que
distorsiona y envenena el original pero al mismo tiempo lo mantiene vivo–? En
resumen, ¿estaría Derrida tan «vivo» hoy si no hubiera sido por la errónea
percepción norteamericana de su obra? Aquí, Peter Hallward se queda corto en su
–por lo demás excelente– Out of This World, cuando solamente subraya un aspecto
del pasado puro, aquel de campo virtual en el que el destino de todos los
Acontecimientos reales está sellado por adelantado, puesto que «todo ya está
escrito» en él [29] . Ahí vemos la realidad sub specie aeternitatis, de modo
que la libertad absoluta coincide con la necesidad absoluta y su automatismo
puro: ser libre significa dejarse a uno mismo flotar libremente en/con la
necesidad sustancial. Este tema reverbera incluso en los debates cognitivistas
de hoy sobre el problema del libre albedrío o libertad de la voluntad. Los
compatibilistas como Daniel Dennett tienen una solución elegante para las
quejas de los incompatibilistas sobre el determinismo [30] : cuando los
incompatibilistas se quejan de que nuestra libertad no puede combinarse con el
hecho de que todos nuestros actos son parte de la gran cadena del determinismo
natural, en secreto están haciendo una presuposición ontológica sin respaldo
alguno. En primer lugar asumen que nosotros (el Yo, el agente libre) de algún
modo estamos fuera de la realidad, y después continúan quejándose de cómo se
sienten oprimidos por la noción de que la realidad determinista les controla
totalmente. Ahí está el error: en la noción de que estamos «aprisionados» por
las cadenas del determinismo natural, pero porque con ello ocultamos el hecho
de que somos parte de la realidad, que el conflicto (posible, local) entre
nuestro esfuerzo «libre» y la realidad externa que se le resiste es un
conflicto inherente a la realidad misma. Es decir, no hay nada «opresivo» o
«restrictivo» en el hecho de que nuestros esfuerzos más íntimos estén
(pre)determinados: cuando nos sentimos constreñidos en nuestra libertad por la
presión de la realidad externa, debe haber algo en nosotros, algún deseo o
impulso, que se ve limitado. Pero, ¿de dónde vienen tales impulsos si no es de
esta misma realidad? Nuestra «libre voluntad» no «perturba el curso natural de
las cosas» de algún modo misterioso: es parte esencial de este curso. Para
nosotros, ser «auténtica» y «radicalmente» libres implicaría que no hay
contenido positivo implicado en nuestro acto libre; si no queremos que
determine nuestra conducta nada que esté ya dado, «externo» y particular,
entonces «esto implicaría estar libres de cada parte de nosotros mismos» [31] .
Cuando un determinista afirma que nuestra libre elección está «determinada»,
esto no significa que nuestra libre voluntad esté de algún modo constreñida y
que nos vemos forzados a actuar contra nuestra voluntad; lo que está
«determinado» es la cosa misma que queremos hacer «libremente», esto es, sin
vernos limitados por obstáculos externos. Por volver a Hallward: si bien está
en lo cierto al subrayar que para Deleuze la libertad «no es una cuestión de libertad humana, sino
de liberarse de lo humano» [32] , el poder sumergirse plenamente en el flujo
creativo de la Vida absoluta, la conclusión política que extrae de esto parece
demasiado obvia: La implicación política inmediata de tal posición… está
suficientemente clara: puesto que un modo o mónada libre es simplemente aquello
que ha eliminado su resistencia a la voluntad soberana que trabaja por medio de
ella, entonces se sigue de ello que cuanto más absoluto es el poder del
soberano, más «libres» son aquellos sujetos a él [33] . ¿No obvia aquí Hallward
el movimiento retroactivo sobre el que también insiste Deleuze, es decir, cómo
este eterno pasado puro que nos determina plenamente está él mismo sujeto al
cambio retroactivo? Somos simultáneamente menos libres y más libres de lo que
pensamos: completamente pasivos, determinados por y dependientes del pasado,
pero a la vez con la libertad de definir el alcance de esta determinación,
(sobre)determinar el pasado que nos determinará. Deleuze está aquí
inesperadamente cerca de Kant, para el que yo estoy determinado por causas,
pero también yo determino retroactivamente (o puedo determinar) qué causas me
determinarán: nosotros, sujetos, nos vemos pasivamente afectados por objetos y
motivaciones patológicas; pero tenemos el poder reflexivo mínimo de aceptar (o
rechazar) ser afectados de este modo, es decir, determinamos retroactivamente
las causas capaces de determinarnos, o al menos el modo de esta determinación
lineal. La «libertad» es por tanto inherentemente retroactiva: en su aspecto
más elemental, no es simplemente un acto libre que, surgido de la nada,
comienza un nuevo vínculo causal, sino un acto retroactivo de determinar qué
vínculo o secuencia de necesidades nos determinará. Añadamos un giro hegeliano
a Spinoza: la libertad no es simplemente «necesidad reconocida/conocida», sino
necesidad reconocida/asumida, la necesidad constituida/realizada a través de
este reconocimiento. De modo que, cuando Deleuze se refiere a la descripción
que Proust realiza de la música de Vinteuil que Swann no puede dejar de
escuchar –«no tanto como si los músicos no interpretaran la pequeña melodía,
sino como si ejecutaran los ritos necesarios para que ella apareciera»–, está
evocando la ilusión necesaria: la generación del acontecimiento-sentido es
vivido como una evocación ritualista de un acontecimiento preexistente, como si
el acontecimiento estuviera ya allí, esperando nuestra invocación en su
presencia virtual. La implicación filosófica clave de la retroactividad
hegeliana es que socava el dominio del principio de razón suficiente: este
principio solo se mantiene en la causalidad lineal cuando la suma de las causas
pasadas determina un acontecimiento futuro; retroactividad significa que el conjunto
de razones (pasadas, dadas) nunca es completo y «suficiente», puesto que las
razones pasadas son retroactivamente activadas por lo que es su efecto dentro
del orden lineal. Cambiar el destino Lo que resuena directamente en esta
temática es, desde luego, el motivo protestante de la predestinación: lejos de
ser un motivo teológico reaccionario, la predestinación es un elemento clave de
la teoría materialista del sentido, bajo la condición de que lo leamos
siguiendo la oposición deleuziana entre lo virtual y lo realmente existente. Es
decir, la predestinación no significa que nuestro destino esté sellado en un
texto real que existe desde la eternidad en la mente divina; la textura que nos
predestina pertenece al pasado eterno y puramente virtual, que como tal puede
reescribirse retroactivamente mediante nuestros actos. En la predestinación, el
destino se sustancializa en una decisión que precede al proceso, de modo que la
tarea de las actividades del individuo no es constituir performativamente su
destino, sino descubrir (o adivinar) su destino preexistente. Lo que queda así
oculto es la transformación dialéctica de la contingencia en necesidad, es
decir, el modo en que el resultado de un proceso contingente adopta la
apariencia de necesidad: las cosas, retroactivamente, «habrán sido» necesarias.
Este podría ser el significado último de la encarnación de Cristo en toda su
singularidad: es un acto que cambia radicalmente nuestro destino. Antes de
Cristo, estábamos determinados por el Destino, atrapados en el ciclo de pecar y
pagar por los pecados; pero el borrón y cuenta nueva que Cristo realiza sobre
nuestros pecados pasados significa precisamente que su sacrificio cambia
nuestro pasado virtual y, por consiguiente, nos hace libres. Cuando Deleuze
escribe que «mi herida existía antes de mí; nací para encarnarla», ¿no es esta
una variación del tema del gato de Cheshire y su sonrisa en Alicia en el país
de las maravillas (el gato nació para encarnar su sonrisa), y una fórmula
perfecta para el sacrificio de Cristo? Cristo nació para encarnar su herida,
para ser crucificado. El problema está en la lectura teleológica literal de
esta proposición: como si las acciones de una persona meramente hicieran real
su destino atemporal-eterno, inscrito en su idea virtual: La única tarea real
de César es llegar a ser digno de los acontecimientos creados para que él los
encarnara. Amor fati. Lo que César hace realmente no añade nada a lo que él es
virtualmente. Cuando César cruza realmente el Rubicón esto no implica ninguna
deliberación o elección, puesto que es simplemente parte de la expresión
completa e inmediata de cesaridad, simplemente «despliega algo que fue reunido
para todos los tiempos en el concepto de César» [34] . Pero ¿y qué hay de la
retroactividad de un gesto que (re)constituye este mismo pasado? Esta, quizá,
es la definición más sucinta de lo que es un acto auténtico: en nuestra
actividad ordinaria, efectivamente nos limitamos a seguir las coordenadas
(virtualesfantasmáticas) de nuestra identidad, mientras que un Acto en realidad
implica la paradoja de un movimiento real que cambia (retroactivamente) las
mismas coordenadas virtuales «trascendentales» del ser de su agente. En
términos freudianos: no solo cambia la realidad de nuestro mundo, sino también
«mueve su parte subterránea». Tenemos así una suerte de reflexivo «repliegue de
la condición sobre aquello dado para lo que era condición» [35] : mientras que
el pasado puro es la condición trascendental para nuestros actos, nuestros
actos no solo crean nueva realidad efectivamente existente, ellos también
cambian retroactivamente esta misma condición. Esto nos trae de vuelta al
concepto deleuziano de signo: las expresiones reales son signos de una Idea
virtual que no es un ideal sino, más bien, un problema. El sentido común nos
dice que hay soluciones verdaderas y falsas para cada problema; para Deleuze,
por el contrario, no hay soluciones definitivas a problemas, las soluciones son
solo intentos repetidos de tratar con el problema, con su imposible-real. Los
problemas mismos, y no las soluciones, son verdaderos o falsos. Cada solución
no solo reacciona a «su» problema, sino que lo redefine retroactivamente,
formulándolo desde su propio horizonte específico. Por esta razón el problema
es universal y las soluciones o respuestas son particulares. Deleuze está aquí
inopinadamente cerca de Hegel: para Hegel, la Idea del Estado es un problema, por ejemplo, y
cada forma específica de Estado (antigua república, monarquía feudal,
democracia moderna…) simplemente propone una solución, redefiniendo el problema
mismo. El paso a la siguiente etapa «superior» del proceso dialéctico acaece
precisamente cuando, en vez de continuar buscando una solución, problematizamos
el problema mismo abandonando sus términos. Por ejemplo, cuando en vez de
continuar buscando un Estado «verdadero», abandonamos la referencia misma al
Estado y buscamos una existencia comunitaria más allá de él. Un problema no es,
por tanto, solamente «subjetivo» ni epistemológico, un problema para el sujeto
que intenta solucionarlo; es un problema ontológico stricto sensu, está
inscrito en la cosa misma: la estructura de la realidad es «problemática». Es
decir, la realidad auténtica solo puede ser aprehendida como una serie de
respuestas a un problema virtual; al ocuparse de la biología, Deleuze considera
el desarrollo del órgano que acabará siendo el ojo como una solución al
problema de cómo reaccionar a la luz. Y esto nos lleva de vuelta al signo; la
realidad existente aparece como un «signo» cuando es percibida como una respuesta
a un problema virtual: «Ni el problema ni la pregunta es una determinación
subjetiva que marca un momento de insuficiencia en el conocimiento. La
estructura problemática es parte de los objetos mismos, permitiéndoles ser
captados como signos» [36] . Esto explica el extraño modo en el que Deleuze
opone signos y representaciones: para el sentido común, una representación
mental reproduce directamente el modo en que una cosa es, mientras que un signo
simplemente apunta hacia él, designándolo con un significante (más o menos)
arbitrario. (En la representación de una mesa, «veo directamente» una mesa,
mientras que su signo simplemente apunta hacia la mesa.) Para Deleuze, por el
contrario, las representaciones son mediadas, mientras que los signos son directos,
y la tarea de un pensamiento creativo es la de «hacer del movimiento mismo un
trabajo sin interposiciones; sustituir los signos directos por representaciones
mediadas» [37] . Las representaciones son figuras de objetos en cuanto
entidades objetivas privadas de su apoyo o trasfondo virtual, y pasamos de la
representación al signo cuando somos capaces de discernir en un objeto aquello
que apunta hacia su fundamento virtual, hacia el problema con respecto al cual
es una respuesta. Por decirlo sucintamente, cada respuesta es un signo de su
problema. Esto nos lleva al concepto deleuziano del «vidente ciego»: ciego a la
realidad existente, sensible solo a la dimensión virtual de las cosas. Deleuze
recurre a una maravillosa metáfora: una araña privada de ojos y oídos pero
infinitamente sensible a todo lo que resuena en su red virtual. Según Hallward:
Formas reales o constituidas se deslizan por la red y no dejan una impronta,
pues la red está diseñada para vibrar solo al contacto con formas virtuales o
intensivas. Cuanto más fugaz o molecular es el movimiento, más intensa es su
resonancia a través de la red. Esta responde a los movimientos de una
multiplicidad pura antes de que haya adoptado ninguna forma definida [38] .
