El juicio para recuperar el paraíso perdido
Pero yo os digo:
vuestro amor al prójimo es vuestro mal amor a vosotros mismos. Cuando huís
hacia el prójimo huís de vosotros mismos, y quisierais hacer de eso una virtud:
pero yo penetro vuestro «desinterés». El tú es más antiguo que el yo; el tú ha sido santificado, pero el yo, todavía no: por eso corre el
hombre hacia el prójimo. Así habló Zaratustra.
Canta Musa celestial, la primera desobediencia del hombre y
el fruto de aquel árbol prohibido, cuyo gusto mortal trajo al mundo la muerte y
todas nuestras desgracias, con la pérdida del Edén, hasta que un Hombre más
grande nos rehabilitó y reconquistó para nosotros la mansión bienaventurada.
Desde la cumbre solitaria de Oreb o del Sinaí, donde inspiraste al pastor, que
fue el primera en enseñar a la raza escogida cómo salieron el cielo y la tierra
del Caos, o desde la colina de Sión y las fuentes de Siloé si te placen más,
invoco tu ayuda para mi atrevido canto; porque no pretendo remontarme con
tímido vuelo sobre los montes de Aonia al intentar referir cosas que nadie ha
narrado hasta ahora, ni en prosa ni en verso. Y Tú, ¡oh Espíritu!, que
prefieres a todos los templos un corazón recto y puro, instrúyeme, puesto que
sabes; Tú estabas presente en el primer instante; desplegando como una paloma
tus poderosas alas, cubriste el inmenso abismo y los hiciste fecundo. Ilumina
lo que en mí es oscuro, eleva y sostén lo que está abatido, para que desde la
elevación de este gran asunto puede defender a la Divina Providencia y
justificar ante los hombres las miras del Señor. Dime, desde luego, ya que ni
el cielo ni la profunda extensión del infierno ocultan nada a tu vista: di cuál
fue la causa que obligó a nuestros primeros padres, tan felices en su estado y
tan favorecidos por el Cielo, a separarse de su Creador, a transgredir su única
prohibición cuando eran soberanos del resto del mundo. ¿Quién los indujo a tan
vergonzosa rebelión? La Serpiente infernal, cuya malicia, animada por la
envidia y por la venganza, engañó a la madre del género humano: su orgullo la
había precipitado desde el cielo con todo su ejército de espíritus rebeldes,
con cuya ayuda aspiraba a sobrepujar en gloria a sus semejantes, lisonjeándose
de igualarse al Altísimo, si el Altísimo se le oponía. Dominado aquel espíritu
por este ambicioso proyecto contra el trono y la monarquía de Dios, suscitó en
el cielo una guerra impía y un combate temerario: más sus esfuerzos fueron
vanos. La Potestad suprema le arrojó de cabeza, envuelto en llamas, desde la
bóveda etérea, repugnante y ardiendo, cayó en el abismo sin fondo de la
perdición, para permanecer allí cargado de cadenas de diamante, en el fuego que
castiga; él, que había osado desafiar las armas del Todopoderoso, permaneció
tendido y revolcándose en el abismo ardiente, juntamente con su banda infernal,
nueve veces el espacio de tiempo que miden el día y la noche entre los
mortales, conservando, empero, su inmortalidad. Su sentencia, sin embargo, le
tenía reservado mayor despecho, porque el doble pensamiento de la felicidad
perdida y de un dolor perpetuo le atormentaba sin tregua. Pasea en torno suyo
sus ojos funestos, en que se pintan la consternación y un inmenso dolor,
juntamente con su arraigado orgullo y su odio inquebrantable. De una sola
ojeada y atravesando con su mirada un espacio tan lejano como es dado a la
penetración de los ángeles, vio aquel lugar triste, devastado y sombrío; aquel
antro horrible y cercado, que ardía por todos lados como un gran horno.
Aquellas llamas no despedían luz alguna; pero las tinieblas visibles servían
tan sólo para descubrir cuadros de horror, regiones de pesares, oscuridad
dolorosa, en donde la paz y el reposo no pueden habitar jamás, en donde no
penetra ni aun la esperanza, ¡la esperanza que dondequiera existe! Pero sí
suplicios sin fin, y un diluvio de fuego, alimentado por azufre, que arde sin
consumirse. Tal es el sitio que la justicia eterna preparó para aquellos
rebeldes, ordenando que estuviesen allí aprisionados en extrañas tinieblas y
haciéndolo tres veces tan apartado de Dios y de la luz del cielo cuanto lo está
el centro de la creación del polo más elevado. ¡Oh cuán distinta es esta morada
de aquella donde cayeron! Pronto divisa allí el arcángel a los compañeros de su
caída, sepultados en las olas y torbellinos de una tempestad de fuego. Uno de
ellos se agitaba entre llamas a su lado; era el primero después de él, así en
poder como en crimen, mucho tiempo después conocido en Palestina con el nombre
de Belcebú; El Gran Enemigo, llamado Satanás en el cielo, quien rompiendo el
horrible silencio con altaneras palabras empezó a decir: ¡Si tú eres aquél...
