El ser
para si es Divina experiencia
Por mi.
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RikArdo
Esa no era una pregunta.
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RikArdo
Pero igual interesante tu respuesta, que ya la había pensado.
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RikArdo
La pregunta en sí era otra.
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RikArdo
Comprendo y espero pronto poder conversar contigo en convivio pero si la
pregunta no era acerca del ser en sí, entonces la pregunta era acerca del ser
para sí, toda la filosofía se puede reducir a la alegoría de Platón así se dan 4 caminos gnoseológicos
de la salida a la caverna, el primero el camino del ser en sí el cual he
desarrollado comprendiendo argumentalmente , racionalmente que el ser en si es
Dios, claro que para eso hace falta una fe en un ser en sí, el camino del ser
para sí, que es un camino de la experiencia, el ser en si nos puede con toda su
metafísica argumentar que Dios existe pero la experiencia, lo empírico fenoménico
tiene otra lógica, lo refuta todo y nos dice claramente que no hay ningún Dios,
claro que al decirnos esto descubrimos a Dios en nuestro interior si
radicalizamos la experiencia y nos libramos en realidad de todo Dios, este es
el camino que te quiero exponer esperando que porque aquí vaya tu pregunta, en
este camino no se trata de salir por arriba de la caverna sino por abajo interiorizando
la experiencia hasta su radicalidad, el ejemplo que te puedo poner es el de
Matrix, no sé trata de salir de la Matriz sino que dentro de ella, al igual que
los centinelas te puedes invertir y convertir en todos, porque los reconocer
como la multiplicidad de reflejos del logos.
Este camino empieza con los empíricos, Kant tratara de hacer una síntesis
entro lo racional y empírico pero esta síntesis
es limita no entra a lo dialectico, Hegel en cambio desarrolla la dialéctica históricamente,
logrando una síntesis del ser en sí y del ser para si en el sujeto moderno que
alcanza la conciencia de su libertad pero en Hegel el ser para sí, no está del todo
explorado, la primera critica vendrá de Kierkegaard desde una fenomenología de
la fe en el para sí, ya no se trata de la fe que completa la razón sino de la
fe que le hace dar el salto a la voluntad al absurdo para encontrar la gracia divina,
aquí todo en si queda totalmente superado a primera vista, pero y ¿Si es esta
la fe la que llevara a la razón en su especulación metafísica como en San Agustín?
De pronto pareciera que el ser para sí de la experiencia es el verdadero
fundamento del ser en sí, la otra crítica la dará Schopenhauer, no es la razón es la voluntad la
que está construyendo las representación
y esta voluntad trabaja en nosotros inconscientemente al punto que es imposible liberarnos del
mundo de la representación, solo tenemos pequeños momentos de contemplación y
paz, Nietzsche invertirá a Schopenhauer liberando a la voluntad proclamado al súper
hombre en su eterno retorno pero ¿Nietzsche está invirtiendo a la metafísica platónica o
realmente partiendo de un fundamento nuevo?
Esta será la crítica de Heidegger, para el Nietzsche es el último metafísico
aunque invertido en voluntad de poder, Heidegger desde la fenomenología de
Husserl pretende un fundamento nuevo que solo lo encontrara en la nada de la
que es consciente el dasein este ser ahí en el mundo que no se encuentra en el
mundo sufriendo la angustia, es decir tomando conciencia de la nada, pero esta
nada no es explorada por Heidegger a profundidad.
El primer Heidegger no concluye su
exploración del ser y del tiempo:
La pregunta por el Ser
Distinción entre Ser y ente
El ser-ahí como punto de partida
El ser-en-el-mundo
La caída, él uno y el cuidado
El análisis de la verdad
La temporalidad como el ser del cuidado
Y el segundo llega al logos poético a las puertas de la religión y la mística
El viraje
El olvido del Ser
La decisión y el último dios
La poesía como fundación del Ser
Pero no traspasa esas puertas y es que para abrirlas se hace
necesaria una tradición distinta a la de occidente que solo oriente puede dar más
para hacerlo se tendría que manejar la filosofía de occidente y entablar un
dialogo que es más bien una alteración de sus fundamentos metafísicos, pues
bien eso es lo que hace la escuela de Kioto, en especial y primero Nishida
Kitaro con su concepto de experiencia pura:
Nishida explica: Desde hace mucho tiempo, he tenido la idea
de intentar explicar todas las cosas desde la consideración de la experiencia
pura como la única realidad… Por el camino, llegué a pensar que no es que haya
un individuo que tiene la experiencia, sino que hay una experiencia que tiene
al individuo, que la experiencia es más básica que cualquier distinción que los
individuos le aportan a ella. Esto me hizo evitar el solipsismo y, al tomar la
experiencia como algo activo, pude armonizarlo con la filosofía trascendental
posterior a Fichte. Por definición, el empiricum puro en sí mismo no puede ser
experimentado ni puede experimentar nada. Simplemente está, es el principio que
se esconde detrás de todo lo que existe. Al mismo tiempo, al hablar de una
«visión directa de los hechos tal como son» insinúa que se puede experimentar
cómo son las cosas, y que es la conciencia la que lo puede experimentar. (El
término «visión directa» es la forma japonesa habitual de traducir Anschauung o
intuición. Es un poco torpe, pero podemos prescindir de eso por ahora, pues nos
ayuda a cuestionar su conexión con la experiencia directa.) En otras palabras,
el mismo término experiencia pura se usa referido a un fenómeno muy refinado de
la conciencia y, a la vez, a la fundamentación
absoluta de la realidad. En ambos casos, se afirma que supera la distinción
entre sujeto y objeto. La única conclusión posible parece ser que toda la
realidad debe estar en un tipo de conciencia en la que la conciencia individual
humana no está sólo envuelta, pero puede darse cuenta del hecho de ser
envuelta. Y esta es, en efecto, la posición que Nishida adopta. La tesis es tan
atrevida como ambigua, ya que no es una declaración descriptiva que pueda ser
probada como verdadera o falsa. Más bien estamos ante un tipo de estrategia que
parafrasea preguntas filosóficas, una red heurística cuya relevancia o
irrelevancia depende de lo se trae a la superficie echándola y lo que se deja
caer. Indagación del bien por sí misma no será suficiente para decidir la
cuestión. Como máximo, la examina rápidamente en una sucesión de preguntas
filosóficas, para sugerir que la tesis de hecho funciona. No resulta
tendencioso relacionar la idea de la experiencia pura con el Espíritu
hegeliano, serpenteado por la historia hasta la autoconciencia y engendrando la
realidad a lo largo del camino. Nishida mismo alude a Hegel en varias
ocasiones, pero lo hace de pasada, lo que confirma la relación a la vez que
parece menospreciar la influencia. En ningún momento expresa un desacuerdo con
el modelo hegeliano, aunque en muchas ocasiones se refiere a él en términos
indirectos, como eludiendo toda responsabilidad: «según dicen algunos…» Se
puede suponer que Nishida no estaba entonces muy familiarizado con la filosofía
de Hegel, y que básicamente la conocía a partir de su lectura del neohegeliano
Green, cuyas ideas, se recordará, estudió en relación a la historia de la
ética. Como además Hegel era uno de los filósofos más estudiados en la época en
Japón, Nishida tuvo que ser prudente. En cualquier caso, desde luego no buscaba
ninguna originalidad postulando la conciencia como única realidad. Más bien
quiso repensar la propuesta. Sin los límites marcados de antemano por las
interminables especulaciones del opus hegeliano, pudo pensarla de nuevo y desde
otro punto de partida —ese punto anterior a la decisión de la conciencia de
verse como un sujeto ante un mundo de objetos. Si intercambiamos el término
«experiencia pura» con lo que llama «experiencia directa» en el resto del
libro, podemos llegar a reconstruir la evolución de este principio básico en
una metafísica omniabarcadora. Primero deberíamos rastrear la aparición misma
del pensamiento puro o, de la percepción inmediata de la «intuición
intelectual». Como decimos, Nishida comienza con el hecho primario de la
experiencia pura, un estado unificado de conciencia en el que todavía no se ha
considerado la distinción entre un sujeto que experimenta y un objeto
experimentado, y donde no hay prejuicio, juicio, deliberación, ni intención
alguna. Llamar a este estado «unificado» no indica que se ha logrado ninguna
forma particular de conciencia, sino que más bien se quiere establecer el origen o la posibilidad
de tal logro. Es, podríamos decir, la forma de las formas de cualquier estado de
conciencia. Tanto el término como la idea de un estado consciente de unidad no
diferenciada fueron tomados de William James, cuyos ensayos de 1904 sobre la
experiencia pura habían caído en las manos de Nishida mientras escribía. James
estaba interesado en el fugaz estado consciente de por sí, un hecho observable,
como él decía, que deshace la «suposición perfectamente caprichosa» de que todo
acto de conocimiento requiere una distinción expresa entre la cosa conocida y
el yo mismo. Entreveía la experiencia pura en los estados más altos y más ricos
de la experiencia vivida, también en la conciencia de los niños o en los
estados semicomatosos del cerebro. La identificó con «el flujo inmediato de la
vida misma», y la consideró «la suma total de todas las experiencias», un tipo
de absoluto al que dio el nombre de «la experiencia pura en una escala enorme».
En este punto Nishida se separa de James y hace de la experiencia pura no
simplemente la fundamentación de la conciencia o de la experiencia vivida, sino
de toda realidad. Da este paso al combinar dos presupuestos: primero, que la
naturaleza «unificadora» de la experiencia pura no es la función de un orden
estático impuesto al flujo experiencial desde fuera, sino una predisposición
dinámica a diferenciarse a sí misma sistemáticamente; y segundo, que el proceso
entero de esa diferenciación es un tipo de conciencia, pese a no ser al inicio
una conciencia por la que el sujeto consciente es distinguido de los objetos de
su conciencia. En otras palabras, la conciencia va abriéndose camino hacia la
autoconciencia pasando por el juicio, el pensar racional y la intencionalidad
de la conciencia humana, pero no comienza en esas funciones ni —se supone—
termina en ellas. La autoconciencia en la que este proceso se hace patente es
llamada por Nishida «la intuición intelectual», la forma más pura del pensar.
Por supuesto, debe de existir un eslabón entre el dinamismo de la realidad y la
conciencia que la reconoce para que el modelo funcione, y si el modelo funciona
es porque ambas, realidad y conciencia, están fundamentalmente impulsadas. Si
nos fiamos de las más de cien veces que Nishida utiliza la palabra que puede
traducirse por «demanda» o «necesidad» en referencia a la realidad o la
conciencia, vemos que casi siempre sugiere algún tipo de deseo innato. No
debemos culpar a los traductores por no advertirlo, ya que —al menos que yo
sepa— ninguno de los comentaristas del texto original se ha enterado del hecho.
Nishida mismo menciona indirectamente, pero no desarrolla, una relación entre
la «impulsividad» de esta demanda y una idea de la voluntad o del deseo más
básico que la idea general del libre albedrío. En esta etapa de su pensamiento
anda más preocupado por el argumento por el que la volición y el conocimiento
son absorbidos en un absoluto más abarcador.
Esto es, la experiencia pura, y que la voluntad es un
aspecto intencional de todo conocer y una actividad definitiva del yo. De ahí
considera que la voluntad verdaderamente libre es un tipo de dinámica, una
«motivación» que sostiene la unidad básica de la conciencia como una actividad
del yo. Así, puede afirmar que «no es tanto que yo produzco mis deseos, sino
que la motivación de la realidad soy yo»; y más adelante: «La voluntad es una
actividad fundamental unificadora de la conciencia, …un poder del yo». En los
años siguientes reformará estas reflexiones sobre la voluntad en este sentido
amplio de una fuerza vital fundamental, en un principio absoluto más esencial
que la conciencia, de hecho llevará a cabo casi una reforma de la idea misma de
la experiencia pura. La idea de que «la realidad es la actividad de la
conciencia» y de que esta realidad activa es «la única actividad y la única
realidad que hay en el universo» difiere de los idealismos de Kant y Hegel en el
mismo punto en que difiere del pensamiento de James, a saber, que al final la
realidad no queda definida ni como algo subjetivo ni como pensamiento. Además,
su intencionalidad o telos no está gobernada desde fuera. El obrar de la
experiencia pura es uno mismo con lo que está siendo obrado. La misma idea de
un punto de partida o de un final es ajena a la metafísica de Nishida. Por lo
tanto, Nishida no tiene ninguna dificultad en identificar el mundo natural con
los fenómenos mentales, sin que eso signifique que uno emana del otro. Tales
oposiciones indican que la unidad de la experiencia pura es «infinitamente»
activa, lo que no da lugar al conflicto por el que uno queda dominado por el
otro, o es reducido a él. Nishida no vacila en llamar al fundamento de esta
actividad infinita «Dios», siempre que no se entienda por Dios esa idea
«sumamente infantil» de «un gran hombre que estaría fuera del universo,
controlándolo». Allí donde hay actividad en el universo, allí está Dios, y
puesto que toda actividad es en el fondo la actividad de una conciencia
unificante no-objetiva y no-subjetiva, es fundamentalmente buena, y «no existe
nada que pueda ser llamado absolutamente malo». Es más, ya que esta actividad
se ha elaborado hasta adquirir la forma de la conciencia humana, la naturaleza
humana ha de ser en el fondo buena, y capaz de darse la vuelta hasta reconocer
su fundamento intuitivamente. Esta «captación profunda de la vida» que al mismo
tiempo «capta la cara verdadera de Dios» es lo que ha conmovido a todas las grandes
religiones a todo lo largo de la historia. Una visión tan arrolladora plantea
una gran cantidad de preguntas, y ésta fue precisamente la intención de
Nishida: plantear nuevas preguntas. El concepto de experiencia pura acabó
siendo una estrategia que volvió a encauzar las preguntas de la filosofía lejos
de lo que consideró las suposiciones dualistas de la metafísica occidental por
un lado, y del empirismo antropocéntrico de la ciencia por otro; y las volvió a encauzar de una manera que
requirieran además del complemento de la filosofía oriental. Dada la variedad
de funciones que la experiencia pura tiene que realizar —real, ideal, e
intencional—, se exigía algún arreglo de las ideas. La novedad de la propuesta
atrajo críticas, y Nishida, aún reconociendo la ambigüedad de su expresión, se
defendió de ellas. Ni el menor de sus problemas fue su argumento culminante de
que toda la realidad puede ser fundamentada en una intuición directa, una
«autoconciencia» desde donde trascender el mundo de objeto-sujeto. La única
forma de confirmar la existencia de tal intuición es accediendo a ella uno
mismo. Prácticamente, Nishida pide a sus lectores que den por supuesto que él
lo había logrado, y que confíen en su palabra de que ellos podrían lograrlo
igualmente. Como seguramente se dio cuenta, éste no era un argumento muy bueno.
Quedaba mucho trabajo por hacer y el estímulo le vino finalmente tras su
lectura de los filósofos neokantianos. 13 el absoluto como voluntad. Antes de
que Nishida hubiera terminado Indagación del bien, ya se había interesado por
el trabajo de los neokantianos de Friburgo, Windelband y Rickert. Inicialmente
veía en ellos, y también en Husserl, aliados en el intento de «discutir la
pregunta de valores teóricos exclusivamente desde el punto de vista de la
experiencia pura». De hecho, esto no fue más que una conjetura, por bien
informada que estuviera, sobre esa corriente principal de la filosofía europea
y, al final, resultó estar más bien equivocada. Una larga crítica a su primer
libro, publicada por un joven profesor especializado en esa corriente de
pensamiento, tomó la posición contraria de distinguir valores y significados
del mundo de hechos reales. Su respuesta igualmente larga demuestra que Nishida
se tomaba las críticas en serio. Esto, tal vez unido a un cierto sentimiento de
descontento consigo mismo por no estar al día en el pensamiento neokantiano, le
persuadió de la necesidad de enfrentarse con la literatura de primera mano. Fue
así que se despidió de la cegadora luz del sol de la experiencia pura para
introducirse en un oscuro laberinto de túneles y recovecos, de donde saldría
sólo seis años más tarde. Aparte un número de ensayos, posteriormente recabado
en forma de libro, su producción principal en este período consiste en una
serie de ensayos eventualmente ordenados luego en un libro bajo el título de La
intuición y la reflexión en el autodespertar, un trabajo que uno de sus
traductores ingleses ha llamado apropiadamente «el diario público de una
educación filosófica». Al final, reconocería la derrota: «He roto mi lanza, he
agotado mi carcaj y he capitulado en el campamento enemigo del misticismo».
Treinta años después, cuando está a punto de salir una nueva edición del libro,
Nishida aún se pregunta si realmente merece la pena. No hay razón para no
seguir la duda de Nishida, pero antes deberíamos
registrar una cierta calificación sobre sus humildes comentarios. No es tanto
el desarrollo de su propio punto de vista —la obra empieza concibiendo la
experiencia inmediata como autoconciencia, y termina en un monismo de la
voluntad libre absoluta— como la persistencia de un método, que dirigía el modo
de pensar de Nishida hacia el futuro. Su estrategia fue reducir cada dualismo a
alguna realidad inmediatamente experimentada, y de esta manera restaurar las
divisiones a su unidad original. En este sentido, puede verse como un
experimento: tantea la idea de experiencia pura, para comprobar que resulta de
utilidad en el discurso filosófico. El foco central es esta vez el conocimiento
de un absoluto único y omniabarcador, que se manifestaría en el interior de la
mente consciente. Su punto de partida, el cuestionamiento de las funciones
aparentemente contradictorias de la conciencia que ese conocimiento requiere.
Como intuición, necesita captar una realidad en flujo constante, sin la
interrupción del sujeto o del objeto; y como reflexión, exige dar un paso hacia
fuera del flujo de realidad, para poder reconocerla. Si se me permite imponer
una imagen mía en su proyecto, uno tiene que estar en la tierra y en el mar al
mismo tiempo. Sin la tierra sólida de un sujeto pensando sobre un mundo
objetivo, el conocer simplemente se hunde en el océano de la intuición no
diferenciada. Pero sin ese océano de la realidad, nunca puede conocerse la
realidad tal como es, sino sólo lo que uno piensa de ella. La propuesta de
Nishida es ver el autodespertar, el acto por el que uno se hace sujeto y objeto
al mismo tiempo, como si fuera una balsa flotando sobre el mar, sin velero ni
timón, en busca del absoluto. De ahí, el título del libro. Durante el tiempo
que duró la escritura del libro, la balsa fue su mundo. Desde ella, Nishida
trata de acertar que las diferenciaciones que aparecen en nuestra reflexión sobre
el mundo de la experiencia, en forma de oposiciones —de hecho y valor, de
materia y espíritu, de yo y otro, de sujeto y objeto, del conocimiento y la
volición, del pasado y futuro, de ser y no ser— pueden ser captadas como la
forma misma de coincidencia de opuestos que se ve en el acto del yo
conociéndose a sí mismo. Con este fin, Nishida se somete a sí mismo a la
tortura del pensamiento neokantiano, con el yo activo de Fichte y el vitalismo
de Bergson sirviéndole de contrapunto. El proyecto acaba en un regreso más bien
abrupto a una idea de voluntad que en Indagación del bien había asociado a una
fundamental fuerza «motivacional» de la vida. Aquí convierte la voluntad en un
principio absoluto situado en el mismo centro del yo autoconsciente. La
autorreflexión está siempre atada al tiempo, y siempre ha de objetivarse en el
conocimiento: por eso nunca puede llegar al yo verdadero. En contraste, la
voluntad, siempre que sea entendida como la impulsividad de la vida misma y no
simplemente como el ejercicio del libre albedrío del sujeto, trasciende la
temporalidad al mismo tiempo que queda
amarrada a la realidad del presente: Como la voluntad no objetivable, como
sujeto verdadero, el yo puede hacer presente el pasado,… La voluntad es
reflexión absoluta, el punto unificador de posibilidades infinitas… Y puesto
que es siempre concreta, la voluntad, a diferencia del conocimiento, es
creativa. La voluntad como absoluto no es sólo la base del yo, es —sugiere
Nishida— el principio de la realidad misma. Con sólo sugerir esto, el viaje
puede llegar a su fin sin naufragar en las rocas de la objetividad pura ni
volcarse en el mar de la subjetividad pura. Es como si una noche, acostado en
su balsa, Nishida hubiera mirado hacia arriba y visto otra dimensión más allá
de la tierra y del mar, una dimensión revelada en ese abismo oscuro y profundo
del cielo. Para hablar de esta visión, Nishida recurre al lenguaje
contradictorio de los místicos y gnósticos, al arte y a la religión, a una
absoluta voluntad libre que subsume en sí misma no sólo las voluntades
individuales sino toda la realidad, «un a priori subyacente a todos los a
prioris, una actividad subyacente a todas las actividades». Si ésta era la
respuesta a su búsqueda personal de un absoluto, no acabó satisfecho. En
realidad, le dejó más o menos donde Indagación del bien le había dejado: pegado
apretadamente a su toga de filósofo, pero envuelto por el momento en el abrazo
oceánico de los sentimientos religiosos. No es por casualidad que Bergson
reaparece al final de la aventura para abrir de nuevo las ventanas al aire
fresco de «la vida» que el Lebensferne de los neokantianos hubiera sofocado. No
obstante, Nishida advirtió que había cumplido con sus obligaciones como
estudiante riguroso de la filosofía actual y que ahora era libre para usar todo
lo que había aprendido así como para dar el salto hacia una filosofía más
adecuada al puente entre el Occidente y el Oriente que quería construir.
Llegados a este punto, creo que sería más conveniente abordar de una manera
directa las ideas más importantes del pensamiento maduro de Nishida, sin
preocuparnos estrictamente en datarlas o en seguir su desarrollo. Muchas de
estas ideas maduras pueden ser encontradas como comentarios mencionados de
pasada sin ser exploradas en sus primeros dos libros, tratados arriba. Para
evitar la trampa común de leer demasiado en ellos, por lo general los pasaré
por alto en lo que sigue. 14 el autodespertar. Nishida comenzó a hablar del
autodespertar para distanciarse de lo que en Occidente se ha dado en llamar
autoconciencia. Con el tiempo, la noción fue introduciéndose en sus escritos y
ganando peso conceptual. Puede decirse que marca un cambio de enfoque, desde la
experiencia en general hacia una búsqueda de lo que denominó «un punto de vista
del yo» que pudiera desabsolutizar la subjetividad ordinaria del yo. La
transición no se había completado cuando Nishida acabó La intuición y la
reflexión, y si prefiere usar allí el
término y no el de autoconciencia que domina en Indagación del bien, es sólo
con la intención de evitar la tendencia hacia el psicologismo, tan evidente en
su libro anterior. Desde hacía tiempo, Nishida sospechaba que algo andaba mal
con la preocupación por el «ego» en la idea de la autoconciencia de la
filosofía occidental moderna, pero al mismo tiempo tenía que hablar de la
conciencia reflexiva. El término autodespertar cumplía los requisitos. Durante
unos años, subrayó una diferencia relevante al hablar del autodespertar como la
inauguración de un «sistema» de pensamiento y como un «universal» de la lógica,
pero como el término se alejaba cada vez más de su análogo, la autoconciencia,
y como su idea del yo verdadero se distinguía cada vez más del ego ordinario,
tuvo que replantarse este manera de hablar. En todo caso, si el término comenzó
a ser usado como un compromiso temporal, gradualmente llegó a cobrar carácter
propio. La tonalidad budista que la idea del autodespertar sugiere en el español
no está necesariamente presente en el japonés, aunque sea una de las muchas
palabras que el budismo ha asignado a propósito de la iluminación. Nishida toma
aquí una posición ambivalente y de manera deliberada, me parece, ya que opta
por no enredarse intentando definir la experiencia de la iluminación religiosa
con el lenguaje filosófico. Al mismo tiempo, hemos de saber que la palabra
japonesa como tal es muy ordinaria y carece de la tonalidad de un término
técnico o académico que conlleva el sentido de un enterarse de algo, de conocer
algo o abrir los ojos a ello. Si a veces la abrevio a un simple despertar en el
curso de mi exposición, recuérdese el doble sentido sugerido por Nishida con el
prefijo auto-. Por un lado, significa la conciencia de una persona en su
naturaleza más íntima; y por otro, una conciencia que no es tanto llevada a
cabo por la propia persona como un acontecimiento que tiene lugar
espontáneamente, por sí mismo y sin interferencia del yo ordinario. En otras
palabras, para Nishida el despertar llegó a transmitir el sentido combinado de
un autodespertar al yo verdadero. Teniendo lo anterior en cuenta, el lector no
debe esperar una definición del despertar en el pensamiento de Nishida. El
despertar relevó a la experiencia pura de su función de centro, y transformó el
método de trabajo no al sustituir un término por otro, sino al generalizar el
uso de un término técnico que inicialmente apuntaba una u otra de estas
funciones. Aquí llegamos a lo que fue para Nishida lo esencial: la filosofía es
la transformación de una conciencia ordinaria en una conciencia despierta. Por
eso, aun si no se puede definir la idea estrictamente, al menos debemos ofrecer
una descripción general del papel que el despertar juega en el pensamiento de
Nishida. Para empezar, yo distinguiría cuatro atributos, cada uno de ellos
prefigurado en sus anteriores escritos. Al mismo tiempo, como se verá en la
exposición, la tendencia al misticismo,
por la que se reprochó a sí mismo al final de sus escapadas neokantianas, se
dirigía lentamente hacia el mundo histórico. En primer lugar, su preocupación
como filósofo fue la de llegar a conocer la realidad en su nivel más básico.
Para Nishida, todo saber dependía de la capacidad para conocer la realidad de
primera mano, hablase de ese nivel básico de la realidad como principio, como
absoluto o como universal, o bien razonara sobre ese conocimiento inductiva o
deductivamente. Este conocimiento tenía que ser intuitivo, en el sentido que
nadie puede lograrlo en lugar de otro, nadie se despierta en lugar de otro. No
es del tipo de conocimientos que se registran y acumulan en la tradición y que
pasan de unos a otros mediante el lenguaje, excepto en forma de palabras
esculpidas en la lápida sepulcral de una experiencia vivida que había muerto.
No hay otra manera de conocer lo realmente real que «verlo por uno mismo». En
segundo lugar, no hay manera de salir de la realidad para conocerla desde fuera
y objetivamente. La forma más alta de conocimiento tiene que lograrse desde un
punto en que el cognoscente y lo conocido son uno. Conocer cualquier elemento
de la realidad significa, claro está, distinguirlo de otros elementos y, por lo
tanto, de uno mismo. Pero «despertar» a algo es darse cuenta de que esas
distinciones son sólo relativas, manifestaciones de una realidad en el trabajo.
Aquel que ha despertado ya no puede ser llamado «yo» en el sentido ordinario de
la palabra. De hecho, el autodespertar a la realidad difiere hasta tal punto
del yo ordinario, que puede llegarse a hablar de un «no-yo». En tercer lugar,
en comparación con el modo de pensar cotidiano, el estado del despertar es un
destello de la no-temporalidad en la temporalidad, la fugaz aparición de un
todo en medio de los propósitos y aspiraciones fragmentarias que de otra manera
conducen nuestras vidas. Es una luz repentina con la que se advierte que «las
cosas son como deberían ser» y que, al mismo tiempo, «las cosas deberían estar
como son». En este sentido, es la fuente inagotable de todo ejercicio de
responsabilidad moral. En cuarto y último lugar, la idea del despertar como una
presencia no temporal, no subjetiva y no centrada en el ego, que abre nuevas
posibilidades hacia un nuevo punto de vista en el conocer y el actuar,
desemboca de manera natural en el reconocimiento de un yo más auténtico, más
verdadero, que actúa y conoce en el estado de autodespertar. Mientras la
autoconciencia señala un campo en donde la realidad es captada por el yo
individual, el autodespertar señala aquel campo en donde la realidad se despierta
a sí misma en el yo individual. Es un horizonte desde donde la conciencia
humana puede verse únicamente como una forma posible, y no la forma más básica,
de conocer. Antes de seguir deberíamos hacer una pausa y considerar la
cuestión del «yo verdadero» en las obras de Nishida, ya que
la extensión que esa palabra ha ido ganando, especialmente en relación con la
noción del «despertar», fácilmente puede conducir a entender mal el uso que
tiene en Nishida. Ni el yo verdadero ni el sí mismo fueron palabras técnicas
para Nishida, aunque las usara en el contexto de su vocabulario técnico. No
consideró que la idea del despertar al yo verdadero fuera una contribución
budista a la filosofía occidental, ni tampoco, por supuesto, la simple traducción
de uno de los términos que Occidente ha empleado para hablar del budismo,
aunque estas palabras desempeñaron ambos papeles mientras Nishida escribía su
obra. Como máximo, puede decirse que apuntan a una idea que había considerado
común a los dos mundos, y que parecía preservar el propósito central de la
filosofía. En la medida en que Nishida fue conociendo más la historia
intelectual del Occidente, fue descubriendo también expresiones y conceptos
afines a un yo que se pierde a sí mismo en el acto de despertar a sí mismo,
principalmente en la tradición mística; por lo tanto, no era necesario
describir la experiencia como estrictamente budista, ni emplear un vocabulario
más propio del budismo. Me parece justo caracterizar su distinción entre el ego
(o el yo ordinario) y el yo verdadero (o el sí mismo) como un modo de hablar de
grados de autodespertar. Al mismo tiempo, ver en el yo cognoscente, sintiente,
experimentador de la conciencia ordinaria la sierva del autodespertar le obligó
a invertir la mayor parte de la filosofía occidental hasta entonces y, por
consiguiente, la lógica que habla del autodespertar es claramente diferenciada
de la lógica de la autoconciencia del pensamiento occidental. En sus diarios
Nishida menciona frecuentemente la idea del yo, pero sería gratuito leer
cualquier significado filosófico en el término. Casi siempre la palabra es
asociada con una u otra dimensión de la «autoidentidad». En algunos casos, no
indica más que al joven en busca de la vocación de vida, o en lucha contra las tentaciones
de la disipación. A veces es un simple uso pronominal. Otras en cambio, indica
directamente una preocupación por seguir siendo japonés frente a los modelos de
autoidentidad arrastrados a la cultura desde el exterior. Y en aún otras
ocasiones, el término aparece en un contexto de búsqueda de una vida interior
más espiritual y bien fundada. Pero en ningún momento hay algo así como una
doctrina o una idea filosófica del «sí mismo» que podamos relacionar con alguna
corriente intelectual o tradición religiosa de la época. Es mi impresión que,
en los escritos filosóficos de Nishida, las alusiones al sí mismo, al yo
verdadero o el ego verdadero no llegan a significar más que metáforas que
hablan de la naturaleza interior de lo humano, que es una con la naturaleza de
la realidad misma; o del ascenso del sujeto a un autodespertar donde el sujeto
ordinario, egocéntrico, da
paso a un principio de identidad más profundo. Aunque el
término budista eventual aparece en esta conexión, pensar que Nishida realmente
había conseguido una síntesis del budismo con la filosofía es pretender
demasiado. Fueron sus discípulos, empezando por Nishitani, quienes desplegaron
las intuiciones de Nishida. 15 la intuición activa, conocer a través de
volverse. Dada la descripción general del autodespertar, podemos acercarnos con
más seguridad al nuevo intento de Nishida de solucionar el problema que era su
punto de partida en La intuición y la reflexión. Si el término autodespertar
pudo conservar su connotación cotidiana y ordinaria, la idea en cambio no lo
fue. Cuando Nishida se decide a integrar una idea en el núcleo de su filosofía,
la señala con la introducción de un término cuidadosamente elegido pero
inconfundiblemente técnico. Con cada término nuevo, es como si fuera moliendo y
puliendo una lente con la que mirar de nuevo las cuestiones fundamentales de la
filosofía. Si podía ver mejor con la lente, entonces cogía la costumbre de
usarla, al menos hasta que encontraba otra que la sustituía y le descubría
otras cosas. Su intención no fue simplemente reemplazar el lenguaje prestado de
experiencia pura o directa, de intuición, de última realidad, etcétera, con
términos que resonaran más orientales —como hicieron algunos de sus
predecesores y contemporáneos en Japón—, sino reemplazar el mismo punto de
vista por el que se usa tal lenguaje. De ahí, la necesidad de tergiversar el
lenguaje para que, al usar términos habituales, tanto cotidianos como técnicos,
uno sea siempre consciente de que son usados desde una perspectiva diferente.