Esto nos lleva al problema central de la ontología de Deleuze: ¿cómo se
relacionan lo virtual y lo real? «Las cosas realmente existentes expresan Ideas
pero no son causadas por ellas» [39] . El concepto de causalidad está limitado
a la interacción de cosas reales y procesos; por otro lado, esta interacción
también causa entidades virtuales (sentido, Ideas). Deleuze no es idealista, y
el Sentido siempre es para él una sombra inefectiva, estéril, que acompaña a
las cosas reales. Lo que esto significa es que, para Deleuze, génesis
(trascendental) y causalidad están totalmente opuestas: se mueven en niveles diferentes:
Las cosas realmente existentes tienen una identidad, pero las virtuales no, son
variaciones puras. Una cosa real debe cambiar –devenir algo diferente– para
expresar algo. Pero la cosa virtual expresada no cambia; solo cambia su
relación con otras cosas virtuales, otras intensidades e Ideas [40] . ¿Cómo
cambia esta relación? Solo a través de aquellos cambios en las cosas reales que
expresan Ideas, puesto que todo el poder generativo reside en cosas reales: las
Ideas pertenecen al dominio del Sentido que es «solo un vapor que juega en el
límite de las cosas y las palabras»; como tal, el Sentido es «lo Inefectual, un
incorporal estéril privado de su poder generador» [41] . Pensemos en un grupo
de individuos comprometidos que luchan por la Idea de comunismo: para entender
su actividad, debemos tener en cuenta la Idea virtual. Pero esta Idea es en sí
misma estéril, no tiene auténtica causalidad: toda causalidad reside en los
individuos que la «expresan». La lección que debe extraerse de la paradoja del
protestantismo (cómo es posible que una religión que predica la predestinación
impulsara el capitalismo, la mayor explosión de actividad y libertad humana en
la historia) es que la libertad no es ni necesidad aprehendida (la vulgata
desde Spinoza hasta Hegel y los marxistas tradicionales) ni necesidad ignorada
(la tesis de las ciencias cognitivas y neurológicas: la libertad es una
«ilusión del usuario» de nuestra consciencia, que es inconsciente de los
procesos bioneuronales que la determinan), sino una Necesidad que es
presupuesta y/como desconocida/incognoscible. Sabemos que todo está
predeterminado, pero no sabemos lo que está predeterminado en nuestro destino,
y es esta incertidumbre la que impulsa nuestra incesante actividad. La
escandalosa afirmación de Freud «anatomía es destino» debería interpretarse
también en esta línea, como un juicio especulativo hegeliano en el que el
predicado «pasa» al sujeto. Es decir, su significado auténtico no es el obvio y
típico objetivo de la crítica feminista («la diferencia anatómica entre los
sexos determina directamente los diferentes roles socio-simbólicos de hombres y
mujeres»), sino más bien el opuesto: la «verdad» de la anatomía es «destino»;
en otras palabras, es una formación simbólica. En el caso de la identidad
sexual, una diferencia anatómica se «subsume», se convierte en el medium de la
apariencia/expresión –o mejor; se convierte en el soporte material– de una
cierta formación simbólica. Por esto mismo debería diferenciarse la
historicidad en sí de la evolución orgánica. En esta última, un Principio
universal se diferencia de sí mismo lenta y gradualmente; permanece como un
tranquilo, subterráneo y omniabarcador fundamento que unifica la desbordante actividad
de los individuos en liza, su interminable proceso de generación y corrupción
que es el «ciclo de la vida». En la historia, por el contrario, el Principio
universal está en lucha «infinita» consigo mismo; esto es, la lucha es en cada
ocasión una lucha por el destino de la universalidad misma. En la vida
orgánica, los momentos particulares están en lucha unos con otros, y a través
de esta lucha el Universal se reproduce; en el Espíritu, el Universal está en
lucha consigo mismo. Por esto mismo los momentos eminentemente «históricos» son
aquellos marcados por grandes colisiones en las que peligra toda una forma de
vida, esos momentos en los que las normas sociales y culturales ya no
garantizan un mínimo de estabilidad y cohesión. En tales situaciones abiertas
debe inventarse una nueva forma de vida, y es en este punto donde Hegel sitúa
el papel de los grandes héroes. Operan en una zona prelegal, sin Estado: su
violencia no está limitada por las reglas morales habituales, ellos defienden
un nuevo orden con una vitalidad subterránea que pulveriza todas las normas
establecidas. Según la doxa habitual sobre Hegel, los héroes siguen sus
pasiones instintivas, y sus motivaciones y objetivos auténticos no están claros
para ellos mismos: son instrumentos inconscientes de una necesidad histórica
más profunda, que da nacimiento a una nueva forma de vida espiritual. Sin
embargo, como señala Lebrun, no debería imputársele a Hegel la típica noción
teleológica de una mano oculta de la Razón que maneja los hilos del proceso
histórico siguiendo un plan establecido con anterioridad y usando las pasiones
de los individuos como instrumentos para su implementación. En primer lugar,
puesto que el significado de sus actos es a priori inaccesible a los individuos
que los realizan, héroes incluidos, no hay «ciencia de la política» capaz de
predecir el curso de los acontecimientos: «nadie tiene nunca el derecho de
declararse depositario del autoconocimiento del Espíritu» [42] . Esta
imposibilidad, además, «le ahorra a Hegel el fanatismo de la “responsabilidad
objetiva”» [43] . En otras palabras, no hay espacio en Hegel para la figura
marxista-estalinista del revolucionario comunista que comprende la necesidad
histórica y se postula como instrumento de su implementación. Sin embargo, es
necesario añadir un giro adicional: si meramente afirmamos esta imposibilidad,
todavía estamos «concibiendo el Absoluto como Sustancia, no como Sujeto»;
estamos todavía presuponiendo que hay algún Espíritu preexistente que impone su
Necesidad sustancial sobre la historia, mientras que aceptamos que se nos niega
el conocimiento de esta Necesidad. Para ser coherentemente hegelianos, sin
embargo, debemos dar un paso crucial e insistir en que la Necesidad histórica
no preexiste al contingente proceso de su realización efectiva, esto es, que el
proceso histórico está «abierto» en sí mismo, no está decidido. Esta mezcla
confusa «genera sentido a medida que se despliega»: Es la gente, y solamente
ellos, quienes hacen historia, mientras que el Espíritu se explica mediante
este hacer… La clave no está, como en una ingenua teodicea, en encontrar una
justificación para cada acontecimiento. En tiempo real ninguna armonía
celestial resuena entre el ruido y la furia. Solo una vez que este tumulto se
reúne en el pasado, una vez que se aprehende lo que tuvo lugar, lo que podemos
decir es que el «curso de la Historia» está algo mejor trazado. La historia
avanza solo para aquellos que la miran hacia atrás; es una progresión lineal
solo en retrospectiva… la «providencial necesidad» hegeliana tiene tan poca
autoridad que parece como si aprendiera del transcurso de aquellas cosas en el
mundo que eran sus fines [44] . Así es como debería entenderse la tesis de
Hegel de que en el curso del desarrollo dialéctico las cosas «devienen lo que
son»: no es que un despliegue temporal meramente haga existente una estructura
conceptual atemporal preexistente; esta estructura conceptual atemporal es en
sí misma el resultado de decisiones temporales contingentes. Consideremos el ejemplo
de una decisión contingente cuyo resultado definió toda la vida del agente, el
cruce del Rubicón por parte de César: No es suficiente con decir que cruzar el
Rubicón es parte del concepto completo de César. Debería decirse más bien que
César se define por el hecho de que cruzó el Rubicón. Su vida no siguió el
guion escrito en el libro de alguna diosa: no hay ningún libro que ya hubiera
contenido las relaciones que definen la vida de César, por la sencilla razón de
que su misma vida es este libro, y en cada momento un acontecimiento es en sí
su propia narración [45] . ¿Por qué no decir entonces que, sencillamente, no
hay ninguna estructura conceptual atemporal, que todo lo que hay es un
despliegue temporal gradual? Aquí nos encontramos con la paradoja propiamente
dialéctica que define la auténtica historicidad en oposición al historicismo
evolucionista, y que fue formulada mucho más tarde, en el estructuralismo
francés, como la «primacía de lo sincrónico sobre lo diacrónico». Por lo
general se entendió que esta primacía implicaba la negación de toda
historicidad en el estructuralismo: un desarrollo histórico puede reducirse al
despliegue temporal (imperfecto) de la preexistente matriz atemporal de todas
las variaciones/combinaciones posibles. Esta simplista noción de la «primacía
de la sincronía sobre la diacronía» obvia el punto auténticamente dialéctico,
señalado hace mucho por T. S. Eliot entre otros (véase la larga cita supra, pp.