Pero cuán decaído, cuán diferente del que, revestido de un brillo deslumbrado
en los felices reinos de la luz, sobrepujaba en esplendor a millares de
resplandecientes espíritus!... Si tú eres aquel a quien una mutua alianza, un
solo pensamiento, un mismo dictamen, una esperanza igual e idéntico peligro en
una empresa gloriosa unieron conmigo en otro tiempo, y a quien hoy une también
una misma desgracia en igual ruina, contempla desde qué altura y en qué abismo
hemos caído: ¡tan poderoso se mostró Él con sus rayos! Pero ¿quién hasta
entonces había conocido el efecto de sus armas terribles? No obstante, a pesar
de sus rayos, y a pesar de todo cuando el Vencedor, en su cólera, puede hacer
contra mí, no me arrepiento ni varío; por más que haya cambiado mi brillo
exterior, nada podrá alterar este carácter obstinado, este soberano desdén,
hijo de la conciencia del amor propio ofendido; este espíritu me indujo a
levantarme contra el Omnipotente, arrastrando al furioso combate innumerables
fuerzas de espíritus armados que osaron despreciar su dominio, prefiriéndome a
Él y oponiendo a su poder supremo un poder contrario, hasta que en una batalla
indecisa, dada en las llanuras del cielo hicieron oscilar su trono. "¡Qué
importa la pérdida del campo de batalla! Aún no está perdido todo. Conservando
todavía una voluntad inflexible, una sed insaciable de venganza, un odio
inmortal y un valor que no cederá ni se someterá jamás, ¿puede decirse que
estamos subyugados? Ni su cólera ni su poder jamás podrán arrebatarme esta
gloria; no me humillaré, no doblaré la rodilla para implorar su perdón, ni
acataré un poder cuyo imperio acaba de poner en duda mi terrible brazo. ¡Eso sería
una bajeza, eso sería una vergüenza y una ignominia más humillantes aún que
nuestra caída! Ya que según lo dispuesto por el Destino, la fuerza de los
dioses ni la sustancia celeste pueden perecer: ya que con la experiencia de
este gran suceso nuestras armas, no debilitadas han ganado mucho en previsión,
podemos, con esperanza de mejor éxito, determinarnos a hacer bien, sea por
medio de la fuerza o por medio de la astucia, una guerra eterna,
irreconciliable, a nuestro gran enemigo, que ahora triunfa, y que, en el exceso
de su gozo, reina como absoluto, ejerciendo en el cielo toda su tiranía".
Así habló el ángel apóstata, aunque sumido en el dolor, vanagloriándose en alta
voz, pero desgarrado por una profunda desesperación. Su orgulloso compañero le
replicó: "¡Oh príncipe! ¡Oh jefe de tantos tronos, que condujiste a la
guerra bajo tu mando a los serafines ordenados en batalla! Tú, que sin espanto
y en distintas acciones formidables pusiste en peligro al Rey perpetuo de los
cielos ya prueba su poder supremo, ya proceda éste de la fuerza, de la
casualidad, o del hado, ¡oh jefe! Bien veo y maldigo el suceso fatal de una
triste derrota y una vergonzosa pérdida, que nos ha arrebatado el cielo. Todo
este poderoso ejército se ve por ello sumido en una horrible destrucción, en
cuanto pueden ser destruidos los dioses y las esencias divinas, porque el
pensamiento y el espíritu quedan invencibles, y el vigor renace pronto, por más
que se haya extinguido toda nuestra gloria y sumido aquí en una miseria
infinita nuestro feliz estado. Pero ¿y si nuestro Vencedor, a quien empiezo a
creer Todopoderoso, pues que sólo un poder como el suyo es capaz de domar otro
como el nuestro, nos hubiese dejado por completo nuestro espíritu y nuestro
vigor para que podamos sufrir y soportar con fortaleza nuestras penas, para
bastar a su vengativa cólera o para prestarle aquí, como esclavos suyos por
derecho de conquista, un servicio más rudo, según sus necesidades, o el corazón
del infierno para trabajar en el fuego o servirle de mensajeros en el negro
abismo? ¿De qué nos servirá entonces conocer que no ha disminuido nuestra
fuerza o la eternidad de nuestro ser para soportar un castigo eterno?" El
Gran Enemigo respondió con precipitación: "Querubín caído, mengua es
mostrarse débil, ya en las obras, o ya en el sufrimiento. Ten por seguro que
nuestra misión no consistirá nunca en hacer el bien; nuestra única delicia será
siempre hacer el mal, por ser lo contrario de la alta voluntad de Aquel a quien
resistimos. Si su providencia procura sacar el bien de nuestro mal, debemos
trabajar para malograr este fin y hasta para encontrar en el bien medios que
conduzcan al mal, lo cual podremos lograr con frecuencia de modo que quizá
lleguemos a apesadumbrar al enemigo, y, ni no me equivoco, a distraer sus más
profundos designios del fin a que se encaminan."