Una de esas lentes fue la que dio en llamar el punto de vista de la intuición
activa. Se trata de dejar bien claro desde el principio que la propuesta de un
modo de pensar que carece de sujeto cognoscente no lleva irremediablemente a la
pasividad, ni a ninguna especie de quietismo donde uno pueda perderse en una
nube de no-conocer. Tampoco es un fenómeno del inconsciente. Debe en cambio
experimentarse como un trabajo, un trabajo en el que uno participa con total
conciencia, pero sin colocarse en la posición de espectador pasivo o de
controlador activo de lo que es trabajado. La táctica tomada en La intuición y
la reflexión —la de perseguir el proceso del yo reflexionando sobre el yo para
superar la dicotomía entre sujeto y objeto— había sido dejada a un lado, pero
el problema persistía. Todavía necesitaba un eslabón entre el pensar sobre
cosas activamente y el darse a conocer de las cosas pasivamente, como son. La
intuición activa fue una tentativa de teorizar este interrogante fundamental:
cómo el yo y el mundo interactúan. La mediadora sería esta vez la relación de
cada uno con el cuerpo
Sin embargo, Nishida se refiere a su idea como un «punto de
vista» en vez de una «teoría», porque su objetivo no fue simplemente describir
una relación sino también proponer otro modo de ver las cosas de la vida. En
cuanto a la idea como tal, bien pudiera haberse llamado una «actuación
intuitiva» o un «intuir activamente», pues tiene ambos sentidos. Nishida optó
por la forma substantiva para sacar partido de la paradoja aparente de llamar
activo a lo que se suele considerar pasivo. A primera vista, actuar e intuir
parecen representar dos formas distintas, pero igualmente humanas, de
relacionarse con el mundo, más o menos equivalentes a lo subjetivo y lo
objetivo respectivamente. Como sujeto, me relaciono con el mundo y me coloco en
él para manipularlo, consumirlo, reformarlo, o para actuar sobre él de
cualquier otra manera, sea física o mentalmente. Como acción mental, esta
relación es la reflexión por la que el yo trata de reflejar el mundo, incluido
a sí mismo, dentro de sí. La acción es un movimiento centrífugo del yo hacia el
mundo. Como un objeto entre otros objetos en el mundo, yo soy actuado
pasivamente por lo que me transciende a mí. Esto es lo que experimento
físicamente como el trabajar desde la necesidad o el deseo, y lo que en el
campo mental Nishida llama la intuición. Sea esta intuición una mera percepción
sensorial o una elevada inspiración artística, en todo caso, es algo que me
ocurre, en vez de algo que yo hago que ocurra. La intuición es el movimiento
centrípeto del mundo de regreso hacia el yo. Si la reflexión intelectual
destila el rol del sujeto como agente, entonces la intuición diluye ese sujeto
para poner de relieve la agencia de mundo como objeto. Como es su costumbre,
Nishida posiciona la contradicción para superarla. Si el yo es «un elemento
dialéctico en un mundo dialéctico», no puede mirar esos elementos dialécticos
del mundo desde fuera, sino que debe reconocerse a sí mismo como parte de la
estructura misma. Su idea fue que la acción y la intuición, el vidente y lo
visto, pueden considerarse radicados juntos en el cuerpo que tanto ve el mundo
como sirve de receptáculo para que el mundo sea visto —así que ninguno de los
dos puede abstraerse del otro. La clave de esta conexión está en la idea de que
la actividad del yo nunca es directa, sino que siempre inplica la
instrumentalidad. Esto vale no sólo en el caso de nuestras intervenciones
físicas en el mundo, sino también en nuestras representaciones mentales de él.
Las ideas siempre intentan algo y, por eso, son instrumentales. Nishida
persigue su idea del yo actuante al considerar la función del cuerpo. Solemos
pensarnos a nosotros mismos como si estuviéramos separados de los instrumentos
que utilizamos para manipular el mundo. Esto es normal, comenta Nishida, ya que
tenemos la libertad de usar un instrumento o no, mientras que el instrumento
mismo no disfruta de esa misma libertad de ser o no usado. Este modo de pensar
se transfiere al pensar sobre nuestros cuerpos, que nos sirven como
instrumentos para percibir el mundo y movernos por él. Este modo de pensar
define mi lugar en el mundo como una cosa entre otras cosas. Si concluimos
aquí, caemos en un dualismo cuerpo-mente absolutamente idéntico al dualismo
sujeto-objeto. La mente nunca puede convertirse en cuerpo, ni el cuerpo en
mente. Ahora, la idea de Nishida es que el cuerpo no es meramente otra cosa en
el mundo, sino que es al mismo tiempo cosa y yo. Es el instrumento
paradigmático en términos del cual todos los demás instrumentos vuelven a verse
como «extensiones del cuerpo». De esta manera, el cuerpo no puede relacionar la
mente y el mundo, a no ser que el cuerpo mismo pertenezca esencialmente a
ambos. Un mero paralelismo entre mente y cuerpo, basado en la identificación
del cuerpo con la percepción pasiva de los sentidos, y de la mente con la revisión
activa de esas percepciones hasta hacerlas ideas, es menoscabada por una
anterior identidad de yo y mundo, en la cual el yo que intuye a través de la
acción nunca puede ser separado del mundo que actúa en toda intuición. En todo
acto de conocimiento, no está presente sólo una captación activa y reflexionada
del mundo, sino también una intuición pasiva en la que uno es captado por el
mundo. El problema es que este conocer, sumamente ordinario y espontáneo, está
oscurecido por un prejuicio: o bien uno es subjetivo o bien es objetivo para
con las cosas del mundo, pero nunca los dos al mismo tiempo. Nishida quiere una
conversión a un punto de vista del autodespertar que hará transparente la
falsedad de esta dicotomía. La intuición pasiva no debe abrumar a la acción
mental con la promesa de un conocimiento objetivo y puro del mundo; y la
intelección activa, por su parte, no debe eclipsar la realidad del mundo
objetivo resignándose a sus propias predisposiciones transcendentales. Más
bien, debería cultivarse una relación nueva en la que el yo y el mundo
interactúen e interintuyan el uno con el otro. El yo ha de entenderse como un
sujeto que no es simplemente un no-objeto y el mundo como un objeto que no es
simplemente un no-sujeto. Como dice Nishida, uno ha de despertarse a «un ver
sin vidente». Por muy densa que parezca la idea, en realidad no es tan
complicada. Lo que la salva de perderse en un tipo de unión mística en la que
el yo y el mundo se funden el uno en el otro en el misterio de la percepción,
es el hecho de que Nishida no trató nunca al yo y al mundo realmente como
iguales. Hasta el final, su centro de interés fue el conocimiento y el
despertar del yo, en una expansión de la conciencia, y no dejar sencillamente a
la realidad ser lo que sea y hacer lo que haga. Damos por sentado que, en un
nivel que podríamos llamar cósmico, creía que cada incremento en la conciencia
humana es una colaboración en el trabajo de la realidad misma. Pero en última
instancia, como filósofo estaba obligado a pensar. La dificultad con que
tropezó su idea de la intuición activa fue que, una vez articulada, no había
mucho más que decir sobre el asunto. Como punto de vista, sí servía para
criticar otros puntos de vista, pero no lo conduciría muy lejos. No obstante,
la idea apaciguó de una vez para siempre los fantasmas de las cuestiones
epistemológicas que le habían hechizado durante su lucha con el pensamiento
neokantiano. Además, le proporcionó el esquema de una ontología basada en el
conocimiento. La intuición activa fue, efectivamente, su definición del «ser».
Una segunda lente que Nishida pulió para ver la filosofía como autodespertar
fue la que llamó un conocer a través de volverse. La idea de volverse algo,
diferenciada de pensar sobre algo, quedó ya prefigurada en Indagación del bien:
Todo el mundo cree que existe en el universo un principio fijo e invariable, y
que todas las cosas están en conformidad con eso… Este principio es creativo y
nosotros podemos volvernos ese principio y obrar de acuerdo con él, pero no es
algo que podamos verlo como un objeto de la conciencia. Al margen de su
contexto específico —Nishida estaba hablando entonces de la conciencia como
única realidad— la idea de volverse algo, inactiva durante muchos años,
resucitó con un uso más general, en el sentido que uno conoce y actúa sobre
elementos particulares del mundo. Esto fue lo que Nishida llamó repetidas veces
«pensar algo a través de volverse ello, hacer algo a través de volverse ello».
La idea tendría que esperar a Nishitani para servir de puente claro hacia el
pensamiento budista, y su específica relación cuerpo-mente. Nishida la adoptó
como expresión metafórica para llamar la atención sobre algo que la lógica
abstracta de la intuición activa tiende a oscurecer, es decir, la
transformación que tiene lugar en la persona que intuye activamente y actúa
intuitivamente. Está implícita, en la idea de pensar y actuar a través de
volverse lo que uno piensa y actúa, la afirmación de que uno es despertado al
yo y con él al mundo, en un estado donde los dos se ven como uno, más que en el
estado donde se deja que uno de ellos domine al otro. Tal «conocimiento» no es
susceptible de ser analizado en términos objetivos o subjetivos. Por eso, el
fin de darle expresión no es ni reemplazar ni suplir el lenguaje de sujeto y
objeto, sino dar voz a la conciencia de las limitaciones de todo lo que podemos
conocer y expresar debido a esta dicotomía que establecemos entre el yo y el
mundo. En este sentido, no es un principio epistemológico, ni siquiera es una
invitación a la intuición mística. Es un intento de colocar el «ver sin
vidente» como cimiento indispensable en todo conocimiento verdadero acerca del
yo y el mundo. 16 el arte y la moral como autoexpresión. Como hemos visto, la
idea de intuición activa estuvo básicamente diseñada para demostrar la
interdependencia correlativa entre la actividad de
reflexionar y la pasividad de captar el mundo. No sólo los estratos de
significado contenidos en la palabra intuición, sino también la idea de actuar
en el mundo nos llevan a pensar rápidamente en la expresión artística. En el
caso de Nishida, no se trata simplemente de una asociación de palabras. La
creación artística como tal puede verse como una extensión directa de la noción
de «cuerpo» que propuso para la dialéctica de la intuición activa. Su primer
intento sostenido de enfrentarse a la estética, y de poner a prueba la
relevancia que la estética tendría en su idea de la intuición activa fue en el
libro El arte y la moral, publicado en 1923. Su objetivo es encontrar un
fundamento común para el arte y la moral, ideas aparentemente conflictivas.
Desde el principio, Nishida rechaza tanto la idea de ars gratia artis, que
parecía borrar la distinción, como también cualquier forma de moralismo, que
engulliría el arte en sus propias preocupaciones por ver en él un realce de la
vida interior del individuo o una expresión de juicios éticos sobre las cosas
de la vida. Se comprometió desde el principio en la defensa de un correlato o
afinidad natural entre la verdad, el bien y lo bello, y llevó a cabo este
compromiso desde su visión del arte y la moral como autoexpresiones del mismo
impulso, el impulso vital que opera en el fundamento de la conciencia —la
voluntad absoluta. Como se recordará, Nishida había concluido sus luchas con el
pensamiento neokantiano en la idea de una voluntad absoluta. En sus trabajos
posteriores, principalmente en una colección de ensayos publicados en 1920 bajo
el título de La cuestión de la conciencia, persiguió esa conexión entre la
conciencia y la voluntad, revisando una gran variedad de posiciones filosóficas
y psicológicas, con Spinoza, Leibniz, Wundt y Brentano destacadando más en el
cuadro. A diferencia de la impresión que daba su anterior trabajo, aquí Nishida
parece dominar su material, confirmando sus principales intuiciones filosóficas
y clarificando su propio punto de vista. El tono místico de antaño ha
desaparecido casi completamente de su idea de la voluntad absoluta. A pesar del
título, en El arte y la moral la cuestión de la estética juega un papel
obviamente secundario respecto a su preocupación fundamental: la voluntad,
entendida como principio metafísico y unificador de la conciencia. De hecho, el
espacio dedicado al proceso de creación artística es muy poco y la valoración
de obras de arte o de artistas específicos aparece sólo de pasada. La conexión
entre la voluntad y el arte es resumida con las siguientes palabras, que dan
una buena idea de la naturaleza de su «estética» y de la complejidad del
contexto en el cual la colocó: En la voluntad actual, sujeto y objeto están
unidos y el yo se encuentra en el contexto de la acción. Esto lo llamo el punto
de vista de la voluntad absoluta. De la misma manera, la actividad artística es
un entrar en la realidad verdadera que es el objeto de esta voluntad actual.
Para entrar en esa realidad, el cuerpo entero ha de concentrarse en una sola
fuerza y convertirse en una sola actividad. Lo verdaderamente actual no se
encuentra en algún punto determinado por condiciones de espacio y de tiempo. Más
bien, es algo que proyecta la conciencia en general hacia dentro, algo que
introduce en el interior de la experiencia misma el progreso infinito de un
ideal. Unidades particulares o individuales son visibles sólo sobre un avance
sin fin de la unidad. El artista no debería pensar en estas cosas mientras no
tenga su pincel. Sólo frente a su lienzo, pincel en mano, puede ese avance
infinito abrirse hasta hacer claro cómo debe pintar. Un breve ensayo sobre
Goethe que Nishida escribió diez años más tarde, después de que amainaran sus
preocupaciones sobre la voluntad absoluta, y cuando el papel de la nada
absoluta destacaba claramente, trata este último punto de una manera mucho más
completa y satisfactoria. En él, Nishida declara que el arte es una expresión de
la belleza, en la que el yo libre transciende el tiempo para revelar la
eternidad en el momento presente. Al dejarse envolver por la realidad cuya
belleza intenta expresar, el artista puede «reflejar la eternidad en la
eternidad», y este efecto puede alcanzar a personas que miran la obra de arte,
lanzándoles a ese mismo mundo. Los Schiavi de Miguel Ángel y las esculturas de
Rodin son citados como ejemplos de «relieves tallados en el bloque de mármol de
la eternidad». En términos más filosóficos, explica la obra de arte como el
actualizar una armonía entre la intuición y la reflexión —o como Nishida dice,
entre los mundos interior y exterior del artista mismo. Estando frente a su
lienzo, pincel en mano, el pintor puede descubrir las profundidades de su propia
personalidad y, al mismo tiempo, ceder el control a la expresión de una idea
infinita. De modo parecido escribe en un ensayo anterior sobre el arte de la
caligrafía, que el mismo Nishida practicaba: «Revela el ritmo de la vida misma…
Como una expresión directa del ritmo de por sí, puede llamarse el arte más
inmediato de nuestro yo». Una vez Nishida logró introducir los aspectos
puramente epistemológicos de su idea de la intuición activa en el contexto más
amplio de una metafísica característicamente oriental, su interés en el arte
giró alrededor de otra cuestión, la de las diferencias básicas entre el arte
occidental y el oriental. Los elementos básicos del arte discutidos arriba son,
como él mismo reconoció, universales. La diferencia, según Nishida, es que el
Oriente tiende a ser más expresivo en cuanto al punto en el cual el elemento
personal es absorbido, creando «un eco sin voz reverberando sin forma y sin
límites» en el corazón del artista y del espectador del arte. Lo eterno está
presente justamente porque está ausente de la expresión, y la importancia de
los espacios vacíos y del espacio de dos dimensiones, particularmente notables
en el arte clásico chino pero también
visibles en el primer arte cristiano, son cruciales. La formulación griega fue
diferente. En Grecia, lo eterno se hace visible en la perfección de forma y
límites. Esta formulación cobró fuerzas inusitadas en el Renacimiento, donde la
persona no sólo aparecía en primer plano, sino también en la expresión de
sentimientos particulares y de aspiraciones de trasfondo. Nishida ve esta
tendencia, por ejemplo, en la manera en que Miguel Ángel hace emerger al sujeto
«desde las turbulentas llamas negras de un abismo profundo». El mismo patrón es
aplicado a la poesía de Goethe, una poesía donde la dimensión personal es mucho
más intensa a pesar de la influencia del panteísmo de Spinoza para quien una
substantia de dos dimensiones, sin forma y sin tiempo, saca al individuo del
cuadro. La genialidad de Goethe estriba en su habilidad para crear una
resonancia entre las profundidades sin fondo del espíritu humano y la envoltura
sin fondo de la eternidad. En Goethe, forma y espíritu se hacen uno, y esto le
acerca al Oriente y a su preocupación por una tranquilidad de espíritu fuera
del tiempo: Cuando la historia se toma para significar… el ahora eterno, cuando
tanto el pasado como el futuro están apagados en el presente, todo viene de
ninguna parte y conduce hacia ninguna parte, y todo lo que es, es eternamente
tal como es. Este modo de pensar corre en las profundidades de las
civilizaciones del Oriente en las que hemos sido criados. Esta «realidad»
envolvente o «ahora eterno» que envuelve al artista es llamado aquí por primera
vez una nada absoluta. Dejando a un lado la idea por el momento, y sin entrar a
debatir otros ejemplos presentados o a valorar su comparación entre el arte del
Oriente y del Occidente, lo importante es remarcar que el interés de Nishida no
fue en ningún momento criticar o clasificar las diferentes manifestaciones
específicas del arte, sino aclarar el fondo metafísico de la cuestión. Si hay
algún juicio que distinga el buen arte del malo, hay que buscarlo en el grado
en que el artista se entrega a ese fondo. Como vimos antes, no se trata de una
voluntad consciente dirigida por la intención de expresar algo trascendente,
sino más bien de un estado del despertar por el que el medio artístico asume el
control, liberando a la mente de su subjetividad y la realidad de su
objetividad. Entre bastidores, hay una idea más general de la «autoexpresión»
basada en el concepto de intuición activa. Nishida no vio el mundo objetivo
como un datum que puede ser observado desde fuera, sino siempre como la autoexpresión
de la realidad misma. Consecuentemente, el mundo histórico no es meramente un
ambiente para la elevación de la conciencia individual hacia un autodespertar
más amplio. Es en sí mismo una parte del proceso. Al tratar de aclarar su
relación con el mundo en términos de una realidad común que opera en el
fundamento de los dos, la conciencia se va despertando a sí misma, más que
cuando simplemente trabaja en el mundo objetivo desde el punto de vista de un
sujeto pensante. El autodespertar es la forma más alta de la autoexpresión de
la realidad, precisamente porque puede penetrar en la idea ordinaria de un
sujeto que mira el mundo para ver esa fuerza común en trabajo: Cuando nos
sumerjamos a nosotros mismos en las profundidades del autodespertar con la
intuición activa y tomemos el punto de vista de un yo cuyo ver ha negado el
vidente, todas las cosas que existen se transforman en un autodespertar y
autoexpresión. Desde este punto de vista, lo que pensamos con «yo consciente»
vuelve a ser tan sólo un yo que se hace visible porque ha sido expresado. Desde
este punto de vista, el término «autoexpresión», sea artística o no, cobra un
significado que difiere notablemente de su significado habitual, por lo que el
individuo intercala su individualidad en lo que está siendo expresado. Lo que
alcanza la expresión transciende ahora al individuo, al mismo tiempo que fluye
de las fuentes más profundas e íntimas de la voluntad, más allá de la voluntad
del yo cotidiano. El origen de la moral, sugiere Nishida, puede establecerse
desde el mismo punto de vista de la autoexpresión de la voluntad absoluta. No
puede basarse en leyes universales y abstractas, sino sólo en una conciencia
del impulso fundamental de la vida misma. Difiere del arte en que su fin no es
una creación artística sino la religión, por la que Nishida entiende el
esfuerzo concreto y disciplinado de borrar el yo cotidiano en sus dimensiones
intelectual, afectiva y volitiva para llegar a la libertad de actuar
espontáneamente de acuerdo con la verdad. Pero de la misma manera que abordó la
estética, Nishida elabora la moral en un nivel metafísico, lejos de las
cuestiones que normalmente asociamos a la actividad moral. Lo que Nishida
esperaba de una idea de la moral no era ciertamente una declaración de normas
concretas, pero tampoco una demarcación de normas más generales sobre las que
basar una ética. Su interés por la moral venía acompañado de un interés más
amplio, la conceptualización del estado de despertar, por lo que no se preocupó
por la formación y la degradación de la conciencia social o individual, ni por
la manera en que las costumbres culturales generan o matizan los principios
universales. La única cosa que Nishida esperaba fue poder localizar los
orígenes de la acción moral en la estructura del autodespertar, imitando la
pregunta de Kant, pero no su respuesta. Y no se decepcionó a sí mismo.
Recordemos que el primer proyecto filosófico en que se embarcó Nishida fue
justamente una historia de teorías éticas. El hecho de que nunca lo acabara,
que dejara sólo fragmentos de sus investigaciones en las páginas de Indagación
del bien, no ha de sorprendernos. Cuando se introdujo en el estudio de los
neokantianos, una de sus intenciones era aclarar la distinción entre hechos y valores,
lo que había conducido a Rickert y Cohen
a relacionar sus estéticas con cuestiones del amor y de la ética. Otra vez
Nishida esquivó ese aspecto de su pensamiento para tratar los valores
estrictamente en términos de significado, y no de acción. Los argumentos de El
arte y la moral fluían por estos mismos derroteros. Finalmente, el «deber» es
identificado con lo real, y esta identificación es vista como una función del
autodespertar. Lo más cerca que Nishida estará de hablar de la necesidad de
principios morales engendrados en el estado de autodespertar será su afirmación
de que una ética concreta basada en ésta no solo sería posible, sino también
deseable: Cuando nacemos como individuos en una sociedad particular…, el
sistema legal de esa sociedad se enfrenta al yo como una autoridad externa que
no debe ser transgredida.… Cuando hemos perdido todo respeto por la ley,
debemos buscar esa autoridad dentro de nosotros mismos… Una motivación moral
que es puramente formal y sin contenido no puede darnos una ley moral objetiva;
…no puede más que hacernos caer en el subjetivismo… La conducta moral
verdadera, que tiene su fin en sí misma y en la que se une lo interior y lo
exterior, requiere algo objetivo creado desde un a priori moral. La objetividad
que Nishida tiene en mente no es la que genera imperativos específicos o
generales, sino la que los funda. Él compara ideales morales particulares en
una sociedad a la manera en que una especie biológica participa en el gran
flujo de la vida para darle forma y hacerla real. Así, el despertar interior de
los a priori morales es adelantado por ser especificado en el mundo exterior,
pero sólo se completa cuando el yo regresa a un estado en que lo exterior ha
sido interiorizado. Sin detenerse en los detalles de ese proceso de la
exteriorización, Nishida restaura el descubrimiento de la ley moral en el yo
como «un ambiente interior en el cual uno hace específica la vida del
espíritu». Lo que finalmente evidencia esta complementación de reflexiones sobre
el arte por un lado y la ética por otro es que el nivel de autodespertar
logrado en la expresión artística auténtica no es fruto de una carrera
artística, sino que es un «deber» que yace dormido en toda conciencia
ordinaria, esperando que sea despertado. El yo verdadero es una vocación humana
universal; y la negativa a oír y responder es la raíz que propaga la maldad, la
falsedad, la fealdad. 17 la nada absoluta. La idea de fundamentar todo el
pensamiento en un sólo principio absoluto seguía fastidiando a Nishida, como si
una mosca zumbona volara dentro de su cabeza y hubiera sido imposible
atraparla. Aunque los términos «experiencia pura» o «voluntad absoluta» habían
desaparecido de su lenguaje, la suposición de un absoluto más allá de sujeto y
objeto, y sin embargo cognoscible, seguía inalterable. La sospecha de que
ninguna de sus soluciones Rickert y Cohen a relacionar sus estéticas con
cuestiones del amor y de la ética. Otra vez Nishida esquivó ese aspecto de su
pensamiento para tratar los valores estrictamente en términos de significado, y
no de acción. Los argumentos de El arte y la moral fluían por estos mismos
derroteros. Finalmente, el «deber» es identificado con lo real, y esta
identificación es vista como una función del autodespertar. Lo más cerca que
Nishida estará de hablar de la necesidad de principios morales engendrados en
el estado de autodespertar será su afirmación de que una ética concreta basada
en ésta no solo sería posible, sino también deseable: Cuando nacemos como
individuos en una sociedad particular…, el sistema legal de esa sociedad se
enfrenta al yo como una autoridad externa que no debe ser transgredida.… Cuando
hemos perdido todo respeto por la ley, debemos buscar esa autoridad dentro de
nosotros mismos… Una motivación moral que es puramente formal y sin contenido
no puede darnos una ley moral objetiva; …no puede más que hacernos caer en el
subjetivismo… La conducta moral verdadera, que tiene su fin en sí misma y en la
que se une lo interior y lo exterior, requiere algo objetivo creado desde un a
priori moral. La objetividad que Nishida tiene en mente no es la que genera
imperativos específicos o generales, sino la que los funda. Él compara ideales
morales particulares en una sociedad a la manera en que una especie biológica
participa en el gran flujo de la vida para darle forma y hacerla real. Así, el
despertar interior de los a priori morales es adelantado por ser especificado
en el mundo exterior, pero sólo se completa cuando el yo regresa a un estado en
que lo exterior ha sido interiorizado. Sin detenerse en los detalles de ese
proceso de la exteriorización, Nishida restaura el descubrimiento de la ley
moral en el yo como «un ambiente interior en el cual uno hace específica la
vida del espíritu». Lo que finalmente evidencia esta complementación de
reflexiones sobre el arte por un lado y la ética por otro es que el nivel de
autodespertar logrado en la expresión artística auténtica no es fruto de una
carrera artística, sino que es un «deber» que yace dormido en toda conciencia ordinaria,
esperando que sea despertado. El yo verdadero es una vocación humana universal;
y la negativa a oír y responder es la raíz que propaga la maldad, la falsedad,
la fealdad. 17 la nada absoluta. La idea de fundamentar todo el pensamiento en
un sólo principio absoluto seguía fastidiando a Nishida, como si una mosca
zumbona volara dentro de su cabeza y hubiera sido imposible atraparla. Aunque
los términos «experiencia pura» o «voluntad absoluta» habían desaparecido de su
lenguaje, la suposición de un absoluto más allá de sujeto y objeto, y sin
embargo cognoscible, seguía inalterable. La sospecha de que ninguna de sus
soluciones habían conseguido verdaderamente dislocar al sujeto cognoscente, o
desplazarle de su posición ontológica central —en sus palabras, la sospecha de
que seguía operando desde un cierto «psicologismo»— hizo más intensa la
necesidad de un absoluto para sustuitirlo. Buscó este absoluto volviéndose
hacia la religión, lo encontró finalmente en la idea de la nada. La idea de la
nada está íntimamente entrelazada con los cambios que tuvieron lugar en la
lógica de Nishida, y de hecho es su uso polisémico del término lo que añade las
complicaciones por las que es célebre, y lo que dejó al mismo tiempo la noción
abierta a otros posibles desarrollos, como los realizados posteriormente por
Tanabe y Nishitani. Sin embargo, dado que las variaciones en esta idea son tan
características de los filósofos de la escuela de Kioto, intentaré explicar de
un solo trazo cómo Nishida la entendió, antes de ubicarla en un contexto más
amplio. Nishida reconoció que el paso hacia una ontología de la nada estaba
desafiando una suposición fundamental de la filosofía hasta entonces. «Creo que
podemos distinguir al Occidente por haber considerado el ser como el fundamento
de la realidad», declara, «y al Oriente por haber tomado la nada como el suyo».
Con eso no quiso decir que entendía la nada como una mera paráfrasis o imagen
especular del concepto de ser, lo que hubiera supuesto una mera adaptación de
rasgos y funciones con el modelo completamente intacto. Fue más bien una
relativización del ser, que entendió como un absoluto indispensable en el
pensamiento occidental, para con algo aún más absoluto. Hay unas cuantas frases
sugestivas sobre la nada en Indagación del bien que no son incompatibles con la
idea más amplia que Nishida desarrollaría más tarde y que, de hecho, tampoco lo
son con la ontología tradicional, en la que la nada es entendida como un
correlato del ser. Claramente, la razón por la que Nishida comenzó hablar de la
nada no fue ontológica, sino que pretendía expresar una negación del yo, o para
ser más exactos, del yo establecido como sujeto percibiendo los objetos del
mundo. Este yo debería estar «hecho nada» o «anulado» para abrirse a su
dimensión más verdadera. La expresión hacer nada no suena tan rara en japonés
como suena en el lenguaje filosófico tradicional, que prefiere hablar de una
simple negación. La alusión al zen, donde la meditación sobre el glifo «nada» y
los discursos del no-yo y de la no-mente son ubicuos, llamó rápidamente la
atención a sus lectores japoneses. Nishida no hizo la relación directamente, ya
que no era su contexto. Sin embargo, al igual que en el zen, no se trataba de
una negación proposicional o racional, sino de una negación construida sobre el
esfuerzo disciplinado de prescindir del prejuicio de verse a sí mismo como
sujeto colocado en un mundo de objetos. La transición desde el uso de la nada
como una expresión de negación hasta la idea de la nada como absoluto
metafísico señala un gran paso que no
vino directamente del zen, y que ha estado lejos de ser aceptado universalmente
en círculos zen. Por su parte, Nishida no la introdujo como una idea zen del
todo, ni tampoco como una idea budista en general. De hacerlo, hubiera
necesitado una familiaridad mayor con las fuentes clásicas, chinas y japonesas,
taoístas y budistas. Le fue suficiente con que la idea fuera característicamente
oriental. Se llama una nada absoluta porque señala que no llega a ser ni deja
de ser y, en este sentido, se distingue del mundo del ser. Se llama una nada
absoluta —o la «nada del absoluto»— porque no puede ser abarcada por ningún
fenómeno, individuo, acontecimiento, o relación en el mundo. Si es absoluta, lo
es precisamente porque no está definida por nada en el mundo del ser que se le
oponga. Está «absuelta» de toda oposición que la podría hacer relativa, así que
su única oposición al mundo del ser es la de un absoluto para con lo relativo.
La negación de sujeto y objeto, o la negación del yo que se establece sobre
esta distinción, es relativa, dado que se define en oposición a la afirmación
de estas cosas. Esas negaciones no llegan a ser una nada absoluta hasta que no
son absueltas de esa oposición definitoria, es decir, hasta que no son vistas
como un primer paso en la autodeterminación de la nada del absoluto mismo. Una
vez aquí, lo que ha sido negado en el mundo del ser vuelve a ser reafirmado tal
como es. En la nada absoluta, dirá Nishida, «la negación verdadera es una
negación de la negación». Ahora bien, llamar a la realidad misma una nada
absoluta significa que toda la realidad está sujeta a una dialéctica de ser y
no-ser, esto es, que la identidad de cada cosa en el mundo está atada a una
contradictoriedad absoluta. En otras palabras, la nada no sólo relativiza el
«fundamento del ser», sino que relativiza cualquier modelo de coexistencia o
armonía que sublima, transciende, debilita o, de otra manera, oscurece esa
contradicción. Al mismo tiempo, significa que el ascenso de la nada hacia el
despertar en la conciencia humana, el «ver el ser mismo directamente como la
nada», es tanto el punto en el que el yo puede intuirse a sí mismo directamente,
como el punto en el que el absoluto llega a ser más plenamente real. Si la nada
comenzó siendo una especie de «idea infinita» intuida en lo profundo del yo,
poco a poco se convertiría para Nishida en un principio metafísico propio. Lo
llama «lo universal de los universales», pues entiende que es el principio más
alto de la realidad, el que relativiza todos los demás universales del
pensamiento. La identidad de cada elemento individual es una coincidencia de
dos principios limitativos: su propia actividad (la autodeterminación de lo
individual) y el hecho objetivo de ser uno entre muchos (la determinación de lo
universal). Aunque el tiempo puede entenderse como la formación dinámica del
mundo por las dos determinaciones de individualidad y universalidad, el tiempo
no provee el fundamento de las dos, y ninguna de las dos
determinaciones puede explicar a la otra. El fundamento ha
de buscarse en una totalidad que es absoluta en relación a toda determinación,
sea del individuo o sea de una multiplicidad. Debe ser como una no-temporalidad
en el tiempo, un ahora eterno. La conciencia no está fuera del mundo para
observar todo esto desde un punto de vista superior. Como cualquier otro
elemento del ser, está autodeterminada y, a la vez, determinada por lo
universal. Respeto a la temporalidad, también, la conciencia es uno entre los
muchos elementos del mundo del ser: a la vez es un proceso (en cuanto que
ocurre en el transcurso del tiempo) y no es un proceso (en cuanto que está
ubicada en el fundamento permanente y no-temporal de la nada). Al igual que con
todas las cosas, así con la conciencia humana, es la nada absoluta la que ha de
proporcionar un locus para que la autoidentidad tenga lugar, un lugar que ni el
mundo histórico del tiempo ni la conciencia misma pueden proporcionar. Una vez
este lugar ha sido establecido como el último horizonte, Nishida puede regresar
a la idea del tiempo y verlo, no sólo como parte del mundo de los seres
relativos, sino también como una «autodeterminación» de la nada absoluta en el
mundo histórico. Es decir, en la contradicción misma del momento presente como
continuo con el pasado y discontinuo hacia el futuro, el absoluto de la nada se
manifiesta. Al mismo tiempo, Nishida puede regresar a la idea de la conciencia
y reconocer que el logro del autodespertar verdadero no termina en la simple
conciencia de la realidad como una actividad de la nada, sino que esta
autoactualización está expresada paradigmáticamente en la unidad del yo
despierto mismo. 18 identidad y oposición. En Indagación del bien, Nishida
había hablado de una unidad en la realidad que existe antes de que la mente
actúe, según el dualismo entre sujeto y objeto, para convertirla en algo
inteligible. Con el tiempo, cambió modismos para hablar de lo real en términos
de autoidentidad. No fue un gran cambio de contenido, sólo de énfasis. Sin
embargo, el empleo de la nueva palabra es significativo. Rechazando la idea de
un principio de individuación tal y como la encontró en la filosofía occidental
—que proporcionaría a cada cosa su identidad y que se basa en la idea de una
substancia subyacente en las cosas—, Nishida sugiere que la identidad verdadera
de lo individual sólo emerge a través de una coexistencia de elementos
opuestos. El dispositivo que establece la identidad por medio de la
contradicción hace algo más que criticar nuestra manera habitual de identificar
los elementos del mundo con el lenguaje o las ideas que hemos creado para
separarlos del ámbito que les sería propio y alojarlos en el ámbito de pensamiento.
