lunes, 3 de abril de 2023

ESTE CAPÍTULO DE MI HISTORIA SE LLAMA : BUSCANDO A DIOS EN EL TODO, LO ENCONTRE EN LA NADA.

 ESTE CAPÍTULO DE MI HISTORIA SE LLAMA : BUSCANDO A DIOS EN EL TODO, LO ENCONTRE EN LA NADA.

La idea de una creación del mundo ex nihilo introduce en la historia del pensamiento lo que Xavier Zubiri ha denominado «el horizonte de la nihilidad» (4). Efectivamente, lo creado de la nada es en última instancia nada puesto que proviene de ella. El Dios creador es, dicho en términos aristotélicos, agente del cambio substancial o génesis. La génesis para Aristóteles es cambio (metabolé) de un no sujeto a un sujeto (ek mè hypokeímenou eis hypokeímenon), es decir, de no A a A, donde A es una ousía o substancia (5). Si no fuera por Dios no seríamos. Él nos ha generado, ha hecho que seamos. En virtud de tal génesis, venimos de la nada. Ese es nuestro origen. Por lo tanto, en cierto modo, lo que somos. Lo que surge de la nada nada es. Nuestro ser consiste por consiguiente, de modo paradójico, en ser nada. Antes que hijos de la ira (6) somos hijos de la nada. Nada, sobre todo, por ser hijos, es decir, por haber nacido, por haber llegado a ser. No en vano la palabra «nada» viene de «[res] nata», es decir, de (cosas) nacidas.
Si los entes son nada, la nada de la que nacen es, correlativamente, algo. Más que algo: es aquello que el ente es; el ser del ente. Hasta tal punto es así en el cristianismo que Fredegiso, abad de San Martín de Tours, en su Epistola de nihilo et tenebris, llegará a afirmar, utilizando argumentos que ya aparecen en el Sofista de Platón (7), no sólo que la nada es algo, sino algo grande: «non solum aliquid sit nihil, sed etiam magnum quiddam» (. Grande por ser justamente origen (origo) y linaje (genus) de las cosas creadas (9).
Dentro de ese horizonte de la nihilidad el siglo diecisiete es, sobre todos los demás, el siglo de la nada. «Infini rien», infinito nada, escribe Pascal al inicio del fragmento trescientos noventa y siete de sus Pensées (10). Esas dos palabras cifran el barroco. ¿Qué relación hay entre ellas? «Lo finito —escribe Pascal en el mismo fragmento— se aniquila en presencia de lo infinito y deviene una pura nada» (11). Ese infinito anonadante es Dios. La nada es, por lo tanto, la finitud anulada por la infinitud divina. Las cosas son nada no sólo por venir de ella sino por medirse con Dios. El barroco es el siglo de las dos infinitudes: la de lo infinitamente grande y la de lo infinitamente pequeño. El infinito y la nada son, por lo tanto, conceptos correlativos. Entre el infinito y la nada: ese es el lugar del hombre. Un infinito frente a la nada y una nada frente al infinito. Infinitamente lejos de ambos extremos y, sin embargo, idéntico a ellos. Por eso puede mediar entre Dios y el mundo:
¿Pues qué es finalmente un hombre en la naturaleza? Una nada con respecto al infinito, un todo con respecto a la nada, un medio entre nada y todo. Infinitamente lejos de comprender los extremos. El fin de las cosas y sus principios están para él invenciblemente escondidos en un secreto impenetrable.
Igualmente incapaz de ver la nada de la cual ha surgido y el infinito en el que está engullido, ¿qué hará sino percibir alguna apariencia del medio de las cosas en una desesperación eterna de conocer ni su principio ni su fin? (12).
Quizás no sea intempestivo recordar aquí que el siglo diecisiete es también el de la mística nadista de Miguel de Molinos. Esta corriente espiritual invita a anularse para dejar hueco a ese infinito. Lograr la kénosis o vaciamiento para permitir la hénosis o unidad con Dios. Por eso el alma, para Molinos, ha de hallarse «sumergida en su nada, quieta, tranquila, retirada en su centro» (13). ¿Por qué esa kénosis posibilita la hénosis? Porque la nada es el mismo Dios. Y lo es, escribe María Zambrano a propósito de Molinos, «por ser la máxima resistencia, la amenaza última. Y esa amenaza, si es última, sólo puede provenir del propio Dios» (14). Amenaza última ¿para quién? Para el ser propio del hombre (15). «Abandonarse a la nada ―escribe María Zambrano― es la salida del infierno de la temporalidad; el perderse en la noche de los tiempos, dejando la historia, la conciencia y la responsabilidad aparejadas a toda pretensión de ser» (16). El ser es lo infernal y la nada el nuevo rostro de lo divino, «la última aparición de lo sagrado» (17).