Segunda sección Dialéctica del juicio
teleológico
¿Qué es una
antinomia del juicio? El juicio determinante no tiene por sí mismo principios
que funden los conceptos de los objetos. No es autónomo porque no hace más que
subsumir bajo leyes o conceptos dados como principios. He aquí precisamente por
qué no está expuesto al peligro de hallar una antinomia en sí mismo y una
contradicción en sus principios. Nosotros hemos visto, en efecto, que el juicio
trascendental, que contiene las condiciones de toda subsunción bajo categorías,
no es por sí mismo legislativo; se limita a indicar las condiciones de la
intuición sensible, que permiten dar una realidad (una aplicación) a un
concepto dado, como ley del entendimiento, y en esto no puede jamás caer en
desacuerdo consigo mismo (al menos en cuanto a sus principios). Mas el juicio
reflexivo debe subsumir bajo una ley que todavía no es dada, y que por
consiguiente, no es en realidad más que un principio de reflexión, sobre
objetos, para los cuales carecemos por completo, objetivamente, de una ley o de
un concepto propio para servir de principio en los casos dados. Por lo que,
como no hay uso posible de las facultades de conocer sin principios, el juicio
reflexivo en este caso se servirá a si mismo de principio, y este, no siendo
objetivo y no pudiendo añadir nada al conocimiento del objeto, no podrá ser más
que un principio subjetivo, sirviéndonos para dirigir de una manera armoniosa
nuestras facultades de conocer, es decir, para reflexionar sobre una clase de
objetos. Así para esta especie de casos, el juicio reflexivo tiene sus máximas,
y máximas necesarias que aplica al conocimiento de las leyes empíricas de la
naturaleza, a fin de llegar con sus auxilios a los conceptos, y aun a conceptos
de la razón, cuando absolutamente hay necesidad de ellos para aprender a
conocer la naturaleza en sus leyes empíricas. Pero puede haber contradicción,
por consiguiente, antinomia, entre estas máximas necesarias del juicio
reflexivo. De aquí una dialéctica, que si cada una de las dos máximas
contradictorias tiene su principio en la naturaleza de las facultades de
conocer, puede llamarse natural, y considerarse como un ilusión inevitable, que
la crítica debe descubrir y explicar con el fin de que no extravíe. Exposición
de esta antinomia En tanto que la razón se aplica a la naturaleza, considerada
como el conjunto de objetos de los sentidos exteriores, puede fundarse sobre
leyes que en parte el entendimiento prescribe por sí mismo a priori a la naturaleza,
y que en parte puede extender al infinito por medio de las determinaciones
empíricas que presenta la experiencia. En la aplicación de la primera especie
de leyes, a saber, de las leyes universales de la naturaleza material en
general, el Juicio no emplea ningún principio particular de reflexión, porque
entonces es determinante, pues le es dado por el entendimiento un conocimiento
empírico coherente fundado sobre un verdadero sistema de leyes naturales, y por
consiguiente, la unidad de la naturaleza en sus leyes empíricas. Por lo que en
esta unidad contingente de las leyes particulares, el Juicio puede fundar su
reflexión sobre dos máximas, de las que una es suministrada a priori por el
entendimiento, pero la otra es ocasionada por experiencias particulares, que
ponen en juego la razón y nos llevan a juzgar conforme a un principio
particular la naturaleza corporal y sus leyes. Como se halla que estas dos
máximas no parece que puedan marchar juntas, resulta una dialéctica que
extravía el Juicio en el principio de su reflexión. La primera máxima del
Juicio es esta tesis: toda producción de las cosas materiales y de sus formas
debe juzgarse posible conforme a leyes puramente mecánicas. La segunda máxima
es la antítesis: algunas producciones de la naturaleza material no se pueden
juzgar posibles conforme a las leyes puramente mecánicas (el juicio que
formamos exige otra ley de la causalidad, a saber, la de las causas finales).