Este aspecto está seguramente presente, pero no fue el más importante para
Nishida. De la misma forma que su idea de la nada se extendió más allá de la
lógica hacia la ontología, así también la autoidentidad acabó asumiendo
el papel que substantia o hypokeimenon habían jugado en la filosofía
tradicional desde Aristóteles. Por lo tanto, es una autoidentidad en el doble
sentido notado previamente: actúa espontáneamente y apunta a la naturaleza
verdadera de las cosas. Con la introducción de un principio de individuación
basado en la oposición, Nishida no quería insinuar un dualismo de principios
absolutos en el mundo o innato en la naturaleza de los elementos particulares
del mundo. Tampoco quería simplemente relativizar los opuestos desde un punto
de vista más elevado, o localizarlos en un proceso dialéctico en donde, a la
larga, la oposición quedaría disuelta. La única unidad o principio unificador
verdadero que Nishida podía reconocer era aquel que permitiese estar a los
individuos, tal como son, el uno con el otro en situación de contradicción
absoluta. Sólo de este modo puede conocerse su identidad verdadera: Como Hegel
ha declarado, la realidad es contradictoria, y cuanto más intensa es la
contradicción, tanto más podemos pensar en ella como la realidad verdadera.
Pues cuanto más profunda y espontánea se vuelve la unidad interna, tanto más
incluye la contradicción dentro de sí misma. Al igual que con todo en la
filosofía de Nishida, aquí también todas las cuestiones lógicas o metafísicas
responden a la cuestión fundamental de iluminar el yo. No se trata de encontrar
un punto de vista que «transcienda» toda oposición, sino más bien de resituarla
al nivel de la conciencia, en un punto de vista que denominó de «transdescendencia».
En este sentido, el paradigma final de la coexistencia de los opuestos en la
realidad no lo encontró en el cosmos, sino en el autodespertar del individuo. A
Nishida, entender la totalidad como una coincidencia o armonía de opuestos le
resultaba familiar, pues la idea disfruta en la filosofía occidental de una
larga y variada historia. Las oposiciones principales que empujaron a Nishida a
introducir una noción semejante en su propia filosofía, como se ve en un ensayo
tardío sobre el tema, fueron las oposiciones entre sujeto y objeto, y pasado y
futuro. Al principio, se refirió a una «constelación de autocontradicciones»,
pero más tarde acuñó un término más torpe pero propiamente suyo, el de «la
autoidentidad de contradictorios absolutos». Una vez elaborada la idea, la
aplicó a una gran cantidad de oposiciones y recurrió libremente a ideas
análogas en la historia de la filosofía y en el pensamiento místico para
aclarar su significado. Sin embargo, la función más difundida de la idea en sus
escritos no viene acompañada por la fórmula, y se manifiesta en la creciente
adaptación de expresiones gramaticales que combinan la afirmación con la
negación. Para Nishida, la autoidentidad verdadera no toma la forma de «A es A»
sino la de una unidad de contradictorios, así que, como acabamos de ver,
«cuanto más contradictorios son los opuestos, tanto más es una autoidentidad».
Desde luego, no pretende negar el principio de no-contradicción, sino
relativizarlo porque es impropio si lo que queremos es hablar de la realidad.
En otras palabras, Nishida no quiere decir «A es no-A», sino más bien algo así
como «A-en-no-A es A». Para expresarlo con una cierta ingenuidad, la lógica de
Nishida tiene todo el aspecto de una lógica de «ni lo uno ni lo otro, sino todo
lo contrario». Por eso, merece ser estudiada más atentamente, para que no sea
rápidamente descartada como un mero galimatías, aunque a veces se acerque a
eso. En realidad, no resulta tan difícil de entender. La conjunción copulativa
«–en» traduce un glifo chino (generalmente pronunciada soku en japonés) de
conocida ambigüedad. Sus significados incluyen «es decir», «al mismo tiempo», y
también, «o», «inmediatamente» y «como tal». El elemento común a todos ellos es
el acoplamiento de dos elementos o atributos, el segundo del cual forma parte
del primero naturalmente y por supuesto. El glifo por sí mismo no indica es en
el sentido de lo contrario a no es y, desde luego, no puede decirse que
implique el principio de no-contradicción. Por consiguiente, no hay ninguna razón
lingüística que prevenga su uso para unir elementos que en el lenguaje lógico
ordinario crearían una simple contradicción. Nishida no se detiene
explícitamente en la lógica del soku hasta su último ensayo, cuando la menciona
en el contexto de la lógica budista y su idea de la correspondencia inversa,
que consideraremos luego. Por ahora, es suficiente señalar que el soku que
vincula contradictorios no señala el mismo tipo de relación que las lógicas
ordinarias, las cuales no pueden expresar sin forzar los elementos en la
fórmula «A no es B». Nishida no tuvo ninguna intención de dispensarse con las
reglas gramaticales «A no es no-A» y «B es no-A», ambas implicadas en la
distinción entre es y no es. Si lo hubiera hecho, tendría que haber abandonado
por completo la argumentación racional. Lo que quiere decir es más bien algo
como esto: «A no es simplemente A y, no-A no es simplemente no-A; ni son ambos
simplemente dos aspectos distintos de la misma cosa; A es A y no-A es no-A,
pero ninguno de los dos es real siempre que los dos no pertenezcan el uno al
otro tal como son». Eso le permitirá afirmar que «A transforma B y B transforma
A» en virtud de «algo común a ambos». En este punto puede surgir una cierta
confusión al ver que lo que Nishida llama «contradictorios» a menudo tiene más
parecido a lo que de hecho podríamos llamar «contrarios» o « correlativos».
Afirmación-en-negación, continuidad-en-discontinuidad, sujeto-en-objeto, y
ser-en-nada son, con razón, copulaciones de contradictorios. No pueden estar
presentes en la misma cosa sin ofender, al mismo tiempo, las reglas del
discurso lógico. Por otra parte, yo-en-otro, muerte-en-vida y
uno-en-multiplicidad, no son obviamente
contradictorios pues, se entiende, comparten una base común
—como el encuentro humano, la creatividad, la voluntad, la totalidad etc..
Declarar que hay una afirmación al mismo tiempo y tal como es una negación, o
que existe una conexión que es al mismo tiempo y tal como es una desconexión,
es simplemente decir tonterías. Pero para hablar de la identidad del yo como
algo que implica al otro, de la vida implicando la muerte, es ver estos
términos como correlativos, cada cual requiriendo al otro y ambos requiriendo
un medio o universal para poder entenderse. Es así como funciona la lógica
dialéctica, y no hay nada lógicamente «contradictorio» en ello. La pregunta es,
por cuál de las dos optó Nishida. Asombrosamente, parece haber sido por la
primera. Ya desde sus primeros escritos Nishida había hablado del mundo
histórico como de un proceso dialéctico, pero su idea de la nada absoluta como
explicación última de por qué las cosas son y por qué son como son, necesitó de
una formulación lógica distinta. La convicción de Hegel de que el ser y la
conciencia son finalmente idénticos, el uno desarrollándose desde el otro,
yacía en las raíces de su dialéctica. También le permitió dar un paso —si era
necesario o no, es otra cuestión— más allá de la mera mediación dialéctica para
ver la contradicción lógica como una expresión de esta evolución en acción.
Algo de esto hay también en Nishida. En concreto, su idea de la
afirmación-en-negación está cortada por el mismo patrón que la conocida idea de
Hegel, por la que una negación aclara el significado de una afirmación. La
diferencia es que Nishida no se había comprometido a reconocer que la
dialéctica obraba en los acontecimientos históricos singulares, como lo hizo
Hegel, ni concluyó que toda contradicción, sea en las categorías del pensamiento,
sea en movimientos sociales, es simplemente la manifestación de una unidad más
profunda que les proporciona su realidad. Los ejemplos que Nishida eligió
fueron seleccionados por dos motivos: o bien iluminaron la manera en que la
conciencia cae en la dicotomía sujeto-objeto y después se levanta de ella, o
bien apuntaron a la contradicción básica entre el ser y la nada. Su modo de
llevarlo a cabo fue epistemológico en esta primera instancia, ontológico en la
segunda. Epistemológicamente, hablar de la conjunción de contradictorios
absolutos llama la atención sobre las limitaciones del lenguaje y de las formas
lógicas para expresar el significado total de la experiencia consciente. Como
sujeto, yo tomo las cosas del mundo como objetos. Me interesa «qué» es esta
cosa, y el lenguaje y la lógica me sirven para distinguirla tanto de cualquier
interferencia mía como de otras cosas. Pero cuando me fijo en el simple hecho
de «que» esta cosa es experimentada, debo liberarme de mi objetividad
desinteresada y tener en cuenta la manera en que los significados que se
acumulan en la experiencia, a causa del afecto, la voluntad, la memoria, el
prejuicio, etcétera, se entremezclan en mi «conocer» lo que esa cosa es. De
modo semejante, el «que» de la experiencia requiere tener en cuenta la relación
que cualquier cosa tiene con las otras cosas, algo de lo que han de abstraerse
los juicios sobre su «qué». Los juicios claros de la afirmación y de la
relación se quiebran. Si de la experiencia misma puede decirse que posee una identidad
que incluye tanto al experimentador como lo experimentado, entonces su
identidad desborda las reglas del lenguaje. Decir que el lenguaje es inadecuado
no quiere decir que la formulación de la identidad de eso «que» como una
autoidentidad de contradictorios absolutos es mejor, por ejemplo, que la
expresión poética o artística, donde la realidad puede fluir sin seguir modelos
de afirmación o negación, continuidad o discontinuidad. La razón que justifica
la fórmula ha de buscarse, pues, en otro sitio. El segundo motivo, el
ontológico, se funda en un principio metafísico, según el cual si cada cosa
relativa que es, al mismo tiempo está ubicada en la fundación absoluta de una
nada, entonces su identidad es automáticamente una coincidencia de lo relativo
y lo absoluto. Aquí se aclara el punto central de la fórmula de una
autoidentidad de contradictorios absolutos: la autoidentidad no es un realce de
un elemento de la realidad o un atributo, sino simplemente un modo de afirmar
el hecho de que, si cada cosa tiene una identidad propia no es debido a algo
interno —a un principio sustancial—, sino que se basa en la localización del
mundo relativo del ser en un absoluto de la nada.
La lógica del locus(basho) o lógica topológica . El primer
tratado de Nishida sobre la lógica del locus apareció en 1926. A diferencia de
las otras ideas de Nishida, anteriores o posteriores, ésta actuó como un imán
que atrajo para sí al resto e iba creciendo en su poder de atracción, aunque no
en más claridad de definición, hasta su último ensayo. Sin ninguna duda
esta idea, más que cualquier libro o ensayo particular,
representa la culminación del pensamiento de Nishida. La idea en sí misma no es
especialmente complicada, ni puede decirse que significara una especie de
ruptura en su pensamiento. De hecho, había hablado de un «locus de la voluntad»
desde 1919, y el término locus aparece varias veces en El arte y la moral. Pese
a que en ningún momento tuvo un carácter técnico, Nishida la aplicó un poco
como se aplica la idea de «campo» en la física, aunque usara otra palabra. Lo
que está claro es que con ella no quiere indicar ni algo temporal ni algo
espacial, sino sólo el «punto» abstracto en que una actividad «tiene lugar». De
cualquier manera, el uso filosófico del término supuso una reorganización de
todo su pensamiento. Como hemos visto, hasta ahora su filosofía solía girar en
torno a un principio metafísico absoluto (la experiencia pura, la voluntad, o
la nada), a un modo ideal de la conciencia (la intuición activa o el
autodespertar) o, a una combinación de los dos (la autoidentidad en la
contradicción absoluta). La lógica del locus trastoca todo el esquema. No
apunta a un ideal particular, a un principio o, a una actividad, sino más bien
al esquema general para «localizar» todas estas cosas. Nishida mismo declara
que el descubrimiento le ayudó a asirme a algo que desde hace mucho tiempo
yacía en el fondo de mi manera de pensar, la transición de un voluntarismo tipo
Fichte a un tipo de intuicionismo que diera a la intuición una orientación y un
contenido diferentes al intuicionismo tradicional. Mi meta no es pensar en la
línea de algo basado en la intuición de una unidad entre sujeto y objeto, sino
ver el obrar de todas las cosas que existen como sombras que reflejan el yo
dentro de un yo que se ha anulado, un tipo de ver sin vidente hasta el fondo de
todas las cosas. Lo que Nishida nos viene a sugerir aquí es que entendamos la
imagen de la caverna de Platón al revés. En vez de considerar la liberación de
la ilusión como un dejar la penumbra de una ignorancia encerrada en sus mismas
opiniones, donde el mundo sólo puede aparecer como sombras bailando en el muro,
por el brillante sol de la realidad donde las cosas pueden ser vistas como son,
Nishida busca un punto de vista por el que el sujeto, ubicado firmemente en la
luz del mundo real y objetivo, se manifiesta como una ilusión que puede ser
quebrada y penetrada sólo en virtud de negar el yo y examinar todas las cosas
moviéndose en el mundo como sombras del yo verdadero y despertado. No se trata,
pues, de un punto de vista por el cual ver las cosas del mundo claramente, con
el fin de confirmar o refutar la verdad de nuestras ideas sobre ellas, sino de
renunciar a ese punto de vista del sujeto claramente vidente frente a objetos
claramente vistos, a favor de un punto de vista por el que el yo puede
encontrar la verdad de sí mismo reflejado en todas las cosas tal como son. La
lógica del locus, podríamos decir, en un intento por explicar el proceso por el
cual el primer punto de vista se abre al segundo, por dislocar el yo ordinario
de su morada aparentemente fijada en un paisaje de sujetos y objetos y
relocalizarlo en su paisaje verdadero que, como el fondo en la pintura oriental
mencionado anteriormente, es una nada absoluta. Muy probablemente, la lógica
del locus se le ocurrió a Nishida en el orden inverso en que la presenta.
Comienza por la idea de una última morada para el yo verdadero, pero es
explicada en términos de un proceso de elevación espiritual. En la iluminación
del yo despertado, el yo del conocimiento ordinario se revela como un tipo de
centro ficticio de la actividad consciente. Todo conocimiento empírico, escribe
Nishida, comienza en el sentido más básico de algo que «se me vuelve
consciente». No es que primero exista un yo establecido que mira el mundo por
encima, como un elemento superior a los otros, y se lo apropie por su
percepción y juicio. Más bien, el yo pertenece totalmente y desde el principio
al campo de la experiencia. No es un tipo de «punto» organizativo centrado en
la conciencia, sino el «acontecimiento» de llegar al despertar de la realidad.
Nos acercamos mejor al hecho de este acontecimiento cuando decimos «se me
ocurrió la idea» que cuando decimos «yo tuve la idea». En otras palabras, no es
que yo soy despertado o que la conciencia me pertenece a mí, sino que el que
despierta soy yo y que yo pertenezco a la conciencia. Esto coloca al yo en una
posición más bien ambigua, si es que no contradictoria. Si el yo es de hecho el
autodespertar de una experiencia, debe ser afirmado. Al mismo tiempo, ya que el
yo por sí mismo no tiene ningún significado, debe ser negado. Aquí tenemos el
prototipo de la lógica de autoidentidad en la contradicción discutida arriba.
El yo es yo porque a la vez es no-yo. Es, puede decirse, un «yo-en-no-yo». Lo
importante no es el modismo con que se expresa, sino el hecho de que advierte
que, siempre que hablamos del sujeto consciente, desde un punto de vista
estamos abstrayendo sólo una parte de un acontecimiento más amplio que, desde
otro punto de vista requiere la negación del yo que hace la abstracción. Dado
que el sentido del yo es derivado del estado de autodespertar y no es el primer
motor de este estado, es posible hablar del autodespertar como si se extendiera
fuera del yo individual hasta incluir el autodespertar del mundo mismo, lo que
ya hicimos notar arriba cuando hablábamos de la relación entre la conciencia
subjetiva y la autodeterminación de la nada absoluta. Como Hegel, Nishida se
separa de Kant por considerar la «cosa en sí» no como el misterio escondido de
la realidad al que el sujeto preestructurado sólo puede acercarse
asintóticamente, sin llegar a alcanzarla nunca, sino más bien como un hecho de
la realidad, una parte de cuya dinámica consiste en estructurar el sujeto. En
todo caso, dada la naturaleza derivada del yo, sería más decir, en un intento por explicar el proceso
por el cual el primer punto de vista se abre al segundo, por dislocar el yo
ordinario de su morada aparentemente fijada en un paisaje de sujetos y objetos
y relocalizarlo en su paisaje verdadero que, como el fondo en la pintura
oriental mencionado anteriormente, es una nada absoluta. Muy probablemente, la
lógica del locus se le ocurrió a Nishida en el orden inverso en que la
presenta. Comienza por la idea de una última morada para el yo verdadero, pero
es explicada en términos de un proceso de elevación espiritual. En la
iluminación del yo despertado, el yo del conocimiento ordinario se revela como
un tipo de centro ficticio de la actividad consciente. Todo conocimiento
empírico, escribe Nishida, comienza en el sentido más básico de algo que «se me
vuelve consciente». No es que primero exista un yo establecido que mira el
mundo por encima, como un elemento superior a los otros, y se lo apropie por su
percepción y juicio. Más bien, el yo pertenece totalmente y desde el principio
al campo de la experiencia. No es un tipo de «punto» organizativo centrado en
la conciencia, sino el «acontecimiento» de llegar al despertar de la realidad.
Nos acercamos mejor al hecho de este acontecimiento cuando decimos «se me
ocurrió la idea» que cuando decimos «yo tuve la idea». En otras palabras, no es
que yo soy despertado o que la conciencia me pertenece a mí, sino que el que
despierta soy yo y que yo pertenezco a la conciencia. Esto coloca al yo en una
posición más bien ambigua, si es que no contradictoria. Si el yo es de hecho el
autodespertar de una experiencia, debe ser afirmado. Al mismo tiempo, ya que el
yo por sí mismo no tiene ningún significado, debe ser negado. Aquí tenemos el prototipo
de la lógica de autoidentidad en la contradicción discutida arriba. El yo es yo
porque a la vez es no-yo. Es, puede decirse, un «yo-en-no-yo». Lo importante no
es el modismo con que se expresa, sino el hecho de que advierte que, siempre
que hablamos del sujeto consciente, desde un punto de vista estamos abstrayendo
sólo una parte de un acontecimiento más amplio que, desde otro punto de vista
requiere la negación del yo que hace la abstracción. Dado que el sentido del yo
es derivado del estado de autodespertar y no es el primer motor de este estado,
es posible hablar del autodespertar como si se extendiera fuera del yo
individual hasta incluir el autodespertar del mundo mismo, lo que ya hicimos
notar arriba cuando hablábamos de la relación entre la conciencia subjetiva y
la autodeterminación de la nada absoluta. Como Hegel, Nishida se separa de Kant
por considerar la «cosa en sí» no como el misterio escondido de la realidad al
que el sujeto preestructurado sólo puede acercarse asintóticamente, sin llegar
a alcanzarla nunca, sino más bien como un hecho de la realidad, una parte de
cuya dinámica consiste en estructurar el sujeto. En todo caso, dada la
naturaleza derivada del yo, sería más exacto
hablar del yo no como una entidad preexistente sino como un locus de actividad.
En un modelo de círculos concéntricos, Nishida da una serie de pasos que
conducen, desde el yo dominador, que juzga el mundo fenoménico de forma y
materia, hacia un yo humillado por la reflexión sobre su propio trabajo y las
limitaciones del lenguaje, y desde allí a un yo desencantado de su propia
subjetividad por despertar a sí mismo como el objeto de las cosas que conoce;
finalmente, llega al verdadero yo que ha despertado a sí mismo como una
instancia del autodespertar de la realidad misma, es decir, a una nada absoluta
manifestándose en la experiencia inmediata del mundo tal como es. El mundo es
afirmado radicalmente sólo si se ubica sobre este último fondo. Entonces, el despertar
deja de definirse respecto al ser y pasa a definirse respecto a la nada. En las
palabras de Nishida, este proceso concluye cuando uno «se sumerge en el fondo
de la conciencia misma». Es una conversión del yo ordinario en una nada para
volverse lo que Nishida denomina «la conciencia en general», tomando prestado
un término de Kant utilizado en un contexto diferente. De esta manera, pinta el
locus de la nada no sólo como un fondo, sino como un fondo sobre el que todo
reaparece en primer plano, en su relieve más claro. Su misma formulación es
recóndita pero concisa: Lo general transdesciende hacia abajo hasta el fondo de
lo general, y lo inmanente transdesciende hacia abajo hasta el fondo de lo
inmanente, y el locus hacia el fondo del locus. Aquí de nuevo, vemos cómo
Nishida hace de la conciencia el prototipo para la ontología en general. El
locus de sujetos y objetos es la predicación lógica; el locus de la predicación
lógica es la conciencia; el locus de la conciencia es el yo verdadero que ha
despertado plenamente, donde el mundo del ser reaparece sobre el fondo de su
propio locus último, la nada. Nishida habla de este proceso como una progresión
«desde el obrar hacia el ver» (y éste fue justamente el título del volumen en
que describe detallamente por primera vez su lógica del locus). Es un proceso
que cuestiona el trabajo de reflexión que trata de conocer la realidad por
relocalizar los objetos del mundo en juicios proposicionales, rechaza el
absolutismo aparente del yo obrante como relativo, y finalmente conduce a la
conciencia de lo que subyace al mundo y a nuestro obrar en él. Es un movimiento
perspicaz que aclara el locus ordinario del yo, nos permite penetrarlo y llegar
hasta el abismo del verdadero absoluto de la nada, oscuro e impenetrable al ojo
del ego. Anteriormente Nishida había intentado definir la culminación del ser
en la nada por medio de la idea de la intuición activa. Ahora reconoce que el
ser es siempre un «estar localizado» y que esta localización es sólo finita. Es
decir, es en sí mismo un locus dentro de un locus que,
finalmente, no es un locus sino un horizonte infinito: la
nada absoluta. La calificamos de absoluta no sólo porque no está «localizada»,
como todas las cosas del mundo del ser y de la conciencia, sino también porque todo
conocimiento alcanzado en cualquier otro locus es relativo al reconocimiento
que ese conocimiento mismo encuentra respecto a su propio terruño en la nada.
La imagen de Dios como un círculo cuyo centro está en todas partes y cuya
circunferencia no está en ninguna —una idea de origen gnóstico-alquímico que
Nishida había descubierto en el Cusano— le fue realmente muy útil para expresar
el locus de la nada absoluta en que concluye su lógica. Cada realidad concreta
de la conciencia es circunscrita como un mundo, que resulta no ser más que un
microcosmos dentro de un mundo más amplio y, así sucesivamente, hasta llegar al
macrocosmos del autodespertar, que se revela entonces como un punto abriéndose
infinitamente en todas direcciones y ubicado en el locus de todos los locus, la
nada absoluta. Todo lo que existe, entonces, está colocado a horcajadas entre
dos lugares contradictorios: está en el mundo del ser y está en el mundo de la
nada. Este estar a horcajadas es su autoidentidad, una unidad de los opuestos.
21 sujeto, predicado y universal. Tendremos la clave para adentrarnos en los
textos de Nishida sobre la lógica del locus cuando entendamos cómo retoma la
dialéctica central de la intuición activa —entre el sujeto como la reflexión
mental y el objeto como el mundo intuido—, reestructurándola en función de las
relaciones entre el sujeto y el predicado gramaticales, en los juicios que se
da esta colaboración entre el yo activo y el mundo intuido. Quizá el mejor
punto de partida sea su idea de lo universal. Básicamente, puede decirse que
Nishida usa la idea de lo universal en tres sentidos. Primero, tiene el sentido
lógico ordinario de un atributo o una relación que es compartida por varios
individuos y que permite que sean agrupados como una clase. Esto no es más que
una taxonomía racional, necesaria para hablar sensatamente. En segundo lugar,
lo universal indica una potencialidad que es actualizada en individuos. Aquí la
insinuación es más metafísica, pues viene a decir que las cosas concretas que
encontramos en el mundo están limitadas en cuanto a su devenir y que, al
identificar estas limitaciones, conocemos algo sobre cómo estas cosas, y el
mundo en que se sitúan, están construidas. En ninguno de estos dos sentidos
Nishida quiere decir que lo universal es «real», o que «exista» siempre que no
se incorpore en un ser individual del mundo temporal. A este nivel, sólo en un
sentido metafórico podemos afirmar que un universal determina a lo individual
por proporcionarle una u otra cualidad o atributo particular o, que lo
individual determina lo universal, al proporcionarle una actualidad en el mundo.
Pero hay un tercer sentido de lo universal, uno que es derivado de estos dos y
que le resultó a Nishida mucho más estimulante: la idea de que lo universal se
determina a sí mismo. Ahora sí que lo universal se ve como algo real que
funciona para dar forma a los propios elementos del mundo. Si cada cosa real es
concreta y determinada, lo es porque es la expresión de una realidad mayor en
formación: lo universal. La identidad de un individuo, su autodeterminación, es
al mismo tiempo la manifestación de la autoidentidad de lo universal
determinándose a sí mismo a través de lo individual. En seguida surge una
pregunta: cómo relacionar estas dos autodeterminaciones y cómo explicar el
hecho de que no están nunca en un contínuo desacuerdo la una con la otra. La
terminología de la autodeterminación estaba presente en los escritos de Nishida
de una etapa temprana. Pero sólo con la formulación de la lógica del locus pudo
aclararse este acertijo fundamental. Si combinamos la idea de un universal
activo y autodeterminante que obra detrás del tiempo histórico con los dos
sentidos más lógicos de lo universal mencionados arriba y, dada además la línea
general de la lógica del locus, tal y como la hemos explicado anteriormente,
desprende otra idea. De la misma manera que hay clases dentro de clases (la
clase de tulipanes rojos en la clase de tulipanes, la clase de tulipanes en la
clase de flores, la clase de flores en la clase de plantas y, así,
sucesivamente), también pueden haber universales autodeterminantes abarcados
por universales autodeterminantes aún más abarcadores. De hecho, vimos que
Nishida habla de la historia, la sociedad y el individuo como modos de
autodeterminación. Y si hay una clase de todas las clases —es decir, una clase
de las cosas que son reales— entonces debe haber un universal de todos los
universales —es decir, una realidad última que lo determina todo, a la vez que
se determina a sí misma. La transición de una clase a otra fue justamente
aquello que Nishida trató de captar con su lógica del locus, localizando los
universales dentro de los universales y llegando, finalmente, a localizarlo
todo en la nada absoluta. Ésta fue la visión básica de Nishida de cómo la realidad
«obra» para que sea lo que es y de cómo obra para aparecer de la manera en que
aparece a ojos de la conciencia humana. La lógica del locus provee así un
puente desde el obrar hasta el ver que es, al mismo tiempo, un puente entre la
intuición de la realidad tal como es y el juicio lógico, que constituye la
reflexión racional sobre esa intuición. El lenguaje puede parecer a veces
desesperadamente enredado, pero con las ideas básicas a mano es posible
desenmarañarlo y llegar a un sentido general de lo que Nishida quiere decir.
Este pasaje típicamente difícil puede sernos de utilidad: Los individuos pueden
ser considerados como la autodeterminación de mundo. Pero hay un tercer sentido
de lo universal, uno que es derivado de estos dos y que le resultó a Nishida
mucho más estimulante: la idea de que lo universal se determina a sí mismo.
Ahora sí que lo universal se ve como algo real que funciona para dar forma a
los propios elementos del mundo. Si cada cosa real es concreta y determinada,
lo es porque es la expresión de una realidad mayor en formación: lo universal.
La identidad de un individuo, su autodeterminación, es al mismo tiempo la
manifestación de la autoidentidad de lo universal determinándose a sí mismo a
través de lo individual. En seguida surge una pregunta: cómo relacionar estas
dos autodeterminaciones y cómo explicar el hecho de que no están nunca en un
contínuo desacuerdo la una con la otra. La terminología de la autodeterminación
estaba presente en los escritos de Nishida de una etapa temprana. Pero sólo con
la formulación de la lógica del locus pudo aclararse este acertijo fundamental.
Si combinamos la idea de un universal activo y autodeterminante que obra detrás
del tiempo histórico con los dos sentidos más lógicos de lo universal
mencionados arriba y, dada además la línea general de la lógica del locus, tal
y como la hemos explicado anteriormente, desprende otra idea. De la misma
manera que hay clases dentro de clases (la clase de tulipanes rojos en la clase
de tulipanes, la clase de tulipanes en la clase de flores, la clase de flores
en la clase de plantas y, así, sucesivamente), también pueden haber universales
autodeterminantes abarcados por universales autodeterminantes aún más
abarcadores. De hecho, vimos que Nishida habla de la historia, la sociedad y el
individuo como modos de autodeterminación. Y si hay una clase de todas las
clases —es decir, una clase de las cosas que son reales— entonces debe haber un
universal de todos los universales —es decir, una realidad última que lo
determina todo, a la vez que se determina a sí misma. La transición de una
clase a otra fue justamente aquello que Nishida trató de captar con su lógica
del locus, localizando los universales dentro de los universales y llegando,
finalmente, a localizarlo todo en la nada absoluta. Ésta fue la visión básica
de Nishida de cómo la realidad «obra» para que sea lo que es y de cómo obra
para aparecer de la manera en que aparece a ojos de la conciencia humana. La
lógica del locus provee así un puente desde el obrar hasta el ver que es, al
mismo tiempo, un puente entre la intuición de la realidad tal como es y el
juicio lógico, que constituye la reflexión racional sobre esa intuición. El
lenguaje puede parecer a veces desesperadamente enredado, pero con las ideas
básicas a mano es posible desenmarañarlo y llegar a un sentido general de lo
que Nishida quiere decir. Este pasaje típicamente difícil puede sernos de
utilidad: Los individuos pueden ser considerados como la autodeterminación de
un universal. Además, lo individual mismo puede verse como
un universal que se determina. Pues en la lógica de lo concreto, cada individuo
es un universal y cada sujeto un predicado. Todo lo que es real tiene este tipo
de estructura lógica. En este sentido, puede pensarse que la unidad dialéctica
posee en sí misma su propia identidad, al ser una autoidentidad. En la lógica
aristotélica, observa Nishida, la idea de una sustancia subyacente que da a los
individuos su identidad es expresada a partir de algo que existe en el interior
del sujeto, algo que impide que «el sujeto se convierta en un predicado». Del
tulipán puedo decir que es rojo o azul, que es lacio o fresco, que florece en
un campo o que ha sido cortado y metido en un florero. Estos son todos
atributos del tulipán, pero el tulipán mismo no puede convertirse en un
atributo de cualquier otra cosa. Desde luego, la autoidentidad está en una
situación de ambivalencia respecto a lo universal. Lo determina y al mismo
tiempo queda determinada por él, siempre subordinada a las clases más amplias
de las que permanece como miembro. Por lo tanto, si bien el sujeto que no puede
convertirse en un predicado puede pensarse como la sustancia sólida de la que
el mundo está hecho, «en la forma tradicional del juicio, el predicado que no
puede convertirse en un sujeto se piensa como un marco más amplio que el del
sujeto». Nishida pone este modo de pensar patas arriba, sugiriendo que
necesitamos una lógica que permita que un sujeto se convierta en predicado, y
que el predicado universal se convierta en el sujeto final. Si no lo hacemos,
la idea misma de individuos determinándose a sí mismos y, en el proceso, siendo
la autodeterminación de un algo fuera de ellos, se cae hecha pedazos. El texto
continúa de la siguiente manera: Que algo posea su propia identidad no quiere
decir que sea únicamente una cosa, que sea simplemente un sujeto que no puede
convertirse en un predicado. Si lo fuera, no sería más que una asíntota o un
centro sin radio —en una palabra, no habría ningún punto donde asirlo. Para ser
idéntico consigo mismo, además de ser un sujeto que no puede ser un predicado
debe ser un predicado de sí mismo; el individuo se debe determinar a sí mismo
en la manera de una predicación. O para expresarlo a la inversa, el predicado
se convierte en el sujeto a fin que el sujeto se determine a sí mismo en la
predicación. Obviamente, los sujetos no pueden convertirse en predicados en los
juicios normales, o la gramática se desintegraría en la contradicción de no
tener sobre qué hablar: una ristra de atributos sin ningún sitio en que
ubicarlos. Nishida no niega esto. Lo que quiere decir, como explicamos arriba,
es que el locus de juicios normales, donde los universales son aplicados a
cosas fijas para clasificarlas, no nos pone en contacto con lo que realmente
está aconteciendo en la realidad. Hemos de trascender este tipo de lógica y
llegar a un punto de vista donde esa lógica entera pueda ser vista como
predicado de otra actividad más cercana a la realidad. Este lugar es el locus
de la conciencia, que no es un simple espejo de la realidad sino una forma de
captar la realidad y obrarla. Ver un elemento individual del mundo colocado en
la conciencia es, en este sentido, ver su identidad no como una substancia
independiente, sino como dependiente de una conciencia que predica a las cosas
su identidad. El «sujeto» que llamamos individuo consciente, por ello, hace
predicados de esos «sujetos» que llamamos individuos. En los términos de
Nishida, el sujeto consciente es lo universal de esos sujetos lógicos, y esto
es su identidad. Por otra parte, ya que la conciencia puede descubrirse en el
acto de obrar racionalmente, su autoidentidad es su propia obra en un sentido
más pleno que, por ejemplo, en el caso del tulipán. No sólo puede atribuir la
autoidentidad a las cosas que intuye fuera de sí mismo (esto es, hacerlas
sujetos de una predicación), sino que, puede hacer de esos mismos juicios,
sujetos de una predicación. Ésta es la esencia de la autoconciencia, en donde
el sujeto («este tulipán») del cual algo es predicado («es rojo») puede en sí
mismo ser visto como un predicado de la conciencia. Por captarse a sí mismo en
el trabajo, la autoconciencia se identifica a sí misma —es un individuo que se
determina a sí mismo y reconoce que lo está haciendo. Ésta no es simplemente la
autoconciencia de un yo que reflexiona sobre sí mismo, sino de un yo que se ha
despertado a sí mismo como medio por el que proporciona su identidad a los individuos.