Si venimos de la nada ¿por qué no pensar que esa nada es Dios? Gershom Scholem ha mostrado que paralelamente a la interpretación ortodoxa de la creación ex nihilo discurre otra neoplatonizante según la cual Dios es esa nada de la que deriva todo. Esta corriente hermenéutica comienza con el gnóstico Basílides y llega hasta Jacob Böhme pasando por Plotino, el Pseudo-Dionisio Areopagita, la Teología del Pseudo-Aristóteles, Juan Escoto Eriúgena, el Maestro Eckhart y la cábala judía (18). «Dios hizo todas las cosas de la nada, y esta nada es Dios mismo», escribió Jakob Böhme en su De signatura rerum (19). Este Dios que es nada, pero sin el cual nada es, es más afín a la substancia spinoziana que el demiurgo cristiano y su abracadabrante acto creador. Sin embargo si el Dios de Spinoza es nada lo es, como veremos, en un sentido radicalmente distinto al neoplatónico.
2. Plotino: la libertad de la nada
Según Plotino el principio y fundamento (arché) de todas las cosas, es decir, tò hén, lo Uno, no es todas las cosas (20). Si fuera todas las cosas no sería lo Uno (21). Sería más bien lo múltiple, lo diverso, lo heterogéneo. Además tampoco tendría un carácter originario sino derivado, justamente por ser la síntesis de esa multiplicidad. Pero si es principio y fundamento de todo, necesariamente ha de ser una unidad no sintética sino originaria. Por lo tanto, tendrá que ser algo distinto de todo aquello de lo que es principio y fundamento (22). Este carácter originario es, según Plotino, lo que hace de lo Uno una nada pues cuando intentamos definirlo nos obliga a afirmar que no es nada de lo principiado y fundado por él: no es esta cosa, ni esa, ni aquella… ni todas ellas (23). Es decir, lo único que podemos decir de él es que no es... Al no ser ninguna cosa, lo Uno no puede asimilarse al ser porque el ser es todas las cosas (24). Por consiguiente, en tanto que principio y fundamento de todo ser, lo Uno es previo al ser y por ello algo que lo sobrepasa, que está por encima (hypér) de él (25).
Lo Uno tampoco es inteligencia (noûs, la primera hipóstasis) ya que la inteligencia «es todas las cosas» (26). La primera de las hipóstasis es, por así decir, convertible con las cosas, lo Uno no. Este es, por lo tanto, ajeno a la inteligencia. Es, añadiríamos nosotros, la suprema, originaria, idiotez. Por ser previo a la inteligencia, lo Uno es adiscursivo. No es predicado de nada, ni algo de lo que pueda predicarse nada (27).
Cae, pues, fuera de las maneras en las que, según Aristóteles, el ser se dice (28). Es algo previo al lógos, entendido éste como el referir, mediante la cópula «es», algo a algo, a saber, un predicado a un sujeto.
El no ser de lo Uno —escribe Émile Bréhier a propósito de Plotino— significa que somos transportados aquí a un dominio en el que la ley de la inteligencia, que consiste en referir un predicado a un sujeto, ya no funciona; lo Uno cae a la vez fuera de la categoría de predicado y de sujeto, y por consiguiente fuera del ser (29).
Este ámbito originario, arcaico, al no ser nada, tampoco es algo que otorgue un sentido a lo que hay. No hay télos. Nada, pues, ha sido urdido, planeado. «Las cosas ―escribe Plotino― son como son, por eso son bellas» (30). Que el principio y fundamento de lo que hay es nada quiere decir que lo que principia y funda es la ausencia de principio y fundamento. Nada es fundamento de la realidad, por lo tanto ésta es infundada. Como la rosa de Angelo Silesio, es sin por qué. Es lo que es, porque es lo que es. «Justamente porque [la realidad] es infundada y está como suspendida en sí misma ―concluye con acierto Sergio Givone― la realidad no tiene otra “substancia” (otra verdad) que la libertad» (31).