Si se convirtiesen estos principios reguladores de la investigación de la naturaleza
en principios constitutivos de la posibilidad de las cosas mismas, deberían
enunciarse así: Tesis: Toda producción de cosas materiales es posible conforme
a leyes mecánicas. Antítesis: Ciertas producciones naturales no son posibles
conforme a leyes puramente mecánicas. Bajo este último punto de vista, como
principios objetivos para el juicio determinante, estas proposiciones se
contradecirían, y por consiguiente, una de las dos sería necesariamente falsa;
habría entonces una antinomia, que no sería una antinomia del juicio, sino una
contradicción en las leyes de la razón. Más la razón no puede probar ni uno ni
otro principio, porque no podemos tener a priori sobre la posibilidad de las
cosas, en tanto que se hallan sometidas a leyes empíricas, ningún principio
determinante. En cuanto a la máxima del juicio reflexivo que acabamos de citar,
no contiene en realidad contradicción. Porque cuando digo: yo debo juzgar
posibles conforme a leyes puramente mecánicas todos los sucesos de la
naturaleza material, por consiguiente, también todas las formas que son
producciones de ella, yo no quiero que estas cosas no sean posibles más que de
esta manera (con exclusión de toda especie de causalidad); yo solamente quiero
indicar que yo debo siempre reflexionar sobre estas cosas según el principio
del puro mecanismo de la naturaleza, y por consiguiente, estudiar este
mecanismo tan profundamente como sea posible, pues que si de él no se hace el
principio de sus investigaciones, no puede haber verdadero conocimiento de la
naturaleza. Esto no impide emplear la segunda máxima, cuando la ocasión se
presente, es decir, buscar por algunas formas de la naturaleza (y con ocasión
de estas formas, en toda la naturaleza) un principio de reflexión enteramente
diferente de la explicación por el mecanismo de la misma, a saber, el principio
de las causas finales. En efecto, esta última máxima no obliga a la reflexión a
abandonar la primera: se le ordena, por el contrario, perseguirla tan lejos
como se pueda. No se quiere aun decir con esto que estas formas no serían
posibles por el mecanismo de la naturaleza. Se afirma solamente que la razón
humana, limitándose a este principio, podrá muy bien adquirir otros
conocimientos de las leyes físicas, pero no llegará jamás a formarse la menor idea
de lo que constituye específicamente un fin de la naturaleza; y se deja a un
lado la cuestión de saber si el principio interior, para nosotros desconocido,
de la naturaleza, el mecanismo físico y la finalidad, no pueden concertarse de
manera que no formen más que uno. Solamente nuestra razón es incapaz de
producir por sí misma este acuerdo; y por consiguiente, el juicio se ve
obligado, como juicio reflexivo (por medio de un principio subjetivo), y no
como juicio determinante (conforme a un principio de la posibilidad de las
cosas en sí), a concebir, para explicar la posibilidad de ciertas formas de la
naturaleza, otro principio que el del mecanismo de la naturaleza.
Preparación
para la solución de la precedente antinomia No podemos demostrar la
imposibilidad de la producción de los seres organizados por un simple mecanismo
de la naturaleza porque no podemos percibir en su primer principio interno, la
infinita variedad de las leyes de la naturaleza, y por consiguiente, somos
absolutamente incapaces de alcanzar el principio interno, y suficiente para
todo, de la posibilidad de una naturaleza (el cual reside en lo
supra-sensible). Que no se pregunte, pues, si el poder productor de la
naturaleza no basta para las cosas cuya forma o enlace juzgamos conforme a la
idea de fines, así como en aquellas para las cuales creemos podernos contentar
con un simple mecanismo, y si en realidad, las cosas que consideramos como
verdaderos fines de la naturaleza (que debemos necesariamente juzgar así),
tienen por principio una especie original de causalidad, enteramente
particular, que no puede hallarse contenida en la naturaleza material o en su
substratum inteligible, a saber, un entendimiento arquitectónico; porque estas
son las dos cuestiones sobre las cuales no podemos hallar ningún
esclarecimiento en nuestra razón, que hallamos muy limitada al lado del
concepto de causalidad, cuando se trata de especificarlo a priori. Mas lo que
hay de cierto indudablemente, es que a los ojos de nuestra facultad de conocer,
el simple mecanismo de la naturaleza no puede bastar para explicar la
producción de seres organizados. Es, pues, un verdadero principio para el
juicio reflexivo el concebir, para explicarse esta relación de las causas
finales, que está tan manifiesta en ciertas cosas, una causalidad diferente del
mecanismo, a saber, la de una causa del mundo que obra conforme a fines
(inteligente), por temerario e indemostrable que sea este principio para el
juicio determinante. Este principio, no es, pues, más que una máxima del
juicio, en la cual el concepto de esta causalidad es una pura idea, a la cual
no se pretende en manera alguna atribuir la realidad, sino de la que nos
servimos como de una guía para la reflexión, que queda siempre abierta a toda
explicación mecánica, y no sale del mundo sensible; en el caso contrario, este
sería un principio objetivo que la razón prescribiría, y al cual se sometería