No es simplemente una unidad cerrada en sí misma, sino un locus en el cual el
mundo logra un tipo de unidad. Es, en las palabras de Nishida, un «dialéctico
universal», en el sentido que provee el ambiente o «locus» para que tanto los
universales del juicio como los individuos concretos interactúen, de tal manera
que se vuelvan reales. Es la noesis (el proceso cognitivo) del noema (lo
conocido). Pero todavía no hemos llegado al final, pues, si termináramos aquí,
los universales no serían más que un tipo de conciencia subjetiva, lo que nos
dejaría en un idealismo, si no un solipsismo, en que el principio absoluto de
toda realidad sería el sujeto pensante. Nishida da otro paso: relativiza este
universal respecto a un universal aun más elevado y abarcador. Resume este
paso: Ésta no es la autoidentidad verdadera, ya que retiene el sentido de ser
«una cosa» más. La autoidentidad verdadera no puede ser considerada ni como un
simple universal (sujeto) ni como una simple individualidad (predicado). Debe ser
algo que puede pensarse al mismo tiempo como una línea recta y un círculo —es
decir, una nada absoluta. En cuanto la conciencia proporciona a las cosas su
identidad, puede ser llamada el locus universal de esas cosas. Pero al mismo
tiempo, ya que existe sólo encarnada en las personas individuales que son
atribuidas, no puede ser el locus universal de su propia identidad. Por
consiguiente, la autoconciencia es intrínsecamente contradictoria y asintótica,
semejante a un espejo reflejando un espejo, o una línea recta circular. El
único locus en donde esta contradicción final y absoluta de la conciencia puede
ser resuelta para producir una identidad sería una autoconciencia sin un yo, un
ver sin vidente, un despertar que sería a la vez espontáneo y autodeterminaría
todo lo que existe —es decir, sería la localización del yo en la nada absoluta.
En cierto sentido, esta nada puede verse como una negación del ser, del mismo
modo que cualquier clase que envuelve otra clase es al mismo tiempo una
negación de la ultimidad de lo que envuelve. Pero la nada absoluta no es sólo
una negación de la ultimidad del contexto de la conciencia. Es en sí mismo la
última clase de todas las clases, el contexto de todos los contextos o, como dice
Nishida, lo «universal de todos los universales». Es un absoluto y una nada —un
predicado que nunca puede convertirse en un sujeto. La agregación del sujeto y
predicado gramaticales en el cuadro hace aumentar geométricamente el número de
formas en que la idea de la autodeterminación de lo universal puede ser
parafraseada. Uno casi puede abrir al azar los ensayos de Nishida escritos
después de su introducción de la lógica del locus y descubrir aquí o allá una
nueva mezcolanza de los ingredientes. Al mismo tiempo, aún en una manera algo
intrincada, ayuda a relacionar su idea de autodespertar como un ver sin
vidente, con la idea de que este modo de ver es la autoexpresión de la nada
absoluta en el mundo histórico del ser, que proporciona a las cosas sus identidades
individuales y, al pensamiento racional, su lugar legítimo en el esquema de la
realidad. 22 el yo y el otro. En la teoría de la intuición activa, se
recordará, el cuerpo fue presentado como el punto de contacto entre el yo y el
mundo, pero el problema de los otros yoes fue pasado por alto. Es evidente que
la noción de cuerpo, como la idea de la intuición activa de por sí, no era
suficiente para captar este ingrediente importante de la relación entre el yo y
el mundo: el hecho de que existen otros centros de conciencia, con cuya
interacción sale a la luz más conocimiento del yo propio. La lógica del locus
contribuyó a presentar de nuevo la cuestión, y a colocarla en la filosofía
general de Nishida. El autodespertar, en cuanto conciencia de la verdadera
identidad de la persona individual, no puede establecerse en simple oposición a
otras personas; esto volvería a introducir por la puerta trasera la dicotomía
de sujeto y objeto. Debe haber un sentido de la autoidentidad en que el yo y el
otro han de dejar de ser simplemente dos. La idea de la identidad-en-oposición
y del locus último de la nada absoluta nos permitirán encontrar este sentido.
«¿Qué es este yo nuestro? ¿Qué es el mundo real en el que este yo nace, en el
que actúa y en el que muere?» La pregunta de Nishida es ahora más profunda que
aquella pregunta por la relación entre el yo y el mundo que yacía tras su noción de la
intuición activa. Está preguntando sobre la identidad, o el locus, de los
elementos mismos de esa relación. El fundamento común del yo y el mundo ya no
será simplemente la realidad mediada por el cuerpo, sino la realidad como el
locus de la nada absoluta. Esta pregunta es tratada en un libro de 1932
titulado Yo y tú, que debería ser leído como continuación de un ensayo
completado unos cuatro meses antes, «El amor del yo, el amor del otro y la
dialéctica». Desde el principio está claro que el acercamiento de Nishida será
sumamente abstracto, ya que no era su intención hacer una reflexión sobre el
encuentro interpersonal y sus implicaciones filosóficas, sino más bien
localizar ese encuentro en su lógica del locus. Su reflexión no deja tras de sí
ninguna idea o ningún concepto nuevos, sino que es reabsorbida en la categoría
general del amor religioso, que fue su origen. De hecho, la idea del amor como
una manifestación de la nada absoluta que sólo puede tener lugar entre personas
surge tan inesperadamente en el pensamiento de Nishida y desaparece en
categorías familiares ,tan pronto y casi sin dejar huella en sus escritos
posteriores, que se hace difícil pensar en la relación yo-tú como una pregunta
filosófica central en el pensamiento de Nishida. Las nuevas ediciones del libro
en Japón y las traducciones a otros idiomas nos señalan que, al fin y al cabo,
conserva su interés, aunque en definitiva desarrolle ideas anteriores y no
avance otras nuevas. Para Nishida, sólo un yo radicalmente negado es capaz de
encontrar el mundo tal como es. Pero si el yo y el mundo pertenecen a lo
universal del «ser» como sus polos subjetivo (autoconciencia) y objetivo
(fenoménico) respectivamente, entonces cada encuentro con los fenómenos del
mundo —incluyendo el encuentro con otros sujetos— termina reforzando el yo. Por
consiguiente, sólo un universal de la nada, que haya restaurado la dicotomía
sujeto-objeto a su unidad puede permitir un encuentro verdaderamente
autodespertado con el mundo. Las consecuencias de esta transición del ser a la
nada para el encuentro entre el yo y el otro son principalmente tres. Primero,
desde que el locus final y omniabarcador de la realidad es para Nishida la
nada, cualquier cualidad del ser que esté apegada a acontecimientos, procesos,
individuos, o a las categorías de pensamiento usadas para expresarlos, y que se
presuma por otra parte que apunta a algo «último», debe ser resituada dentro de
un horizonte más amplio, un horizonte desde donde la cualidad se manifieste
como algo secundario o derivado. Además, puesto que la estructura última de la
nada, tal y como se presenta a la conciencia, es la de una «autoidentidad de
contradictorios absolutos», cualquier relación de individuos basada en un
«estando con» o «encuentro» que mitigue la alteridad absoluta del uno para con
el otro se considerará anclada en una ficción mental de «la unidad en el ser»
Entender la realidad como una nada absoluta supone que no
hay relación que esté exenta de la dialéctica entre el llegar a ser y el dejar
de ser. Toda continuidad es relativa a una discontinuidad radical. Cuando
Nishida dice que «cada individuo es individuo únicamente en oposición a otro
individuo», no está haciendo una declaración metafísica sobre toda la
existencia como una coexistencia y, ciertamente, no está optando por ningún
tipo de personalismo que ve en el encuentro interpersonal un prototipo de toda
la realidad. Para Nishida, la opción por el personalismo en su sentido estricto
queda excluida desde el principio, precisamente porque la realización completa
del yo es posible mediante su transformación en un no-yo. Lo que pretende
afirmar es que la misma idea del ser de un individuo requiere que ese no sea
otro ser individual y, sin embargo, que se defina en términos de ese otro que
no es. De haber algo como una atmósfera general que rodeara y penetrara esta
interacción del ser y el no-ser, de afirmación y negación, de nacimiento y
muerte, debería caracterizarse como algo distinto a simplemente la suma de
todas las partes en movimiento, o al mínimo denominador común —es decir, como
la nada en vez del ser. En segundo lugar, cuando Nishida habla de un locus de
la nada absoluta, se refiere a algo muy diferente de un fundamento común en el
que los individuos podrían encontrarse los unos con los otros y, mutuamente,
elevar la calidad de sus vidas. No es que no le importe tal posibilidad, como
veremos más adelante. Es sólo que su preocupación principal es introducir en el
cuadro el proceso de autodespertar, el logro culminante y definitivo de un
mundo en incesante cambio. Lo hace para desafiar la primacía dada a la idea del
intelecto disciplinado que razona sobre el mundo. Como hemos visto, para
Nishida, el locus de sujetos tratando objetos, cualquiera que sea el nivel de
su logro, es un círculo pequeño y artificial dibujado dentro del locus más
ancho de la experiencia inmediata, en donde no hay distinción entre sujeto y
objeto. Por último, la historia del encuentro interpersonal es purgada del
sentido normal que damos al «desarrollo» de una relación, y se abstrae a la
conciencia de un ahora eterno que interrumpe la historia de manera ahistórica.
Utilizando una distinción que veíamos arriba, Nishida introduce el elemento de
la historia en el encuentro del yo y el otro en términos de una transición de
una conciencia noémica (aquí enfocada en los objetos, o en el proceso de los
objetos avanzando a lo largo de un continuo temporal, desde el pasado hacia el
futuro) a una conciencia noética (aquí enfocada en la conciencia como una
actividad de la realidad determinándose a sí misma fuera de ese continuo). La
idea de invertir la determinación del tiempo por la introducción de un ahora
eterno, que actúa sobre el presente desde el futuro, en confrontación
intencionada con las filosofías de Bergson y Hegel, figura, predominantemente,
en el texto Yo y tú desde los párrafos inaugurales, una clara continuación de
su anterior ensayo: Pensar la realidad como autodeterminante no quiere decir
pensar en términos de una continuidad, donde un punto progresaría hacia el
siguiente y le daría su origen, sino de una continuidad discontinua, una
continuidad que a cada momento dejaría de existir, una vida a través de la
muerte. Pensar de esta manera no significa concebir la nada como algo en el
fondo que tendría como objeto de su obra determinar los últimos límites del
ser, sino como algo que transciende y envuelve por completo este tipo de
determinación —una nada que se determina a sí misma por envolver al ser, con el
resultado de que el ser se hace visible. La estrategia no es inesperada, dada
la orientación general del pensamiento de Nishida. Tarde o temprano acaba
penetrando, a través de algún acontecimiento del mundo histórico, en el círculo
final sin circunferencia, el locus de la nada absoluta donde todo contacto de
la conciencia con la realidad, todo intento de expresar racionalmente su
estructura última, todo encuentro con la realidad, sea entre el yo y el otro o
entre el yo y los objetos inanimados, son negados y entonces recuperados, uno
por uno, en una afirmación consciente del mundo fenoménico tal como es. Por
eso, en el ejercicio de la lógica del locus, no puede haber nada absoluto en la
relación interpersonal misma —sean quienes sean los partícipes— porque el yo y
el otro siempre se relacionan entre sí como contradictorios absolutos. Es decir,
son «absolutamente independientes y están absolutamente ligados» el uno al
otro. Sólo de este modo puede la autonegación del yo cumplirse radicalmente y,
al mismo tiempo, abrirse a una realidad más allá del personalismo del yo o de
otros yoes. El absoluto tiene, pues, que localizarse en otro sitio. Ni puede la
contrariedad entre el yo y el otro reducirse a una mera paradoja o
contradicción lógica adscrita a las limitaciones del conocimiento humano, o a
la trascendencia de uno de los partícipes. Para Nishida, la estructura de la
realidad no puede ser descrita según el modelo de un diálogo entre personas, al
igual que la nada no puede ser reducida a la afirmación o la negación de una
mera cualidad compartida por seres individuales. En Nishida, el ahora eterno que
penetra a través del tiempo en el encuentro de un yo y un tú nunca se convierte
en un Tú eterno. Ya desde las primeras páginas de Yo y tú se nos dice que la
actividad definitiva de la individualidad es la autorreflexión, el diálogo
entre yo y yo, y que éste es el locus del encuentro entre el yo y el otro. El
fruto de este diálogo es el significado, que no es algo inherente a las cosas
por el mero hecho de su existencia, un hecho objetivo que sólo debe ser
reconocido por el sujeto consciente. Para Nishida, el significado más bien debe
ser una actividad de la realidad misma y, por eso, la unidad de la conciencia
que organiza constelaciones de significado desde el flujo interminable de
acontecimientos, debe ser al final la particularización de un universal que no
distinga entre lo que expresa y lo que es expresado. Es decir, lo universal de
la nada: Cada elemento que entra en esta constelación de significado es una
expresión de la conciencia individual. El significado verdadero de la unidad
consciente consiste en el hecho de que quién expresa y lo expresado son lo
mismo. El yo está en diálogo con el yo en el interior de la mente. … El yo de
ayer y el yo de hoy existen en el mundo de la expresión, tal como yo y tú… Todo
individuo debe, de una manera u otra, ser concebido como la determinación de un
universal… y, del mismo modo, el individuo debe determinar lo universal.… El
significado de lo individual y lo universal debe constar de una determinación
dialéctica entre los dos —no un universal del ser que determina el individuo,
sino un universal de la nada, en la que la determinación tiene lugar sin un
determinante. He extraído este comentario de una densa prosa donde puede
entreverse la estructura básica del argumento de Nishida. La impresión inicial,
de que la relación yo-tú no es nada más que una función secundaria y derivada
de la autorreflexión en el campo de la nada absoluta, se confirma repetidas
veces. El encuentro del yo con un tú no es más que un suceso, algo que le pasa
al yo en su camino hacia su propia negación en el despertar a la nada: Lo que
pensamos como trascendente al yo siempre nos confronta a uno de estos tres
modos: (1) como una cosa, (2) como un tú, o (3) como un yo trascendente… El
autodespertar personal que ve un otro absoluto dentro del yo incluye estas tres
confrontaciones. Hablar del yo que se contempla a sí mismo significa que el yo
ve a un otro absoluto, pero este otro no es al fin y al cabo un tú, sino el yo
mismo reconocido por medio del encuentro con el tú. Lo que aúna al vidente y lo
visto, lo que determina sin un determinante, es lo universal de la nada en que
toda personalidad, y desde luego todo encuentro interpersonal, han sido
abolidos. 23 el amor y la responsabilidad. Dado el patrón lógico que obra tras
las ideas de Nishida sobre la relación yo-tú, apenas puede sorprendernos que no
sea hasta las páginas finales de Yo y tú, cuando Nishida detenga por fin su
atención en el amor, cuando se da cuenta de la dimensión afectiva del encuentro
entre el yo y el tú. También en «El amor del yo, el amor del otro y la
dialéctica», la combinación yo-tú (o, más frecuentemente, yo-otro) se refiere
principalmente a la unidad básica de la sociedad humana y, ni siquiera al
hablar de la perfección del amor, se eleva a las alturas del sentimiento religioso
o personal. Al fin y al cabo, como acabamos de comprobar, el yo-tú no señala
más que una etapa del autodespertar, la etapa en que uno toma conciencia del
hecho de la existencia social: Lo que define al yo como un yo define al tú como
un tú. Ambos nacen en el mismo ambiente y ambos son allí extensiones de lo
mismo universal… El individuo nace en la sociedad; la conciencia social, en
algún sentido, precede a la conciencia individual. La implicación de que la
sociedad presenta de alguna manera relaciones y obligaciones que son cruciales
para el despertar del yo es, sin embargo, dejada a un lado. Antes al contrario:
el yo que se ha liberado de la relación sujeto-objeto para con el mundo también
debe liberarse de la relación yo-tú en el orden social externo, y redescubrirla
en los recesos interiores de la conciencia de sí mismo. El conocimiento del
otro implica un yo despersonalizado que encuentra a un otro desobjetivado, un
ver sin vidente ni visto. Ambos se realzan recíprocamente en el encuentro, pero
la cuestión de si, consecuentemente, se produce un realce de la estructura
social en que ha tenido lugar ese encuentro queda de repente eclipsada por otro
hecho, la lenta conversión del yo a un no-yo. Y el no-yo afirma todo lo que
toca negando su propio apego al ser, tanto en el mundo natural como en el
humano. Además de la cuestión de la dimensión social, hemos de preguntarnos por
qué la idea de «conocer a través de volverse» no fue aplicada aquí. Le hubiera
dado a Nishida la posibilidad de extender la relación yo-tú al mundo inanimado
y, por lo tanto, a un descubrimiento del yo verdadero a través de la
naturaleza. Lo más cerca que Nishida está de referirse a esto es cuando afirma
que el yo reconoce la alteridad absoluta del otro en lo profundo del yo mismo:
Como un contacto directo entre una persona y otra, el yo que conoce a un tú, o
el tú que conoce a un yo, debe tomar la forma de una intuición inmediata. Pero
no se trata, como estamos acostumbrados a pensar en la forma clásica de
intuición, la intuición artística, de una unión directa con un objeto, sino de
reconocer que uno mismo encubre en los recesos de la interioridad un otro
absoluto y de voler a verlo como un otro absoluto, no unirse con ello. Las
referencias al encubramiento del otro y a la conciencia social conducen al
discurso del amor y de la responsabilidad ética del yo. Las declaraciones más
claras de Nishida sobre el amor aparecen en contraste con el fracaso del amor:
el amor no debe verse como la satisfacción de un deseo personal. No convierte
al otro en objeto. El amor descubre al yo por negar al yo. No aprecia al otro
en términos de lo que queda fuera del otro. No es racional, sino espontáneo. No
es anhelo, sino sacrificio. Uno no puede amarse a sí mismo sin amar a los
otros. Estas apreciaciones bien directas de Nishida se expresan en el idioma de
una dialéctica que parafrasea expresiones clásicas acerca del amor. Nótese por
ejemplo la siguiente descripción del agapé cristiano: Viendo al otro absoluto
en lo profundo de mi propia interioridad —eso es, reconociendo allí a un tú— yo
soy yo. Pensar de esta manera, o lo que llamo «el autodespertar de la nada
absoluta», implica el amor. Así es como entiendo el agapé cristiano… No es un
amor humano sino divino; no es el ascenso de la persona hacia Dios, sino el
descenso de Dios hacia la persona… Como dice Agustín, yo soy yo porque Dios me
ama, es por el amor de Dios que yo soy verdaderamente yo… Nos convertimos en
personas por amar a nuestro prójimo, como a nosotros mismos en imitación del
agapé divino. No queda claro si Nishida está utilizando la idea cristiana del
amor desinteresado de Dios hacia la humanidad para parafrasear la idea del
autodespertar de la nada absoluta, o si es al revés. Ni queda claro si una idea
contribuye a la otra, ni en qué manera lo hace. En todo caso, afirma que este
despertar amoroso a la nada absoluta, manifiesta una «responsabilidad infinita»
del yo ubicado en la historia para con un tú histórico. Tomar esta declaración
literalmente —es decir, aceptarla como algo más que un mero eslabón en la
cadena de su argumento— nos lleva a una pregunta importante, si pensamos que la
totalidad de sus escritos parecen apuntar en un sentido diametralmente opuesto,
es decir, alejándose de toda responsabilidad respecto a las exigencias
concretas del mundo histórico. No cabe duda de que Nishida ve el amor como una
función del sentido de responsabilidad engendrada en el encuentro yo-tú, desde
el que «el verdadero autodespertar debe ser social»: No hay responsabilidad,
siempre y cuando el tú que se ve en el fondo del yo sea pensado como el yo.
Redescubro una responsabilidad infinita en el fondo de mi existencia misma sólo
cuando yo soy yo debido al tú que encubro en lo profundo de mí mismo. Este tú
no puede ser abstracto y universal, ni el reconocimiento de un objeto
específico como un simple hecho histórico simple.… El «deber» auténtico es
concebible únicamente en un reconocimiento del otro como un tú histórico,
dentro de la situación históricamente determinada del yo.Así, el yo del
autodespertar de Nishida se relaciona con el mundo y con el tú como un tipo de
no-yo, lo que supuestamente hace que se entregue más plenamente al otro porque
se funda en una nada, y no en el ser. Todo queda encerrado en el proceso del
ascenso del yo al autodespertar. Pese a que, insiste, está hablando en términos
concretos, a fin de cuentas la concretización no nos emplaza a una reforma de
valores ni tampoco a la práctica de los mismos, sino simplemente a un
incremento del despertarse a sí mismo.
El mismo ambiente y ambos son allí extensiones de lo mismo
universal… El individuo nace en la sociedad; la conciencia social, en algún
sentido, precede a la conciencia individual. La implicación de que la sociedad
presenta de alguna manera relaciones y obligaciones que son cruciales para el
despertar del yo es, sin embargo, dejada a un lado. Antes al contrario: el yo
que se ha liberado de la relación sujeto-objeto para con el mundo también debe
liberarse de la relación yo-tú en el orden social externo, y redescubrirla en
los recesos interiores de la conciencia de sí mismo. El conocimiento del otro
implica un yo despersonalizado que encuentra a un otro desobjetivado, un ver
sin vidente ni visto. Ambos se realzan recíprocamente en el encuentro, pero la
cuestión de si, consecuentemente, se produce un realce de la estructura social
en que ha tenido lugar ese encuentro queda de repente eclipsada por otro hecho,
la lenta conversión del yo a un no-yo. Y el no-yo afirma todo lo que toca
negando su propio apego al ser, tanto en el mundo natural como en el humano.
Además de la cuestión de la dimensión social, hemos de preguntarnos por qué la
idea de «conocer a través de volverse» no fue aplicada aquí. Le hubiera dado a
Nishida la posibilidad de extender la relación yo-tú al mundo inanimado y, por
lo tanto, a un descubrimiento del yo verdadero a través de la naturaleza. Lo
más cerca que Nishida está de referirse a esto es cuando afirma que el yo
reconoce la alteridad absoluta del otro en lo profundo del yo mismo: Como un
contacto directo entre una persona y otra, el yo que conoce a un tú, o el tú
que conoce a un yo, debe tomar la forma de una intuición inmediata. Pero no se
trata, como estamos acostumbrados a pensar en la forma clásica de intuición, la
intuición artística, de una unión directa con un objeto, sino de reconocer que
uno mismo encubre en los recesos de la interioridad un otro absoluto y de voler
a verlo como un otro absoluto, no unirse con ello. Las referencias al
encubramiento del otro y a la conciencia social conducen al discurso del amor y
de la responsabilidad ética del yo. Las declaraciones más claras de Nishida
sobre el amor aparecen en contraste con el fracaso del amor: el amor no debe
verse como la satisfacción de un deseo personal. No convierte al otro en
objeto. El amor descubre al yo por negar al yo. No aprecia al otro en términos
de lo que queda fuera del otro. No es racional, sino espontáneo. No es anhelo,
sino sacrificio. Uno no puede amarse a sí mismo sin amar a los otros. Estas
apreciaciones bien directas de Nishida se expresan en el idioma de una
dialéctica que parafrasea expresiones clásicas acerca del amor. Nótese por
ejemplo la siguiente descripción del agapé cristiano: Viendo al otro absoluto
en lo profundo de mi propia interioridad —eso es, reconociendo allí a un tú— yo
soy yo. Pensar de esta manera, o lo que llamo «el autodespertar de la nada
absoluta», implica el amor. Así es como entiendo el agapé cristiano… No es un
amor humano sino divino;
Hegel consideró el espíritu absoluto como un fundamento
común de «subjetividad» que podía salvar a las naciones de una caída en el
imperialismo. Pero éste era sólo el modelo occidental. Nishida sugiere que el
modelo de fondo de la cultura oriental, es decir, el de un mundo autocreante
que relativiza la subjetividad, puede conducir a una unión verdadera de los
contradictorios de ámbito y sujeto. Dentro de este proceso, los grupos étnicos
—y de las grandes personas que sobresalen y los representan— han de ser vistos
como una unidad compuesta de una pluralidad contradictoria. La confrontación
directa entre un grupo y otro es autodestructiva. Sólo la creación de una
unidad permite que los individuos puedan florecer por sí mismos. Al igual que
la nación, el grupo étnico llega a ser un tipo de «sujeto moral». Y, puesto que
los humanos somos esencialmente una creación social e histórica, la meta de la
praxis moral no es el mero cumplimiento de los deberes particulares para con el
gran «deber» de la nación, sino un ponerse al «servicio» de su energía moral.
Hegel consideró el espíritu absoluto como un fundamento común
de «subjetividad» que podía salvar a las naciones de una caída en el
imperialismo. Pero éste era sólo el modelo occidental. Nishida sugiere que el
modelo de fondo de la cultura oriental, es decir, el de un mundo autocreante
que relativiza la subjetividad, puede conducir a una unión verdadera de los
contradictorios de ámbito y sujeto. Dentro de este proceso, los grupos étnicos
—y de las grandes personas que sobresalen y los representan— han de ser vistos
como una unidad compuesta de una pluralidad contradictoria. La confrontación
directa entre un grupo y otro es autodestructiva. Sólo la creación de una
unidad permite que los individuos puedan florecer por sí mismos. Al igual que
la nación, el grupo étnico llega a ser un tipo de «sujeto moral». Y, puesto que
los humanos somos esencialmente una creación social e histórica, la meta de la
praxis moral no es el mero cumplimiento de los deberes particulares para con el
gran «deber» de la nación, sino un ponerse al «servicio» de su energía moral.
Me imagino a mí mismo como Hegel escribiendo su
Fenomenología con los cañones de Napoleón estallando de fondo, escribiendo con
el pensamiento de que podía morir cualquier día de estos… Acabo de compilar mis
ideas generales sobre la religión en un ensayo que he llamado «La lógica del
locus y una cosmovisión religiosa». Nishida estaba demasiado apegado a su
estilo filosófico como para hacer un resumen claro y objetivo. Así que hizo un
resumen, pero un resumen para sí mismo. Si previamente no se está al tanto de
su pensamiento, grandes bloques del ensayo quedarán prácticamente
ininteligibles. Como siempre, apenas ha comenzado el resumen, sus
característicos saltos de intuición lo llevan por nuevas e insospechadas
direcciones. En vez de atar cabos de sus ideas hasta entonces, como pretendía
hacer, envuelve todo en un trozo de tela —como el furoshiki de seda en el que,
durante años, había llevado sus cosas a la universidad, en el que metía sus
lápices, sus papeles y sus libros sobre la tela, con las esquinas luego liadas
en un nudo para llevarlo en la mano. El foroshiki que envuelve este último
ensayo fue la religión. Nishida había dado cursos sobre la religión en sus
primeros años en la Universidad de Kioto y otra vez al final de su carrera de
profesor. Además, fragmentos de sus notas de clase muestran igualmente que, en
sus otros cursos, abordó temas religiosos con cierta frecuencia. Sus notas del
primer curso de 1913 sobre religión dan una buena idea de con qué tesón se
había mantenido informado y cómo le preocupaba la situación académica de la
cuestión. Además de obras filosóficas, había leído bastantes obras principales
de la antropología, la historia y la psicología de la religión. Mantuvo su
interés por la religión durante los años siguientes, pero nunca había llegado a
publicar su propio punto de vista sobre el tema. Aunque podamos leer su último
ensayo sobre el fondo de esas notas primerizas, es más que un poco arriesgado
construir sobre una base así algo sistemático. Resulta maravillosamente
apropiado —y seguramente el propio Nishida reconoció la coincidencia— que
abordara en su último ensayo las mismas preguntas que forman la conclusión del
libro que le había lanzado en su carrera filosófica, las mismas preguntas
también que le liberaron de sus luchas con el pensamiento neokantiano. Con su
filosofía política y cultural dejada definitivamente a un lado, regresa a su ya
conocida preocupación por los absolutos supremos: Dios, Buda, la nada absoluta.
Si bien este último ensayo introduce explícitamente unas ideas budistas con
respecto al absoluto, el modelo para la religión permanece centrado, como siempre,
en la idea de Dios. La idea de Dios de Nishida había tomado forma en la misma
manera que ha tomado forma para la gran mayoría de los pensadores occidentales.
Se empieza siempre con la imagen general recibida por la tradición, luego se da
una mano de pintura sobre las partes que no acaban de gustar y se añade luego
lo que uno opina que falta. Nishida nunca consideró a Dios como una
«construcción occidental» per se, impropia al temperamento o modos de pensar
japoneses. Esto aporta cierto grado de confusión, ya que se toma unas
libertades con la noción de Dios que le llevan más allá de los límites del
teísmo occidental. Pero la confusión no es necesariamente de Nishida, pues lo
que escribe sobre Dios es del mismo cariz que la actitud general que toma respecto
a la filosofía occidental, y que ya conocemos: al final, sólo confunde cuando
está separado de ese contexto. El Dios de Nishida no trasciende el mundo. Desde
el principio, como vimos en la sección final de Indagación sobre el bien, la
religión «es algo que el yo requiere», y Dios es gran parte de la realidad
experimentada. Dios es absoluto no por su independencia del mundo, sino porque
su ser se relaciona con él absolutamente. No es de ninguna manera una realidad
ontológica sui generis, sino una cifra del dinamismo de la vida del mundo. Al
mismo tiempo, su relación con el mundo no es personal. De hecho, no tiene aun
menor cantidad de elemento personal que se ve en su idea de la relación yo-tú.
Como allí, la relación del individuo con Dios está subordinada al ascenso del
yo al autodespertar verdadero. Así, Dios se convierte para Nishida en una
expresión suprema de la capacidad de la conciencia para un autodespertar pleno.
En una palabra, Dios es una función de la interioridad humana: Estamos conectados
con Dios desde nuestros orígenes, porque somos seres creados. Como creadores
nosotros mismos en un mundo donde los contrarios se unen, donde los
contradictorios del pasado y el futuro coexisten en el presente…, tocamos al
absoluto. Sólo que no nos damos cuenta de eso. Pero mirando profundamente en el
interior de nuestra propia autocontradicción, alcanzamos al absoluto. Es una
rendición incondicional a Dios. Hay otros indicios también de una
identificación de Dios y el yo verdadero. Por ejemplo, Nishida habla del yo
descubriéndose a sí mismo al ver las cosas del mundo como «sombras» del yo
verdadero. La conexión con la idea budista de la esencia verdadera del yo como
una «naturaleza del Buda» innata pero no
actualizada, es fácil de indicar, pero la idea también tiene
analogías con el descubrimiento de Dios en la creación, una idea muy dispersa
en la tradición occidental tanto filosófica como literaria. Al mismo tiempo,
Dios no ha de ser identificado directamente con el yo verdadero del individuo,
igual que no ha de identificarse con el principio absoluto de la realidad, ni
por eso tampoco con la nada. Dios es siempre la expresión de una relación entre
el individuo y la realidad. Dios forma parte irrevocablemente del mundo del
ser, por lo que Nishida no vacila en referirse a Dios como «el absoluto del
ser». Como absoluto, aunque no el supremo absoluto, debe unir en sí mismo los
contradictorios, en este caso, el ser y la autonegación del ser. Estos
contradictorios aparecen en el acto kenótico de Dios, cuyos orígenes se sitúan
en el acto de la creación y cuyo cumplimiento está en el acto incarnacional de
amor que es Cristo: Detrás de la emergencia del individual yo personal yace la
autonegación del absoluto. El verdadero absoluto no se absuelve simplemente a sí
mismo de todos los relativos. Siempre y en todo lugar ha de incluir la
autonegación dentro de sí mismo y, a través de la relación a esta autonegación
absoluta, definirse a sí mismo como un absoluto que es una
afirmación-en-negación. Aquí de nuevo, Nishida no habla ontológicamente, sino
que pretende interpretar las ontologías de Dios como metáfora de la manera en
que la conciencia llega a su identidad: Dios no puede existir al margen de la
conciencia que se relaciona con Dios, igual que una metáfora no puede existir
sin palabras. Al fin, podríamos decir, para Nishida la idea de Dios no fue
tanto una idea filosófica que tuvo que encontrar su hueco entre las otras
ideas, sino una invitación a preservar, en su discurso sobre la realidad
experimentada, la entera dimensión del sentimiento religioso. La idea de Dios
funciona en su pensamiento de una manera muy parecida a como han funcionado los
grandes y racionalmente inagotables símbolos perennes de la civilización
humana, esto es, evocando la participación en los contrarios que ella
cristaliza. En cierto sentido, Dios es más paradigmático de la idea de la unión
de opuestos que de la relación yo-tú, aunque sea un Dios raras veces encontrado
en el pensamiento del Occidente. Para Nishida, Dios no puede trascender el
mundo relativo sin hacerse relativo respecto a él. Más bien, el mundo relativo
debe representar, en cierta forma, una autonegación de Dios. Nishida justifica
este acercamiento conceptual a Dios recurriendo a la noción teológica de la
kenosis de Dios en Cristo: Un Dios que simplemente fuera autosuficiente en una
forma trascendente no sería el Dios verdadero. Debe tener un aspecto kenótico
que está presente en todas partes. Un Dios verdaderamente dialéctico será uno
que en todo tiempo es tanto trascendente como inmanente, tanto inmanente como
trascendente. Esto es lo que señala un verdadero absoluto. Se dice que Dios
creó el mundo desde el amor. Entonces el amor absoluto de Dios debe ser algo
esencial para Dios, como una autonegación absoluta y no como un opus ad extra.