«Nada» es otro nombre de la libertad, pues ser nada es no estar sometido, esclavizado, por el ser. Lo Uno, escribe Plotino, al ser «una actividad no esclavizada por un ser [ousía] es puramente libre, y así él mismo es él mismo desde sí mismo» (32). Lo Uno plotiniano es, pues, absolutamente libre en el sentido de que «es él mismo causa de sí mismo, desde [pará] sí mismo y mediante [diá] sí mismo» (33). Es libre por la misma razón que lo será la substancia spinoziana: por ser causa de sí.
En el Deus sive Natura spinoziano subsisten, en efecto, estos dos rasgos que le atribuye Plotino a lo Uno: que no es télos y que es libertad. La substancia en Spinoza, como lo Uno plotiniano, es nada. Pero en un sentido opuesto a Plotino.
La nada que es lo Uno es la de la absoluta trascendencia. Para el autor de las Enneadas todo tiene su principio y fundamento en lo otro (34). Ahora bien ¿cómo designar lo otro de todo lo que es, sino mediante la nada? Se trata de una nada hecha, por así decir, de negaciones: no es esto, ni eso, ni aquello…, ni nada. Por eso, escribe Plotino, de lo Uno «decimos lo que no es; lo que es no lo decimos» (35). Es sabido que en este decir hecho de negaciones se fundará toda la teología negativa posterior. El fundamento es, por lo tanto, inefable, adiscursivo. Es lo absolutamente otro.
En Spinoza, por el contrario, el principio y fundamento último (Dios, la substancia) no es lo absolutamente otro respecto a lo fundado por él: no es trascendente. Esta es la razón de que esa nada que es Dios esté hecha de afirmaciones, sea la absoluta ausencia de negación. Dios es esto, eso y aquello, pero no en cuanto esto, eso o aquello. Esto, eso y aquello no son ni pueden ser concebidos si no es en Dios (36). Esto, eso y aquello son modos, es decir, afecciones de Dios. Su status ontológico consiste, por lo tanto, en ser en otro (es decir, en Dios), gracias al cual pueden ser concebidos (37). Dios es esto, eso y aquello por constituir el ser de esto, eso y aquello. Correlativamente, Dios, es decir, lo que las cosas son, consiste en ser en sí. Que Dios es en sí y no en otro quiere decir que es total y absoluta inmanencia, que el ser de lo que hay es el que haya lo que hay.
Para Plotino Uno y todo no son convertibles uno en otro, sino que mantienen una radical asimetría: todas las cosas emanan de lo Uno, pero lo Uno no es todas las cosas, pues «las donó permaneciendo en sí mismo» (38). El principio y fundamento (arché) de todas las cosas, es decir lo Uno, no es inmanente (enypárchousa) a lo fundado por él, sino algo distinto, algo otro (héteron) (39). Está, escribe Plotino sirviéndose de la célebre fórmula platónica, «más allá del ser» (epékeina ousías) (40). Lo Uno plotiniano es causa emanativa pero no causa inmanente, como lo es la substancia spinoziana. Esta no se encuentra más allá del ser, sino que es el ser. «Hén kaí pân», es decir, uno y todo; en eso consiste la heterodoxa divinidad spinoziana, que hizo suya Lessing (41). Lo Uno para Plotino es como una fuente: algo distinto del agua que de ella brota. La substancia spinoziana es como la mar: causa y efecto de sí misma.
Spinoza asigna a la substancia los rasgos que Plotino atribuía a lo Uno: es autocausada, libre y además es nada. Pero no, como en Plotino, por ser lo otro del ser emanado de ella, sino por todo lo contrario: por haber superado toda alteridad. Es nada por no dejar nada fuera de sí (42).