231-232) respecto al modo en que cada fenómeno artístico realmente nuevo no
solo marca una ruptura con todo el pasado, sino que retroactivamente cambia
este mismo pasado. En cada coyuntura histórica, el presente no es presente
únicamente; también incluye una perspectiva sobre el pasado que le es
inmanente. Tras la desintegración de la Unión Soviética, por ejemplo, la
Revolución de Octubre ya no es el mismo acontecimiento histórico: ya no es
(desde el triunfante punto de vista liberalcapitalista) el comienzo de una
nueva época de avance en la historia de la humanidad, sino el comienzo de un
catastrófico descarrilamiento de la historia que acabó en 1991. Esta es la
lección definitiva del anti-«movilismo» de Hegel: la dialéctica no tiene nada
que ver en absoluto con la justificación historicista de una política o
práctica determinada en una cierta etapa del desarrollo histórico, una
justificación que podría muy bien abandonarse en una etapa «superior»
posterior. Ante la revelación de los crímenes de Stalin en el XX Congreso del
Partido Comunista de la Unión Soviética, Brecht señaló que el mismo agente
político que antes había desempeñado un papel importante en el proceso
revolucionario (Stalin), ahora se había convertido en un obstáculo para él, y
alabó esto como una idea auténticamente «dialéctica»; pero esta lógica debería
rechazarse completamente. En el análisis dialéctico de la historia, por el
contrario, cada nueva «etapa» que llega «reescribe el pasado» y
retroactivamente deslegitima la anterior
La lechuza de Minerva Volvamos a César: una vez que cruzó el Rubicón, su
vida anterior se mostró de un modo nuevo, como un camino preparatorio para su
papel histórico-universal posterior; es decir, se transformó en parte de una
historia vital totalmente diferente. Esto es lo que Hegel llama «totalidad», o
lo que el estructuralismo llama «estructura sincrónica»: un momento histórico
que no está limitado al presente sino que incluye su propio pasado y futuro; en
otras palabras, el modo en que el pasado y el futuro se ven para y desde este
momento. La consecuencia principal de concebir el orden simbólico como
totalidad es que, lejos de reducirlo a una suerte de trascendental a priori
(una red formal, dada de antemano, que limita el alcance de la práctica
humana), habría que seguir a Lacan y centrarse en cómo los gestos de
simbolización están entrelazados e insertados en el proceso de prácticas
colectivas. Lo que Lacan elabora como un «momento doble» de la función
simbólica va más allá de la teoría performativa del discurso tal como está
desarrollada en la tradición de J. L. Austin hasta John Searle: La función
simbólica se presenta en el sujeto como un movimiento doble: el hombre realiza
su propia acción sobre un objeto, pero solo para devolverle su lugar
fundacional en el momento adecuado. En este equívoco, que opera constantemente,
reside todo el progreso de una función en la que acción y conocimiento se alternan [46] . El ejemplo histórico
evocado por Lacan para clarificar este «movimiento doble» indica bien sus
referencias ocultas: «en la fase uno, un hombre que trabaja en el nivel productivo
de nuestra sociedad se considera perteneciente a las filas del proletariado; en
la fase dos, en nombre de su pertenencia a ella, se une a una huelga general»
[47] . La referencia (implícita) de Lacan aquí es a Historia y conciencia de
clase de Lukács, una obra marxista clásica de 1923, cuya aclamada traducción
francesa se publicó a mediados de los años cincuenta. Para Lukács, la
consciencia se opone al mero conocimiento de un objeto: el conocimiento es
externo al objeto conocido, mientras que la consciencia en sí es «práctica», un
acto que cambia su mismo objeto. (Una vez que un trabajador «se considera como
perteneciente a las filas del proletariado», esto cambia su propia realidad:
actúa diferente.) Uno hace algo, se cuenta como (se declara) aquel que lo hizo,
y sobre la base de esta declaración, hace algo nuevo. El momento exacto de
transformación subjetiva acaece en el momento de la declaración, no en el
momento del acto. Este momento reflexivo de la declaración significa que cada
proferencia no solo transmite algún contenido, sino que simultáneamente también
determina cómo se relaciona el sujeto con este contenido. Incluso los objetos y
actividades más prosaicos siempre contienen tal dimensión declarativa, que
constituye la ideología de la vida cotidiana. Sin embargo, Lukács sigue siendo
demasiado idealista cuando propone simplemente reemplazar el Espíritu hegeliano
por el Proletariado en cuanto Sujeto-Objeto de la Historia: Lukács aquí no es
realmente hegeliano, sino un idealista prehegeliano [48] . Incluso estaríamos
tentados de hablar aquí de una «inversión idealista de Hegel» que se produce en
Marx. Hegel era bien consciente de que la lechuza de Minerva alza el vuelo al
atardecer, después de producido el hecho; o sea, que el Pensamiento sigue al Ser
(razón por la que, para Hegel, no puede haber comprensión científica del futuro
de la sociedad). Por contra, Marx reafirma la primacía del Pensamiento: la
lechuza de Minerva (la filosofía contemplativa alemana) debería ser reemplazada
por el canto del gallo galo (el pensamiento revolucionario francés) que anuncia
la revolución proletaria; en el acto revolucionario proletario, el Pensamiento
precederá al Ser. Marx ve por tanto en el motivo hegeliano de la lechuza de
Minerva una pista para desenterrar el positivismo secreto de la especulación
idealista hegeliana: Hegel deja la realidad tal como está. La réplica hegeliana
es que el desfase de la consciencia no implica un objetivismo ingenuo que
afirme que la consciencia quede atrapada en un proceso objetivo trascendente.
Un hegeliano acepta el concepto de Lukács de la consciencia en cuanto opuesta
al mero conocimiento de un objeto; lo que es inaccesible a la consciencia es el
impacto del acto mismo del sujeto, su propia inscripción en la objetividad.
Desde luego el pensamiento es inmanente a la realidad y de hecho la cambia,
pero no como una autoconciencia plenamente autotransparente, no como un Acto
consciente de su propio impacto. El mismo Marx sin embargo roza esta paradoja
de una retroactividad noteleológica cuando en los Grundrisse, a propósito del
concepto de trabajo, señala que incluso las categorías más abstractas, a pesar
de su validez –precisamente debida a su naturaleza abstracta– para todas las
épocas, son no obstante, en lo que hay de determinado en esta abstracción, el
producto de condiciones históricas y poseen plena validez solo para estas
condiciones y dentro de sus límites. La sociedad burguesa es la más compleja y
desarrollada organización histórica de la producción. Las categorías que expresan sus condiciones y la
comprensión de su organización permiten al mismo tiempo comprender la
organización y las relaciones de producción de todas las formas de sociedad
pasadas, sobre cuyas ruinas y elementos ella fue edificada y cuyos vestigios,
aún no superados, continúa arrastrando, a la vez que meros indicios previos han
desarrollado en ella su significación plena, etc. La anatomía del hombres es
una clave para la anatomía del mono. Por el contrario, los indicios de las
formas superiores en las especies animales inferiores pueden ser comprendidos
solo cuando se conoce la forma superior [49] . En resumen, por parafrasear a
Pierre Bayard, lo que Marx está diciendo aquí es que la anatomía del simio,
aunque se formó antes en el tiempo que la anatomía del hombre, en cierto modo
plagia por anticipación a la anatomía del hombre. La pregunta, sin embargo,
sigue siendo: ¿alberga el pensamiento de Hegel una apertura tal hacia el
futuro, o el cierre de su Sistema lo impide a priori? Pese a las engañosas
apariencias, deberíamos responder que sí, el pensamiento de Hegel está abierto
hacia el futuro, pero precisamente en virtud de su cierre. Esto es, la apertura
hacia el futuro de Hegel es negativa: en sus afirmaciones negativas/limitadoras
se articula como el famoso dictum «no se puede saltar por encima del propio
tiempo» de su Filosofía del derecho. La imposibilidad de tomar prestado
directamente del futuro se basa en que la retroactividad hace del futuro algo a
priori impredecible: no podemos escalar por encima de nuestros propios hombros
y contemplarnos «objetivamente» a nosotros mismos para poder captar el modo en
que encajamos en el tejido de la historia, porque este tejido se vuelve a tejer
retroactivamente una y otra vez. En el campo de la teología, Karl Barth extendió
esta impredecibilidad hasta el Juicio Final mismo, subrayando cómo la
revelación final de Dios será totalmente inconmensurable con nuestras
expectativas: Dios no está oculto para nosotros; Él es revelado. Pero qué y
cómo debemos ser en Cristo, y qué y cómo el Mundo será en Cristo al final del
camino de Dios, en la irrupción de la redención y completitud, eso no nos es
revelado; eso está oculto. Seamos sinceros: no sabemos lo que estamos diciendo
cuando decimos que Jesucristo volverá en el Juicio, ni cuando hablamos de la
resurrección de los muertos, de la vida eterna y la muerte eterna. Todas estas
cuestiones se unirán en una penetrante revelación –una visión comparada con la
cual toda nuestra actual claridad habrá sido ceguera–, y esto se nos dice demasiado
a menudo en las Escrituras como para que no sintamos que debamos prepararnos.