Esta idea de Dios, también evidente en su ensayo final, afecta a la manera en
que Nishida entendió la religión, a saber, en su dimensión ahistórica y
diacrónica. La historicidad de Dios, como la de la religión, se debe al hecho
que proviene de la reflexión humana sobre nuestra situación actual en el mundo,
y crece según perseguimos esa reflexión. Es por esto que Nishida puede afirmar
que su idea de Dios no nace del «teísmo ni del deísmo, ni del espiritualismo ni
del naturalismo, sino que es histórica». Deberíamos notar, en este contexto,
que Nishida no sólo no se preocupó de promover alguna forma de filiación
religiosa institucional, sino que tampoco intentó promover alguna forma
religiosa no-institucional. Toda la discusión sobre cómo y en qué grado la
práctica religiosa requiere de una tradición particular de rituales y símbolos
para funcionar no le interesó nunca lo más mínimo. Es verdad que su ensayo
final cita pasajes de las escrituras budistas y cristianas, pero la religión
que buscó estuvo siempre algo más allá de estos patrimonios específicos. Parece
además que, ya desde el principio, la religiosidad no tenía para él ninguna
relación con un cuerpo de conocimientos doctrinales. Lo vemos ya en una reseña
de libro de 1898: Para mí, que la religión sea religión no tiene que ver con
qué tipo de credo o ritual tenga, sino con la salida del individuo del mundo
finito para entrar en la esfera más alto de lo infinito. Es una actividad
sumamente variable de unirse, sin necesariamente saberlo en el acto, con lo que
la filosofía llama «el absoluto». Llámese sentimiento o aún intuición, la
religión llega al lugar donde está la vida. El budismo habla de la liberación,
el cristianismo de la salvación.… Para mí, la sabiduría es completamente
innecesaria para la religión. Por naturaleza, la religión no necesita coincidir
con la sabiduría verdadera… La sabiduría fácilmente puede distinguir la
doctrina verdadera de la falsa porque es poco honda. La religión encuentra duro
discriminar entre las dos porque es verdadera. Más tarde, distanciará su idea
de la religión de toda dependencia a una idea moral o de toda preocupación por
la salvación, y considerará que éstos son más bien frutos de la religión, y no
sus fuentes: La religión no ignora el punto de vista de la moral. Al contrario,
el punto de vista verdadero de la moral está basado en la religión. Pero esto
no quiere decir que uno entra en la religión por medio de acciones morales.…
Hoy en día, hay quienes piensan que el cometido de la religión es la salvación
del individuo…, pero esta idea no ha entendido la naturaleza verdadera de
religión. La cuestión de la religión no es la tranquilidad de espíritu del
individuo. Las indagaciones de Nishida sobre la religión fueron como su
empirismo, en el sentido en que saltan por encima del mundo concreto de la
historia sincrónica, armadas
únicamente con una idea de ese mundo, para llegar
directamente a Dios. Y este fue para él, en efecto, el mundo real, más o menos
en la misma manera en que la intuición, la reflexión y el autodespertar fueron
reales. Dios nunca fue meramente una idea, sino siempre una relación
experimentada. En este sentido también, se parece menos a la nada absoluta que
a la expresión viva de la nada absoluta que uno puede conocer sólo a través de
volverse ella. Nishida culminó este acercamiento de Dios como relación
introduciendo una idea nueva en su ensayo final, la idea de la correspondencia
inversa. Si la abordamos desde un punto de vista lógico, puede verse como una
extensión de su idea de la identidad alcanzada por la unidad de los opuestos,
de tal manera que con cuanta más fuerza actúa la oposición, tanto más
profundamente se arraiga la identidad. El modelo básico que permite aplicar
esta idea a la religión está ya presente en sus comentarios anteriores,
aquellos en los que define al pecador como al más consciente del ideal moral
porque constela en sí mismo la contradicción, y que terminan con la inquietante
afirmación: «cuanto más individuo es uno, tanto más se enfrenta a lo
trascendente». Nishida repite de nuevo estas ideas con respecto a las
enseñanzas de Shinran, y de allí pasa a la relación entre lo humano y lo
divino. Su objeto es desafiar la idea de una correspondencia directa entre la
imperfección humana y la perfección divina. El Dios de Nishida no es pues la
imagen inversa de la impotencia humana, proyectada a una omnipotencia en los
cielos, como muchos críticos de la religión, de Feuerbach a Nietzsche, han
venido afirmando. Como en una unidad de opuestos, Dios representa el cometido
innato de la conciencia humana como tal. En la teología tradicional, cuanto más
se esfuerza la conciencia religiosa por acercarse a la realidad divina, más
visible se hace la finitud de su humanidad, obstruyendo el alcance a Dios
excepto si lo divino decide revelarse. La formulación de Nishida diría que
cuanto más consciente es uno de su finitud, tanto más se acerca al centro de la
divinidad misma —es decir, al despertarse a la finitud como algo que es negado
por lo que la abarca sin límites y la afirma tal como es. Dios puede salvar a
los seres humanos de su finitud, precisamente porque la naturaleza de Dios es
kenótica, una constelación consumada del ser y la nada.
Tanabe
Si con Nishida tenemos la nada pura conceptualizada, en
Tanabe está la experiencia misma de esa
nada, en su metanoia que el sufre en su experiencia de arrepentimiento filosófico,
al poner como mediador a la nación japonesa en vez de al logos, pero esa
experiencia de arrepentimiento de inversión y conversión, es por fin la
experiencia divina, ningún filosofo se había arrepentido de su filosofía hasta
Tanabe ni en occidente ni en oriente y mucho menos hacer hecho de esta
experiencia su culminación filosófica descubriendo al gran mediador que es el
logos como una síntesis de Buda y cristo, antes San Agustín nos habla de su
conversión pero no es la conversión de un filósofo sino la
de un hombre que aún no ha logrado conocerse y que se conocerá en Cristo desde el cual fundara su filosofía y antes que
él la conversión de San Pablo que es la conversión de un religioso la más
imposible de todo lograda por el poder de Jesucristo en el
Espíritu santo, no hay milagro mayor en todo el cristianismo que esta
conversión. Pero la conversión de Tanabe no es poca cosa y puede ser analogada
a estas otras dos.
Así gracias a Tanabe tenemos la estructura retransferencial conceptualiza y formalizada
0←1←0
Y con esto la estructura transferencial
1→0→10
Donde la nada media todo proceso de conversión así como el
ser en si todo proceso de inversión.
El pensamiento de Tanabe empieza tratando de conceptualizar,
justamente la mediación universal de la nada, pero en una lógica de lo especifico
en la praxis histórica a diferencia de Nishida kitaro lo cual lo alejara
completamente de su maestro, y en esta búsqueda trata de determinar una lógica de
lo especifico de esta mediación que lo llevara a su gran error idolátrico
nacional.
Aunque la lógica de lo específico parece estar en relación
mucho más estrecha con el tiempo y la historia que la lógica del locus de
Nishida, no hemos de olvidar que sus elucubraciones fueron mayormente formales.
Tanabe no hizo grandes esfuerzos para aplicar y problematizar su lógica en
aquello que justamente le había llevado hasta ella, esto es, los hábitos
irracionales de pensamiento que hacen de Japón una sociedad cerrada. La mera
posibilidad de existencia de esta lógica irracional parece haberle satisfecho
en esta coyuntura. No obstante, a nivel teórico, los textos dejan poco lugar
para la duda: Tanabe se daba bastante cuenta de las limitaciones irracionales
que su propia sociedad «específica» imponía al pensamiento de sus miembros.
Antes de ver con más precisión cómo Tanabe aplica su lógica concretamente, será
necesario que nos hagamos primero una idea general 140 de lo que pretendió con
ella. Lo explicaré siguiendo los cuatro pasos que dio al formular la lógica de
lo específico. 34 lo específico y el mundo socio-cultural. La lógica de lo
específico comienza desplazando lo específico de su función formal y
silogística y otorgándole un nuevo papel, ontológico, en la dialéctica de la
mediación absoluta. Así, lo primero que hace Tanabe en su reinterpretación de
la noción de específico es liberarlo de sus obligaciones con la lógica formal,
donde hacía de mera categoría de clasificación entre lo universal y lo
individual. Esto tendrá dos consecuencias. Primero, como Hegel había
demostrado, cuando se introduce en el modelo la dimensión de la historia, la
lógica de dos valores del silogismo gramatical cede a una dialéctica en que la
negación y la afirmación trabajan incesantemente para hacer el mundo —y también,
nuestra comprensión de él— repetidamente. En lugar de confiar exclusivamente en
el principio de no-contradicción, Tanabe sigue el ejemplo de Hegel y propone
una lógica fundada en un principio de mediación absoluta, concluyendo: La
lógica de lo específico es una lógica dialéctica, …tanto una lógica como una
negación de la lógica. La autocontradicción de la existencia y la
reversibilidad de la afirmación-en-negación y la negación-en-afirmación no
puede ser expresada, menos aún descrita, en términos de una lógica que toma las
leyes de la identidad y de la no-contradicción como principios básicos… La
existencia destruye y supera la lógica de la identidad… Tanabe hace referencia
a la negación de la lógica para subrayar que la lógica de lo específico es
siempre una lógica de una realidad que evoluciona, un modo de ver que
únicamente tiene sentido cuando uno se introduce en al acto de ver. En segundo
lugar, al hacer de la mediación absoluta un principio lógico más fundamental y
más honesto con la realidad que el principio de no-contradicción, Tanabe no
está diciendo simplemente que la realidad esté llena de contradicciones que
requieren un continuo toma y daca entre nuestras ideas sobre ella, sino también
que la mediación que propulsa la historia a través del tiempo como una
totalidad interrelacionada pertenece en sí misma a la realidad. En este punto
se le ocurrió la idea de revigorizar la función silogística de lo «específico»
como eslabón que uniría lo universal o el género con el individuo (la
afirmación «Sócrates es un hombre», que hace posible que la proposición «Todos
los hombres son mortales» se aplique al caso individual en la forma de
«Sócrates es mortal»). Esta función intermediaria formal, pensó Tanabe, podría
extenderse más allá de las proposiciones abstractas hasta identificar la
realidad ontológica actual, por la que muchos individuos participan cada cual
en un universal común y genérico. 141 Hablando de un «uno» universal y de los
individuos que componen «los muchos», el papel tradicionalmente otorgado a lo
específico fue meramente auxiliar. Por un lado, sirvió para agrupar a los
muchos en unidades más pequeñas que el universal. Por otro, ayudó a dividir la
inmensidad del «uno» en unidades más grandes que el mero individuo. Como lo
específico carecía de las posibilidades ontológicas de que gozaban lo universal
y lo individual, en cierto modo había quedado confinada: Tanabe reivindica que
esta categoría sea vista como algo completamente real, de hecho, como aquello
que proporciona a lo universal y a lo individual su realidad histórica.
Sumariamente, Tanabe pensó que el método de clasificación tradicional en
filosofía había tendido a fijarse en individuos y universales (genera) y
descuidaba las subclases interventoras (species). Aunque este sistema de clasificación
puede ayudar a localizar el uno entre los muchos, tiende a generar expectación
por teorías que ven los muchos en cierta forma derivados de o dimanando del
uno, o que consideran la interacción de la realidad concreta con los ideales
abstractos como descriptiva del mundo real. Las consecuencias para su anterior
formulación de la dialéctica de la mediación absoluta son obvias. La idea de
que la mediación es tan real como las cosas reales que interactúan las unas con
las otras, sin la concreción del mundo histórico, sonaba más a floritura
retórica que a declaración crítica. No hay en ella ninguna razón de por qué el
lenguaje dialéctico debiera ser menos susceptible a sus propios prejuicios
sobre el mundo fenoménico que una lógica estática de dos valores. Esta crítica,
que el lector de la Fenomenología de Hegel, rica en experiencia histórica,
apenas puede evitar al leer su seca y etérea Lógica, no pasó desapercibida para
Tanabe. Como consecuencia, no pudo proponer su principio de la mediación
absoluta como una lógica —es decir, como un modo de ver la realidad— sin
anclarla primero en la inmediatez del proceso histórico temporal. Esto nos
lleva al objetivo inicial de su nueva lógica, es decir, la problematización de
la apertura de la sociedad cerrada. Para cumplir con el papel de garante de la
concreción, lo específico debía ser sincrónico y diacrónico a la vez: tenía que
referirse a una época particular, pero también a lo que se revela a través de
las épocas. En otras palabras, la cultura y la sociedad específicas a una época
tuvieron que tomar una posición media entre la historia universal del hombre y
la historia singular de los hombres y mujeres concretos. Además, al igual que
el cristiano Hegel, pero a diferencia de Nishida, cuya lógica del locus se desplegó
frecuentemente en metáforas budistas sobre el mundo más grande de la
naturaleza, la lógica de lo específico de Tanabe parece haber dado por supuesto
que el sentido primero de la historia se encuentra en la historia humana.
Mientras que para Tanabe la 142 lógica del locus inclinaba la historia hacia el
autodespertar del individuo, su propia lógica pretendía apuntar directamente a
la praxis y a sus implicaciones éticas. Todas estas suposiciones terminaron
articulándose en una decisión, el segundo paso de su lógica: la inmediata
realidad histórica de lo específico no es, ni más ni menos, que el sustrato
socio-cultural de las razas particulares, el modo de pensar de la «sociedad
étnica», que se presenta inicialmente como «cerrada» pero que está en el fondo
abierta a la transformación. Este paso supuso para Tanabe todo un nuevo
desafío, pues lo enfrentó cara a cara con el problema más grave y discutido en
su época, esto es, el problema de la identidad de la sociedad japonesa respecto
al resto del mundo. En el trasfondo de su primer ensayo sobre la lógica de lo
específico, son evidentes los ecos del clamor de tantos y tantos intelectuales
que reclamaban una mayor atención a la praxis social concreta. Tanabe era
consciente de que manejaba con cuestiones muy polémicas y candentes, y aun se
toma un momento para excusar a Hegel por escribir en una época en que tales
cuestiones no eran relevantes. Por su parte, Tanabe estaba convencido de que su
lógica, ya mudada del dominio puramente formal al ontológico, no podría permanecer
indiferente a la cuestión de si se cerraba o se abría la sociedad japonesa. No
debemos pasar por alto la situación política que atravesaba Japón en la época
en que Tanabe tramaba su lógica de lo específico. Toda reflexión crítica sobre
las estructuras sociales tenía que hacerse en medio de un creciente
totalitarismo y de las incursiones militares de Japón en el extranjero. En esa
atmósfera, el lenguaje especializado de los filósofos de Kioto, la principal
fuerza filosófica de Japón en aquel momento, perdió su inocencia. Hasta las
nociones más abstractas fueron revestidas con significados a menudo lejos del
propósito de sus autores. El hecho de que Tanabe optara por tratar cuestiones
que coincidían con las dimensiones prácticas, morales y religiosas de la
filosofía oficial no hizo sino difundir aún más sus escritos. Para Tanabe, la
lógica que conserva cerrada una sociedad es aquella que fusiona al individuo
con lo específico, cerrando así el camino al universal. A la vez, la lógica que
abre una sociedad no es concebida por mentes individuales que intuyen y
proclaman ideales universales, sino por una oposición dialéctica del individuo
y de lo específico en donde cada uno enriquece al otro, y lo abre a algo más
grande. La causa última del cierre no puede encontrarse en la cultura o la
etnicidad mismas, pues sin éstas difícilmente podría decirse que existe ninguna
sociedad, ni cerrada ni abierta. Por supuesto, no hay que buscar la causa en la
organización social en un Estado nacional, ni tampoco en ninguna forma
particular de institución. Más bien, las razones que explican por qué una
sociedad se cierra habría que buscarlas en una irracionalidad fundamental de lo
específico mismo. 143 La declaración es tan seria y directa como suena. La
función de la filosofía es para Tanabe ayudar a la razón a subir por encima de
las condiciones socio-culturales con las que, sin embargo, ha de enfrentarse y
tiene que trabajar constantemente. Si no es eso, tiene que rendirse a la
irracionalidad. La razón y la conciencia no están atadas a condiciones como lo
están la irracionalidad y la inconsciencia. La mente individual debe encontrar
una manera de penetrar en los prejuicios que la sociedad y la cultura favorecen
o imponen en el pensamiento, si quiere llegar a un telos más profundo que las
tradiciones y las modas particulares, que se reproducen y se multiplican en una
sociedad de generación en generación. Y más aún, una vez que ha penetrado en la
superficie de esta especificidad, debe regresar y revisarla, a fin de ejercitar
un juicio moral sobre la dirección general de la sociedad. La cuestión
filosófica no se agota por sobreponerse a la sociedad étnica o por proponer una
vida al margen de ella —el mero hecho de que estamos educados en ciertos
hábitos de lenguaje, de comida o de vestido lo hace una idea utópica— sino que
ha de intentar mejorarla por medio de la razón práctica. Si hay una
irracionalidad fundamental en el centro mismo de la sociedad humana, y si como
individuos libres y conscientes es nuestro ambiguo deber vencerla, hay también
un tipo de no-racionalidad que hemos de respetar. Es decir, si la especificidad
de la existencia social es tanto un acicate a nuestro impulso innato a la
superación de la ignorancia como una constación de que nunca llegaremos a
superarla, entonces somos víctimas de una cruel e irrevocable ley de la
existencia. Tanabe nos propone, como fuga de esta aporía, que veamos la
dimensión no-racional de lo específico como una cifra que apunta más allá de sí
misma, es decir, que apunta directamente a una dimensión religiosa. Esto nos
lleva al tercer paso de la lógica de lo específico: el fundamento último de la
especificidad no está en el ser de la relatividad histórica, sino en la nada
absoluta. Este paso se hace explícito con la introducción de ciertas ideas
existencialistas de Heidegger y de Jaspers, que relaciona con una
transformación religiosa que culmina en el despertar y en la praxis de la nada
absoluta. La piedra angular de su pensamiento, en general compartida en la
escuela de Kioto, puede expresarse sencillamente así: la realidad inmediata del
ser humano como ser racional y social no se funda en ningún estado o modo de
ser más elevado, sino en una nada absoluta que a la vez abraza y penetra las
contradicciones inherentes y la nada relativa que aparece en los límites del
ser. En el caso de Tanabe, la nada se convirtió en el «sujeto» de la mediación
absoluta que trabaja en el mundo del ser. Como tal, es el principio que está
detrás de la conversión de los individuos, sólo porque es también el principio
que se esconde tras la transformación de la especificidad socio-cultural que
proporciona a la individualidad su inmediatez. Su lenguaje es denso, pero deja
poco espacio para la duda: 144 En cuanto la nada es la nada, es incapaz de
funcionar sola. El ser puede funcionar sólo porque no es la nada… El individuo
es mediado por la nada en una mediación autonegativa de lo específico en la que
el ser de lo específico funciona como una nada-en-ser, y desde luego, hace al
individuo un ser-en-nada. En la lógica de lo específico, entonces, la nada
absoluta aparece principalmente como la dimensión religiosa de la existencia
social. Tanabe rechazó como mero «prejuicio» el supuesto bergsoniano de que la
religión es de naturaleza mística. Al contrario, siempre vio en ella una via
salvationis cooperativa en la que el despertar del yo no podría ser auténtico
si no es desbordándose en la esfera moral de la praxis social. Incluso la via
mystica fue siempre para Tanabe una via specifica que pasa por el centro mismo
de la comunidad humana concreta. De esta manera, consigue introducir la
dimensión religiosa en su análisis de la nación. Además, al menos a partir de
su lógica de lo específico, fue consistente en afirmar que la función de la
religión es la negación absoluta. La religión niega a la nación en un sentido
práctico y en un sentido ontológico. Prácticamente, porque es una vía de
salvación de lo específico, que Tanabe señala por el término budista de «la
aceptación incondicional», o según su propia paráfrasis, «la aceptación
absoluta.» Ontológicamente, porque niega no solamente la nación sino toda forma
inmediata de especificidad socio-cultural, así como también el ser
autosubsistente de los individuos y la existencia de la especie humana como
universal. Al negar todas las afirmaciones de la moral, la razón y el poder que
se ponen en marcha en la mediación concreta de lo individual, de lo específico
y de lo genérico en la existencia social, la negación religiosa es una negación
absoluta. Como negación, no niega tanto el hecho de la mediación como la
afirmación de que la mediación que aglutina la sociedad es, de hecho, el
trabajo de los miembros que la constituyen. Como absoluto, la negación evita
que la obra práctica de la salvación acabe identificándose con ciertas estructuras
particulares, lo que convertiría al Estado en una forma de teocracia: esto para
Tanabe no significaría más que un absolutizar lo específico. 35 lo específico y
la nación. Estos primeros tres pasos —el desplazamiento ontológico de lo
específico, la estructura cerrada de la sociedad étnica, y el fundamento
religioso en la nada absoluta— representan el núcleo de la lógica de lo
específico. Pero Tanabe dio un paso más, un paso cuyas consecuencias le
dirigirían por unos derroteros de los que más tarde se lamentaría. Aunque la
carencia de ejemplos concretos, junto con la libertad del lenguaje japonés para
omitir la distinción entre el singular y el plural, da un cierto tono ambiguo a
las ideas de Tanabe sobre la sociedad étnica, no cabe duda de que la lógica de
lo específico tuvo su área original de 145 problematización en el Japón de
entonces. La pregunta que se hace Tanabe es, cómo podría iniciarse un proceso
de conversión hacia una sociedad más «abierta». Es la pregunta que estimuló su
búsqueda de un fundamento racional para la existencia social. Después de lo que
hemos visto, podríamos esperar que Tanabe diagnosticara a nivel más elemental
lo que sucede cuando lo individual y lo específico se combinan para excluir lo
universal; que indagara luego en los modos particulares de pensamiento que
proceden de esa exclusión, y de esta manera que iluminara el proceso por el que
una sociedad se cierra sobre sí misma. En lugar de eso, durante los años en que
la lógica de lo específico fue tomando forma, aproximadamente de 1934 a 1941,
Tanabe decidió focalizar su atención en el nivel más elevado de racionalización
de la existencia social —la nación moderna. La preocupación de Tanabe por la
situación social que atravesaba entonces Japón no justifica suficientemente la
introducción del concepto de nación en la lógica de lo específico. Hay que
suponer que influían, como mínimo, otros dos factores. Primero, la preocupación
intelectual, muy general entonces, de establecer la identidad de Japón como
nación, una preocupación heredada de la época Meiji. Los países occidentales,
desde la revolución francesa, reconocían la importancia de la identidad
nacional, que incluía no sólo símbolos externos, como la bandera o el himno,
sino también una literatura nacional, una Volkspsychologie, un interés por el
folklore autóctono, etcétera. Japón sólo seguía el ejemplo. En segundo lugar, y
no inconexo con esto, estaba el lugar exaltado que Hegel otorgó a la nación en
su filosofía. Por sus mismos compromisos con una dialéctica histórica, Tanabe
vio la inclusión como algo inevitable. De una manera u otra, entonces, la
nación debía encontrar su propio lugar en la construcción filosófica. Al mismo
tiempo, no cuesta entender la consecuencia lógica de este nuevo paso. Si bien
lo específico es por definición la realidad inmediata en la sociedad cerrada,
es inmediato sólo para los que no reflexionan sobre su realidad. Cuando el
individuo toma una postura crítica respecto a la sociedad específica étnica o
racial, la dialéctica entre los dos llega a la conciencia. Mientras la
dialéctica sea consciente, puede conducir a una transformación mutua, sin que
un lado invada o acalle al otro. Para ello, ningún lado puede quedar como
realidad «inmediata». No se puede regresar entonces a la candidez inconsciente de
la sociedad cerrada, como tampoco debe asumirse simplemente una postura
cosmopolita, como si uno pudiera flotar libremente por encima del mundo de lo
específico. Más bien, lo específico se «generaliza» al ser racionalizado; a la
vez, la cultura, la moral, la ley y los ideales que subyacen a todas ellas,
sirven de universales para transformar una sociedad, únicamente, al ser
actualizados en la historia. Tanabe no vio otra manera de hacer que esta
dialéctica funcione que poniendo a la 146 nación en el centro mismo de la
reflexión y la acción moral. La inclusión de la idea de nación le parecía,
pues, un paso obvio y coherente con el desarrollo de su pensamiento. Si la nada
absoluta no está atada al mundo del ser y del devenir y, sin embargo, si puede
considerarse que «trabaja» en un sentido más amplio que el de actuar
simplemente como un cemento racional que une seres en una mediación mutua, es
decir, si la nada absoluta en algún sentido participa en el despliegue de la
historia, entonces debe haber alguna forma que nos permita hablar de su
autoencarnación en el tiempo. Obviamente, tal encarnación no puede tener lugar
en la subjetividad individual de manera inmediata, pues esto elevaría la
conciencia más allá de la ley de la mediación absoluta. Ni podría el absoluto
encarnarse inmediatamente en la memoria colectiva y los modos de pensamiento de
una raza o cultura específica, ya que esto eliminaría la misma cosa cuya
transformación constituye el avance de la historia. Tampoco la especie humana
universal es un locus adecuado a la manifestación histórica del absoluto, ya
que ésta no es más que un ideal abstracto. La única realidad que reunía para
Tanabe las condiciones necesarias de lo real y lo ideal concretizados en el
tiempo y la historia era la nación. Aquí Tanabe da un paso crucial. En un
ensayo de 1939, «La lógica de la existencia nacional», sugiere una idea de la
historia como una dialéctica de un nivel más elevado, que abarcaría otras
relaciones dialécticas bajo ella. En un lado de esta dialéctica encontraríamos
la relación entre el individuo y el ambiente específico, étnico, y
socio-cultural; su interacción proporcionaría a la historia su relatividad
concreta. Al otro lado, encontraríamos la nación, que es relativa respecto a
las otras naciones, pero absoluta frente a la dialéctica entre el individuo y
lo específico. Desde luego, la historia es la interacción de las relaciones
entre naciones, cada una de ellas es un absoluto relativo a los individuos y al
ambiente específico que media. La nación, en consecuencia, puede considerarse
como un «absoluto relativo» o «una actualización del absoluto» en el mundo
relativo. De este modo, el absoluto de la nada se manifiesta en la historia al
nivel de la dialéctica suprema del mundo del ser, sobre la que no hay nada más
elevado para mediarlo —a saber, la nación. Ya en el primer ensayo que habla de
la lógica de lo específico, podemos observar que Tanabe no sólo veía en la
nación la encarnación de lo específico, sino también que la valora como
condición necesaria para la salvación de la irracionalidad de lo específico, y
como apertura al fundamento último de la realidad. Como absoluto relativo,
sería también la mediación directa al absoluto como tal: En el sentido en que
la nación logra una forma unificada como unidad absolutamente mediada de lo
específico y del individuo en la religión, la nación es la única cosa absoluta
en la tierra. A diferencia de las así 147 llamadas sociedades primitivas o
totémicas, donde los individuos están absorbidos en la voluntad del grupo para preservar
y diseminar el ser y la vida del mismo, la nación europea moderna se construye
sobre el ideal ilustrado de transferir el énfasis de «la voluntad a la vida»
del grupo hacia «la voluntad a la razón y a la moral» de los individuos como
los átomos políticos que la componen. La esencia de la nación consistiría para
Tanabe en una «voluntad a la autoridad» que proporcionaría un tipo de unidad
molecular y racional a la totalidad de sus miembros. Aceptando la idea
hegeliana de que « ser miembro de la nación es el deber más elevado del
individuo», Tanabe añade que la esencia de una nación consiste en abrir lo que
la especificidad étnica había cerrado, o en sus mismas palabras, «elevar a sus
individuos al estado de individuos universales.» Dicho de otra manera, la mera
idea de raza puede mediar la dialéctica entre la raza humana como universal y
el individuo concreto, pero únicamente en forma de condiciones irracionales
para el pensamiento. No puede funcionar históricamente en cualquier otra
capacidad. Pero una vez elevada al nivel de nación, los individuos de una raza
son capaces de sacar esas irracionalidades a la luz, en interacción con otras
naciones y, al mismo tiempo, de iluminar las irracionalidades de otros grupos
raciales. En este sentido, para Tanabe la nación es también un ser absoluto:
eleva la raza solitaria por encima de su relatividad, hasta el punto de que
puede funcionar en la historia como una totalidad. Es, por tanto, el mediador
del telos de la nada absoluta en el tiempo y el espacio. Así, Tanabe considera
que la vocación moral de la nación es la apertura de la sociedad, aunque
Bergson pasó por encima del concepto de nación e introdujo directamente a la
humanidad como genérico universal que eleva a los individuos más allá de sus
meros instintos, y a las sociedades específicas, más allá de su
autocerramiento. Sin la nación, pensó en cambio Tanabe, no hay manera de mediar
en la historia concreta el efecto saludable de ideas abstractas del tipo «la
sociedad humana», «la especie humana», o «la comunidad internacional» sobre el
substrato inmediato y específico de los grupos étnicos. Al mismo tiempo, si no
se preserva la carga de abstracción de estos ideales, como un tipo de principio
protestante permanente, no hay manera de prevenir que ciertas naciones
particulares condenen o repriman la especificidad cultural de otras naciones en
nombre de la misma humanidad, o apelando al universalismo. Es cierto que Tanabe
vio la realidad inmediata de lo específico únicamente como una forma
provisional dada a la dimensión social de la existencia humana. No obstante, no
podía imaginar ninguna reforma o transformación que tuviera lugar al margen de
las estructuras concretas de las naciones particulares. Por eso, el abrir la
sociedad cerrada requirió 148 verla como una nación, pero también como sólo una
nación entre muchas otras en la comunidad humana. La ejecución concreta de tal
apertura en los modos de pensar de la sociedad étnica hace necesaria una
voluntad individual fundada en algo más grande que en sí misma: «A través del
servicio a la nación y de la sumisión a las órdenes de la nación, la autonomía
moral no desaparece, sino que se hace posible.» A la inversa, cuando una
sociedad se cierra en sí misma por medio del totalitarismo y la opresión, la
moral requiere que el individuo le haga frente y la conduzca de nuevo a su
propio destino, como una más de las múltiples sociedades que forman la
humanidad universal. Estas ideas son repetidas una y otra vez en sus escritos
sobre el concepto de nación. En uno de sus últimos ensayos sobre el tema, «La
moral de la nación», publicado en la revista Chūōkōron en 1941 —ese mismo año,
Chūōkōron publicaría la primera parte del famoso simposio sobre El punto de
vista histórico-mundial y Japón, del que hablaremos más adelante— Tanabe
escribe: Para que el Estado se haga concreto a través de la mediación de sus
miembros individuales, debe hacer emerger la autonomía del individuo y, al
mismo tiempo, unificar esa autonomía a sí mismo… Sólo en una autonomía
autoconsciente de coexistencia en un orden universal con otras naciones puede
la nación expresar su carácter absoluto. Tanabe declara que estaba tan
descontento con la intuición de Nishida de una unidad básica e inmediata entre
los contradictorios del individuo y la especie humana, que se había visto
obligado a acercarse más a las realidades de la historia, y a ver a la nación
desde fuera como algo que participa en una cooperación y respeto mutuos entre
los diversos países unidos en el nivel del género; y desde dentro, como algo
que cumple los deseos de cada individuo; y desde dentro y fuera, como algo que
media el cumplimiento y la cooperación y el amor en el individuo. Si basamos
nuestro concepto de nación en una especificidad racial o cultural, insiste
Tanabe, corremos el riesgo de acabar en el comunismo o en el totemismo. Sólo en
la intercomunión de Estados específicos puede la comunidad humana convertirse
verdaderamente en una realidad concreta. Como vemos, la lógica de lo específico
como tal no concluye con ninguna consideración sobre el cuerpo político japonés
como ideal alternativo al de la comunidad internacional, ni defendiendo una
misión central de Japón en esa comunidad. Y sin embargo, estas fueron las
conclusiones a que conduciría su lógica de lo específico. Para entender este paso
en su contexto, hemos que regresar a la situación política y a la manera en que
se involucró Tanabe en ella Tanabe eleva la nación japonesa sobre la otras
comprendiendo que es la llamada a la mediación universal. Aunque la lógica de
lo específico parece estar en relación mucho más estrecha con el tiempo y la
historia que la lógica del locus de Nishida, no hemos de olvidar que sus
elucubraciones fueron mayormente formales. Tanabe no hizo grandes esfuerzos
para aplicar y problematizar su lógica en aquello que justamente le había
llevado hasta ella, esto es, los hábitos irracionales de pensamiento que hacen
de Japón una sociedad cerrada. La mera posibilidad de existencia de esta lógica
irracional parece haberle satisfecho en esta coyuntura. No obstante, a nivel
teórico, los textos dejan poco lugar para la duda: Tanabe se daba bastante
cuenta de las limitaciones irracionales que su propia sociedad «específica»
imponía al pensamiento de sus miembros. Antes de ver con más precisión cómo
Tanabe aplica su lógica concretamente, será necesario que nos hagamos primero
una idea general 140 de lo que pretendió con ella. Lo explicaré siguiendo los
cuatro pasos que dio al formular la lógica de lo específico. 34 lo específico y
el mundo socio-cultural. La lógica de lo específico comienza desplazando lo
específico de su función formal y silogística y otorgándole un nuevo papel,
ontológico, en la dialéctica de la mediación absoluta. Así, lo primero que hace
Tanabe en su reinterpretación de la noción de específico es liberarlo de sus
obligaciones con la lógica formal, donde hacía de mera categoría de
clasificación entre lo universal y lo individual. Esto tendrá dos
consecuencias. Primero, como Hegel había demostrado, cuando se introduce en el
modelo la dimensión de la historia, la lógica de dos valores del silogismo
gramatical cede a una dialéctica en que la negación y la afirmación trabajan
incesantemente para hacer el mundo —y también, nuestra comprensión de él—
repetidamente. En lugar de confiar exclusivamente en el principio de
no-contradicción, Tanabe sigue el ejemplo de Hegel y propone una lógica fundada
en un principio de mediación absoluta, concluyendo: La lógica de lo específico
es una lógica dialéctica, …tanto una lógica como una negación de la lógica. La
autocontradicción de la existencia y la reversibilidad de la
afirmación-en-negación y la negación-en-afirmación no puede ser expresada,
menos aún descrita, en términos de una lógica que toma las leyes de la
identidad y de la no-contradicción como principios básicos… La existencia
destruye y supera la lógica de la identidad… Tanabe hace referencia a la
negación de la lógica para subrayar que la lógica de lo específico es siempre
una lógica de una realidad que evoluciona, un modo de ver que únicamente tiene
sentido cuando uno se introduce en al acto de ver. En segundo lugar, al hacer
de la mediación absoluta un principio lógico más fundamental y más honesto con
la realidad que el principio de no-contradicción, Tanabe no está diciendo
simplemente que la realidad esté llena de contradicciones que requieren un continuo
toma y daca entre nuestras ideas sobre ella, sino también que la mediación que
propulsa la historia a través del tiempo como una totalidad interrelacionada
pertenece en sí misma a la realidad. En este punto se le ocurrió la idea de
revigorizar la función silogística de lo «específico» como eslabón que uniría
lo universal o el género con el individuo (la afirmación «Sócrates es un
hombre», que hace posible que la proposición «Todos los hombres son mortales»
se aplique al caso individual en la forma de «Sócrates es mortal»). Esta
función intermediaria formal, pensó Tanabe, podría extenderse más allá de las
proposiciones abstractas hasta identificar la realidad ontológica actual, por
la que muchos individuos participan cada cual en un universal común y genérico.