Frente a la creación ex nihilo con la que, como hemos visto, la tradición judeocristiana inaugura una radical devaluación del ser, Spinoza se atiene al principio «à nihilo nihil fit» (43), que considera una verdad eterna de modo absoluto (aeterna veritas absolute), es decir, un axioma (44). En este principio vio con razón Jacobi «el espíritu del spinozismo» (45). ¿Qué significa? Que la serie causal no nace del no ser, no pone algo a partir de nada, sino que hay «una causa del mundo interna, eterna, inmutable en sí, que sería una y la misma junto con todos sus efectos» (46). El ser, por lo tanto, viene del ser. Es decir, no se da, en sentido estricto, creación ex nihilo, génesis, sino sólo mutación, transformación, metamorfosis. No cabe, por consiguiente, trascendencia alguna. Dicho de otro modo: no hay afuera. Pero si no hay afuera, todo es afuera, es decir, es, en rigor, nada.
3. Una nada que no envuelve negación ninguna
Spinoza define así a Dios en la sexta de las ocho definiciones que abren la primera parte de la Ethica: «Por Dios entiendo un ente absolutamente infinito, es decir, una substancia que consta de infinitos atributos, cada uno de los cuales expresa una esencia eterna e infinita» (47). Para aclarar tan desconcertante definición Spinoza incorpora la siguiente explicatio: «Digo absolutamente infinito y no en su género; pues de lo que es infinito en su género, podemos negar infinitos atributos; sin embargo corresponde a la esencia de lo que es absolutamente infinito lo que expresa cualquier esencia y no envuelve negación ninguna» (48). La explicación parece oscurecer todavía más la definición que pretende aclarar: ¿Qué quiere decir que a la esencia de lo que es absolutamente infinito pertenece lo que expresa cualquier esencia y no envuelve negación ninguna?
Lo «infinito en su género» es para Spinoza el atributo. Los atributos (por ejemplo la extensión o el pensamiento) son infinitudes. La extensión es infinita porque cualquier límite que se le ponga es extenso, es decir, un límite en el espacio y no del espacio. Toda frontera muestra necesariamente su más allá. Dicho de otro modo: invita a ser traspasada. Recordemos la hipótesis lucreciana de que uno se situara en un supuesto confín del universo (49). ¿Qué pasaría si arrojara un venablo hacia él? O bien lo traspasaría o bien se vería detenido. En ambos casos cabe presuponer un más allá del límite. Todo límite tiene, en efecto, por ser tal, dos lados, es decir, no limita propiamente el espacio sino que lo divide. Esa ausencia de límite constitutiva del espacio es lo que lo hace infinito.
El pensamiento también es infinito porque el carácter limitado, definido, de cualquier idea implica su más allá. Tomemos, por ejemplo, la idea de «límite»; inmediatamente nos invita a concebir lo i-limitado. Toda determinación genera dialécticamente su opuesto. Hay un film del director chino Wan Jixing , Sueños desde una cárcel, que ilustra esto a la perfección. Su protagonista es un niño de seis años, el pequeño Radish, que vive en la prisión donde ha nacido y de la que no ha salido nunca. De ese espacio cerrado sólo se evade en sus sueños. En estos imagina el exterior de la cárcel, que no ha visto nunca. Los elementos con los que construye ese mundo imaginario están tomados, como no podía ser de otro modo, de las experiencias que esa misma prisión le brinda. Por ejemplo, si los prisioneros visten uniformes blancos con números negros, en el sueño los que viven fuera de la prisión visten uniformes negros con números blancos. Si el interior de la cárcel es un espacio cerrado Radish imagina en sus sueños el exterior como una calle recta que se pierde en el infinito, et cetera. El pensamiento, en efecto, no puede ser confinado dentro de unos límites porque consiste justamente en franquearlos. Podríamos decir que esos límites son el pensamiento. Por eso no pueden limitarlo.
Los atributos extensión y pensamiento, aunque expresan lo mismo (a saber: la substancia), no tienen nada en común, son inconmensurables entre sí (50). Es decir, es imposible traducir total, exacta y exhaustivamente una idea a términos de extensión, ni un cuerpo a términos de pensamiento. Ningún ciego de nacimiento sabrá jamás cómo es el color verde Veronés. Sabrá qué es (si es físico sabrá, por ejemplo, qué longitud de onda le corresponde) pero no sabrá cómo es. Es decir, conocerá su correlato eidético pero ignorará su color. Las ideas y los cuerpos son para Spinoza correlativos pero inconmensurables entre sí, es decir, son intraducibles las unas en términos de los otros y viceversa. Si «el pensamiento es finalmente la extensión invisible, y la extensión es el pensamiento visible», como escribe Heinrich Heine (51), no es porque el pensamiento y la extensión puedan ser vertidos, por así decir, cada uno en el lenguaje del otro, sino porque ambos expresan lo mismo: la substancia. Esta inconmensurabilidad de ambos atributos no quiere decir que tengan límites. Como ha visto con acierto Gilles Deleuze, los atributos no son limitados o determinados unos por otros, sino que son distintos, es decir, que «la naturaleza de cada uno ha de concebirse sin referencia alguna con el otro» (52). Son distintos sin oposición.