Pues no sabemos qué será revelado cuando el último velo se retire de nuestros
ojos, de todos los ojos; o cómo nos contemplaremos y lo que seremos para los
demás: hombres de hoy y hombres de siglos y milenios pasados, ancestros y
descendientes, maridos y mujeres, sabios y necios, opresores y oprimidos,
traidores y traicionados, asesinos y asesinados, Oeste y Este, alemanes y
otros, cristianos, judíos, paganos, ortodoxos y herejes, católicos y
protestantes, luteranos y reformados. No sabemos sobre qué divisiones y
uniones, sobre qué confrontaciones e interconexiones se abrirán los sellos de
todos los libros. No sabemos cuán pequeños y poco importantes nos parecerán
entonces, y cuánto parecerá solo entonces grande e importante, para qué
sorpresas de todo tipo nos debemos preparar. Tampoco sabemos qué Naturaleza nos
será presente entonces, como el cosmos en el que hemos vivido y todavía vivimos
aquí y ahora; qué constelaciones, mar, amplios valles y cimas –que vemos y
conocemos ahora– diremos y querremos decir entonces [50] . Con esta idea,
resulta claro cuán falso, cuán «demasiado humano», es el miedo a que la culpa
no será adecuadamente castigada; aquí, especialmente, debemos abandonar
nuestras expectativas: «¡Extraño cristianismo cuya ansiedad más acuciante
parece ser que la gracia de Dios demostrará ser demasiado libre, y que el
infierno, en vez de estar poblado por tanta gente, podría algún día revelarse
vacío!» [51] . Y la misma incertidumbre vale para la Iglesia misma; no posee
ningún conocimiento superior, es como un cartero que entrega el correo sin tener ni idea de lo que dice: «La
Iglesia solo puede entregarlo del modo en que un cartero entrega el correo; a
la Iglesia no se le pregunta lo que piensa que está comenzando allí, o qué
opina del mensaje. Cuanto menos sabe de él y menos deja en él sus huellas
dactilares, con más sencillez lo entrega tal como lo ha recibido; y cuanto más,
mejor» [52] . Solo hay una certeza incondicional en todo esto; la certeza de
Jesucristo como nuestro salvador, que es un «designador rígido» que sigue
siendo el mismo en todos los mundos posibles: Sabemos solo una cosa: que
Jesucristo es el mismo también en la eternidad, y que Su gracia es total y
completa, duradera a través del tiempo en la eternidad, en el nuevo mundo de
Dios que existirá y será reconocido de un modo totalmente diferente, que es
incondicional y por lo tanto en el más allá, sin duda, no está atado a ningún
purgatorio, sesiones de tutelaje o reformatorios [53] . No sorprende que Hegel
formulara esta misma limitación respecto a la política: especialmente como
comunistas, debemos abstenernos de cualquier imaginación positiva de la futura
sociedad comunista. Desde luego, estamos tomando prestado del futuro, pero cómo
lo hagamos será legible solo una vez que el futuro esté aquí, de modo que no
debemos poner demasiada esperanza en una búsqueda desesperada de «gérmenes del
comunismo» en la sociedad actual. ¿Es negativa la consecuencia de nuestra
consciencia del «efecto retroverso»? ¿Deberíamos limitar, o incluso rechazar,
las iniciativas sociales ambiciosas, puesto que siempre, por razones
estructurales, llevan a resultados no deseados (y, como tales, potencialmente
catastróficos)? Aquí debemos trazar una ulterior distinción: aquella entre la
«apertura» de la actividad simbólica que se ve atrapada en el «efecto
retroverso» (el significado de cada uno de sus elementos se decide
retroactivamente), y el Acto, en un sentido mucho más fuerte del término. En el
primer caso, las consecuencias no pretendidas de nuestros actos se deben
simplemente al gran Otro, la compleja red simbólica que sobredetermina (y por
tanto desplaza) su significado. En el segundo caso, las consecuencias no
pretendidas surgen del fracaso mismo del gran Otro, es decir, del modo en que
nuestro acto no solo se basa en el gran Otro, sino que lo desafía y lo
transforma radicalmente. La consciencia de que el poder de un auténtico Acto es
crear retroactivamente sus propias condiciones de posibilidad no debería
intimidarnos a la hora de aceptar aquello que parece imposible antes del acto:
solo de este modo nuestro acto toca lo Real. Respondiendo al reproche de Judith
Butler de que no está claro con qué fin moral o político explora y problematiza
los conceptos liberales de justicia y libertad, Talal Asad ofrece una
fantástica respuesta hegeliana: No puede haber una respuesta abstracta a esta
pregunta, porque son precisamente las implicaciones de las cosas dichas y
hechas en diferentes circunstancias las que uno intenta comprender… uno debería
estar preparado para el hecho de que aquello a lo que apunta en su propio
pensar puede ser menos significativo que el lugar en donde acaba… en el proceso
de pensar debería estar abierto a acabar en lugares inesperados; tanto si estos
producen incomodidad o deseo, satisfacción u horror [54] . Somos libres solo
frente a esta no-transparencia: si fuera posible que predijéramos completamente
las consecuencias de nuestros actos, nuestra libertad efectivamente sería solo
«necesidad conocida» en el modo pseudohegeliano, pues habría consistido en
elegir y querer libremente lo que sabemos que es necesario. En este sentido,
libertad y necesidad coincidirían plenamente: actúo libremente cuando sigo
voluntariamente mi necesidad interna, y las incitaciones que encuentro en mí
mismo, como mi auténtica naturaleza sustancial. Pero si este es el caso,
estamos dando un paso atrás, de Hegel a Aristóteles, pues no estamos tratando
ya con el sujeto hegeliano que produce («postula») su propio contenido, sino
con un agente propenso a hacer efectivas sus potencialidades inmanentes, sus
«fuerzas esenciales» positivas, como afirmaba el joven Marx en su crítica
profundamente aristotélica de Hegel. Lo que se pierde aquí es la dialéctica de
la retroactividad constitutiva del sentido, la continua (re)totalización
retroactiva de nuestra experiencia. Tal apertura a la contingencia radical es
difícil de mantener; incluso un racionalista como Habermas no fue capaz de
lograrlo. Su tardío interés en la religión rompe con la tradicional
preocupación progresista por el contenido humanista, espiritual, etc.,
escondido en la forma religiosa. Lo que le interesa es esta forma religiosa
misma: en particular entre aquellos que realmente creen y están listos para
poner sus vidas en juego por sus creencias, desplegando una energía y
compromiso incondicional ausentes en la postura escéptica-progresista-liberal
–como si solo un contagio de tal compromiso incondicional pudiera revitalizar
el agotamiento pospolítico de la democracia–. Habermas está reaccionando aquí
ante el mismo problema que Chantal Mouffe encara con su «pluralismo
agonístico», es decir: ¿cómo reintroducir la pasión en la política? ¿No está
Habermas comprometido con una suerte de vampirismo ideológico, chupando la
energía de los creyentes ingenuos sin estar preparado para abandonar su propia
postura progresista-secular, de modo que la plena creencia religiosa sigue
conservando una suerte de Alteridad fascinante y misteriosa? Como ya mostró
Hegel a propósito de la dialéctica de la fe y la Ilustración en su
Fenomenología del espíritu, esta oposición entre Ilustración formal y creencias
fundamentales-sustanciales es falsa, una insostenible posición
ideológico-existencial. Es necesario asumir plenamente la identidad de los dos
momentos opuestos, que es lo que precisamente puede hacer el «materialismo
cristiano»: este aúna el rechazo a la Alteridad divina con el compromiso
incondicional. Es en este preciso lugar –después de conceder la ruptura radical
de Hegel con la teodicea metafísica tradicional, y admitiendo plenamente la
apertura de Hegel hacia lo por-venir– donde Lebrun avanza su crítica. La
estrategia nietzscheana de Lebrun consiste, en primer lugar, en admitir la
radicalidad de la subversión que Hegel realiza de la metafísica tradicional.
Pero entonces, en un segundo paso crucial, demuestra cómo este sacrificio
radical del contenido metafísico salva la forma mínima de la metafísica. Las
acusaciones a Hegel por su teodicea, desde luego, caen en saco roto: no hay un
Dios sustancial que escriba el guion de la Historia por adelantado y contemple
su realización; la situación está abierta, la verdad emerge solo a partir del
proceso mismo de su despliegue, etcétera. Pero lo que Hegel mantiene, pese a
todo, es la presuposición mucho más profunda de que, así como al caer el
atardecer sobre los acontecimientos del día la lechuza de Minerva alza el
vuelo, siempre hay al final una historia que debe contarse, una historia que
(tan «retroactiva» y «contingentemente» como uno quiera) reconstruye el Sentido
del proceso previo. Hegel está desde luego contra toda forma de dominio
despótico, de modo que cierta crítica, que describe su pensamiento como una
divinización de la monarquía prusiana, es ridícula. Sin embargo, su afirmación
de la libertad subjetiva tiene truco: es la libertad del sujeto la que sufre
una violenta «transustanciación», que afecta al individuo atrapado en su particularidad, haciéndolo sujeto
universal que reconoce en el Estado la sustancia de su propio ser. El
anverso-especular de esta mortificación de la individualidad como el precio a
pagar por el auge del sujeto universal «auténticamente» libre, es que el poder
del Estado conserva toda su autoridad; todo lo que cambia es que esta autoridad
(como en toda la tradición de Platón en adelante) pierde su carácter
tiránico-contingente y se convierte en un poder racionalmente justificado. La
cuestión es por tanto si Hegel está o no está siguiendo una desesperada
estrategia de sacrificar todo contenido metafísico para salvar lo esencial, la
forma misma (la forma de una reconstrucción racional retrospectiva, la forma de
la autoridad que impone al sujeto el sacrificio de todo contenido particular,
etc.). ¿O se trata más bien de que Lebrun, al hacer este tipo de reproche,
escenifica la estrategia fetichista de je sais bien, mais quand même… («Sé muy
bien que Hegel va hasta el final con su destrucción de las presuposiciones
metafísicas, pero pese a todo…»)? La respuesta a este tipo de reproche adopta la
forma de una pura tautología que marca el paso de la contingencia a la
necesidad: hay una historia que contar si hay una historia que contar. Es
decir, si, debido a la contingencia, surge una historia al final, entonces esta
historia aparecerá como necesaria. Sí, la historia es necesaria, pero su
necesidad es en sí misma contingente. Sin embargo, ¿no hay un grano de verdad
en la crítica de Lebrun? ¿No presupone efectivamente Hegel que, por contingente
y abierta que sea la historia, siempre puede narrarse una historia coherente
después del acontecimiento? O, por decirlo con palabras de Lacan, ¿no está
basado todo el edificio historiográfico hegeliano en la premisa de que,
independientemente de cuán confusos sean los acontecimientos, al final surgirá
un sujeto al que se le supone saber, convirtiendo mágicamente el sinsentido en
sentido, el caos en un nuevo orden? Simplemente recordemos su filosofía de la
historia, junto al relato de una historia universal como historia del progreso
de la libertad… ¿Y no es cierto que, si hay una lección que deba aprenderse del
siglo XX, es que todos los fenómenos extremos que ocurrieron en él nunca podrán
ser unificados en una única narrativa filosófica omniabarcante? Sencillamente
no se puede escribir una «Fenomenología del Espíritu del siglo XX» uniendo
progreso tecnológico, auge de la democracia, el fallido experimento comunista,
los horrores del fascismo, el fin gradual del colonialismo… ¿Pero por qué no?