141 Hablando de un «uno» universal y de los individuos que componen «los
muchos», el papel tradicionalmente otorgado a lo específico fue meramente
auxiliar. Por un lado, sirvió para agrupar a los muchos en unidades más
pequeñas que el universal. Por otro, ayudó a dividir la inmensidad del «uno» en
unidades más grandes que el mero individuo. Como lo específico carecía de las
posibilidades ontológicas de que gozaban lo universal y lo individual, en
cierto modo había quedado confinada: Tanabe reivindica que esta categoría sea
vista como algo completamente real, de hecho, como aquello que proporciona a lo
universal y a lo individual su realidad histórica. Sumariamente, Tanabe pensó
que el método de clasificación tradicional en filosofía había tendido a fijarse
en individuos y universales (genera) y descuidaba las subclases interventoras
(species). Aunque este sistema de clasificación puede ayudar a localizar el uno
entre los muchos, tiende a generar expectación por teorías que ven los muchos
en cierta forma derivados de o dimanando del uno, o que consideran la
interacción de la realidad concreta con los ideales abstractos como descriptiva
del mundo real. Las consecuencias para su anterior formulación de la dialéctica
de la mediación absoluta son obvias. La idea de que la mediación es tan real
como las cosas reales que interactúan las unas con las otras, sin la concreción
del mundo histórico, sonaba más a floritura retórica que a declaración crítica.
No hay en ella ninguna razón de por qué el lenguaje dialéctico debiera ser
menos susceptible a sus propios prejuicios sobre el mundo fenoménico que una
lógica estática de dos valores. Esta crítica, que el lector de la Fenomenología
de Hegel, rica en experiencia histórica, apenas puede evitar al leer su seca y
etérea Lógica, no pasó desapercibida para Tanabe. Como consecuencia, no pudo
proponer su principio de la mediación absoluta como una lógica —es decir, como
un modo de ver la realidad— sin anclarla primero en la inmediatez del proceso
histórico temporal. Esto nos lleva al objetivo inicial de su nueva lógica, es
decir, la problematización de la apertura de la sociedad cerrada. Para cumplir
con el papel de garante de la concreción, lo específico debía ser sincrónico y
diacrónico a la vez: tenía que referirse a una época particular, pero también a
lo que se revela a través de las épocas. En otras palabras, la cultura y la
sociedad específicas a una época tuvieron que tomar una posición media entre la
historia universal del hombre y la historia singular de los hombres y mujeres
concretos. Además, al igual que el cristiano Hegel, pero a diferencia de
Nishida, cuya lógica del locus se desplegó frecuentemente en metáforas budistas
sobre el mundo más grande de la naturaleza, la lógica de lo específico de
Tanabe parece haber dado por supuesto que el sentido primero de la historia se
encuentra en la historia humana. Mientras que para Tanabe la 142 lógica del
locus inclinaba la historia hacia el autodespertar del individuo, su propia
lógica pretendía apuntar directamente a la praxis y a sus implicaciones éticas.
Todas estas suposiciones terminaron articulándose en una decisión, el segundo
paso de su lógica: la inmediata realidad histórica de lo específico no es, ni
más ni menos, que el sustrato socio-cultural de las razas particulares, el modo
de pensar de la «sociedad étnica», que se presenta inicialmente como «cerrada»
pero que está en el fondo abierta a la transformación. Este paso supuso para
Tanabe todo un nuevo desafío, pues lo enfrentó cara a cara con el problema más
grave y discutido en su época, esto es, el problema de la identidad de la
sociedad japonesa respecto al resto del mundo. En el trasfondo de su primer
ensayo sobre la lógica de lo específico, son evidentes los ecos del clamor de
tantos y tantos intelectuales que reclamaban una mayor atención a la praxis
social concreta. Tanabe era consciente de que manejaba con cuestiones muy
polémicas y candentes, y aun se toma un momento para excusar a Hegel por
escribir en una época en que tales cuestiones no eran relevantes. Por su parte,
Tanabe estaba convencido de que su lógica, ya mudada del dominio puramente
formal al ontológico, no podría permanecer indiferente a la cuestión de si se
cerraba o se abría la sociedad japonesa. No debemos pasar por alto la situación
política que atravesaba Japón en la época en que Tanabe tramaba su lógica de lo
específico. Toda reflexión crítica sobre las estructuras sociales tenía que
hacerse en medio de un creciente totalitarismo y de las incursiones militares
de Japón en el extranjero. En esa atmósfera, el lenguaje especializado de los
filósofos de Kioto, la principal fuerza filosófica de Japón en aquel momento,
perdió su inocencia. Hasta las nociones más abstractas fueron revestidas con
significados a menudo lejos del propósito de sus autores. El hecho de que
Tanabe optara por tratar cuestiones que coincidían con las dimensiones
prácticas, morales y religiosas de la filosofía oficial no hizo sino difundir
aún más sus escritos. Para Tanabe, la lógica que conserva cerrada una sociedad
es aquella que fusiona al individuo con lo específico, cerrando así el camino
al universal. A la vez, la lógica que abre una sociedad no es concebida por
mentes individuales que intuyen y proclaman ideales universales, sino por una
oposición dialéctica del individuo y de lo específico en donde cada uno
enriquece al otro, y lo abre a algo más grande. La causa última del cierre no
puede encontrarse en la cultura o la etnicidad mismas, pues sin éstas
difícilmente podría decirse que existe ninguna sociedad, ni cerrada ni abierta.
Por supuesto, no hay que buscar la causa en la organización social en un Estado
nacional, ni tampoco en ninguna forma particular de institución. Más bien, las
razones que explican por qué una sociedad se cierra habría que buscarlas en una
irracionalidad fundamental de lo específico mismo. 143 La declaración es tan
seria y directa como suena. La función de la filosofía es para Tanabe ayudar a
la razón a subir por encima de las condiciones socio-culturales con las que,
sin embargo, ha de enfrentarse y tiene que trabajar constantemente. Si no es
eso, tiene que rendirse a la irracionalidad. La razón y la conciencia no están
atadas a condiciones como lo están la irracionalidad y la inconsciencia. La
mente individual debe encontrar una manera de penetrar en los prejuicios que la
sociedad y la cultura favorecen o imponen en el pensamiento, si quiere llegar a
un telos más profundo que las tradiciones y las modas particulares, que se
reproducen y se multiplican en una sociedad de generación en generación. Y más
aún, una vez que ha penetrado en la superficie de esta especificidad, debe
regresar y revisarla, a fin de ejercitar un juicio moral sobre la dirección
general de la sociedad. La cuestión filosófica no se agota por sobreponerse a
la sociedad étnica o por proponer una vida al margen de ella —el mero hecho de
que estamos educados en ciertos hábitos de lenguaje, de comida o de vestido lo
hace una idea utópica— sino que ha de intentar mejorarla por medio de la razón
práctica. Si hay una irracionalidad fundamental en el centro mismo de la
sociedad humana, y si como individuos libres y conscientes es nuestro ambiguo
deber vencerla, hay también un tipo de no-racionalidad que hemos de respetar.
Es decir, si la especificidad de la existencia social es tanto un acicate a
nuestro impulso innato a la superación de la ignorancia como una constación de
que nunca llegaremos a superarla, entonces somos víctimas de una cruel e
irrevocable ley de la existencia. Tanabe nos propone, como fuga de esta aporía,
que veamos la dimensión no-racional de lo específico como una cifra que apunta
más allá de sí misma, es decir, que apunta directamente a una dimensión
religiosa. Esto nos lleva al tercer paso de la lógica de lo específico: el
fundamento último de la especificidad no está en el ser de la relatividad
histórica, sino en la nada absoluta. Este paso se hace explícito con la
introducción de ciertas ideas existencialistas de Heidegger y de Jaspers, que
relaciona con una transformación religiosa que culmina en el despertar y en la
praxis de la nada absoluta. La piedra angular de su pensamiento, en general
compartida en la escuela de Kioto, puede expresarse sencillamente así: la
realidad inmediata del ser humano como ser racional y social no se funda en
ningún estado o modo de ser más elevado, sino en una nada absoluta que a la vez
abraza y penetra las contradicciones inherentes y la nada relativa que aparece
en los límites del ser. En el caso de Tanabe, la nada se convirtió en el
«sujeto» de la mediación absoluta que trabaja en el mundo del ser. Como tal, es
el principio que está detrás de la conversión de los individuos, sólo porque es
también el principio que se esconde tras la transformación de la especificidad
socio-cultural que proporciona a la individualidad su inmediatez. Su lenguaje
es denso, pero deja poco espacio para la duda: 144 En cuanto la nada es la
nada, es incapaz de funcionar sola. El ser puede funcionar sólo porque no es la
nada… El individuo es mediado por la nada en una mediación autonegativa de lo
específico en la que el ser de lo específico funciona como una nada-en-ser, y
desde luego, hace al individuo un ser-en-nada. En la lógica de lo específico,
entonces, la nada absoluta aparece principalmente como la dimensión religiosa
de la existencia social. Tanabe rechazó como mero «prejuicio» el supuesto
bergsoniano de que la religión es de naturaleza mística. Al contrario, siempre
vio en ella una via salvationis cooperativa en la que el despertar del yo no
podría ser auténtico si no es desbordándose en la esfera moral de la praxis
social. Incluso la via mystica fue siempre para Tanabe una via specifica que
pasa por el centro mismo de la comunidad humana concreta. De esta manera,
consigue introducir la dimensión religiosa en su análisis de la nación. Además,
al menos a partir de su lógica de lo específico, fue consistente en afirmar que
la función de la religión es la negación absoluta. La religión niega a la
nación en un sentido práctico y en un sentido ontológico. Prácticamente, porque
es una vía de salvación de lo específico, que Tanabe señala por el término
budista de «la aceptación incondicional», o según su propia paráfrasis, «la
aceptación absoluta.» Ontológicamente, porque niega no solamente la nación sino
toda forma inmediata de especificidad socio-cultural, así como también el ser
autosubsistente de los individuos y la existencia de la especie humana como
universal. Al negar todas las afirmaciones de la moral, la razón y el poder que
se ponen en marcha en la mediación concreta de lo individual, de lo específico
y de lo genérico en la existencia social, la negación religiosa es una negación
absoluta. Como negación, no niega tanto el hecho de la mediación como la
afirmación de que la mediación que aglutina la sociedad es, de hecho, el
trabajo de los miembros que la constituyen. Como absoluto, la negación evita
que la obra práctica de la salvación acabe identificándose con ciertas
estructuras particulares, lo que convertiría al Estado en una forma de
teocracia: esto para Tanabe no significaría más que un absolutizar lo
específico. 35 lo específico y la nación. Estos primeros tres pasos —el
desplazamiento ontológico de lo específico, la estructura cerrada de la
sociedad étnica, y el fundamento religioso en la nada absoluta— representan el
núcleo de la lógica de lo específico. Pero Tanabe dio un paso más, un paso
cuyas consecuencias le dirigirían por unos derroteros de los que más tarde se
lamentaría. Aunque la carencia de ejemplos concretos, junto con la libertad del
lenguaje japonés para omitir la distinción entre el singular y el plural, da un
cierto tono ambiguo a las ideas de Tanabe sobre la sociedad étnica, no cabe
duda de que la lógica de lo específico tuvo su área original de 145
problematización en el Japón de entonces. La pregunta que se hace Tanabe es,
cómo podría iniciarse un proceso de conversión hacia una sociedad más
«abierta». Es la pregunta que estimuló su búsqueda de un fundamento racional
para la existencia social. Después de lo que hemos visto, podríamos esperar que
Tanabe diagnosticara a nivel más elemental lo que sucede cuando lo individual y
lo específico se combinan para excluir lo universal; que indagara luego en los
modos particulares de pensamiento que proceden de esa exclusión, y de esta
manera que iluminara el proceso por el que una sociedad se cierra sobre sí
misma. En lugar de eso, durante los años en que la lógica de lo específico fue
tomando forma, aproximadamente de 1934 a 1941, Tanabe decidió focalizar su
atención en el nivel más elevado de racionalización de la existencia social —la
nación moderna. La preocupación de Tanabe por la situación social que
atravesaba entonces Japón no justifica suficientemente la introducción del
concepto de nación en la lógica de lo específico. Hay que suponer que influían,
como mínimo, otros dos factores. Primero, la preocupación intelectual, muy
general entonces, de establecer la identidad de Japón como nación, una
preocupación heredada de la época Meiji. Los países occidentales, desde la
revolución francesa, reconocían la importancia de la identidad nacional, que
incluía no sólo símbolos externos, como la bandera o el himno, sino también una
literatura nacional, una Volkspsychologie, un interés por el folklore
autóctono, etcétera. Japón sólo seguía el ejemplo. En segundo lugar, y no
inconexo con esto, estaba el lugar exaltado que Hegel otorgó a la nación en su
filosofía. Por sus mismos compromisos con una dialéctica histórica, Tanabe vio
la inclusión como algo inevitable. De una manera u otra, entonces, la nación
debía encontrar su propio lugar en la construcción filosófica. Al mismo tiempo,
no cuesta entender la consecuencia lógica de este nuevo paso. Si bien lo
específico es por definición la realidad inmediata en la sociedad cerrada, es
inmediato sólo para los que no reflexionan sobre su realidad. Cuando el individuo
toma una postura crítica respecto a la sociedad específica étnica o racial, la
dialéctica entre los dos llega a la conciencia. Mientras la dialéctica sea
consciente, puede conducir a una transformación mutua, sin que un lado invada o
acalle al otro. Para ello, ningún lado puede quedar como realidad «inmediata».
No se puede regresar entonces a la candidez inconsciente de la sociedad
cerrada, como tampoco debe asumirse simplemente una postura cosmopolita, como
si uno pudiera flotar libremente por encima del mundo de lo específico. Más
bien, lo específico se «generaliza» al ser racionalizado; a la vez, la cultura,
la moral, la ley y los ideales que subyacen a todas ellas, sirven de
universales para transformar una sociedad, únicamente, al ser actualizados en
la historia. Tanabe no vio otra manera de hacer que esta dialéctica funcione
que poniendo a la 146 nación en el centro mismo de la reflexión y la acción
moral. La inclusión de la idea de nación le parecía, pues, un paso obvio y
coherente con el desarrollo de su pensamiento. Si la nada absoluta no está
atada al mundo del ser y del devenir y, sin embargo, si puede considerarse que
«trabaja» en un sentido más amplio que el de actuar simplemente como un cemento
racional que une seres en una mediación mutua, es decir, si la nada absoluta en
algún sentido participa en el despliegue de la historia, entonces debe haber
alguna forma que nos permita hablar de su autoencarnación en el tiempo.
Obviamente, tal encarnación no puede tener lugar en la subjetividad individual
de manera inmediata, pues esto elevaría la conciencia más allá de la ley de la
mediación absoluta. Ni podría el absoluto encarnarse inmediatamente en la
memoria colectiva y los modos de pensamiento de una raza o cultura específica,
ya que esto eliminaría la misma cosa cuya transformación constituye el avance
de la historia. Tampoco la especie humana universal es un locus adecuado a la
manifestación histórica del absoluto, ya que ésta no es más que un ideal
abstracto. La única realidad que reunía para Tanabe las condiciones necesarias
de lo real y lo ideal concretizados en el tiempo y la historia era la nación.
Aquí Tanabe da un paso crucial. En un ensayo de 1939, «La lógica de la
existencia nacional», sugiere una idea de la historia como una dialéctica de un
nivel más elevado, que abarcaría otras relaciones dialécticas bajo ella. En un
lado de esta dialéctica encontraríamos la relación entre el individuo y el
ambiente específico, étnico, y socio-cultural; su interacción proporcionaría a
la historia su relatividad concreta. Al otro lado, encontraríamos la nación,
que es relativa respecto a las otras naciones, pero absoluta frente a la
dialéctica entre el individuo y lo específico. Desde luego, la historia es la
interacción de las relaciones entre naciones, cada una de ellas es un absoluto
relativo a los individuos y al ambiente específico que media. La nación, en
consecuencia, puede considerarse como un «absoluto relativo» o «una
actualización del absoluto» en el mundo relativo. De este modo, el absoluto de
la nada se manifiesta en la historia al nivel de la dialéctica suprema del
mundo del ser, sobre la que no hay nada más elevado para mediarlo —a saber, la
nación. Ya en el primer ensayo que habla de la lógica de lo específico, podemos
observar que Tanabe no sólo veía en la nación la encarnación de lo específico,
sino también que la valora como condición necesaria para la salvación de la
irracionalidad de lo específico, y como apertura al fundamento último de la
realidad. Como absoluto relativo, sería también la mediación directa al
absoluto como tal: En el sentido en que la nación logra una forma unificada
como unidad absolutamente mediada de lo específico y del individuo en la
religión, la nación es la única cosa absoluta en la tierra. A diferencia de las
así 147 llamadas sociedades primitivas o totémicas, donde los individuos están
absorbidos en la voluntad del grupo para preservar y diseminar el ser y la vida
del mismo, la nación europea moderna se construye sobre el ideal ilustrado de
transferir el énfasis de «la voluntad a la vida» del grupo hacia «la voluntad a
la razón y a la moral» de los individuos como los átomos políticos que la
componen. La esencia de la nación consistiría para Tanabe en una «voluntad a la
autoridad» que proporcionaría un tipo de unidad molecular y racional a la
totalidad de sus miembros. Aceptando la idea hegeliana de que « ser miembro de
la nación es el deber más elevado del individuo», Tanabe añade que la esencia
de una nación consiste en abrir lo que la especificidad étnica había cerrado, o
en sus mismas palabras, «elevar a sus individuos al estado de individuos
universales.» Dicho de otra manera, la mera idea de raza puede mediar la
dialéctica entre la raza humana como universal y el individuo concreto, pero
únicamente en forma de condiciones irracionales para el pensamiento. No puede
funcionar históricamente en cualquier otra capacidad. Pero una vez elevada al
nivel de nación, los individuos de una raza son capaces de sacar esas
irracionalidades a la luz, en interacción con otras naciones y, al mismo
tiempo, de iluminar las irracionalidades de otros grupos raciales. En este
sentido, para Tanabe la nación es también un ser absoluto: eleva la raza
solitaria por encima de su relatividad, hasta el punto de que puede funcionar en
la historia como una totalidad. Es, por tanto, el mediador del telos de la nada
absoluta en el tiempo y el espacio. Así, Tanabe considera que la vocación moral
de la nación es la apertura de la sociedad, aunque Bergson pasó por encima del
concepto de nación e introdujo directamente a la humanidad como genérico
universal que eleva a los individuos más allá de sus meros instintos, y a las
sociedades específicas, más allá de su autocerramiento. Sin la nación, pensó en
cambio Tanabe, no hay manera de mediar en la historia concreta el efecto
saludable de ideas abstractas del tipo «la sociedad humana», «la especie
humana», o «la comunidad internacional» sobre el substrato inmediato y
específico de los grupos étnicos. Al mismo tiempo, si no se preserva la carga de
abstracción de estos ideales, como un tipo de principio protestante permanente,
no hay manera de prevenir que ciertas naciones particulares condenen o repriman
la especificidad cultural de otras naciones en nombre de la misma humanidad, o
apelando al universalismo. Es cierto que Tanabe vio la realidad inmediata de lo
específico únicamente como una forma provisional dada a la dimensión social de
la existencia humana. No obstante, no podía imaginar ninguna reforma o
transformación que tuviera lugar al margen de las estructuras concretas de las
naciones particulares. Por eso, el abrir la sociedad cerrada requirió 148 verla
como una nación, pero también como sólo una nación entre muchas otras en la
comunidad humana. La ejecución concreta de tal apertura en los modos de pensar
de la sociedad étnica hace necesaria una voluntad individual fundada en algo
más grande que en sí misma: «A través del servicio a la nación y de la sumisión
a las órdenes de la nación, la autonomía moral no desaparece, sino que se hace
posible.» A la inversa, cuando una sociedad se cierra en sí misma por medio del
totalitarismo y la opresión, la moral requiere que el individuo le haga frente
y la conduzca de nuevo a su propio destino, como una más de las múltiples
sociedades que forman la humanidad universal. Estas ideas son repetidas una y
otra vez en sus escritos sobre el concepto de nación. En uno de sus últimos
ensayos sobre el tema, «La moral de la nación», publicado en la revista
Chūōkōron en 1941 —ese mismo año, Chūōkōron publicaría la primera parte del
famoso simposio sobre El punto de vista histórico-mundial y Japón, del que
hablaremos más adelante— Tanabe escribe: Para que el Estado se haga concreto a
través de la mediación de sus miembros individuales, debe hacer emerger la
autonomía del individuo y, al mismo tiempo, unificar esa autonomía a sí mismo…
Sólo en una autonomía autoconsciente de coexistencia en un orden universal con
otras naciones puede la nación expresar su carácter absoluto. Tanabe declara
que estaba tan descontento con la intuición de Nishida de una unidad básica e
inmediata entre los contradictorios del individuo y la especie humana, que se
había visto obligado a acercarse más a las realidades de la historia, y a ver a
la nación desde fuera como algo que participa en una cooperación y respeto
mutuos entre los diversos países unidos en el nivel del género; y desde dentro,
como algo que cumple los deseos de cada individuo; y desde dentro y fuera, como
algo que media el cumplimiento y la cooperación y el amor en el individuo. Si
basamos nuestro concepto de nación en una especificidad racial o cultural,
insiste Tanabe, corremos el riesgo de acabar en el comunismo o en el totemismo.
Sólo en la intercomunión de Estados específicos puede la comunidad humana
convertirse verdaderamente en una realidad concreta. Como vemos, la lógica de
lo específico como tal no concluye con ninguna consideración sobre el cuerpo
político japonés como ideal alternativo al de la comunidad internacional, ni
defendiendo una misión central de Japón en esa comunidad. Y sin embargo, estas
fueron las conclusiones a que conduciría su lógica de lo específico. Para
entender este paso en su contexto, hemos que regresar a la situación política y
a la manera en que se involucró Tanabe en ella.
Tanabe y su arrepentimiento
En algún punto, Tanabe se percató, en lo que sólo puede ser
llamado un tipo de experiencia religiosa, de que estaba demasiado saturado de
sí mismo. Habló de esta experiencia en los últimos días de la guerra, ante un
vestíbulo lleno de estudiantes y una atmósfera, recuerda Takeuchi,
verdaderamente tensa. Cito aquí de las líneas inaugurales de ese primer
discurso, que se convertiría en el largo y conmovedor prólogo de la
Metanoética: Mi propia indecisión, me parecía, me descalificaba como filósofo y
como profesor universitario. Pasaba mis días forcejeando con preguntas y dudas
como éstas, desde dentro y desde fuera, hasta que me encontré empujado a punto
del agotamiento, y en mi desesperación concluí que no me sentía capaz de
comprometerme en la labor sublime de la filosofía.En ese momento, ocurrió algo
asombroso. En medio de mi desasosiego renuncié y me rendí humildemente a mi incapacidad.
¡De repente fui llevado a una compenetración nueva! Mi confesión penitente
—metanoesis— me arrojó inesperadamente hacia atrás en la interioridad, lejos de
las cosas exteriores. No se trataba de enseñar y corregir a los otros bajo
estas condiciones, pues yo mismo no había podido hacer lo correcto. Lo único
que tuve que hacer en esta situación fue resignarme honestamente a mi
debilidad, examinar con humildad mi yo interior, e indagar en las profundidades
de mi impotencia y falta de libertad. ¿No significaría esto un nuevo cometido
que reemplazaría al cometido filosófico que previamente me había ocupado? No
importa si es llamado «filosofía» o no: ya era consciente de mi propia
incompetencia como filósofo. Lo que tenía importancia es que me enfrentaba en
ese momento con una tarea intelectual, y que debía hacer lo mejor posible para
proseguirla. En abstracto, todos los elementos de la metanoética 172 estaban ya
preparados en una gran cantidad de escritos ya publicados: la primacía del
autodespertar, la confianza en el obrar de la nada absoluta, la renuncia del
yo, la necesidad de poner la razón al servicio de la moral. Lo único que
faltaba era un catalizador que cristalizara estas ideas en un punto de vista
viable. El estímulo no vino esta vez de sus lecturas filosóficas, sino de su
alumno mencionado anteriormente, Takeuchi Yoshinori. Takeuchi había visto que
el núcleo de la idea de Tanabe sobre la nada absoluta en la historia era muy
afín a la noción del Otro poder en el budismo de la Tierra Pura. Persiguió su
intuición y escribió un libro sobre el tema, un ejemplar que enseñó a su
maestro en 1941. Al leerlo, Tanabe estuvo de acuerdo, y sintió que podía
encontrar la manera de salir del enredo en el que estaba atrapado. No sólo le
conduciría a La filosofía como metanóetica, sino también cambiaría su
vocabulario y volvería a encauzar su pensamiento tardío. Si no fuera por la
Metanoética, la lógica de lo específico hubiera acabado en un callejón sin
salida. Pero, como hemos visto, la idea de la metanoética significó «una base
nueva y más profunda» para su lógica, y no una reestructuración radical. Hasta
el ideal último de la metanoética, una «comunidad existencial» fundada en el
arrepentimiento colectivo, no se desvía mucho de su idea original de nación. Si
la ausencia del emperador, que no figura del todo en el esquema, dejaba algún
vacío, éste fue sobradamente rellenado por las figuras religiosas de Shinran y
Jesús, en quienes Tanabe reconoció a verdaderos «cosmopolitas» religiosos, que
se levantaron por encima de las condiciones específicas de sus respectivas
épocas. No puede decirse lo contrario. El argumento central del libro, una
crítica minuciosa de cómo la razón funciona en la historia, presentada en forma
de una serie de confrontaciones con los filósofos occidentales que más le
habían influido en el pasado, puede funcionar independiente, sin la lógica de
lo específico. Aquí vemos a Tanabe en una nueva postura. Por un lado, se está
retirando claramente del mundo histórico, llevando consigo sus ideas mal comprendidas.
Por el otro, se está echando nuevamente al mundo en el que siempre se ha
sentido más cómodo, pero con un espíritu de crítica y de confrontación que
nunca antes había sido tan contundente. No sólo lanza críticas en contra de
ideas particulares de autores particulares, sino que se mide con la entera
empresa filosófica como tal. Tanabe estaba convencido de haber localizado un
punto arquimediano fuera de la tradición filosófica, desde el que desenganchar
ese mundo y hacerlo girar en una órbita nueva. Como él mismo dice, su objetivo
era, ni más ni menos, el de construir «una filosofía que no es una la
filosofía.» El resultado es una obra maestra del pensamiento filosófico, que
muestra a Tanabe en su mejor momento. Nada de lo que había escrito 173 antes ni
nada de lo que escribirá después podrá comparársele. 42 la lógica de la crítica
absoluta. Puede decirse que, como totalidad, el libro gira en torno a la
reforma de la filosofía elípticamente, como en un pivote doble: los límites de
la razón y la fuerza del Otro poder. Del mismo modo que la elipsis necesita de
dos pivotes al mismo tiempo, así pasa con el argumento de Tanabe. Con el
propósito de resumirlos, aquí los trataré separadamente. La primera meta se
conforma en lo que él llama «la lógica de crítica absoluta.» La lógica de lo
específico había mostrado la irracionalidad en la base de toda praxis
histórica. Con la Metanoética, Tanabe da un salto más hacia adelante, y
demuestra el núcleo irracional de todo pensamiento filosófico, incluyendo aquel
que critica la irracionalidad de la existencia social. Del mismo modo que lo
absoluto de la nada ha de quedar fuera del mundo del ser, lo absoluto de la
crítica de la razón no puede venir de la razón misma, sino que ha de provenir
de fuera. Dado que Tanabe había rechazado una divinidad transhistórica, este
«desde fuera» sólo puede ser el obrar de la nada absoluta que queda en el
fundamento de la historia, y que no se encuentra en el pensamiento puro sino en
el punto donde el pensar puro choca contra sus límites —en la expresión varias
veces repetida en el libro, en el punto donde la razón «florece siete veces y
se marchita ocho»: La meta de la crítica absoluta de la razón no es ofrecer una
red de seguridad para el sujeto por suponer una crítica que queda más allá de
toda crítica, sino más bien exponer la totalidad de la razón a la crítica
rigurosa y así, a una autodestrucción. La crítica de la razón no puede evitar
conducir la razón a una crítica absoluta… La pura autoidentidad es posible sólo
para el absoluto. Desde el momento en que la razón olvida la finitud y la
relatividad de su punto de vista, y presume erróneamente ser algo absoluto en
sí misma, está destinada a caer en una contradicción y ruptura absolutas. El
modelo para la crítica absoluta es la crítica de Hegel a Kant y la crítica de
Kierkegaard a Hegel, dos críticas sobre las que el propio Tanabe hace sus
propios ajustes. Respecto a la confianza de Kant en la autonomía de la razón y
su fallido intento de aplicarla universalmente, Tanabe está de acuerdo con
Hegel en que Kant no hizo la crítica a su propio punto de vista crítico. Desde
luego, no puede evitar terminar en antinomias que es incapaz de resolver y
atribuirlas a la estructura de la mente, que no tenemos modo de superar como
seres humanos. Pero las razones de Tanabe no terminan donde las de Hegel. Para
Kant, cuestionar la crítica equivaldría a cuestionar el propósito mismo de la
empresa filosófica. Para Tanabe, en cambio, el propósito de la filosofía no es
la crítica sino el despertar del yo, para el que la crítica es sólo uno de los
elementos necesarios. Tanabe también sigue a Hegel al introducir la lógica y la
religión 174 en la dialéctica. Su idea de la imperfección radical de la
condición humana y de la necesidad de que se transforme por algo trascendente,
le lleva a la «conciliación con el destino a través del amor», una idea que se
convertirá en la piedra de toque de la metanoética. Para dar este paso, se
necesita el ajuste de lo que Kierkegaard dio en llamar la conversión del
individuo a la existencia religiosa, que no puede explicarse simplemente como
otra función de la razón universal. Kierkegaard, según Tanabe, ignora en su
ascenso de la existencia estética a la ética, y de ahí a la religiosa, un
aspecto esencial: el posterior regreso a la esfera ética, para cuidar a los
otros yoes. El amor de Dios para con el individuo y el amor del individuo para
con Dios deben completarse en nuestro amor el uno para el otro. Si todo esto
suena más bien a teología cristiana ordinaria, es sólo porque al abreviar las
ideas he tenido que eliminar el alcance total y el rigor argumental de Tanabe.