¿Es posible pensar algo que no involucre ninguna determinación ni distinción? Sí: algo absolutamente infinito, dice Spinoza, «no implica ninguna negación» (53). A eso absolutamente infinito, a esta nada afirmativa, es a lo que llama «Dios». Dios es el puro sí indistinto, indiferenciado. ¿Qué quiere decir eso? Si la determinación es negación, como escribe Spinoza en la epístola cincuenta (54), Dios es lo absolutamente indeterminado; es decir, es, como diría Hegel, el ser simpliciter, es decir: nada (55). «El ente, en cuanto que es ente —escribe Spinoza en los Cogitata Metaphysica— , por sí solo, como substancia, no nos afecta, por lo que ha de ser explicado por algún atributo, del cual, sin embargo, no se distingue sino por la razón» (56). El ente en cuanto ente (es decir, el ser) por sí solo, en tanto que substancia, no nos afecta. Para nosotros, más allá de sus atributos, no es, en rigor, nada. Spinoza al empezar por la substancia empieza, por lo tanto, con el ser en cuanto ser, el ser simpliciter, es decir, por la nada.
Vidal Peña, desde la perspectiva del materialismo filosófico de Gustavo Bueno, ha visto en la substancia spinoziana una instancia crítica cuyo sentido es evitar la reducción de unos atributos a otros, es decir, impedir la reducción de todo a algo (57). Efectivamente, la substancia no es algo. No es un cuerpo (como, por ejemplo, la esfera de Parménides) ni una idea (como, por ejemplo, el sueño del dios ebrio de Heine) (58). No es extensión ni pensamiento ni cualquiera de los otros infinitos atributos. No es, en rigor, nada. Es curioso cómo en nuestra lengua, para mentar la inanidad de algo, decimos justo lo contrario: que no es nada. Con ese no ser nada queremos decir que no es sólo esto, ni sólo eso, ni sólo aquello... Decir que el Dios de Spinoza es la nada es decir que no es nada: ni esto, ni eso, ni aquello… Esta nada, por lo tanto, paradójicamente, no implica negación ninguna, no es, en efecto, nada.
Por eso critica Hegel a Spinoza. Echa en falta en él la relación de identidad / diferencia entre modos y substancia. Eso que haría de la substancia spinoziana algo geistig, un sujeto. La substancia no es, efectivamente, sujeto. No se relaciona con sus modos, no tiene tratos con ellos. Es, en rigor, intratable. Justamente porque no es nada. Es el punto de fuga que hace fracasar cualquier totalización reflexiva de carácter hegelianizante.
En un texto imprescindible del Althusser después de Althusser (59), se dice que el objeto de la filosofía es para Spinoza la nada. Frente a los escolásticos, que comienzan por el mundo y a los cartesianos, que empiezan por el yo, Spinoza evita estos rodeos y deliberadamente se instala en Dios. Ese empezar por Dios equivale, según Althusser, a no empezar por nada: «Decir “comienzo por Dios”, o por el Todo, o por la substancia única, y dejar entender “no comienzo por nada” es en el fondo la misma cosa: ¿qué diferencia hay entre el Todo y nada? Ya que nada existe fuera del Todo... » (60). Según Althusser tanto Spinoza como Hegel comienzan por Dios justamente para negar el principio, el fundamento, la arché (61). En efecto, un posible modo de no empezar por nada (ni por esto, ni por eso, ni por aquello…), es decir, que nada (ni esto, ni eso, ni aquello…) sea arché o principio, es empezar por Dios. Decir que todo es nada, es privar a la totalidad de todo carácter trascendental. Es como afirmar que ese todo no tiene ningún sentido, ningún propósito, ningún porqué, ningún télos.