¿Es este realmente el caso? ¿Y si precisamente se pudiera y debiera escribir
una historia hegeliana del siglo XX, la «era de los extremos» (Eric Hobsbawm),
como una narrativa global delimitada por dos constelaciones epocales, con su
punto de partida en el (relativamente) largo periodo pacífico de expansión
capitalista de 1848 hasta 1914, cuyos antagonismos subterráneos estallaron
después en la Primera Guerra Mundial, y su conclusión fue el «nuevo orden
mundial» capitalista-global que surgió después de 1990 que supuso el retorno a
un nuevo sistema omniabarcador que señalaba una suerte de «final de la
historia» hegeliano, pero cuyos antagonismos ya anuncian nuevos estallidos? ¿No
son los grandes virajes y las inesperadas convulsiones del confuso siglo XX,
sus numerosas «coincidencias de opuestos» –la transformación del capitalismo
liberal en fascismo, la aún más inopinada conversión de la Revolución de
Octubre en su contrario, la pesadilla estalinista– la materia histórica que más
clama por una lectura hegeliana? ¿Qué habría dicho Hegel de la lucha actual de
liberalismo contra fe fundamentalista? Una cosa es segura: no habría tomado
simplemente partido por el liberalismo, sino que habría insistido en la
«mediación» de los opuestos Por
convincente que pueda parecer, el diagnóstico crítico de Lebrun acerca de la
apuesta hegeliana (siempre habrá una historia que contar) se equivoca: Lebrun
olvida un giro adicional que complica la imagen de Hegel. Sí, Hegel asume
(aufhebt) el tiempo en la eternidad –pero esta misma asunción debe aparecer
como (depender de) un acontecimiento temporal contingente–. Sí, Hegel asume la
contingencia en un orden universal racional –pero este mismo orden depende de
un exceso contingente (el Estado como una totalidad racional, esto es, solo
puede hacerse efectivamente real con la figura «irracional» del rey a la
cabeza)–. Sí, la lucha se subsume/asume en la paz de la reconciliación
(aniquilación mutua) de los opuestos, pero esta reconciliación debe aparecer
como su opuesto, como un acto de violencia extrema. De modo que Lebrun está en
lo cierto al subrayar que el tema hegeliano de la lucha dialéctica de opuestos
es igualmente posible desde una actitud comprometida, desde un «tomar partido»:
para Hegel, la «verdad» de la lucha equivale siempre, con una necesidad
inexorable, a la destrucción mutua de los opuestos; la «verdad» de un fenómeno
siempre reside en su autoaniquilación, en la destrucción de su ser inmediato.
Pero Lebrun obvia aquí la auténtica paradoja: no solo Hegel no tuvo ningún
problema en tomar partido (con una parcialidad a menudo muy violenta) en los
debates políticos de su tiempo, todo su modo de pensar es profundamente
«polémico»; siempre interviniendo, atacando, colocándose de un lado u otro, y
por tanto muy lejos de la distanciada posición de la Sabiduría, que observa el
combate desde una distancia neutral, consciente de su nulidad sub specie
aeternitatis. Para Hegel, la universalidad verdadera («concreta») es accesible
solo desde un punto de vista «parcial» y comprometido. La relación entre
necesidad y libertad se interpreta habitualmente en Hegel como su coincidencia:
la auténtica libertad no tiene nada que ver con la elección caprichosa;
significa la prioridad de la autorrelación respecto al relacionarse-con-otro;
en otras palabras, una entidad es libre cuando puede desplegar su potencial
inmanente sin que se lo impida ningún obstáculo externo. Desde este punto, es
fácil desarrollar el argumento habitual contra Hegel: su sistema es un conjunto
totalmente «saturado» de categorías, sin espacio para la contingencia y la
indeterminación, pues en la lógica de Hegel cada categoría continúa a partir de
la precedente con una necesidad inmanente y una lógica inexorable, y toda la
serie de categorías forma un Todo autoclausurado. Podemos ver ahora lo que
ignora esta argumentación: el proceso dialéctico hegeliano no es este Todo
«saturado», autocontenido, necesario; sino el proceso abierto y contingente a
través del cual este Todo se forma a sí mismo. En otras palabras, esa crítica
confunde el Ser con el Devenir: percibe como un orden fijo del Ser (la red de categorías)
lo que para Hegel es el proceso del Devenir que, retroactivamente, engendra su
necesidad. Lo mismo puede decirse respecto a la distinción entre potencialidad
y virtualidad. Quentin Meillassoux ha explorado los límites de una ontología
materialista y posmetafísica cuya premisa básica es la multiplicidad cantoriana
de infinitos que no puede ser totalizada en un Uno omniabarcador. Aquí se basa
en Badiou, quien también señaló cómo la gran innovación materialista de Cantor
tiene que ver con el estatuto de los números infinitos (y precisamente porque
esta innovación era esencialmente materialista, pudo causar tal trauma psíquico
para Cantor, un devoto católico): antes de Cantor, el Infinito estaba vinculado
al Uno, la forma conceptual de Dios en la religión y en la metafísica; tras Cantor, el Infinito entra en
el dominio de lo Múltiple; implica la existencia real de infinitas
multiplicidades, así como un número infinito de diferentes infinidades [56] .
La elección entre materialismo e idealismo, ¿tiene que ver entonces con el
esquema más básico de la relación entre multiplicidad y Uno en el orden del
significante? ¿Es el hecho primordial la multiplicidad de significantes, que se
totaliza mediante la sustracción del Uno; o el hecho primordial es el «Uno barrado»
–más precisamente, el de la tensión entre el Uno y su lugar vacío, la
«represión primordial» del significante binario, de modo que la multiplicidad
surge para llenar este vacío, la ausencia del significante binario–? Aunque
pueda parecer que la primera versión es materialista y la segunda idealista,
deberíamos resistirnos a esta fácil tentación: desde una posición realmente
materialista, la multiplicidad solo es posible a partir del Vacío –solo esto
hace a la multiplicidad no-Toda–. La «génesis» (deleuziana) del Uno a partir de
la multiplicidad primordial, este prototipo de explicación «materialista» de
cómo surge el Uno totalizador, debería por tanto rechazarse: no es ninguna
sorpresa que Deleuze sea también el filósofo del Uno (vitalista). Respecto a su
configuración formal más elemental, la pareja de idealismo y materialismo puede
contemplarse también como la oposición entre falta primordial y la curvatura
autoinvertida del ser: mientras que para el «idealismo» la falta (un agujero o
fractura en el orden del ser) es el hecho insuperable (que entonces puede tanto
aceptarse en cuanto tal como llenarse con algún contenido positivo imaginado),
para el «materialismo» la falta en última instancia es el resultado de una
curvatura del ser, una «ilusión de perspectiva», una forma de apariencia en la
torsión del ser. En vez de reducir el uno al otro (en vez de concebir la
curvatura del ser como un intento de ocultar la falta primordial, o entender la
falta como una percepción errónea de la curvatura), deberíamos insistir en la
irreductible fractura de paralaje entre las dos. En términos psicoanalíticos,
se trata de la fractura entre deseo y pulsión, y aquí también deberíamos
resistir la tentación de dar prioridad a un término y reducir el otro a mero
efecto estructural del primero. Esto es, se puede concebir el movimiento en
rotación de la pulsión como un modo de evitar el callejón sin salida del deseo:
la esencial falta/imposibilidad, el hecho de que el objeto de deseo esté
siempre perdido, se convierte en ganancia cuando el objetivo de la libido ya no
es alcanzar su objeto, sino girar continuamente a su alrededor –la satisfacción
se genera por el repetido fracaso a la hora de obtener una satisfacción
directa–. Y se puede concebir también el deseo como un modo de evitar la
circularidad de la pulsión: el movimiento de rotación autoclausurado se
reconstruye como un fracaso repetido en alcanzar un objeto trascendente que
siempre evita ser aprehendido. En términos filosóficos, esta pareja repite (no
la pareja de Spinoza y Hegel, sino) la pareja de Spinoza y Kant: la pulsión
spinoziana (que no se fundamenta en una falta) versus el deseo kantiano
(alcanzar la cosa nouménica). Pero Hegel ¿comienza realmente con la
multiplicidad contingente? ¿No ofrece más bien una «tercera vía», a través del
punto de no-decisión entre deseo y pulsión? ¿No comienza en realidad con el
Ser, y después deduce la multiplicidad de existentes (seresahí), que surge como
el resultado de la primera tríada (o más bien, tétrada) ser-nadadevenir-existente?
En este punto deberíamos tener en cuenta el hecho de que, cuando escribe sobre
el paso del Ser a la Nada, Hegel recurre al tiempo pasado: el Ser no pasa hacia
la Nada, siempre ha pasado ya hacia la Nada. La primera tríada de la Lógica no
es una tríada dialéctica, sino una evocación retroactiva de una suerte de
pasado virtual espectral, algo que nunca pasa, puesto que siempre ha pasado ya:
el comienzo auténtico, la primera entidad que está «realmente aquí» es la
contingente multiplicidad de seres-ahí (existentes). Por decirlo de otro modo,
no hay una tensión entre Ser y Nada que generara el pasaje incesante de uno al
otro: en ellos mismos, antes de la dialéctica en sí, el Ser y la Nada son
directa e inmediatamente lo mismo, son indiscernibles; su tensión (la tensión
entre forma y contenido) aparece solo retroactivamente si uno los mira desde el
punto de vista propio de la dialéctica. Tal ontología del no-Todo afirma una
contingencia radical: no solo no hay leyes que dependan de la necesidad, sino
que toda ley es en sí misma contingente: puede ser derrocada en cualquier
momento. Esto equivale a una suspensión del Principio de Razón suficiente: una
suspensión no solo epistemológica, sino también ontológica. Esto es, no se
trata solo de que nunca podamos conocer toda la red de determinaciones
causales, sino que esta cadena es en sí misma «inconcluyente»; abre el espacio
para la inmanente contingencia del devenir. Este caos del devenir, no sometido
a ningún orden preexistente, es lo que define al materialismo radical. En esta
línea, Meillassoux propone una precisa distinción entre contingencia y azar,
vinculándola a la distinción entre virtualidad y potencialidad: Potencialidades
son los casos no-actualizados de un conjunto indexado de posibilidades bajo la
condición de una ley dada (ya sea aleatoria o no). Azar es cada actualización
de una potencialidad, para la que no hay instancia unívoca de determinación
sobre la base de las condiciones iniciales dadas. Por consiguiente, puedo
llamar contingencia a la propiedad de un conjunto indexado de casos (no de un
caso perteneciente a un conjunto indexado) de no ser él mismo un caso de
conjuntos de casos; y virtualidad, a la propiedad de cada conjunto de casos de
emergencia dentro de un devenir que no está dominado por ninguna totalidad
preconstituida de posibles [57] . Un caso claro de potencialidad es el
lanzamiento de un dado mediante el cual lo que ya era un caso posible se
convierte en un caso real: el hecho de que hubiera una posibilidad entre seis
de que el lado con el número seis acabara arriba tras el lanzamiento, fue
determinado por el orden preexistente de posibilidades, de modo que cuando
realmente aparece el número seis, se hace efectivo un posible preexistente.
Virtualidad, por el contrario, designa una situación en la que uno no puede
totalizar el conjunto de posibles, de modo que algo nuevo emerge, se hace
efectivo un caso para el que no había lugar en el conjunto preexistente de
posibles: «el tiempo crea el posible en el mismo momento en el que hace que acaezca,
impulsa al posible, al igual que lo real, y se inserta en el mismo lanzamiento
del dado, para impulsar un séptimo caso, en principio impredecible, que rompe
la fijeza de las potencialidades» [58] . Deberíamos recalcar aquí la precisa
fórmula de Meillassoux: lo Nuevo surge cuando surge una x, que no solo hace
real a una posibilidad preexistente, sino que su actualización crea (abre
retroactivamente) su propia posibilidad: Si mantenemos que el devenir no es
solo capaz de impulsar casos sobre la base de un universo de casos pre-dado,
debemos comprender que de ello se sigue que tales casos irrumpen exactamente
desde la nada, puesto que antes de su emergencia ninguna estructura los
contiene como potencialidades eternas: hacemos por tanto de la irrupción ex
nihilo el concepto mismo de la temporalidad llevada a su pura inmanencia [59] .