También ha quedado ausente un elemento crucial, el confiar la voluntad a la
nada absoluta, que resultaba totalmente necesario si el simbolismo cristiano
satisface las demandas de la crítica absoluta. Tanabe aplica la lógica de la
crítica absoluta no sólo a la razón crítica y a la historia, sino también al
libre albedrío, que ahora entiende como una «voluntad de la nada.» Al igual que
la razón no puede asir la nada sin convertirla en el ser, tampoco puede asir el
libre albedrío deduciéndolo de la intuición de una ley moral. Como Kant, que
pensó que la creencia en Dios se infiere del libre albedrío y no a la inversa,
Tanabe no puede fundar la libertad en un ser absoluto. Pero a diferencia de
Kant, para quien la libertad es el fundamento ontológico de la ley moral,
Tanabe localiza la libertad en el mismo no-fundamento (Ab-grund) que la
creencia en un ser absoluto, es decir, en una nada absoluta experimentada en la
metanoesis.: No es el ser sino la nada lo que proporciona a lo humano un
fundamento para la libertad… La nada no es algo que la experiencia inmediata
puede atestiguar; cualquier cosa que pueda experimentarse inmediatamente, o
intuirse en términos objetivos, pertenece al ser, no a la nada. Desde luego,
suponer que la libertad es capaz de ser asida en un acto de intuición
comprensiva es equivalente a convertirla en el ser, y a privarla de su
naturaleza esencial como la nada. Aquí, la idea de la nada absoluta se reconoce
no simplemente como una deducción sino como algo que uno encuentra como una
fuerza del más allá. Aunque éste sea el punto de partida de la Metanoética, el
método argumental es propiamente filosófico. A partir de una consideración
fresca de la Fenomenología de Hegel y de una valoración de las críticas que le
haría Kierkegaard, Tanabe se enfrenta con Heidegger, Kant, Schelling, Pascal,
Nietzsche y Eckhart, así como también con el maestro zen, Dōgen. Uno por uno,
se enfrenta cara a cara con los pensadores que más le habían marcado durante su
carrera filosófica, empujando en cada caso su uso de 175 la razón hasta la
misma desesperación, allí donde la razón debe renunciar a sí misma —o como él
dice, cogiendo de prestado la terminología cristiana, morir para resucitar. De
este modo, cada argumento filosófico es tratado de nuevo a la luz de la
metanoesis. No trataré de resumir el variado espectro de ideas que Tanabe pone
bajo el hacha de su crítica absoluta. Es un libro rico que desafía toda
recapitulación. Hay páginas enteras que incluso son prácticamente
ininteligibles sin un conocimiento previo de sus posiciones anteriores y, aun
así, la introducción de cambios sutiles de énfasis requiere una atención que
quizá sólo el estudioso del pensamiento de Tanabe estaría dispuesto a
proporcionar. En todo caso, los argumentos deliberados y cuidadosamente
expresados son menos importantes por su contenido sistemático —al fin y al
cabo, la lógica de la crítica absoluta nunca llegó a ser un ejercicio
filosófico comparable al de la mediación absoluta o la lógica de lo específico—
que por el hecho de que están impregnados por todos lados de un intenso aire de
religiosidad. El efecto que crea es tan distinto al de los escritos anteriores
de Tanabe y tantas veces parece tan incidental respecto al argumento que
persigue, que realmente consigue darle al lector la impresión de que se orienta
hacia una filosofía que simplemente rehusa ser una filosofía. A todo lo largo
del libro, Tanabe se refiere a sus colegas filósofos —o al menos, a muchos de
ellos— como «santos y sabios» que han entendido la filosofía en el sentido
normal de un despertar a la autonomía y al poder de la razón. Es un camino por
el que él mismo había transitado antes, pero por el que ya no puede andar más:
La experiencia de mi vida filosófica pasada me ha hecho darme cuenta de mi
incapacidad y de la impotencia de cualquier filosofía basada en el propio
poder. No tengo ninguna filosofía en la que pueda confiar. Ahora veo que la
filosofía racional de la cual siempre había podido extraer una comprensión de
las fuerzas racionales que penetran la historia, y por la cual había podido
tratar con rigor la realidad sin despistarme, me ha abandonado. En contra de
todo esto, Tanabe adopta ahora la pose de una persona «pecadora e ignorante»
diferente de «los santos y los sabios en comunión con lo divino.» Parece haber
un poco de ironía en esta última declaración, ya que presupone que hay otros
que sí pueden confiar en la filosofía tradicional de forma responsable y, al
mismo tiempo, lleva a cabo una crítica de la razón que, efectivamente, acusa de
pecadores ignorantes a todos los filósofos que previamente emulaba. Por un
lado, quiere confesar su debilidad como filósofo como si fuera algo peculiar a
él; por otro, quiere alabar a quienes se dedicaron a la filosofía con una
fuerza moral mayor que la suya. La conclusión de que cualquier pensador
bienintencionado debería llegar eventualmente a la misma posición, queda bajo
la superficie del texto.
Esta irresolución parece reflejar una ambivalencia en el
estado de ánimo de Tanabe. Para empezar, al componer el libro comenzó con la
idea de que su deber era «participar en la tarea de dirigir… a todo nuestro
pueblo a someterse al arrepentimiento.» Sin embargo, cuanto más avanzaba el
libro, más se volvía hacia sus lectores filosóficos, pese a que siempre mantuvo
la esperanza de que, de una manera u otra, estaba sirviendo al propósito
original. Al mismo tiempo, reconociendo su error personal —en cierto modo la
culpa fue suya y no en la filosofía—, comienza a penetrar cada vez más en los
discutidos filósofos como personas particulares, intentando averiguar por sus
escritos su nivel de autodespertar. Sus juicios adquieren un tono distinto,
como si mirara a esas personas en el espejo superpuestas sobre su propia
imagen, tratando de descubrir algo que había fallado en lo más profundo de sí
mismo, algún potencial que no había realizado. Por ejemplo, podemos considerar
sus comentarios sobre Nietzsche, a quien se esfuerza por encontrar un precursor
de su idea de la crítica absoluta. En plena argumentación, hace una pausa para
suspirar, lamentando su propia falta de conciencia respecto al alcance total de
la búsqueda filosófica: El egoísmo que yace directamente sobre la superficie de
la voluntad de poder de Nietzsche, no es más que un disfraz en la actualidad.
Aunque la máscara sea la de un diablo, la realidad es la de un sabio. Aquí está
el secreto del Dionisio de Nietzsche: por fuera vemos una figura heroica y
fuerte que no se encoge ni aún ante la religión de Satán; pero por dentro, bajo
el ropaje exterior, está el corazón de un sabio desbordado de amor infinito…
Quisiera interpretarle como un santo que rechazó las simpatías que debilitan
para predicar un evangelio fortificante del sufrir y del superar… Pascal, cuyas
ideas Tanabe considera justo la antítesis de su metanoética, es disculpado
porque no sería metanoético tratar de otra manera a alguien tan sabio y tan
santo como él: En ningún modo esto significa poner en duda la autenticidad de
su fe o acusar su pensamiento de ser poco profundo. Nada está más lejos del
espíritu de la metanoética. Todo lo contrario, me parece a mí que Pascal fue
por naturaleza un espíritu tan puro y noble que nunca sintió el impulso
interior a la metanoesis. La metanoética es la manera del ordinario y del
tonto, no la del sabio y santo… Uno tiene la impresión de que Tanabe está
haciendo todo lo posible por deshacerse de la imagen del inveterado crítico de
confrontación, que trata ideas abstractamente al margen de los pensadores que
las propusieron. Pues la crítica absoluta tiene como objeto la hibris de la
razón, no el individuo razonable, y esta hibris se mueve inspirada por la búsqueda
de la virtud en el acto filosófico mismo. A pesar del tono altamente personal
del libro, la vida religiosa interior de Tanabe permanece en el más absoluto
misterio. Lo que 177 podemos decir, en mi opinión, es que halló en las
abstracciones de la filosofía una defensa tras la que salvaguardar su vida
privada y sus sentimientos a la mirada pública y, sin embargo una posición
privilegiada desde la que pudo hablar directamente al alma del hombre moderno.
Hasta las repetidas referencias a sí mismo, en la fórmula de «pecaminoso e
ignorante como soy», raramente están relacionadas de manera directa con algún
hecho histórico, por lo que el lector al final acaba pasando por alto estas
palabras. Ya que encuentro difícil imaginar que el propio Tanabe no fuera
consciente de esto mientras escribía, tengo que concluir que tomó lo que
originalmente fue un sentimiento genuinamente personal y lo convirtió en la
máscara de un «hombre medio», con el fin de que sus lectores se fueran animando
gradualmente a empezar a pensar, ««pecaminosos e ignorantes como somos», y a
lanzarse al mismo experimento de la vida-y-resurrección por el Otro poder que
Tanabe estaba realizando. De esta manera, lejos de ser una capa de amianto que
protegiese su yo interior para no quemarse con las llamas de las críticas
externas, la máscara exterior llegó a adquirir la incandescencia de una
convicción religiosa que ardía interiormente. 43 el acto religioso y el
testimonio religioso. La gran e ineluctable paradoja filosófica de la
Metanoética de que sólo la razón puede finalmente persuadir a la razón de sus
propias debilidades, es superada por la adición de —o mejor dicho, por la
atención a— la dimensión religiosa. No es cuestión de convertir la filosofía en
una "filosofía religiosa" o la religión en una "religión
filosófica", sino de recobrar el fundamento original donde la una confiaba
en la otra, en un tipo de filosofía-en-religión. Como se dijo anteriormente, el
paso clave es el realce de la noción de la nada absoluta. Hay tres elementos
nuevos que se encuentran entretejidos aquí: la nada absoluta como Otro poder,
su manifestación como una nada-en-amor a través de la autonegación del
absoluto; y su relación con Amida Buda y la Tierra Pura. Para no tener que
reubicar la nada absoluta en el mundo objetivo del ser, con el objetivo de que
pueda convertirse en un objeto de fe, Tanabe trasmuta la idea de la fe en la
rendición a algo que no pertenece al mundo del ser y, por consiguiente, que no
puede convertirse en objeto de la intuición consciente. Este algo, como ya se
ha notado, no es una cosa sino un poder que sólo puede ser experimentado como
una fuerza que quiebra la dualidad sujeto-objeto de la razón, y desde allí
deducido como el poder que media en todo lo que ocurre en el mundo del ser y
del devenir. Cualquier asociación con un objeto concreto de la fe debe comenzar
con esta premisa y no con la premisa de un objeto preexistente a nuestra fe en
él. A primera vista, la idea de un objeto de fe que es definido no por lo que
es sino por su no ser, parece desmitificar radicalmente todas las 178 metáforas
de la fe y de la experiencia religiosa. Afirmar que el objeto de deseo no
existe antes de que sea deseado (como Kant hace en su idea de la «buena
voluntad») redefine la diferencia entre la fe religiosa y la mera superstición.
Esto significa que el objeto verdadero de la fe es algo que no puede ser asido
o manipulado como una imagen que indica, literal o simbólicamente, algún objeto
particular entre los otros del mundo del ser. Sólo puede ser imaginado y aparte
de ese acto de imaginar no tiene ningún poder. Para aplicar todo esto a las
nociones occidentales de Dios, debía reemplazar la típica imagen de Dios como
sujeto supremo, que domina el reino del ser, por la de una divinidad
autovaciándose que se manifiesta sólo en el acto de autonegación del amor.
Mientras que, anteriormente, el obrar de la nada absoluta era visible
únicamente en el hecho de la mediación absoluta del mundo del ser, de aquí en
adelante Tanabe lo describirá como una nada-en-amor. Como poder absoluto, no
ejercita su voluntad de forma directa sobre los seres relativos, sino que se
manifiesta siempre indirectamente: Un Dios que es amor es una existencia que se
reduce a nada para siempre y que se da completamente al otro. En ese sentido,
es una existencia que tiene la nada como su principio y que no actúa
directamente a causa de su propia voluntad. Esta manifestación indirecta
aparece allí donde los seres relativos se niegan a sí mismos en el acto del
amor. El autovaciarse es la actividad de Dios en el mundo del ser. Su única
realidad es su continua «negación y transformación —es decir, la conversión— de
todo relativo.» Tanabe emplea la imagen de una red divina echada al mundo del
ser para sustituir a la idea de la fe entendida como relación personal del
individuo con Dios: La relación entre Dios y yo no es suficiente para explicar
el papel de la red divina. Es absolutamente necesario que nosotros mismos nos
convirtamos en nudos de la red, y que juguemos nuestro papel en el amor divino
que abarca y abraza todos los seres relativos —en otras palabras, que asumamos
una corresponsabilidad. Es por esto por lo que el amor de Dios conlleva el amor
al prójimo. El modelo que toma Tanabe, el de una religión que complementa la
filosofía, es extraído del Kyōgyōshinshō, un texto sagrado escrito por el
fundador de la secta Shin del budismo de la Tierra Pura, Shinran en el siglo
xiii que, se lamenta Tanabe, está severamente restringido por interpretaciones
sectarias. Hay dos ideas principales que toma de este texto o, quizá mejor
dicho, que intenta leer en él. Pues resulta que, tomadas conjuntamente, estas
ideas confirman «el papel mediador que vincula inseparablemente la razón ética
a la religión», una frase que hace eco de la influencia inicial de Bergson en
su lógica de lo específico. Pero aquí, en vez de hablar de la praxis histórica
como antes, Tanabe usa los términos budistas Shin de gyō y shō, para subrayar
la diferencia entre el autodespertar en el acto 179 religioso primordial y la
respuesta de la conducta ética. Gyō es el acto religioso en el cual el tonto
pecaminoso e ignorante llega a confiar en el Otro poder de Amida Buda. Cobrando
ánimo en la convicción de Shinran que es, ante todo y en primer lugar, el
bonbu, el tonto ordinario, que es salvado, Tanabe encuentra en seguida una
relación con la virtud socrática del saber que uno no sabe. Reconoce en el
daimon de Sócrates una advertencia contra la confianza en los poderes propios
de la razón y una vocación a abandonarse a sí mismo en la metanoesis. Pero lo
que sólo era implícito en Sócrates, se hace explícito en Shinran, es decir, «la
gran acción de práctica religiosa basada en el Otro poder, por el que el yo,
arrojado al abismo de la muerte, es otra vez inmediatamente recuperado para la
vida.» La crítica absoluta de la razón persigue, para Tanabe, este tipo de acto
religioso. Es, puede decirse, el equivalente filosófico del nenbutsu, la
práctica de invocar el nombre del Buda con una confianza tan completa que
conduce a la salvación. Pero este acto permanece incompleto si se queda en los
recesos interiores de la mente. Debe ser confirmado en forma de testimonio
exterior, shō, por el poder transformador del amor. Este testimonio proporciona
el componente ético a la metanoesis. Valiéndose otra vez de la doctrina del budismo
Shin, Tanabe declara que cualquier mérito en la actividad ética se debe por
completo a la gran compasión del Otro poder. A diferencia de la mística de
Meister Eckhart y del zen de Dōgen, que para Tanabe están atrapados en el
círculo del autodespertar del yo a su naturaleza de Buda inherente, la fe de la
Tierra Pura se funde en el autodespertar al Otro absoluto. Otra vez marcando
sus distancias respecto a Nishida, habla del zen como «continuo, autoidéntico,
y en-sí», mientras que la Tierra Pura es «disyuntiva, discontinua, y para-sí.»
Ve el zen de los kōan próximo a su crítica absoluta pero, a la vez, opina que
finalmente sustituye lo que Kierkegaard había llamado «lo religioso» por «lo
estético.» Tanabe no tuvo la intención de presentar el budismo zen y el de la
Tierra Pura como una elección tipo o/o, sino enseñar cómo ambos se complementan
el uno al otro, en contra de la opinión popular. La obra meritoria de compasión
(ekō) funciona en dos direcciones interrelacionadas, como dice Tanabe, en forma
de un ascenso-en-descenso o un egressus est regressus. La primera fase, la de
«ir a la Tierra Pura» (ōsō), consiste en el despertar uno mismo a su propia
incapacidad de salvarse a sí mismo, con el consecuente abandono al poder
salvífico de Amida Buda. La segunda fase, la de «regresar de la Tierra Pura a
este mundo» (gensō), significa volver al mundo actual y trabajar en la
salvación de los otros. Ambas fases son acciones directas, sólo en el sentido
en que, en ellas, el propio poder es «transferido» al Otro poder: Se puede ver
en funcionamiento aquí una lógica esencial en cuanto el 180 salvarse a sí mismo
significa realizar un acto de autonegación absoluta, que llega completamente a
la conciencia únicamente cuando uno puede sacrificar el propio yo compasivamente,
para el bien de los demás. El símbolo de esta transformación de la conciencia
es el bodhisattva Dharmākara, la personificación del Buda como un ser relativo
que ilumina el camino a la fe a través de la autodisciplina y la práctica
religiosa. Mientras que Shinran vio en el gensō la prerrogativa verdadera y
única del Buda, Tanabe se acerca al mito de Dharmākara desde su interpretación
del gensō como tarea que todo individuo ha de completar. Naturalmente, esta
interpretación no acababa de ajustarse a la ortodoxia oficial del budismo de la
Tierra Pura, cosa que tampoco pretendió Tanabe. De la misma manera, su versión
de la muerte y la resurrección de Jesús como símbolo de una posibilidad humana
universal —de hecho, una heterodoxia bastante antigua y bien conocida en
Occidente— tampoco pretendía ofrecer una teología que compitiera con la
ortodoxia cristiana, sino recoger la verdad filosófica en la doctrina religiosa
y liberarla así de los límites marcados por la ortodoxia. Este patrón se repite
consistentemente a lo largo de la Metanoética, pero no es utilizado como
fundación de principios éticos. Tanabe señala que, en el regreso al mundo, el
testimonio «produce conocimiento», pero en ningún momento especifica los
contenidos concretos de ese conocimiento. En realidad, se muestra satisfecho
hablando del fundamento religioso sin que todo principio ético quede atado a la
irracionalidad de las convenciones sociales o al racionalismo de la reflexión
filosófica. El «deber» ético no se funda ya en un «imperativo» o en un «ideal»
en sentido kantiano, sino más bien en la participación en una mayor realidad.
Toda acción moral llega a ser contemplada como un tipo de «acción de no
acción.» Los mismos conceptos éticos son vaciados de su contenido racional y
convertidos en upāya, estrategias útiles para «mediar la transformación mutua
del ser y la nada.» Y aunque, anteriormente, la cuestión del telos del obrar de
la nada absoluta en el mundo del ser y del devenir permaneciera vaga e
indefinida, ahora recibe un significado nuevo: el de edificar, a través del
amor, un mundo de paz, una communio sanctorum en la tierra.
Tanabe descubre a La religión
como revelación de lo absoluto y de esta absoluto a lo relativo distinto de la filosofía, que se
equivoca en su ir de lo relativo a lo absoluto pero en su equivocación en tanto
la acepte realmente es así podemos decir solo sé que nada se juntó a Sócrates y abrir desde la filosofía el camino al arte y
a la religión superando a la misma en la experiencia del arrepentimiento donde
dejamos que el poder absoluto actúe así lo que tenemos en Tanabe es una nada en
amor.
Nishitani la superación del nihilismo a través del nihilismo
Si ya tenemos la estructura transferencial y retransferencial
completa ¿Para qué necesitamos a Nishitani? En Nishida se descubre la nada y en
Tanabe como actúa llevándonos al arrepentimiento y al perdón, ¿Que aporta
Nishitami? La liberación Dharmica superando
la nihilismo en el nihilismo, lo cual nos permite superar cualquier
construcción de Dios y que por fin el para sí que es un no ser devela a Dios en
el proceso de liberación de la nada misma.
Así tenemos:
10←1→01
La asintesis a ambos lados que es la inversión de Hegel que
no es otra cosa que la inversión del misterio pascual y si en el misterio pascual hay una negación
de la negación donde el ser en si para al para sí para luego condensarce en la síntesis del ser en si y para si.
1→0→10
En el misterio dharmico está la liberación de la experiencia
a cualquier teorización o mitificación o ideología.
10 ←1←0
La conclusión de su indagación, a la que llega tras un
proceso argumental demasiado intrincado como para reproducir aquí, es que
Europa y Japón muestran formas diferentes pero relacionadas de resolver la
crisis del nihilismo. En Europa, se puede observar la emergencia de un
nihilismo creativo y afirmativo que confronta la finitud humana cara a cara, en
forma de una negación de la negación que se resuelve en una afirmación. Por un
lado, hay un trascender del mundo fenoménico en el reconocimiento de que ese
mundo carece básicamente de significado suficiente como para sostenerse a sí
mismo. Por otro lado, el mundo eterno de las esencias que surge para llenar ese
hueco también es negado, como una alienación no auténtica del dolor y de la
carga de no tener ningún lugar en que sostenerse. De esta manera, la
trascendencia del mundo regresa al mundo finito, enriquecida justamente por
haber perdido la promesa de una vía de escape. La finitud llega a ser final, y
el mundo tiene que ser abarcado tal como es, como un eterno retorno
(Nietzsche), como la propiedad del individuo (Stirner), o como el fundamento
trascendental en la nada (Heidegger). En cambio, Japón no se acercó al
nihilismo por una sacudida de las fundaciones de la religión, como Europa hizo
para con el cristianismo. En lugar de eso, heredó la tecnología y las
estructuras sociales del mundo moderno que habían surgido en medio del mismo
proceso de agitación espiritual. Dado que no es capaz de heredar de golpe el
alcance más amplio de recursos espirituales, dentro de los cuales todo esto ha
ocurrido, no le queda más remedio que apelar a sus propios recursos. Pero las
fuentes espirituales necesarias casi se han secado en la conciencia general del
pueblo: Occidente todavía tiene la fe, la ética, las ideas, etcétera, que se
han transmitido a través del cristianismo y la filosofía griega… No importa
cuánto de esta base esté ahora estremeciéndose, todavía queda muy viva, y uno
lucha contra ella sólo al precio de una aguda determinación. Para nosotros, en
Japón, el asunto es diferente. En el pasado, el budismo y el pensamiento
confuciano constituyeron tal base, pero ya les ha flaqueado su poder, dejando
un hueco, un vacío en nuestro fundamento espiritual… Y lo peor de todo es que
esta vacuidad no es en ningún sentido una vacuidad que se ha ganado por la
lucha, ni una nihilidad que ha «sobrevivido». Antes de enterarnos de lo que
ocurría, el centro espiritual se había demacrado completamente. La fuente de la
fuerza espiritual, que pocos años antes Nishitani, como otros de su generación,
había creído que complementaría lo que hacía falta en las culturas de China,
Corea y el resto del mundo asiático, los lazos profundos del alma japonesa con
el espíritu todavía vivo de los ancianos justamente al 230 alcance del presente
—todo esto es ahora visto como nada más que una ficción, un autoengaño masivo
en el que también él había caído. Lo peor, dice Nishitani, es que la gente
todavía no se ha percatado de que todo esto ha ocurrido. La autoidentidad del
japonés se ha hendido hasta el centro y su «energía moral» (usa el término,
pero sin su anterior entusiasmo) se ha agotado drásticamente, pero de manera
imperceptible. El problema, opina ahora, es cómo recobrar una voluntad hacia el
futuro fundada en el pasado o, por usar las palabras de Nietzsche, cómo
aprender a «profetizar hacia la tradición». En estas circunstancias, Nishitani
sugiere que el ejemplo del nihilismo europeo es importante en tres sentidos.
Primero: nos puede ayudar a darnos cuenta de que el problema existe igualmente
en Japón, aunque en una forma diferente. Segundo: puede apuntar a que, para
superarlo, hay que recordar la importancia de la profundidad espiritual. Y
tercero: nos puede enseñar que la tradición debe ser recobrada no porque nos
Oriente hacia el pasado, sino porque nos orienta en la misma dirección en la
que nos dirigimos desde el presente. Termina su libro proponiendo que esta
tarea se aborde desde el punto de vista budista de la vacuidad y la nada. Uno
podría imaginar que Nishitani dirigiría enseguida todos sus esfuerzos en
emprender su propia sugerencia, dado el frescor de la pregunta en su época y su
intenso envolvimiento personal. Pero no sería esta la manera en que Nishitani
realizaría su mejor trabajo. Se supone que la experiencia de la filosofía
política le había vuelto más cauteloso a la hora de tratar preguntas
aparentemente claras como si fueran no más que obstáculos impidiendo el paso
hacia adelante. Más importante aún, se supone que advirtió que toda cuestión
auténticamente filosófica ha de nacer en el interior de uno mismo más de una
sola vez, y en más de una sola forma, antes de que uno esté preparado para
responderla. El origen de esa lógica vertiginosa que descubrimos en su
pensamiento tardío, al menos a mí me lo parece, se encuentra precisamente en un
respeto hacia el problema, un respeto que reemplaza el deseo inmediato de
aplicar la educación propia tan ampliamente como sea posible. La manera que
eligió Nishitani para aproximarse a su propia propuesta fue regresar a
reflexionar sobre las filosofías de sus maestros, Nishida y Tanabe, y a la vez
repensar algunas de sus anteriores ideas sobre el mal, Dios, la mística, el
mito y la religión —pero siempre, con su propuesta a la vista, sin abandonarla
nunca del todo. Así, y aunque el abanico de temas que va abordando mientras en
sus ensayos es verdaderamente amplio, Nishitani está avanzando circularmente,
pero va trazando círculos cada vez más estrechos que un día le devolverían al
problema del nihilismo en un contexto japonés. Y así fue, en efecto, como
regresó, a lo que resultaría ser la obra cumbre de su filosofía. 231 57 del
nihilismo a la vacuidad. La religión y la nada es, sin duda, la obra maestra de
Nishitani. Es también un gran paso en el avance de la filosofía del pensamiento
religioso japonés en la historia mundial de las ideas. Para poder introducir
otros de sus escritos, habrá que abreviar el resumen del libro y fracturar la
construcción del todo en un número de temas; pero antes estará bien decir unas
palabras sobre su escritura. Nishitani explica en el prefacio que empezó a
escribir el libro en respuesta a una petición por un ensayo sobre el tema «¿Qué
es la religión?». De hecho, el ensayo inaugural no fue escrito como tal, es la
revisión de una transcripción de una conferencia sobre el tema. Su respuesta a
la pregunta no intentaba, como el título podría sugerir, ofrecer otra
definición más de un término ya sobredeterminado. Huelga decir que, en ese
momento, Nishitani estaba ya completamente desilusionado con la idea de alinear
la religión y la construcción de una ética práctica para un Japón
histórico-mundial. Recuperando su anterior preocupación religiosa, tomó una
posición que se beneficiaba de las posiciones de sus dos maestros, Nishida y
Tanabe, pero que también difería de ellas. Tanabe pensó que Nishida había
convertido la filosofía en religión, y sintió la necesidad de proporcionar a la
filosofía un punto de vista propio y un dominio independiente del de la
religión. En su caso, al perseguir hasta el límite su autonegación se abre a la
religión. Nishitani se pone del lado de Tanabe, al considerar la filosofía como
una especie de «insolencia absoluta» desbordada e incontenible. Su esencia es
el pensamiento libre, que puede eventualmente abrirse a la religión si esa
libertad es mantenida tenazmente. Para Nishida, era suficiente con que la
filosofía explique el mundo que se ha abierto a través de la religión. De este
modo, la filosofía es amortiguada por la religión y renuncia a su propio punto
de vista. Nishitani comenzó donde Nishida había terminado: en sus palabras, en
la idea de que «la religión significa despertarse de una relación única con el
absoluto en el yo mismo». En este regreso a la primacía del autodespertar, la
pregunta de qué es la religión fue entendida por Nishitani como una invitación
a examinar qué ha pasado actualmente con el pensar y el modo de ser religiosos,
qué nos podría pasar si lo perdiéramos definitivamente, y qué puede hacerse
para restaurarlos en su propósito original. Con este fin, consideró que era
necesaria una nueva filosofía de la religión, diferente de los sistemas
clásicos del siglo xix basados en algo inmanente al individuo, como la razón,
la intuición o el sentimiento. Al empezar a elaborar su plan de investigación,
Nishitani advirtió que tantas ideas le iban saliendo e iban componiendo tantas
tramas que sería necesario añadir un ensayo, y luego otro, y otro, hasta que se
alcanzara una posición filosófica que, a pesar de carecer de la unidad de un
plan sistemático, no obstante señalara una unidad de comprensión. 232 Mirando
hacia atrás el trabajo en su totalidad, sitúa su postura en la historia del
pensamiento filosófico occidental en contraste con los sistemas clásicos: En mi
opinión, desde entonces ha resultado imposible mantener ese punto de vista,
dada la naturaleza de las preguntas que mientras tanto han hecho surgir el
pensamiento del último Schelling, Schopenhauer, Kierkegaard, incluso Feuerbach
y Marx, y, principalmente, a causa de la aparición de posturas como el
nihilismo de Nietzsche. Por consiguiente, aquí nuestras consideraciones se
sitúan en el punto en que las filosofías de la religión anteriores han dejado
de funcionar o han sido superadas. De esta manera, puede decirse que discurren
junto a las filosofías de la existencia contemporáneas… Al mismo tiempo, separa
su postura de la filosofía occidental al utilizar términos e ideas budistas
generales, así como también ideas asociadas a sectas específicas como son
Kegon, Tendai, Tierra Pura y, por supuesto, zen: Extraídas del marco de sus
determinaciones conceptuales tradicionales, han sido utilizadas más bien
libremente, y en alguna ocasión… han sido introducidas para sugerir
correlaciones con conceptos de la filosofía contemporánea… Desde el punto de
vista de las determinaciones conceptuales tradicionales, esta forma de emplear
la terminología puede parecer descuidada y a veces ambigua. En la medida de lo
posible, es mejor evitar problemas de este tipo, aunque no siempre lo es cuando
se intenta, como en este caso, adoptar un punto de vista a un tiempo dentro y
fuera de los confines de la tradición. El proyecto inicial de descubrir una
manera de superar el nihilismo desde la conciencia japonesa es el eje del
ensayo inaugural y del trabajo como un todo. Al mismo tiempo, cumple su
cometido de adoptar ideas específicamente orientales y budistas, que le
ayudarán a descubrir una nueva profundidad en lo que había encontrado en las
respuestas occidentales al nihilismo. Por lo tanto, no le vemos muy preocupado
por diferenciar la situación de Japón de la de los países del Occidente. Al
contrario, lo encontramos más bien ansioso por superar esta preocupación. No es
que empiece a hablar de una manera abstracta y genérica sobre lo humano —su
aproximación se aferra enérgicamente al individuo—, sino que alcanza un punto
en la conciencia individual que un cambio en las condiciones culturales e
históricas no puede obtener, por mucho que nos estimule a conseguir ese punto.
Del mismo modo que Descartes aceptó el desafío que el método científico suponía
para la fe religiosa tradicional, imponiéndose la disciplina de una duda
radical, Nishitani acepta el desafío que supone el nihilismo para la religión,
adaptándose a la disciplina de una duda propia, implacable. En vez de acabar en
la certeza del «luego existo», comienza por cuestionar esa certeza con una duda
aún más radical, la «gran duda» como la llama, empleando el término zen —en la
que uno 233 renuncia incluso al yo pensante para convertirse en la duda. Como
Descartes, y ciertamente como los místicos a los que sigue citando aquí, el
compromiso de Nishitani con la duda es un tipo de ascenso espiritual a través
de un descenso en la finitud radical. Las etapas del proceso son, dichas de un
modo sencillo, tres. Comienza, primero, cuando un encuentro ordinario con los
límites personales se transforma en una pregunta consciente acerca de la vida
en su totalidad. Se refiere de hecho al acontecimiento más simple, más trivial,
en el que los deseos o ambiciones de uno se frustran por una falta de habilidad
propia o, sencillamente, porque entran en conflicto con los deseos o ambiciones
de otros. Es como si una grieta hubiera aparecido en la cosmovisión y, con
ella, un sentido que no es más que una máscara que cubre una oscuridad profunda
que queda en el otro lado. Habitualmente, sellamos esta grieta lo más
rápidamente posible, y la dejamos de lado como una de esas «cosas que pasan» en
la vida. Sólo cuando uno, deliberadamente, opta por no tapar la grieta, sino
dejar que se ensanche, es posible pasar a una segunda etapa. Como Nishitani
dice, es como si el yo frustrado fuera la cáscara de una judía que comienza a
abrirse, y que la oscuridad de dentro tratara de salir y tragar la luz entera.
Si uno vive con la duda, y si deja que la duda siga su propio curso, esta
frustración se va transformando en un gran abismo de nihilidad a los pies de
uno. Las preguntas originales —¿por qué me ocurrió esto? ¿qué puede hacerse con
esto?— se convierten en nuevas preguntas: ¿qué soy yo? ¿por qué existo?