el juicio determinante, y en este caso este pasaría del mundo sensible al
trascendente, quizá para perderse en él. La apariencia de una antinomia entre
las máximas de una explicación propiamente física (mecánica), y la explicación
teleológica (técnica), descansa, pues,
por completo, sobre la confusión de un principio del juicio reflexivo con un
principio del juicio determinante, y de la autonomía del primero (que no tiene
más que un valor subjetivo, o que no tiene valor más que para el uso de nuestra
razón relativamente a las leyes particulares de la experiencia), con la
heteronomia del segundo, que debe regularse por leyes (generales o
particulares) dadas por el entendimiento. De los diversos sistemas sobre la finalidad de
la naturaleza Nadie ha puesto jamás en duda la verdad del principio de que se
deberían juzgar ciertas cosas de la naturaleza (los seres organizados), y su
posibilidad, conforme al concepto de las causas finales, en el momento mismo en
que no quisiéramos más que una guía para aprender a conocer su manera de ser
por la observación, elevandonoss hasta
la investigación de su primer origen. Toda la cuestión, es, pues, saber si este
principio no tiene más que un valor subjetivo, es decir, si no es más que una
simple máxima de nuestro juicio, o si es un principio objetivo de la
naturaleza, conforme al cual esta contendría, además de su mecanismo (determinado
por las solas leyes del movimiento), otra especie de causalidad, a saber, la de
las causas finales, relativamente a las cuales, estas leyes (de las fuerzas
motrices) no serían más que causas intermedias. Pero se podría dejar sin
resolver este problema de la especulación, porque si nos contentamos con
permanecer en los límites de un simple conocimiento de la naturaleza, estas
máximas nos bastan para estudiarla y sondear sus secretos más ocultos, hasta
donde lo permitan las fuerzas humanas. Hay, pues, un cierto presentimiento de
nuestra razón, o como un aviso de la naturaleza, que nos indica, que por medio
del concepto de las causas finales, podríamos elevarnos sobre la naturaleza, y
referirla por sí misma al último punto de la serie de las causas, si abandonásemos
la investigación de ella (aunque no fuéramos en esto muy fijos), o al menos la
suspendiésemos por algún tiempo, para buscar primero a dónde nos conduce este
principio extraño a la ciencia de la naturaleza, el concepto de las causas
finales. Mas esta máxima indisputable, omitiría entonces una cuestión que abre
un vasto campo a las contestaciones; la cuestión de saber si la relación final
en la naturaleza, prueba una especie particular de finalidad en la naturaleza
misma, o si considerada en sí misma y conforme a principios objetivos, no se
confunde más bien con el mecanismo de la naturaleza, y no descansa sobre el mismo principio. Solamente en esta última
suposición, como este principio está muchas veces demasiado oculto a nuestras
investigaciones en ciertas producciones de la naturaleza, ensayamos un
principio subjetivo, el principio del arte, es decir, una causalidad
determinada por ideas, y la atribuimos a la naturaleza por analogía. Pero si
este procedimiento nos ha dado buen resultado en muchos casos, en algunos
parece no lo ha dado tan bueno, por consiguiente, en todos no nos autoriza a
introducir en la ciencia de la naturaleza una especie de operación distinta de
la causalidad que determinen las leyes puramente mecánicas de la naturaleza misma.
Puesto que llamamos técnica la operación (la causalidad) de la naturaleza, a
causa de esta apariencia de finalidad que hallamos en sus producciones, la
dividiremos en técnica intencional (technica intentionalis), y técnica
natural105 (technica naturalis). La primera significa que el poder productor de
la naturaleza, conforme a las causas finales, debe ser tenido por una especie
particular de esa causalidad; la segunda, que es en realidad enteramente
idéntica al mecanismo de la naturaleza, y que el acuerdo contingente de la
naturaleza con nuestros conceptos de arte y con sus reglas, no debe mirarse más
que como una condición subjetiva del juicio, y no puede tomarse legítimamente
por un modo particular de producción de la naturaleza. Si a pesar de esto hablamos
de los sistemas que se han intentado para explicar la naturaleza relativamente
a las causas finales, es necesario notar bien que todos estos sistemas disputan
entre sí dogmáticamente, es decir, sobre principios objetivos de la posibilidad
de las cosas, sea que admitan causas puramente naturales. No disputan sobre las
máximas subjetivas por medio de las cuales juzgamos estas producciones en donde
hallamos la finalidad. En este último caso se podría muy bien conciliar
principios desemejantes, mientras que en el primero, principios contradictorios
opuestos, no pueden elevarse y subsistir juntos. Los sistemas relativos a la
técnica de la naturaleza, es decir, al poder productor, conforme a la regla de
los fines, son de dos especies: representan o el idealismo o el realismo de los
fines de la naturaleza. El primero cree que toda finalidad de la naturaleza, es
natural; el segundo, que alguna finalidad (la de los seres organizados), es
intencional; de donde se podría justamente sacar como hipótesis la consecuencia