De este modo obtenemos una definición precisa del tiempo en su
irreductibilidad: el tiempo no es solo el «espacio» de la realización futura de
posibilidades, sino el «espacio» de la emergencia de algo radicalmente nuevo,
fuera del alcance de las posibilidades inscritas en cualquier matriz atemporal.
Esta emergencia de un fenómeno ex nihilo (no cubierto totalmente por una cadena
suficiente de razones) ya no es –como en la metafísica tradicional– un signo de
la intervención directa de algún poder sobrenatural en la naturaleza, sino por
el contrario un signo de la inexistencia de Dios, esto es, una prueba de que la
naturaleza es no-Toda: no está «cubierta» por ningún Orden o Poder trascendente
que la regule. El «milagro» (cuya definición formal es la emergencia de algo
que no está cubierto por la red causal existente) se convierte por tanto en un
concepto materialista: «Cada “milagro” se convierte así en la manifestación de
la inexistencia de Dios, en la medida en que cada ruptura radical del presente
en relación con el pasado se convierte en la manifestación de la ausencia de
cualquier orden capaz de supervisar el poder caótico del devenir» [60] . Sobre
la base de estas ideas, Meillassoux socava brillantemente el típico argumento
contra la contingencia radical de la naturaleza y sus leyes (en ambos sentidos:
el fundamento de las leyes y las leyes mismas): si es tan radicalmente
contingente, ¿cómo puede ser que la naturaleza sea tan permanente, que ella (en
su mayor parte) se conforme a leyes? ¿No es esto altamente improbable, la misma
improbabilidad que la del dado que siempre cae del lado del seis? Este
argumento se apoya en una totalización posible de posibilidades/probabilidades respecto
a la cual la uniformidad es improbable: si no hay ningún estándar, ninguna cosa
es más improbable que otra. Esta es también la razón de que sea falso el
«asombro» en el que se apoya el Principio antrópico fuerte en cosmología:
comenzamos por la vida humana, que podría haber evolucionado solo dentro de un
conjunto de precondiciones muy precisas, y después, moviéndonos hacia atrás, no
podemos sino asombrarnos de cómo nuestro universo está provisto precisamente
del conjunto adecuado de características necesarias para el surgimiento de la
vida; solo con una densidad, composición química, etc., ligeramente diferentes,
la vida habría sido imposible. Este «asombro» se apoya de nuevo en el
razonamiento probabilístico que presupone una totalidad preexistente de
posibilidades. Así es como deberíamos leer la tesis ya mencionada de Marx
acerca de la anatomía del hombre como clave para la antomía del simio: es una
tesis profundamente materialista, ya que no implica ninguna teleología (que
propondría que el hombre está ya presente «en germen» en el simio o que el
simio inmanentemente tiende hacia al hombre). Precisamente porque el paso del
simio al hombre es radicalmente contingente e impredecible, porque no hay
ningún «progreso» inherente, solo se puede determinar o discernir
retroactivamente las condiciones (y no «razones suficientes») en el simio para
la existencia del hombre. Una vez más, es crucial tener en cuenta que el
no-Todo es ontológico, no solo epistemológico: cuando nos topamos con la
«indeterminación» en la naturaleza, cuando no puede darse plenamente cuenta del
auge de lo Nuevo mediante el conjunto de sus condiciones preexistentes, esto no
significa que hayamos encontrado una limitación a nuestro conocimiento, no
implica nuestra incapacidad para comprender la razón «superior» que aquí está
en funcionamiento; sino, por el contrario, significa que hemos demostrado la
habilidad de nuestra mente para captar el no-Todo de la realidad: El concepto
de virtualidad nos permite… invertir los signos, haciendo de cada irrupción
radical la manifestación no de un principio trascendente del devenir (un
milagro, el signo de un Creador), sino de un tiempo que no delimita nada (una
emergencia, el signo del no-Todo). Podemos entonces captar lo que significa la
imposibilidad de rastrear una genealogía de las novedades directamente hasta un
momento antes de su emergencia: no la incapacidad de la razón para discernir
potencialidades ocultas sino, muy al contrario, la capacidad de la razón para
acceder a la inefectividad de un Todo de potencialidades que preexistiría a su
emergencia. En cada novedad radical, el tiempo pone de manifiesto que no
actualiza o hace efectivo un germen del pasado, sino que impulsa una
virtualidad que no preexiste de ningún modo, ni en cualquier totalidad
inaccesible al tiempo, a su propio advenimiento [61] . Para nosotros,
hegelianos, la pregunta crucial aquí es: ¿dónde se sitúa Hegel respecto a esta
distinción entre potencialidad y virtualidad? En un primer acercamiento, hay
abrumadoras evidencias de que Hegel es el filósofo de la potencialidad: ¿no se
dirime el proceso dialéctico, como desarrollo desde el En-sí hacia el Para-sí,
en el hecho de que en el devenir las cosas meramente «devienen lo que ya son»
(o eran desde toda la eternidad)? ¿No es el proceso dialéctico el despliegue
temporal de un conjunto eterno de potencialidades, que es la razón de que el
Sistema hegeliano sea un conjunto autoclausurado de pasos necesarios? Este
espejismo de abrumadoras evidencias disipa, sin embargo, el momento en el que
tomamos plenamente en cuenta la radical retroactividad del proceso dialéctico:
el proceso del devenir no es en sí necesario, sino que es el devenir (la
emergencia contingente gradual) de la necesidad misma. Esto es (entre otras
cosas) lo que significa «concebir la sustancia como sujeto»: el sujeto como
Vacío, como la Nada de la negatividad autorrelacionada, es el mismo nihil del
que emerge cada nueva figura; en otras palabras, cada inversión o pasaje
dialéctico es un paso en el que la nueva figura emerge ex nihilo y
retroactivamente postula o crea su necesidad, y al crearla crea la
potencialidad formulada en su lógica y una teleología es decir su fin, así
Hegel es metafísico desde la contingencia que es desde donde se realiza la
negación de la negación.
Es mucho lo que está en juego en este debate: ¿es Hegel un
pensador de la potencialidad o un pensador de la virtualidad? Entre otras
cosas, está en juego la (in)existencia misma del «gran Otro». La matriz
atemporal que incluye en sí misma el alcance y extensión de todas las
posibilidades, es un nombre del «gran Otro». Otro nombre del «gran Otro» es la
historia totalizadora que podemos narrar después del hecho consumado, o más
bien la certeza de que siempre surgirá esa historia. Nietzsche le reprocha al ateísmo
moderno precisamente que en él sobrevive el «gran Otro»; cierto, no sobrevive
en cuanto Dios sustancial, pero sí como el marco de referencia simbólico y
totalizador. Por eso Lebrun sostiene que Hegel no es un ateo que a conveniencia
se presenta como cristiano, sino que es efectivamente el último filósofo
cristiano. Hegel siempre insistía en la profunda verdad del dicho protestante
«Dios está muerto»: en su propio pensamiento muere el Dios
sustancial-trascendente, pero resucita como totalidad simbólica que garantiza
la consistencia significativa del universo –en estricta homología con el paso,
en el cristianismo, del Dios qua sustancia al Espíritu Santo qua comunidad de
creyentes–. Cuando Nietzsche habla de la muerte de Dios, no tiene en mente al
dios viviente pagano, sino precisamente a este Dios qua Espíritu Santo, la
comunidad de los creyentes. Aunque esta comunidad ya no se apoya en una
Garantía trascendente de un gran Otro sustancial, el gran Otro (y por ello la
dimensión teológica) está aquí todavía, como el marco simbólico de referencia
(o en el estalinismo, por ejemplo, bajo la forma del gran Otro de la Historia
que garantiza la significación de nuestros actos) Lo que ocurre realmente en el cristianismo
¿es este cambio de los dioses vivientes de lo Real al Dios muerto de la Ley?
¿No ha tenido lugar ya este cambio en el judaísmo, de modo que la muerte de
Cristo no puede representar este cambio, sino uno mucho más radical: la muerte
del gran Otro simbólico-«muerto»? La pregunta clave por lo tanto es: ¿el
Espíritu Santo es todavía una figura del gran Otro, o es posible concebirlo
fuera de este marco? Si el Dios muerto tuviera que mutar directamente en
Espíritu Santo, entonces tendríamos todavía al gran Otro simbólico. Pero la
monstruosidad de Cristo, esta singularidad contingente que intercede entre Dios
y hombre, es la prueba de que el Espíritu Santo no es el gran Otro que
sobrevive como espíritu de la comunidad tras la muerte del Dios sustancial,
sino un vínculo colectivo de amor sin ningún apoyo en el gran Otro. Ahí reside
la paradoja auténticamente hegeliana de la muerte de Dios: si Dios muere
directamente, como Dios, sobrevive como gran Otro virtualizado; solo si muere
en la forma de Cristo –su encarnación terrenal– puede también desintegrarse como
gran Otro. Cuando Cristo murió en la Cruz, la tierra tembló y descendió la
oscuridad, signos de que el orden celestial mismo –el gran Otro– se vio
perturbado: no solo algo horrible había ocurrido en el mundo, sino que las
mismas coordenadas del mundo mismo se vieron sacudidas. Fue como si se hubiese
desatado el sinthome –el nudo que mantiene unido el mundo–, y la audacia de los
cristianos fue la de tomar esto como un buen presagio, o como Mao afirmó mucho
después: «hay gran caos bajo los cielos, la situación es excelente». Ahí reside
lo que Hegel llama la «monstruosidad» de Cristo: la inserción de Cristo entre
Dios y el hombre es estrictamente equivalente al hecho de que «no hay gran
Otro»: Cristo se inserta como la contingencia singular sobre la que se apoya la
necesidad universal misma del «gran Otro». Al afirmar que Hegel es el último
filósofo cristiano, Lebrun –por parafrasear a T. S. Eliot– tiene razón por las
razones equivocadas. Solo si tenemos en cuenta esta dimensión podemos ver
realmente por qué los críticos darwinistas (u otros evolucionistas) de Hegel se
equivocan cuando ridiculizan su afirmación de que no hay Historia en la
naturaleza, solo en las sociedades humanas: Hegel no sugiere que la naturaleza
sea siempre la misma, que las formas de vida vegetal y animal estén fijadas
para siempre, de modo que no hay evolución en la naturaleza; lo que afirma es
que no hay Historia como tal en la naturaleza: «El ser vivo se conserva a sí
mismo, es el comienzo y el final; el producto en sí mismo es también el
principio, está siempre activo como tal» [62] . La vida repite eternamente su
ciclo y vuelve a sí misma: la sustancia se reafirma una y otra vez, los niños
se convierten en padres, etcétera. El círculo aquí es perfecto, está en paz
consigo mismo. A menudo la naturaleza se ve perturbada (desde fuera: en ella
desde luego tenemos transformaciones graduales de una especie en otra, y
contemplamos choques y catástrofes que eliminan especies enteras), pero lo que
no percibimos en la naturaleza es el aparecer Universal (postulado) como tal,
en contraste con su propio contenido particular –un Universal en conflicto
consigo mismo–. En otras palabras, lo que falta en la naturaleza es lo que
Hegel llamaba la «monstruosidad» de Cristo: la encarnación directa del arkhé del
universo entero (Dios) en un individuo singular que camina entre los mortales
como uno más. Es en este preciso sentido que, para distinguir el movimiento
natural del espiritual, Hegel utiliza el extraño término «inserción»: en un
proceso orgánico, «nada puede insertarse a sí mismo entre el Concepto y su
realización, entre la naturaleza del género determinado en sí mismo y la
existencia que se conforma a esta naturaleza; en el dominio del Espíritu, las
cosas son completamente diferentes» [63]
. Cristo es como una figura que «se inserta» entre Dios y su Creación. El
desarrollo natural está dominado y regulado por un principio, o arkhé, que
permanece el mismo a lo largo del movimiento de su actualización, sea en el
desarrollo de un organismo desde su concepción hasta su madurez, o en la
continuidad de una especie a través de la generación y decadencia de su
miembros individuales. No hay tensión aquí entre el principio universal y su
ejemplificación, el principio universal es la serena fuerza universal que totaliza
y abarca la riqueza de su contenido particular; sin embargo, «la vida no tiene
historia porque es totalizadora solo externamente» [64] , es un género
universal que abarca a la multitud de individuos que luchan, pero esta unidad
no es postulada en un individuo. En la historia espiritual, por el contrario,
esta totalización acaece para sí misma, se postula como tal en las figuras
singulares que encarnan la universalidad contra su propio contenido particular.