4. El abismo de la nada
Algunos cabalistas como rabí Yosef ben Shalom de Barcelona sostuvieron que «en cada cambio de forma o cada vez que se altera el estado de una cosa, se cruza el abismo de la nada que por un fugaz instante místico se vuelve visible. Nada puede cambiar sin entrar en contacto con esta región del puro Ser absoluto que los místicos denominan Nada» (62)..La invisibilidad del objeto en el momento en que cambia hace, por así decir, visible «el abismo de la nada», la invisibilidad misma. La nada aparece en las costuras del mundo, en los intersticios entre las cosas, en el entre. Es el «no» del «ya no» y del «todavía no».
Es lo que ocurre con los sujetos que se encuentran en la fase liminar de lo que los antropólogos llaman «rites de passage»: por un lado ya no son y por otro todavía no son (63). Están en lo que Arnold van Gennep ha denominado «estadio o período de margen» (64). Es decir, están al margen tanto del mundo viejo del que vienen como del nuevo al que van. Eso hace que su condición sea ambigua o paradójica: no están vivos, pero tampoco muertos (o bien están a la vez vivos y muertos); no son varones, pero tampoco hembras (o bien son a la vez varones y hembras, como los andróginos de Aristófanes en el Symposio platónico) (65); no son niños pero tampoco adultos (o bien son a la vez niños y adultos); et cetera. «Esta coincidencia de procesos y nociones opuestos en una misma representación —escribe Turner— es propia de la peculiar unidad de lo liminar: lo que no es ni una cosa ni otra, y al mismo tiempo es ambas» (66).
Otra característica de estos seres transicionales es que «No tienen nada. No tienen ni status, ni propiedad, ni insignias, ni vestidos normales, ni rango o situación de parentesco, nada que los deslinde estructuralmente de sus compañeros. Su condición es en verdad el prototipo mismo de la pobreza sagrada» (67). Esa «pobreza sagrada», ese no tener nada, consiste en no ser ni lo que eran ni lo que serán. Se sitúan en el abismo de nada que fugazmente se le hace visible al místico en el instante de éxtasis.
Esos límites, esos abismos, vislumbres de la nada, dibujan el laberinto de lo real. Un laberinto perpetuamente cambiante y por ello cabalmente laberíntico. La nada atisbada en el entre se revela como aquello que hace posible todas las cosas, pues la coseidad de cada cosa se perfila precisamente en ese entre. El límite, en tanto que condición de posibilidad de toda determinación, ha de ser lo indeterminado, lo ilimitado mismo. No se trata aquí de una nada primordial, si por tal se entiende previa o anterior. Coexiste, por así decir, con los entes entre los cuales se insinúa. Es su condición ontológica misma, su ser.
5. El mundo es porque es
Dios es, para Spinoza, causa de todas las cosas, pero Él es todas la cosas. Luego todas las cosas son concausas de todas las cosas. Dicho spinozianamente: Dios es causa inmanente. Pero ya hemos visto que ese todo (Dios) es nada. Por lo tanto la causa de las cosas es la nada. Y si su causa es la nada, nada son. Esa inanidad de lo real deja a las cosas a solas consigo mismas, sin posibilidad de remisión a un fundamento que las sostenga y les otorgue un sentido. Dios en Spinoza no es una instancia trascendental sino todo lo contrario: la anulación de toda trascendencia. Spinoza podría hacer suyo lo que Felipe Martínez Marzoa escribe parafraseando a Hume: «Que Dios sea la causa total de todo es lo mismo que el que Dios no sea en modo alguno la causa de nada, pues significa que la causalidad divina nada discierne y, por lo tanto, nada significa» (68). Si la ilustración es, como dice Marzoa en el mismo texto, el cumplimiento de esa «exigencia interna de autodisolución» inherente al Cristianismo (69), Spinoza es el primer ilustrado y su filosofía el paradigma de toda ilustración.