de que la técnica de la naturaleza, y aun la que concierne a todas sus demás
producciones en su relación al conjunto de la misma, es intencional, es decir,
es un fin. El idealismo de la finalidad (entiendo siempre
aquí la finalidad objetiva), admite, o bien la casualidad, o bien la fatalidad
de las determinaciones de la naturaleza, de donde resulta la forma final de sus
producciones. El primer principio concierne a la relación de la materia con la
causa física de su forma, a saber, las leyes del movimiento; el segundo, a la
relación de la materia con la causa super-física de la materia misma y de toda
la naturaleza. El sistema de la casualidad, que se atribuye a Epicuro o a
Demócrito, tomado a la letra, es tan evidentemente absurdo, que no nos debe
ocupar; al contrario, el sistema de la fatalidad (del cual se considera a
Spinosa como autor, aunque según toda apariencia sea mucho más antiguo), que
invoca algo de supra-sensible, a donde por consiguiente, no puede alcanzar
nuestra, vista, no es tan fácil de refutar, precisamente porque su concepto del
ser primero no puede comprenderse. Mas lo que hay de cierto es que en este
sistema la relación de los fines del mundo no puede considerarse como
intencional (puesto que si deriva de un ser primero, no es de su entendimiento,
y por consiguiente, de un designio de este ser, sino de la necesidad de su
naturaleza y de la unidad del mundo que de él emana), y que, por consiguiente,
el fatalismo de la finalidad es el mismo tiempo un idealismo. 2. El realismo de
la finalidad de la naturaleza: es o físico o super-físico. El primero funda los
fines que halla en la naturaleza, sobre un poder natural, análogo a una
facultad que obra conforme a un objeto, la vida de la materia (perteneciente a
la materia misma, o que deriva de un principio interior viviente, de un alma
del mundo), y se llama el hilozoísmo. El segundo las deriva de la causa primera
del universo, como de un ser inteligente (originariamente vivo, obrando con
intención, y es el teísmo107. 106 Casualitat. 107 Se ve con esto que en la
mayor parte de las cosas especulativas de la razón pura, las escuelas
filosóficas han ensayado todas las soluciones dogmáticas posibles sobre una
cierta cuestión. Así para explicar la finalidad de la naturaleza, se ha
recurrido ya a una materia inanimada y a un Dios inanimado, ya a una materia
viviente, ya a un Dios viviente. No nos resta más que abandonar, si es
necesario, todas estas aserciones objetivas, y examinar críticamente nuestro
juicio en su relación con nuestras facultades de conocer, a fin de dar a su
principio un valor dogmático, al menos el de una máxima, que basta a dirigir de
una manera segura la razón. Ninguno de
los sistemas precedentes da lo que promete ¿Qué quieren todos estos sistemas?
Ellos pretenden explicar nuestros juicios teleológicos sobre la naturaleza, y
se toman en tal sentido, que los unos niegan la verdad de estos juicios, y los
resuelven, por consiguiente, en un idealismo de la naturaleza, y los otros los
reconocen como verdaderos, y prometen demostrar la posibilidad de una
naturaleza conforme a la idea de las causas finales. Entre los sistemas que
defienden el idealismo de las causas finales en la naturaleza, los unos admiten
en su principio una causalidad determinada por las leyes del movimiento (por
las cuales existen las cosas de la naturaleza, donde hallamos la finalidad);
mas rehúsan a esta causalidad la intencionalidad, es decir, niegan que aquélla
se determine con intención a la producción de esta finalidad, o en otros
términos, que la causa sea un fin. Tal es la explicación de Epicuro; en esta
explicación, la técnica de la naturaleza no se distingue mucho del puro
mecanismo; la ciega casualidad sirve para explicar no solamente el acuerdo de
las producciones de la naturaleza con nuestros conceptos de fin, por
consiguiente, la técnica, sino aun la determinación de las causas de estas
producciones por las leyes del movimiento, por consiguiente, su mecanismo. Es
decir, que nada hay que no esté explicado, ni aun la apariencia que es
necesario al menos reconocer en nuestro juicio teleológico, y que así el
pretendido idealismo de este juicio no es de modo alguno probado. De otro lado
Spinosa quiere dispensarnos de toda investigación sobre el principio de la
posibilidad de los fines de la naturaleza, y quitar a esta idea toda realidad,
mirándolos en general, no como producciones, sino como accidentes inherentes a
un ser primero, y atribuyendo a este ser, concebido como sustancia de las cosas
de la naturaleza, no la causalidad por relación a estas cosas, sino solamente
la sustancialidad. (Por la necesidad incondicional de este ser, así como de
todas las cosas de la naturaleza, en tanto que accidentes inherentes a este
ser), asegura ciertamente a las formas de la naturaleza, la unidad de principio
necesaria a toda finalidad, pero al mismo tiempo les quita la contingencia, sin
la cual no se puede concebir ninguna unidad de fines, y por esto descarta toda
intencionalidad, lo mismo que rehúsa todo entendimiento al principio de las
cosas de la naturaleza. Mas el spinosismo no da lo que promete. Quiere dar una
explicación del enlace de los fines (que no niega) en las cosas de la
naturaleza, y no invoca más que la unidad del sujeto, al cual son inherentes.