O por decirlo de otro modo, en la vida orgánica, la sustancia (la Vida
universal) es la unidad abarcadora del juego mutuo de sus momentos
subordinados, aquello que permanece igual a través del proceso eterno de
generación y corrupción, aquello que retorna a sí mediante este movimiento. Con
la subjetividad, sin embargo, el predicado pasa al sujeto: la sustancia no
vuelve a sí misma, sino que es re-totalizada por lo que fue originalmente su
predicado, su momento subordinado. El momento clave en un proceso dialéctico
implica por tanto la «transustanciación» de su punto central: lo que en
principio era solo un predicado, un momento subordinado del proceso (digamos,
el dinero en el desarrollo del capitalismo), se convierte en su momento
central, degradando retroactivamente sus presuposiciones, los elementos a
partir de los cuales emergió, convirtiéndolos, en suma, en momentos
subordinados, en elementos de su circulación autopropulsada. Robert Pippin da
un ejemplo de en qué sentido el Espíritu hegeliano es «su propio resultado»
refiriéndose al final de En busca del tiempo perdido de Proust: ¿de qué forma
Marcel finalmente «deviene lo que es»? Por medio de la ruptura con la ilusión
platónica de que su Yo puede estar «asegurado por cualquier cosa, cualquier
valor o realidad que trascienda al mundo humano totalmente temporal»: Fue…
fracasando en devenir «lo que es un escritor», fracasando en alcanzar su
«esencia escritoril» interior (como si ese papel debiera ser trascendentalmente
importante o incluso un papel definido, sustancial) como Marcel llega a ser consciente
de que tal devenir es importante por el hecho de no estar asegurado por lo
trascendente, por el hecho de ser plenamente temporal y finito, siempre y en
todo lugar en suspenso, y aun así ser capaz de traer alguna iluminación… Si
Marcel ha devenido quien es, y de algún modo en continuidad con y gracias a la
experiencia de su propio pasado, es poco probable que sea capaz de comprenderlo
mediante la apelación a un yo sustancial o subyacente, ahora descubierto, o
incluso mediante la invocación de yoes sustanciales sucesivos, cada uno
vinculado al futuro y al pasado por algún modo de autocontemplación [65] . Solo
mediante la plena aceptación de esta circularidad abismal, en la que la
búsqueda misma crea aquello que está buscando, el Espíritu «se encuentra a sí
mismo». Esta es la razón de que el verbo «fracasar», tal como es utilizado por
Pippin, deba recibir todo su peso: el fracaso a la hora de alcanzar el objetivo
(inmediato) es absolutamente crucial y constitutivo de este proceso –o, como
dijo Lacan: la vérité surgit de la méprise–. Si «solo es espíritu como
resultado de sí mismo» [66] , esto significa que la manera habitual de hablar
del Espíritu hegeliano como algo que se aliena de sí mismo, se reconoce en
su alteridad y entonces se reapropia de
su contenido, es profundamente equívoca: el Yo al que retorna el Espíritu se
produce en este mismo movimiento de retorno. Aquello a lo que está retornando
el proceso de retornar es producido por el mismo proceso de retornar. En un
proceso subjetivo no hay «sujeto absoluto», no hay ningún agente central
permanente que juega consigo mismo el juego de la alienación y la
desalienación, perdiendo o dispersándose para después reapropiarse de su
contenido alienado. Después de que se dispersa una totalidad sustancial, es otro
agente –que previamente es su momento subordinado– el que la retotaliza. Es
este desplazamiento del centro del proceso de un momento al otro lo que
distingue a un proceso dialéctico del movimiento circular de alienación y
superación; es merced a este desplazamiento que el «retorno a sí mismo»
coincide con la plena alienación (cuando un sujeto retotaliza el proceso, su
unidad sustancial se pierde totalmente). En este preciso sentido, la sustancia
retorna a sí misma como sujeto, y esta transustanciación es lo que la vida
sustancial no puede alcanzar. La lógica de la tríada hegeliana no es por tanto
la externalización de la Esencia seguida de la recuperación por la Esencia de
su Otredad alienada, sino una lógica totalmente diferente. El punto de partida
es la pura multiplicidad del Ser, un pleno aparecer sin ninguna profundidad. A
través de la automediación de su inconsistencia, este aparecer construye o
engendra la Esencia, la profundidad, que aparece en y mediante ella (el paso
del Ser a la Esencia). Finalmente, en el paso de la Esencia al Concepto, las
dos dimensiones son «reconciliadas» de modo que la Esencia se reduce a la
automediación, al corte dentro del aparecer mismo: la Esencia aparece como
Esencia dentro del aparecer, esta es toda su consistencia, toda su verdad. En
consecuencia, cuando Hegel habla de cómo la Idea se «externaliza» (entäussert)
en apariencias contingentes, y después se reapropia de su externalidad, aplica
uno de sus muchos nombres erróneos: lo que está describiendo en realidad es el
proceso opuesto, el de la «internalización», el proceso en el que la superficie
contingente del ser es postulada como tal, como contingente-externa, como «mera
apariencia», por medio de la generación, en un movimiento autorreflexivo, de
(la apariencia de) su propia «profundidad» esencial. En otras palabras: el
proceso en el que la Esencia se externaliza es simultáneamente el proceso que
genera esta misma esencia. «Externalización» es estrictamente lo mismo que la
formación de la Esencia que se externaliza a sí misma. La Esencia se constituye
retroactivamente a sí misma a través de su proceso de externalización, mediante
su pérdida –este es el modo en el que deberíamos entender la tan citada
afirmación de Hegel de que la Esencia es tan profunda como amplia. Y por eso
debe rechazarse el tema pseudohegeliano del sujeto que primero se externaliza y
después se reapropia de su Otredad alienada y sustancial. En primer lugar, no
hay un sujeto preexistente que se aliene por medio de postular su otredad: el
sujeto stricto sensu surge de este proceso de alienación en el Otro. Por esto,
el segundo movimiento –Lacan lo llama separación– en el que la alienación del
sujeto en el Otro se postula como correlativa a la separación del Otro mismo
respecto a su núcleo éx-timo, esta superposición de dos faltas, no tiene nada
que ver con el sujeto que se integra o internaliza su otredad. (Sin embargo,
queda un problema sin resolver: la dualidad lacaniana de alienación y
separación obviamente despliega también la estructura formal de una suerte de
«negación de la negación», pero ¿cómo se relaciona esta negación redoblada con
la hegeliana negación de la negación?) Quizá lo que falta en Lebrun es una
imagen más adecuada; un círculo que represente la circularidad única del proceso dialéctico. A
lo largo de múltiples páginas, Lebrun pugna con varias imágenes para
diferenciar el «círculo de círculos» hegeliano de la circularidad de la
Sabiduría tradicional (premoderna), del antiguo tema del «ciclo de la vida»,
con su generación y corrupción. ¿Cómo debemos leer, entonces, la descripción de
Hegel, que parece evocar un círculo completo en el que una cosa se convierte
meramente en lo que es? «La necesidad solo se muestra al final, pero de tal
modo, precisamente, que este fin revele cómo era igualmente el Comienzo. O el
fin revela esta prioridad de sí mismo por el hecho de que, en el cambio que ha
hecho real, nada surge que no estuviera ya ahí» [67] . El problema con este
círculo completo es que es demasiado perfecto, su autoclausura es doble; su
propia circularidad es re-marcada en otra marca circular. En otras palabras, la
repetición misma del círculo socava su cierre y subrepticiamente introduce una
fractura en la que se inscribe la contingencia radical: si para que el cierre
circular sea plenamente real debe reafirmarse como cierre, esto significa que
en sí mismo no es todavía realmente un cierre –solo (el exceso contingente de)
su repetición es lo que hace de él un cierre–. (Recordemos de nuevo la paradoja
del monarca en la teoría hegeliana del Estado racional: se necesita este exceso
contingente para hacer efectivamente real al Estado como totalidad racional.