Nishitani llama esta conversión «la realización de la nihilidad». La nihilidad
es entendida aquí como la anulación del yo por la anulación del fundamento en
el que el yo está. No es que el yo sea aniquilado de la existencia, sino que
toda certeza queda completamente abarcada por la duda, y que esta duda se hace
más real que el yo o que el mundo al que pertenece. Es la «gran duda»: Esta
duda no puede ser entendida como un estado de conciencia, sino sólo como una
duda real que se presenta al yo en el fundamental del yo y de las cosas… Se
presenta como realidad, y lo hace inevitablemente fuera de todo control de la
conciencia y de la voluntad arbitraria del yo. El yo en su presencia llega a
ser duda, realiza la duda sobre la realidad. Hay que destacar aquí que
Nishitani juega con el doble sentido de la palabra realización (usa la palabra
inglesa en el texto), para expresar el hecho de que el despertar subjetivo a la
nihilidad es, al mismo tiempo, una actualización de algo no subjetivo. Ahora
bien, una duda que simplemente me hace consciente de mi finitud personal, o aun
de la finitud de la condición humana per se, no basta. Del mismo modo, dar la
espalda a la duda por un acto de fe en la salvación del más allá no significa
superar la nihilidad, sino sólo separarse a sí mismo de ella. Para convertirse
en la duda ha de darse otro 234 paso. El despliegue de la gran duda alcanza una
tercera etapa cuando esa nihilidad es en sí misma anulada —repítase, no
aniquilada sino trascendida por su negación— en la conciencia de que el mundo
del ser que se funda en la nihilidad del yo y de todas las cosas es,
únicamente, una manifestación relativa de la nada tal y como se encuentra en la
realidad. Debajo de ese mundo, alrededor de él, hay una nada absoluta y
omniabarcadora que es la realidad. La nihilidad se vacía, por decirlo así, en
una vacuidad absoluta, o en lo que el budismo llama śūnyatā. Este absoluto no
agrava la frustración original ni el abismo de la nihilidad que contuvo dentro
de sí, sino que más bien actúa como una negación completa de ese agravamiento.
Es una afirmación, en esas negaciones, del hecho de que toda nihilidad y toda
frustración pertenecen a una realidad mayor que, por su naturaleza, vacía todas
las cosas de ese deseo y esa ambición que hace que lo que es solamente relativo
parezca absoluto y no lo que realmente es: una manifestación de un autovaciar
absoluto. La conciencia es despertada al rostro original del yo y del mundo con
esta afirmación de una nada absoluta más allá del mundo del ser y del yo, una
conciencia enriquecida ahora por el hecho de que no confunde más lo que era
solamente relativo con lo absoluto. El yo, tal como es, se manifiesta como un
no-yo. El mundo del ser y del devenir, tal como es, se manifiesta como un mundo
vaciado del ser. Nishitani llama a esta manifestación, otra vez por medio de un
término budista, un despertar a la «talidad verdadera» de las cosas y del yo.
Supongo que, como ya estará claro después de lo dicho, la duda siempre tiene
que ver para Nishitani con algo de energía mental. No es un simple quedarse en
blanco sin pensar, sino un disciplinado vaciar la mente que lleva el pensar
hasta sus límites. Sólo de este modo, insiste, puede pasar a través de un
ejercicio mental privado a una comprensión metafísica de la realidad como tal.
Esto lo expresa así: «la ontología necesita atravesar la nihilidad y
desplazarse a un campo totalmente nuevo, diferente del que había conocido hasta
ahora». Además, al igual que con todo proceso espiritual, no se puede saltar a
la última etapa si no se han atravesado las anteriores. Por un lado, al
atravesar esa última etapa alcanza su significado. Por otro, no se trata de
ascender a un yo superior y más verdadero por su propia acción: requiere que
uno renuncie al yo que actúa sólo. Al mismo tiempo, es verdad que la última
etapa del no-yo puede parecer, o puede parecerle al menos al yo cotidiano, un
fin bastante desagradable; en cualquier caso, que represente un estado superior
y más real no es evidente desde el principio. Del mismo modo, no puede
suponerse que cada idea que Nishitani registra a lo largo de todo su pasaje
personal —lo que incluye la reformulación de una gran cantidad de ideas
filosóficas y teológicas occidentales— se 235 justifique simplemente apelando a
su experiencia personal, o por el mero hecho de que tiene una larga tradición
cultural, la de Oriente, que le respalda. No podemos ni probar ni desmentir su
argumento, al igual que no se puede probar o desmentir el experimento de
Descartes con la duda, sin la experiencia de haber andado el camino uno mismo.
Por esto mismo se hace necesario leer su texto la religión y
la nada para caminar este camino como el bien recoge de un Haiku de Basho
El asunto del pino
Apréndelo del pino
Y el del bambú del
bambú
(Aquí reproducimos solo un extracto del texto, con el que
termino de contestarte a la pregunta del ser para sí que como vimos es un no
ser o más bien una nada siendo el ser en si el reflejo de esta)
Como se observó antes, esa manera de ver el ser se desmorona
cuando aparece el campo de la nihilidad en el fundamento de los ámbitos de la
sensación y de la razón. La conversión posterior que tiene lugar al atravesar
e! campo de la nihilidad hacia el de sünyata significa que todas las cosas en
su mismidad son reunidas en una, de igual modo que los diferentes puntos de una
circunferencia dibujados en un solo centro. Por lo 200 tanto, parece natural
que este modo de ser de la cosa misma no surgiera en la tradición ontológica
occidental, en la que las consideraciones del ser han dejado fuera de su marco
a la nada. N aturalmente, los puntos de vista que se refieren a una
concentración en el Uno han aparecido de vez en cuando en Occidente. Los
ejemplos son numerosos, empezando por la antigua Grecia con la noción de
Jenófanes de «Uno y Todo» ((Lo que denominamos todas las cosas, eso es Uno») y
la idea de Parménides del «Ser» ((Pensar y ser son uno y lo mismo»), e
incluyendo a pensadores como Plotino, Spinoza y Schelling. El Uno absoluto que
tenían en mente, no obstante, era concebido como razón absoluta o, cuando se
llevaba más allá del punto de vista de la razón, al menos era concebido como
una extensión de ese punto de vista en continuidad ininterrumpida con él. Al
mismo tiempo, el Uno absoluto era concebido en términos de una negación de la
multiplicidad y diferenciación de las cosas existentes como apariencias
engañosas e ilusorias. La nihilidad es algo que puede aparecer detrás de
cualquier experiencia en el ámbito de la sensación y de la razón, y brotando
desde fuera del ser experimentado ahí, como lo que anula esa experiencia y ese
fondo del ser. Esto se presenta en nuestro diagrama por el hecho de que las
tangentes (tI, e, tl ... ) pueden ser trazadas desde cualquier punto dado en
ambas circunferencias. Se muestra como un punto cualquiera de la circunferencia
que contiene dentro de sí una orientación a la dispersión infinita en todas las
direcciones y de ese modo queda suspendido permanentemente sobre un abismo sin
fondo. El campo de la nihilidad es el campo de esa dispersión infinita. Los
ámbitos de la sensación y de la razón, por el contrario, son sistemas de la
existencia constituidos como la negación de esa orientación hacia la dispersión
infinita. Son un mundo en el que todo lo que existe está junto y unido. Y esto
se hace posible, podríamos decir, por la concentración de todas las cosas en un
centro único, un centro que hace al mundo ser lo que es. Ahora bien, el Uno
absoluto de la filosofía tradicional al que acabamos de referirnos asumía ese
sistema de la existencia o ese mundo -ya fuera el mundo sensible o el mundo
inteligible o un compuesto de ambos- y excluía la nihilidad manifiesta en su
fondo. Como resultado, el centro donde todos los seres se vuelven uno solo es
pensado en el interior de un sistema ontológico y sólo desde el mundo. y este
centro, a su 201 vez, es tomado como algún tipo de ser en sí. Es como si el
círculo sólo fuera pensado desde el círculo mismo, y como si el centro fuera
siempre y únicamente pensado como el centro de un círculo. Ésta es además la
razón por la que, como señalamos antes, el Uno absoluto es convertido en el
punto de vista de la razón absoluta o, al fin y al cabo, considerado como una
continuación de la razón absoluta. En esta visión, el centro siempre es
contemplado desde la circunferencia. En otros términos, e! Uno es visto como el
punto en el que todos los seres pueden ser reducidos a uno. Esto también
explica por qué el Uno absoluto es concebido inevitablemente como algo
abstraído de la multiplicidad y las diferenciaciones de todos los seres. En un
sistema ontológico que excluye la nada, la idea de que todos los seres son Uno
conduce a ver el ser como mera no-diferenciación. Precisamente en este punto de
vista la unión absoluta es simbolizada como un círculo o una esfera. Para que
la multiplicidad y la diferenciación cobren realmente pleno significado, el
sistema del ser debe ser considerado como algo que revela la nihilidad en su
fondo y no meramente como un sistema de! ser. El círculo no debe ser examinado
sólo desde el círculo mismo, sino como algo que incluye tangentes en todos los
puntos de la circunferencia. Al hacerlo, resulta evidente que todos esos puntos
implican una negación absoluta de la orientación para volver a la unidad en e!
centro (la orientación que se les daba como propiedades de un círculo), de
forma que cada punto implica una orientación hacia la dispersión infinita.
Entonces dejan de ser meramente lugares definidos por los puntos situados
equidistantes de un centro común. En sí mismos, estos puntos no son meramente
uniformes e indiferenciados. No penetran en un Uno del que ha sido extraída
toda multiplicidad y diferenciación. En cambio, cada uno de ellos presenta una
orientación hacia la pluriformidad que niega absolutamente tal reducción a la
unidad, una orientación hacia la dispersión tangencial infinita. Y estas
orientaciones, presentadas de una única manera en cada punto particular y
pertenecientes sólo a ese punto, dan lugar a una diferenciación infinita. La
multiplicidad y la diferenciación, esto es, el hecho de que sea imposible
sustituir una cosa dada por otra, el hecho de que cada cosa tenga su ser como
algo absolutamente único, llega a ser una realidad evidente sólo cuando el
campo de la nihilidad se revela en el fundamento del sistema del ser. Puede
decirse que sólo cuando una cosa ha perdido un pun202 to al que obedecer,
cuando no tiene nada más a que agarrarse, puede volver a sí misma. Éste es el
modo de ser al que nos hemos referido como «gran duda» . Además, cuando la
existencia única de todas las cosas y la multiplicidad y la diferenciación en
el mundo aparecen en el campo de la nihilidad, todas las cosas aparecen
separadas unas de otras por un abismo. Cada cosa tiene su ser uno y único, una
soledad absolutamente recluida dentro de sÍ. Denominamos nihilista a ese estado
de autoenclaustramiento absoluto. En la conciencia humana, esta soledad se
expresa como estar suspendido, solo, sobre el vacío ilimitado. Raskólnikov en
Crimen y castigo y Stavroguin en Los endemoniados inspiraban un terror
indecible incluso a sus propias madres, tal era el abismo de su soledad. Una
existencia aislada abismalmente de todo lo demás, privada incluso de los lazos
maternos y ajena a todo orden (en el sentido de un «mundo») es una existencia
consciente de una nihilidad abisal en su propio fundamento. La nihilidad se
deja ver en la profundidad de todas las cosas y se insinúa en el fondo de cada
existencia. Ésta es la anulación en la que la nihilidad se hace evidente como
negatividad negativa. En nuestro diagrama, trazamos los círculos pequeños al
(a2) y a2 (al) para representar los modos de ser que han tenido sus centros
respectivamente en la sensación y en la razón. Incluso en esos modos de ser,
las cosas son individuales, múltiples y encerradas en sí. Pero mientras las
cosas sean consideradas sólo desde un sistema del ser, siempre son pensadas en
conexión unas con otras como pertenecientes a un orden interno y a una unión.
Por último, son entendidas como si volvieran a la unión con un Uno absoluto que
es, a su vez, un ser. Básicamente, ésta es la aproximación de nuestra
conciencia cotidiana de las cosas, así como el enfoque de cada visión del
pensamiento que toma esa conciencia como su point de départ. En el campo de la
nihilidad todo nexo y unión se deshace y el autoenclaustramiento de las cosas
es absoluto, están dispersas unas respecto a otras interminablemente. E incluso
el ser de cada cosa se hace pedazos en cada dirección, dominando por encima de
sus tangentes, por decirlo aSÍ, de las que no sabemos de dónde vienen ni adónde
van. Esta existencia parece desvanecerse en una nihilidad insondable, su
posibilidad de existencia parece desaparecer continuamente en una imposibilidad
de existencia. No obstante, en el campo de sÜ11yata las cosas recobran de nuevo
la 203 posibilidad de existencia. O, más bien, las cosas se hacen presentes en
la posibilidad de existencia que poseen en el fondo. Aparecen en el terruño
(fuente elemental) de su existencia, de la mismidad que reside en su fundamento
originario. Esto supone que las formas sensibles y racionales de una cosa
recuperan su significado original como apariciones del modo de ser no objetivo
de la cosa en sÍ, como posiciones de la cosa. Esto es a lo que antes nos
referíamos como el proceso de ser. Volviendo a nuestra analogía, el campo de
sünyata es un vaciado del espacio infinito, sin límite ni orientación, un
vaciado en el que tienen lugar los círculos y todas las tangentes que se
cruzan. AquÍ el modo de ser de las cosas como son en sí, aunque surjan de la
clase de centro donde «Todo es Uno», no se reduce a un Uno del que se ha
extraído toda multiplicidad y diferenciación. Puesto que no hay circunferencia
en el campo de sünyata, «Todo es Uno)) no puede ser simbolizado por un círculo
(o esfera). A pesar de que digamos que el modo de ser de las cosas en su
mismidad aparece en el retorno de la circunferencia (es decir, de los campos de
la sensación y la razón) al centro (el terruño de las cosas mismas), este
centro ya no es el centro de un círculo; ya no es un centro de una
circunferencia. Es, por decirlo de alguna manera, un centro sin circunferencia,
un centro que sólo es centro y nada más, un centro en el campo de la vacuidad.
Es decir, en el campo de sünyata, el centro está en todas partes. Cada cosa en
su mismidad muestra el modo de ser central de todas las cosas. Cada cosa llega
a ser el centro de todas las cosas y, en este sentido, llega a ser un centro
absoluto. Ésta es la unicidad absoluta de las cosas, es decir, su realidad. Con
todo, tratar cada cosa como un centro absoluto no implica una dispersión
absoluta. Al contrario, como una totalidad de centros absolutos, el Todo es
Uno. La analogía del círculo empleada hasta el momento es incapaz de ilustrar
ese estado de cosas en el que el centro de todas las cosas está en todas partes
y sin embargo todas las cosas son una. A lo que nos estamos refiriendo aquÍ es
a algo que no puede ser pensado como un sistema del ser. «Todo es Uno)) sólo
puede ser concebido realmente en términos de un alcanzar las cosas, de que cada
cual sea por sí misma el Todo, cada una un centro absoluto. y el único ámbito
en que es posible es el campo de sünyata, que puede tener su circunferencia en
ningún lugar y su centro en todas partes. Sólo en el campo de sünyata la
totalidad de las cosas puede, al mismo tiempo, ser comprendida en una sola
cosa, 204 siendo ella absolutamente única y un centro absoluto de todas las
cosas. «Todo es Uno» significa el mundo como orden unificador o sistema de todo
lo que es. La forma de ese mundo puede explicarse de la manera que acabo de
exponer. Anteriormente nos referimos al modo de ser no objetivo de las cosas
como son en sí, donde cada una está en su terruño, como centro. En su modo de
ser central, aun la cosa más diminuta es completamente un centro absoluto
situado en el centro de todas las cosas. Éste es su ser, su realidad. El mundo,
por tanto, no es otra cosa sino la comprensión total de ese ser. Es el «Todo es
Uno» de todo lo que es en ese modo de ser -esto es, el mundo real en el que
realmente vivimos y el que realmente vemos-o La posibilidad de todas las cosas
comprendidas conjuntamente y constituyendo un mundo, y la posibilidad de la
existencia donde cada cosa puede ser en sí misma al comprenderse a sí misma, sólo
pueden ser constituidas en el campo de sünyata. (Como dijimos antes, la
posibilidad de la existencia de las cosas no puede ser concebida al margen de
la posibilidad de un mundo.) Para resumir, un sistema del ser no llega a ser
genuinamente posible en un campo en el que dicho sistema sólo es considerado
como tal, sino en el campo de la vacuidad, en donde el ser es considerado
ser-en-la nada, nada-en-el ser, en donde la realidad de los seres lleva al
mismo tiempo el sello de la ilusión. En este campo, un modo de ser es
constituido allí donde las cosas, tal como son en su mismidad real, son
apariencias ilusorias, donde en tanto que cosas en sí mismas son fenómenos. VI
Que una cosa realmente es significa que es absolutamente única. No puede haber
dos cosas en el mundo que sean completamente iguales. Con otras palabras, la
unicidad absoluta de una cosa implica que está situada en el centro absoluto de
todas las demás cosas. Está establecida, por decirlo así, en la posición de
señor, teniendo a las demás cosas establecidas respecto a ella como siervas.
Pero declarar que así sucede con todo lo que es y que el mundo se constituye al
reunir todas las cosas tal como son en una es simplemente una contradicción
para nuestro modo de pensar cotidiano. ¿Cómo es posible que una cosa en la
posición de señor respecto a las demás cosas ostente al mismo tiempo la
posición de siervo respecto a éstas? Si aceptamos que todas las cosas en su
propio modo de ser disfrutan de una 205 autonorrúa absoluta y ostentan el rango
de señor situado en el centro de todo, ¿cómo evitar pensar en esa situación
como la anarquía completa y el caos total?, ¿no es esto diametralmente opuesto
a concebir el mundo como un orden del ser? Surgen este tipo de objeciones
porque se piensa sólo desde el campo de la conciencia cotidiana, que cubre la
extensión entre la sensación y la razón y deja fuera el campo de sünyata. El
que todos los seres sean comprendidos en uno mientras que cada uno permanece
como absolutamente único en su ser, apunta a la relación en la que, como
dijimos antes, todas las cosas son señoras y siervas unas de otras. A esta
relación, que sólo es posible en el campo de sünyata, podemos denominarla
«circumincesional)) . Decir que cierta cosa está situada en una posición de
sierva respecto a cualquier otra cosa significa que reside en el fundamento de
las demás cosas, haciéndola ser lo que es y así situarse en una posición de
autonorrúa como señora de sí misma. Asume una posición en el terruño de las
demás cosas como un criado que sostiene a su señor. El hecho de que A esté así
relacionada con B, e, D ... equivale entonces a una negación absoluta del punto
de vista de A como señor, junto con su unicidad y también su ser. En otros
términos, esto supone que A no posee sustancialidad en el sentido cotidiano,
que no es una naturaleza en sí misma. Su ser es un ser al unísono con la
vacuidad, un ser que posee el carácter de ilusión. Sin embargo, considerado
desde otro lado, puede decirse lo mismo respectivamente de B, e, D ... y de
todo lo demás que es. Es decir, desde esa perspectiva, todos permanecen en una
posición de siervos de A, manteniendo su posición como señor y funcionando como
un elemento constitutivo de A, haciéndole ser lo que es. Así pues, el que una
cosa sea -su autonorrúa absoluta- tiene lugar a la misma vez que una
subordinación de todas las demás cosas. Tiene lugar sólo en el campo de
Sünyata, donde el ser de todas las demás cosas, mientras perdura
verdaderamente, es vaciado. Es más, esto significa que la autonorrúa de esta
cosa sólo se constituye a través de una subordinación a las demás cosas. Su
autonorrúa sólo tiene lugar en un punto de vista que hace a las demás cosas ser
lo que son y que al hacerlo se vacía de su propio ser. En suma, sólo es un
campo en el que el ser de todas las cosas es uno con la vacuidad que hace
posible comprender a todas las cosas en una, aún mientras cada una retenga su
realidad de su ser absolutamente. Aquí, 206 es posible el ser de todas las
cosas, así como el mundo como un sistema del ser. Si excluimos el campo de
sünyata e intentamos concebir la realidad de las cosas (el hecho de que las
cosas son), al mismo tiempo que el hecho de que todas las cosas se comprenden
en una, encontramos que cuanto más profundamente pensamos en ello, más nos
desplazamos hacia la anarquía y el caos. Todas las cosas que están en el mundo
están vinculadas, de una u otra manera. Ninguna cosa, por simple que sea, llega
a ser sin alguna relación con otra cosa. El intelecto científico piensa aquí en
términos de leyes naturales de causalidad necesaria; la imaginación
mítico-poética percibe una conexión orgánica, viva; la razón filosófica
contempla un Uno absoluto. Sin embargo, a nivel más esencial, aquí debe verse
un sistema de circumincesión, de acuerdo con el cual, en el campo de sünyata,
todas las cosas están en proceso de ser señoras y siervas unas de otras. En
este sistema, cada cosa es en sí misma sin ser ella misma, y sin ser ella misma
es en sí misma. Su ser es ilusión en su verdad y verdad en su ilusión. Esto
puede sonar extraño la primera vez que se oye pero en efecto nos permite
concebir por primera vez una fuerza, en virtud de la cual todas las cosas son
comprendidas y puestas en relación unas con otras, una fuerza que desde la
antigüedad se ha conocido con el nombre de naturaleza (physis). Decir que una
cosa no es en sí significa que, mientras continúa siendo en sí, está en el
fundamento originario de algo más. Hablando en sentido figurado, sus raíces
llegan hasta el fondo de todas las demás cosas y ayuda a sostenerlas y mantenerlas
en la existencia. Sirven como un elemento constitutivo de su ser, por lo que
pueden ser lo que son, y así proporcionan un componente de su ser. El que una
cosa es en sí misma significa que todas las demás cosas, mientras continúan
siendo ellas mismas, son en el terruño de esa cosa; precisamente cuando una
cosa es en su terruño, todo lo demás también es ahí y las raíces de las demás
cosas se extienden en ese fundamento originario. Éste es el modo de ser que
cada cosa posee en su propio fundamento, sin dejar de ser en él, e implica que
el ser de cada cosa es sostenido, mantenido y le hace ser lo que es, como
centro del ser de todas las demás cosas; o, dicho de otra manera, que cada cosa
sostiene el ser de las demás cosas, las mantiene existentes y las hace ser lo
que son. En una palabra, supone que todas las cosas son en el mundo. El que
cuando una cosa es en su fundamento originario implique que 207 debe al mismo
tiempo ser en el de las demás cosas suena absurdo pero en efecto constituye la
esencia de la existencia de las cosas. El ser de las cosas en sí mismas es
esencialmente circumincesional. Esto es lo que pretendo decir al referirme a
los seres como ser al unísono con la vacuidad, y ser en el campo de la
vacuidad. Este sistema circumincesional sólo es posible en el campo de la
vacuidad o de sunyata. Ya he observado que si se prescinde del campo de
sunyata, una cosa que es en su fundamento originario y es en sí misma no es en
el fundamento originario de las demás cosas; y, a la inversa, por ser en éste no
es en sí misma. En ese caso, en verdad no habría forma de explicarnos el hecho
de que todas las cosas son en el mundo. Sólo en el campo de sunyata, donde el
ser es visto como ser-en-la nada, nada-en-el ser, es posible para cada uno ser
en sí con los demás, y por tanto, también, no ser en sí con los demás. La
interpenetración de todas las cosas que surgen aquÍ es la más esencial de las
relaciones, la más próxima al fundamento de las cosas que cualquier relación
concebida en el campo de la sensación y de la razón por la ciencia, el mito o
la fliosofia. Incluso la semejanza con el sistema de mónadas de Leibniz por el
que una se refleja en la otra como espejos vivos del universo, puede, en
definitiva, ser retrotraído a este punto. Ahora bien, el sistema circumincesional
mismo, donde cada cosa en su ser se introduce en el terruño de cualquier otra
cosa, no es en sí y, sin embargo, precisamente como tal (es decir, situada en
el campo de su nyata) nunca deja de ser en sí misma, no es otra cosa que la
fuerza que une todas las cosas en una. Es la fuerza que configura el mundo y le
permite ser un mundo. El campo de sunyata es un campo de fuerza. La fuerza del
mundo se hace manifiesta en la fuerza de cada cosa en el mundo. Retomando la
terminología adoptada anteriormente, la fuerza del mundo o la naturaleza se
manifiesta en un pino como la virtus del pino, y en el bambú como la virtus del
bambú. Incluso la cosa más diminuta, hasta el punto en que es, despliega en su
acto de ser la completa red de interpenetración circumincesional que vincula a
todas las cosas. En su ser, podemos decir, el mundo «mundea». Este modo de ser
es el modo de ser de las cosas tal como son en sí mismas, su modo de ser
central, no objetivo, como la mismidad que son. 208 VII En la relación cicummcesional
tal como acabamos de describir, cada cosa es en el terruño de las demás aun
cuando permanezca en su propio terruño. Esto significa que en el ser de las
cosas, el mundo mundea, y que las cosas son en el mundo. Todo esto sólo es
posible en el campo de sünyata. En tanto que campo de la relación
circumincesional es el campo de una fuerza en virtud de la cual todas las cosas
tal como son en sí mismas se comprenden a sí mismas conjuntamente en una sola:
el campo de la posibilidad del mundo. Al mismo tiempo (y en un sentido
elemental viene a ser igual) es el campo de la fuerza en virtud de la cual una
cosa dada se comprende a sí misma del todo: el campo de la posibilidad de la
existencia de las cosas. Para nosotros, este campo de vacuidad es algo a lo que
nos despertamos como un más acá. Se abre más acá de lo que nosotros nos abrimos
en nuestra conciencia cotidiana a nuestro propio yo. Se abre, por decirlo así,
de forma más próxima a nosotros de lo que nuestra conciencia está de nosotros
mismos. En otras palabras, llegamos a ser verdaderamente nosotros mismos al
volvernos desde lo que normalmente llamamos el yo hacia el campo de sünyata. El
significado de este giro hacia el campo de sünyata ya ha sido explicado. Es
decir, cuando la nihilidad se abre en el fundamento del yo, no es percibida
simplemente como una nihilidad que parece estar fuera del yo. Es atraída hacia
el yo mismo por el sujeto que ve el yo como vacuidad. Llega a ser el campo de
la trascendencia extática del sujeto y de ahí se vuelve una vez más al punto de
vista de sünyata como el más acá absoluto en donde la vacuidad es el yo. Esto
significa que el campo de lo que llamamos yo -es decir, de la conciencia y
autoconciencia- es derrumbado. En un sentido más elemental, supone que
abandonamos el autoapego que yace sumergido en la esencia de la autoconciencia
y por la cual quedamos atrapados en nuestra propia comprensión, al tratar de
comprendernos a nosotros mismos. También implica que abandonamos el apego
esencial a las cosas sumergido en la esencia de la conciencia y por el cual
quedamos atrapados en la comprensión de las cosas al tratar de comprenderlas de
forma objetiva y representacional. ¿Qué significa pues que la vacuidad es el
yo? Dijimos que la vacuidad es el campo de la posibilidad del mundo y también
de la existencia de las cosas. «La vacuidad es el yo» significa que en el fondo
y en su propio te209 rruño el yo tiene su ser como ámbito. El yo no es
simplemente algo de lo que el yo sea consciente. El campo de sünyata, dentro
del cual el mundo y las cosas son posibles, se abre en el terruño del yo como
un yo que está verdaderamente en su propio terruño, esto es, el sí mismo
originario en sí mismo. Como un campo de posibilidad, este fundamento
originario del sí mismo en sí mismo precede al mundo y las cosas. No me estoy
refiriendo aquí, por supuesto, a precedencia temporal, ya que el tiempo también
es posible en el campo donde el mundo es posible. Por esta razón, es
perfectamente correcto afirmar que nada puede ser concebido como temporalmente
previo al mundo y con respecto al mundo como en proceso infinito en el tiempo.
Con todo, el terruño del yo y el yo que está verdaderamente en su terruño son
todavía esencialmente anteriores al mundo y las cosas. El yo tiene su terruño
en un punto desgajado del mundo y las cosas y, en el fondo, es donde viene a
reposar. Esto puede denominarse trascendencia en un sentido similar al que
encontramos en la fuosofia de la existencia contemporánea (a pesar de que hay
diferencias en su concepción) . En suma, cuando somos en nuestro propio terruño
y somos verdaderamente nosotros mismos, somos en un ámbito -y nuestro ser es
ese ámbito- donde el mundo, en el sentido de un sistema circumincesional del
ser al que nos referimos en la sección precendente, se hace posible y, al mismo
tiempo, en donde las cosas poseen su posibilidad de existencia. Puede decirse
que todos nosotros, como seres humanos individuales, somos también cosas del
mundo y que nuestra existencia es una apariencia ilusoria precisamente como los
seres verdaderamente reales que somos. Y, por tanto, podemos seguir diciendo
que donde nuestro ser, en un nivel elemental, es uno con la vacuidad, el mundo
y la totalidad de las cosas, se hace manifiesto en nuestro propio terruño. Ser
en nuestro fundamento originario supone para nosotros la verdadera
autoconciencia. Desde luego, la autoconciencia no es una autoconsciencia ni
autoconocimiento, tampoco es algo parecido a la intuición intelectual. Estamos
acostumbrados a contemplar el yo como algo que se conoce a sí mismo. Pensamos
el yo como siendo consciente de sí, entendiéndose o intuyéndose
intelectualmente. Sin embargo, lo que denominamos autoconciencia no es en
ningún sentido el autoconocimiento del yo de sí mismo. Justo al contrario, es
el punto en que ese yo y ese cono210 cimiento son vaciados. Entonces, ¿en qué
sentido puede decirse que es nuestra verdadera autoconciencia? Al referirnos a
las cosas, observamos que expresiones como «el fuego no quema el fuego» y «el
ojo no se ve a sí mismo» apuntan al modo de ser no-objetivo de las cosas tal
como son en sí mismas. Un ojo es un ojo porque ve las cosas, pero cuando el ojo
es en el fundamento originario del ojo mismo, hay un no-ver esencial. Si el ojo
pudiera verse a sí mismo no sería capaz de ver nada más. El ojo dejaría de ser
un ojo. El ojo es ojo a causa de ese no-ver esencial y, a través suyo, ver es
posible. El no ser un ojo (no-ver) constituye la posibilidad de ser un ojo
(ver) . Por esta razón, el ser del ojo, como mencionamos antes, sólo puede ser
formulado en términos como estos: el ojo es un ojo luego no es un ojo. Esto
quiere decir que la posibilidad de la existencia del ser descansa en el vacío.
Por supuesto, lo que llamamos ser es el ser no-objetivo de las cosas como son
en sÍ. En nuestro ejemplo, el no-ver del ojo sólo viene a ser no-vidente al
unísono con la actividad del ojo de ver realmente algo. Asimismo, esta
actividad de ver sólo llega a ser con el no-ver. Este estado de cosas
contradictorio, en el que ver y no-ver sólo vienen a ser como una unidad, constituye
la propia identidad del ojo en su modo no objetivo de ser como lo que es en sí.
Por lo tanto, de manera bastante literal, nos hemos referido a una ceguera
esencial presente simultáneamente en el ver. El lugar de la ceguera aparece en
el punto en el que ver es ver como tal: está justo al alcance y se manifiesta
en el acto de ver. Por supuesto, no nos referimos a un defecto visual. No es el
fenómeno objetivo de no-visión. Lo que tenemos en mente es un no-ver situado de
lleno en la actividad en la que ver se manifiesta como ver, un no-ver que está
ahí debido a la posibilidad de ver, de ser viendo. No es que la vista, en un
sentido objetivo y fenoménico, no esté presente, sino que en la forma
no-objetiva, que es lo que es en sí, es vacuidad. La vacuidad aquÍ significa
que el ojo no ve al ojo, que el ver es ver, luego es no-ver. Significa que la
sensación o la percepción denominada ver (y la conciencia como un todo) es, en
el fondo, vacuidad. Toda la conciencia como tal es vacío en sus ralces: sólo
puede manifestarse en el campo de la vacuidad. La conciencia es originalmente
vacío. Sin embargo, esta vacuidad original no es diferente del hecho de que,
por ejemplo, el ver sea ver en sí. El que el hecho de ver sea una actividad
infundada (vacía ya de su propio fundamento) significa que ver, ha211 blando
con propiedad, es ver sin fundamento. y es de ese modo aun cuando la actividad
ordinaria de la visión sea, por decirlo así, una acción sin acción. En términos
más generales, hay una no-conciencia en la base de toda conciencia, aunque no
en el sentido de lo que denominamos el inconsciente. El dominio del
inconsciente, no importa cuán profundamente alcance los estratos subyacentes de
la conciencia, permanece después de todo en continuidad con el campo de la
conciencia y en la dimensión donde, junto a la conciencia, el sujeto puede
llegar a ser un asunto de la psicología. Aquí nos referimos a una no-conciencia
para indicar que lo inconsciente como tal también es vacío desde su raíz. En
este sentido, como algo que trasciende lo consciente y lo inconsciente, podemos
denominar a lo no-consciente una «supraconciencia». Pero esto no significa,
desde luego, que aquí hay alguna cosa que es una supraconciencia. Nos referimos
al vacío pero esto no implica que hay alguna cosa que es el vacío. La supra
conciencia, como el vacío original de la conciencia, es una con la conciencia
misma (ver es uno con el ver en la absoluta negación de ver). En este sentido
podemos llamarlo «no-conciencia».
Con las palabras de un haiku que nos llega desde el lecho de
muerte de un poeta desconocido:
Ahora que soy sordo
Puedo oír claramente
El sonido del rocío.