Pero aun cuando se concediera que los seres del mundo existen de esta manera,
esta unidad ontológica no sería por esto una unidad de fines, y no nos la haría
comprender en manera alguna. Esta última es, en efecto, una especie de unidad,
completamente particular, que no resulta del enlace de las cosas (de los seres
del mundo) en una sola sustancia (el Ser supremo), sino que implica una
relación con una causa inteligente, de suerte que, aunque se uniesen todas
estas cosas en una sustancia simple, no se tendría por esto una relación final,
a menos de concebir primero estas cosas como efectus interiores de esta
sustancia, en tanto que causa, y después esta causa misma como una causa
inteligente. Sin estas condiciones formales, toda unidad no es más que una
simple necesidad natural; y atribuida a las cosas que nos representamos como
interiores las unas a las otras, una ciega necesidad. Que si se quiere llamar
finalidad de la naturaleza esta perfección trascendental de las cosas
(consideradas en su esencia propia) de la que habla la escuela, y por la cual
se designa que cada cosa tiene en sí misma todo lo que le es necesario para ser
tal cosa, y no para ser otra, es tomar puerilmente palabras por ideas. Porque
si es necesario concebir todas las cosas como fines, y si por consiguiente, ser
una cosa y ser fin son idénticos, no hay nada en realidad que merezca
particularmente ser representado como un fin. Se ve por esto que Spinossa,
reduciendo nuestros conceptos de la finalidad de la naturaleza a la conciencia
que tenemos de existir en un ser que lo comprende todo (y que al mismo tiempo
es simple) y buscando esta forma únicamente en la unidad de la naturaleza, no
podía soñar en sostener el realismo, sino simplemente el idealismo de la
finalidad de la naturaleza, y que además aún no podía establecer este último
sistema, puesto que la simple representación de la unidad de sustancia no puede
producir la idea de una finalidad, ni aun intencional. 2. Los que sostienen, no
solamente el realismo de los fines de la naturaleza, sino que piensan también poder
explicarlo, se creen capaces de descubrir al menos la posibilidad de una
especie particular de causalidad, a saber, la de las causas intencionales; de
lo contrario, no intentarían esta explicación. En efecto, la hipótesis más
atrevida quiere al menos que la posibilidad de lo que se admite como principio
sea cierta, y que se pueda asegurar al concepto de este principio su realidad
objetiva. Mas la posibilidad de una materia viviente (cuyo concepto encierra
una contradicción, puesto que la inercia (inertia) es el carácter esencial de
la materia) no se puede concebir; la de una materia animada y de toda la
naturaleza, concebida como un animal, no podría ser cuando más admitida (en
favor de la hipótesis de una finalidad, en el conjunto de la naturaleza), más
que como si la experiencia nos la mostrase en pequeño en su organización,
porque no se puede percibirla a priori. La explicación cae, pues, en un círculo
vicioso, si se quiere derivar la finalidad de la naturaleza en los seres
organizados, y por consiguiente, sin una experiencia de esta especie, no nos
podemos formar ninguna idea de la posibilidad de esta vida. El hilozoísmo no
tiene, pues, lo que promete. Por último, el teísmo no puede establecer mejor
dogmáticamente la posibilidad de los fines de la naturaleza como una clave para
la teleología, aunque tiene sobre todas las otras explicaciones la ventaja de
arrancar al idealismo la finalidad de la naturaleza, atribuyendo un
entendimiento al Ser supremo, o invocando una causalidad intencional para explicar
la producción de esta finalidad. En efecto, se debería primero probar de una
manera suficiente para el juicio determinante, que la unidad de fines en la
materia no puede ser producida por el simple mecanismo de la materia misma,
para estar autorizado a colocar en ella el principio de una manera determinada
fuera de la naturaleza. Mas todo lo que no podemos avanzar es, que conforme a
la naturaleza y los límites de nuestras facultades de conocer (puesto que no
percibimos el primer principio interior de este mecanismo), no debemos buscar
en la materia un principio de relaciones finales determinadas, y que no hay
para nosotros otra manera de juzgar la producción de sus efectos, como fines de
la naturaleza, que explicarlos por una inteligencia suprema, concebida como
causa del mundo. Mas esto es un principio para el juicio reflexivo, no para el
juicio determinante, y no puede autorizar ninguna afirmación objetiva. Al menos
que vayamos por un tercer camino y
comprendamos el juicio estético conjuntamente con el juicio teológico ascendiendo
en un camino desde lo bello a lo sublime hasta llegar a lo núminoso.