Lo que es, es lo que es porque es lo que es. En efecto, como escribe Nicolás Gómez Dávila, si no hay una substancia de las cosas distinta de las cosas mismas la ciencia se reduce a una proposición breve: lo que es, es (70). La razón de que lo que es sea lo que es, es el hecho puro y simple de ser lo que es. Lo real es necesario (es decir, es lo absoluto, Dios) por ser real, por estar ahí. Tiene, por consiguiente, razón Arthur Schopenhauer cuando afirma en sus Fragmente zur Geschichte der Philosophie incluidos en sus Parerga und Paralipomena que Spinoza, identificando la naturaleza y Dios, «deja el mundo realmente inexplicado; porque su doctrina equivale a decir: “El mundo es, porque es; y es, como es, porque es así”» (71).
Toda realidad, per se, es algo determinado. Este es uno de los dos principios que caracterizan, según Clément Rosset, la insignificancia de lo real. El otro es que toda realidad es necesariamente una realidad cualquiera (72). Si lo necesario es lo que no puede no ser, lo real es lo necesario por excelencia. El que lo real, por el simple y nudo hecho de ser, sea necesario, es el gran descubrimiento de Spinoza. Una realidad así entendida posee los atributos que la metafísica tradicional asignaba a Dios. Especialmente el de ser causa libre. Es decir, la realidad existe y obra por la sola necesidad de su naturaleza. Precisemos: la realidad no obra libremente (no tiene voluntad, no es un sujeto) sino que es libre, o mejor: es libertad. Libertad y necesidad son dos nociones que desaparecen fundiéndose en la de realidad. La realidad es libre y necesaria porque se agota en sí misma; porque sólo remite a sí como a su propio fundamento; porque nada la sustenta; porque no es nada más que lo que es.
6. Corolario: el savant sabio
¿Cómo sería la mente de un Dios así? La mente de Dios, si por tal entendemos la que capta la omnitudo realitatis (73), sería la mente de un savant . ¿Por qué? Porque la inteligencia es la facultad de la síntesis y el olvido y tal conocimiento excluiría ambas cosas. Las infinitas determinaciones de una cosa no son la cosa; la cosa es algo más y algo menos que sus determinaciones. Algo más porque no equivale a la mera suma de estas y algo menos porque es algo uno y no una multiplicidad. La infinitud de las determinaciones, (la omnitudo realitatis) impide captar la finitud que es la cosa.
Ese savant divino sería, sin embargo, muy especial; se trataría propiamente de un savant sabio. « savant» es el nombre que J. Langdon Down (el descubridor del síndrome que lleva su nombre)
Los savants son extraordinariamente escasos: se calcula que habrá menos de cien actualmente en el mundo. Estos prodigiosos seres poseen una memoria mecánica o automática, no semántica, es decir, recuerdan una cantidad ingente de información pero sin comprenderla. De hecho se trata en la mayoría de los casos de individuos con graves deficiencias mentales (alrededor del cincuenta por ciento de los casos de savant son autistas). Algunos neurofisiólogos conjeturan que este síndrome se debe a una hipertrofia compensatoria en el hemisferio derecho del cerebro (el hemisferio holista) a causa de daños en el hemisferio izquierdo (el hemisferio analítico y lingüístico).
El olvido, escribe Clément Rosset, no es la desaparición de los recuerdos sino su aparición conjunta, simultánea e indiferenciada: «Los borrachos son como los elefantes: no olvidan nada. Y justo por esa razón nunca se acuerdan de nada» (76).La abrumadora memoria de los savants parece ser, en efecto, un singular modo de olvido. La prolija información que procesan en su mente es un estorbo para entender el mensaje más sencillo (77). Su habilidad en percibir exhaustivamente las determinaciones de la realidad parece correlativa a su incapacidad de entender esa realidad. Su sabiduría es, pues, una forma paradójica de idiotez.
Borges extrae la consecuencia inevitable: un ser con una memoria así ( como la de los savant) es «incapaz de ideas generales, platónicas» (79).
Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer.
Es preciso recordar aquí que para Spinoza el conocimiento por «ideas generales, platónicas», al que llama ratio o conocimiento por notiones comunes, no es un conocimiento pleno. Lo insuficiente de este conocimiento reside en que no aprehende lo único que realmente hay: los singulares. Sólo el conocimiento de tercer género (la scientia intuitiva) da cuenta del singular (esto aquí y ahora) al conectarlo con el conocimiento adecuado de la esencia eterna e infinita de Dios (82).