Este exceso es, en lacaniano, el del significante sin lo significado: no añade
ningún contenido nuevo, simplemente registra performativamente algo que ya está
aquí.) Como tal, este círculo se socava a sí mismo: solo funciona si lo
suplementamos con un círculo interno adicional, de modo que obtengamos la
figura del «ocho invertido hacia dentro» (al que a menudo se refiere Lacan, y
es citado una vez por Hegel). Esta es la auténtica figura del proceso
dialéctico hegeliano, la figura que falta en el libro de Lebrun. Esto nos lleva
finalmente a la posición absolutamente única de Hegel en la historia de la
filosofía. El definitivo argumento antihegeliano invoca el hecho mismo de la
ruptura poshegeliana: lo que incluso el partidario más fanático de Hegel no
puede negar es que algo cambió después de Hegel, comenzó una nueva era del
pensamiento de la que ya no se puede seguir dando cuenta en los términos
hegelianos de la mediación conceptual absoluta. Esta ruptura acaece bajo
distintas formas, desde la afirmación de Schelling del abismo de la Voluntad
prelógica (más adelante popularizada por Schopenhauer) y la insistencia de
Kierkegaard en el carácter único de la fe y la subjetividad, pasando por la
reivindicación de Marx del proceso-de-vida socioeconómico real, o la plena
automatización de las ciencias naturales matematizadas, llegando hasta el
motivo freudiano de la «pulsión de muerte» como una repetición que insiste más
allá de toda mediación dialéctica. Algo ocurrió en ese momento, pues hay una
clara ruptura entre el antes y el después, y si bien se puede argüir que Hegel
ya anuncia esta ruptura y él es el último metafísico idealista y el primer historicista
posmetafísico, no se puede ser realmente hegeliano después de esta ruptura,
pues el hegelianismo ha perdido su inocencia para siempre. Actuar como un
completo hegeliano hoy en día es equivalente a escribir música tonal tras la
revolución de Schönberg. Hegel es el «malo» definitivo de esta película, su
obra es el logro final de la metafísica. En su pensamiento se superponen
completamente sistema e historia: la consecuencia de la equivalencia entre lo
Racional y lo Efectivamente Real es que el sistema conceptual no es más que la
estructura conceptual de la historia, y la historia no es sino el despliegue
exterior de este sistema. La estrategia hegeliana predominante, que surge como
reacción a ese espantajo que es «Hegel,
el Idealista Absoluto», ofrece una imagen «deflacionada» de Hegel, liberada de
compromisos ontológico-metafísicos, reducida a una teoría general del discurso,
de las posibilidades argumentativas. Este enfoque lo ejemplifican los llamados
hegelianos de Pittsburgh (Brandom, McDowell), y es en última instancia
defendido también por Robert Pippin, para el que la clave central de la tesis
de Hegel sobre el Espíritu como «verdad» de la Naturaleza «es sencillamente
que, en cierto nivel de complejidad y organización, los organismos naturales
llegan a ocuparse de sí mismos y finalmente llegan a comprenderse a sí mismos
de modos que ya no pueden explicarse adecuadamente dentro de los límites de la
naturaleza o como resultado de la observación empírica» [68] .
Consiguientemente, la «asunción» (superación/subsunción) de la Naturaleza en el
Espíritu finalmente significa que «los seres naturales que pueden alcanzarlo,
en virtud de sus capacidades naturales, son espirituales: haberlo alcanzado y
mantenerlo es ser espiritual; aquellos que no pueden no lo son» [69] . Así que,
lejos de describir un proceso ontológico o cósmico a través del cual una
entidad llamada Concepto se externaliza en la naturaleza y después vuelve a sí
mismo desde ella, todo lo que intentó hacer Hegel fue proporcionar «alguna explicación
operativa de la naturaleza de la necesidad categórica (si no ontológica) que
tienen los conceptos-espíritu de dar sentido a lo que estos organismos
[humanos] están haciendo, diciendo, y construyendo» [70] . Este tipo de elusión
de un compromiso ontológico pleno, desde luego, nos acerca al trascendentalismo
kantiano; algo que Pippin concede, concibiendo el sistema de Hegel como una
exposición sistemática de todas las formas posibles de inteligibilidad: La idea
es que la estructura «Lógica–Filosofía de la naturaleza–Filosofía del espíritu»
es un intento de comprender la posibilidad de toda inteligibilidad determinada
(la posibilidad de un contenido representacional o conceptual con pretensión de
objetividad, independientemente de a qué equivalga la afirmación más general de
tal posibilidad)… De modo que el hecho de que el Concepto esté-en o subyazca-a
algo supone afirmar que la Cosa tiene un principio de inteligibilidad, puede
hacerse inteligible, puede explicarse o aclararse cómo es verdaderamente; y la
inteligibilidad es ella misma un concepto lógico, inseparable del
autoconocimiento, del conocimiento de a qué equivale una satisfacción
explicativa. Ya he mencionado la similitud con la estructura de Kant
«Crítica–Metafísica de la Naturaleza–Metafísica de las Costumbres», aunque por
muchas razones Hegel seguramente insistiría en que no está presentando las
condiciones subjetivas de inteligibilidad al modo kantiano. Pero –sugiero– la
cuestión sigue siendo la inteligibilidad, un dar cuenta de, y Hegel claramente
creía que podía proporcionar algo así como la posibilidad general de todo
dar-cuenta, de toda explicación [71] . El paso hegeliano de la Naturaleza al
Espíritu no es por tanto un movimiento en la «cosa misma», sino que acaece en
el dominio del movimiento autorreflexivo del pensamiento sobre la naturaleza:
La naturaleza misma no se «desarrolla en el espíritu». Pensar mediante
explicaciones de la naturaleza, puede decirse, nos lleva hacia los estándares
(el «para sí») que tiene el espíritu respecto a la explicación, y a través de
ello nos lleva a la naturaleza de la autoridad normativa en general, la
cuestión central en nuestra búsqueda de la afinidad colectiva, en la
autorrealización del espíritu [72] . Si, en términos ontológicos, el espíritu
evoluciona naturalmente como capacidad de los seres naturales, ¿por qué no
apoyar sencillamente el evolucionismo materialista? Es decir, si –por citar a
Pippin– «a cierto nivel de complejidad y organización, los organismos naturales llegan a ocuparse de sí mismos, y
finalmente a comprenderse», ¿no significa esto que, en cierto sentido, la
naturaleza misma sí «se desarrolla en el espíritu»? Lo que debería
problematizarse es precisamente el frágil equilibrio que mantiene Pippin entre
materialismo ontológico e idealismo trascendental epistemológico: rechaza la
ontologización idealista directa de la explicación trascendental de la
inteligibilidad, pero también rechaza las consecuencias epistemológicas del
materialismo evolutivo ontológico. (En otras palabras, no acepta que la
autorreflexión del conocimiento deba construir una suerte de puente hacia la
ontología materialista, explicando cómo la misma actitud normativa del
«dar-cuenta-de» podría haber surgido de la naturaleza.) La misma ambigüedad
puede encontrarse en Habermas: no sorprende que elogie a Brandom, pues Habermas
también evita aproximarse directamente a la «gran» pregunta ontológica («¿son
los humanos realmente una subespecie de animales?; ¿es verdadero el
darwinismo?»): el dilema entre Dios o Naturaleza, idealismo o materialismo.
Sería fácil probar que el neokantiano regate de Habermas al compromiso
ontológico es en sí necesariamente ambiguo: si bien los habermasianos tratan el
naturalismo como un secreto obsceno que no debe ser admitido públicamente
(«desde luego que el hombre se desarrolló a partir de la naturaleza, desde
luego que Darwin estaba en lo cierto…»), este secreto oscuro es una mentira,
encubre la forma idealista de su pensamiento (los trascendentales normativos a
priori de la comunicación no pueden deducirse del ser natural). Mientras que
los habermasianos piensan en secreto que son en realidad materialistas, la
verdad reside en la forma idealista de su pensamiento. Para evitar cualquier
malinterpretación: no se trata de que habría que tomar partido y optar por la
postura coherente, ya sea materialismo evolutivo o idealismo especulativo. La
clave está más bien en que habría que aceptar plena y explícitamente la
fractura que se manifiesta en la incompatibilidad de las dos posturas: el punto
de vista trascendental es en cierto sentido irreductible, pues uno no puede
contemplarse «objetivamente» a sí mismo y localizarse en la realidad. La tarea
es pensar esta misma imposibilidad como un hecho ontológico, no solo como una
limitación epistemológica. En otras palabras, la tarea es pensar esta
imposibilidad no como un límite, sino como un hecho positivo; y esto, quizá, es
lo que hace Hegel en sus textos más radicales. Esta imagen «deflacionada» de
Hegel no es suficiente; la ruptura poshegeliana debe enfocarse en términos más
directos. Cierto, hay una ruptura, pero en ella Hegel es el «mediador
evanescente» entre su «antes» y su «después», entre la metafísica tradicional y
el pensamiento posmetafísico de los siglos XIX y XX. Esto es, algo ocurre en
Hegel; una novedosa irrupción en una singular dimensión del pensamiento que es
ocultada, invisibilizada en su auténtica dimensión, por el pensamiento
posmetafísico [73] . Esta ocultación deja un espacio vacío que debe llenarse de
modo que pueda reestablecerse la continuidad del desarrollo filosófico. Pero,
podríamos preguntar, ¿llenado con qué? El índice de este ocultamiento es la
absurda imagen de Hegel como el «idealista absoluto» que «fingía saberlo todo»
y poseer el Conocimiento Absoluto, leer la mente de Dios, deducir la totalidad
de lo real a partir del automovimiento del (su) Espíritu. Es una imagen
representativa de lo que Freud llamaba Deck-Erinnerung (recuerdo-pantalla), una
formación de la fantasía, destinada a encubrir una verdad traumática. En este
sentido, el giro poshegeliano hacia «la realidad concreta, irreductible a la
mediación conceptual», debería interpretarse más bien como una venganza
desesperada y póstuma de la metafísica, como un intento de reinstalar la
metafísica, pero en la forma invertida de una
primacía de la realidad concreta [74] . Quizá nos topemos aquí también
con el límite de Hegel, aunque no en el sentido nietzscheano desplegado por
Lebrun. Si la vida es una universalidad sustancial, ¿no será la muerte entonces
lo que se inserta en la fractura entre su Concepto y la realización efectiva
del Concepto, y aquello que rompe así la sustancial circularidad de la vida?
Por decirlo más abruptamente: si la Sustancia es Vida, ¿no es el Sujeto la
Muerte? Para Hegel, la característica esencial de la Vida presubjetiva es la
«infinitud espuria» de la eterna reproducción de la sustancia vital mediante el
incesante movimiento de la generación y corrupción de sus elementos –esto es,
la «infinitud espuria» de una repetición sin progreso–. Pero la ironía final
que nos encontramos aquí es que Freud, que llamó a este exceso de la muerte
sobre la vida «pulsión de muerte», la concibió precisamente como repetición,
como una compulsión de la repetición. ¿Puede Hegel pensar esta extraña
repetición que no es progreso, pero tampoco es la repetición natural mediante
la cual se reproduce la vida sustancial? ¿Una repetición que, por su excesiva
insistencia, rompa precisamente con el ciclo de repetición natural?
1 comentario:
JF SG
Escribe un libro bro ,tienes mucha locura que explotar, pero con sentido nada mas
Serpiente deja de intoxicar mi ego, ya el tiempo me revelo el corazón de la materia, jamás ella se podrá encontrar con ella misma, mas siempre estará expentánte y pronto el tercer Zaratustra saldra de la cueva no como lo hizo Platón para entra a una nueva cueva del lenguaje sino como solo lo puede hacer el que encuentra el rostro de Dios, están invitados a acompañarme solo les pido serpientes mudar de piel. https://www.youtube.com/watch?v=jXTI_jbzI5U
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