¿Cómo sería un conocimiento que captara total, exacta y exhaustivamente la integridad de las singularidades? Sería un tipo de saber correlativo a la totalidad de los modos finitos de la extensión, es decir, a lo que Spinoza denomina «facies totius universi», la faz de todo el universo. Dicho de otro modo, ese conocimiento sería el modo infinito mediato del pensamiento.
Spinoza se refiere a los modos infinitos en una carta escrita a G.H. Schuller el veintinueve de julio de 1675, respondiendo a una aclaración que le pide su corresponsal. Este le había solicitado en carta del veinticinco del mismo mes «ejemplos de aquellas cosas que son inmediatamente producidas por Dios y de las que lo son mediante alguna modificación infinita» (83). Es decir, ejemplos de modos infinitos inmediatos y mediatos. Esta es la respuesta de Spinoza:
Por último, los ejemplos que usted pide del primer género [es decir, del modo infinito inmediato] son, en el pensamiento, el intelecto absolutamente infinito; y en la extensión el movimiento y el reposo; del segundo [género, es decir, del modo infinito mediato], la faz de todo el universo, la cual, aunque varíe de infinitos modos, permanece, no obstante, siempre la misma: vea sobre esto el escolio del lema 7 que precede a la proposición 14 de la parte II [de la Ethica] (84).
El texto de la Ethica al que remite Spinoza es menos explícito aún. Se limita a describir la facies totius universi, a la que denomina «individuo total». En efecto, tras considerar diversos niveles de composición de individuos a partir de los cuerpos muy simples, Spinoza añade: «si proseguimos así al infinito, concebiremos fácilmente que toda la naturaleza es un individuo, cuyas partes, esto es, todos los cuerpos, varían de infinitos modos, sin cambio alguno del individuo total» (85). En ese punto Spinoza da por terminada la explicación excusándose del siguiente modo: «si hubiera sido mi intención tratar expresamente del cuerpo, debería haber explicado y demostrado todo esto más prolijamente. Pero ya he dicho que deseo otra cosa, y que, si he aducido estas razones, es únicamente porque de ellas puedo deducir fácilmente lo que me he propuesto demostrar» (86). Llama la atención la impaciencia del filósofo por desembarazarse de este asunto. En efecto, a Spinoza no le interesa abordar en su Ethica los cuerpos sino las almas, precisamente porque está escribiendo una Ethica y no una Physica. Su objetivo es esbozar una geometría de los afectos con la intención de pensar la posibilidad de la libertad humana. Por eso el segundo libro de la Ethica es una psicología racional y no una física racional (87). Pero en ese caso ¿Qué pasa con el modo infinito mediato del pensamiento? No está tematizada en la obra de Spinoza una noción correlativa a la de «facies totius universi» en el ámbito del pensamiento; es decir un modo infinito mediato del pensamiento (88). ¿A qué se debe este hueco en el sistema modal spinoziano?La conjetura que propongo aquí es que el contenido que ha de llenar ese hueco es, por así decir, la nada misma. El modo infinito mediato del pensamiento es precisamente una nada del pensamiento. Un pensamiento infinito, es decir, un pensamiento que aprehendiera exacta y exhaustivamente la totalidad de las singularidades, sería equivalente a una infinita... Un pensamiento que consistiera en la totalidad de las ideas de todos los cuerpos sólo podría ser el de un savant, o el de Dios (si Dios fuera un sujeto de conocimiento). Una mente capaz de tal conocimiento estaría llena y vacía a la vez: llena de la serie completa de las ideas, pero vacía de inteligencia, de conciencia, por carente de síntesis y olvido. El modo infinito mediato del pensamiento es, como ha señalado acertadamente Vidal Peña (89), una instancia mediadora entre la dimensión noemática del pensamiento (la racionalidad objetiva de lo que hay), representada por el modo infinito inmediato (el intellectus absolute infinitus) y la dimensión noética del pensamiento (los contenidos subjetivos de las conciencias), representada por los modos finitos, las ideas. Se hallaría, por consiguiente, en ese punto donde confluyen lo subjetivo (el pensamiento) y lo objetivo (la razón). Es decir, allí donde coinciden la ignorancia y la infinita sabiduría. Tal vez por eso en el film Cube antes mencionado, el savant y Dios son los únicos que pueden salir del laberinto D.
... DIOS ES LA NADA ,O, LA NADA ES DIOS...

Jesús Quispe Vargas

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