Para
comprender este camino es necesario repasar el Parménides de Platón en su
segunda hipótesis donde lo Uno es dejando claro que lo uno es uno y múltiple dándonos
la realidad como manifestación de lo uno y su primera manifestación es estética,
el ser se devela en su forma y esta forma nos da el espacio y el tiempo, y este
ser sabiéndose a sí mismo se vanagloria en su belleza, he aquí el paraíso perdido
lucifer se complace en su forma que como tal se determina como manifestación de
la unidad ¿Qué nos expresa esto? No un juicio racional sino un sentimiento que
nos inunda llamándonos a ser creadores de nuestra propia felicidad es de
nuestra propia forma, la belleza de Eva tampoco quiere identificarse con la
unidad de Adán de dónde provino
Recuerdo
con frecuencia el día en que salí por primera vez de mi sueño me encontré
muellemente reposada a la sombra sobre flores, no sabiendo en mi sorpresa lo
que era, dónde estaba, ni de dónde y cómo había sido llevada allí. No lejos de
este sitio se escapaba de una gruta el dulce murmullo de las aguas, que se
extendían como un brillante espejo, quedando luego tranquilas y puras como la
superficie del cielo. Me dirigí a aquel sitio con un pensamiento inexperto y me
tendí sobre la verde orilla, para contemplar el verde y transparente lago, que
me parecía otro firmamento. Cuando me inclinaba para mirar, apareció ante mí
una forma en el cristal del agua, inclinándose también para contemplarme,
retrocedí estremeciéndome y ella retrocedió estremeciéndose: complacida volví a
adelantarme y ella hizo lo mismo, mirándonos con amorosa empatía. Aún estarían
fijos mis ojos en aquella imagen y yo me habría consumido en un vano deseo, si
una voz no me hubiera avisado de esta suerte: "Lo que ves, hermosa
criatura, lo que ves ahí es a ti misma: ese objeto va y viene contigo, pero
sígueme, yo te conduciré a un sitio donde alguien que no es una sombra espera
tu llegada y tus dulces caricias. Gozarás inseparablemente de aquel de quien
eres imagen, le darás una multitud de hijos semejantes a ti misma y serás
llamada madre del género humano" ¿Qué otra cosa podía yo hacer sino seguir
a mi invisible guía? Bajo un plátano te vi entonces, gallardo y hermoso, es
cierto, pero, sin embargo me pareciste menos bello, de una gracia menos atractiva,
de una dulzura menos amable que aquella bella imagen de las aguas. Volví hacia
atrás mis pasos, me seguiste y exclamaste: "¡Vuelve hermosa Eva! ¿De quién
huyes? Del que huyes has nacido; tú eres su carne, sus huesos. Para darte el
ser te he prestado de mi propio costado, del sitio más próximo a mi corazón, la
sustancia y la vida a fin de que permanezcas para siempre a mi lado, y de que
seas mi caro e inseparable consuelo. ¡Parte de mi alma, yo te busco! Reclama mi
otra mitad". Con tu dulce mano cogiste la mía, cedí y desde entonces he
visto cuánto sobrepuja a la belleza la gracia varonil y la sabiduría, que es la
única verdaderamente hermosa".
La filosofía
no es más que una forma estética y como tal peca al creerse autosuficiente en su belleza, como
peca el arte al contentarse con el placer de lo bello y no ascender hasta el
genio de lo sublime y hasta la santidad de lo numinoso.
Es el
sentimiento lo que lleva a la filosofía a la sabiduría queda claro que lo teleológico
no tiene punto de conexión con lo mecánico, solo el sentimiento nos puede
llevar de lo mecánico a lo teleológico y
es este sentimiento poderoso de lo bello como placer de lo Súblime donde nos
encontramos reducidos al polvo ante la grandeza y el éxtasis de lo núminoso
ante lo uno, lo que nos lleva a descubrir la teleología como una redención en
nuestra vuelta a lo uno.
Siendo lo
uno en sí mismo indeterminado simple vacío, el ser lo manifiesta como luz
esplendorosa y sublime y su concepto es belleza Tiferet, la sabiduría es el
saborear esta iluminación.
Entonces no
se trata de un ascender cognitivo ese no es el camino de la unidad sino de una
contemplación del ser y su belleza pero entre la belleza y la unidad hay un
gran abismo.
"¡Oh fruto divino, dulce por ti solo, y mucho más dulce
cogido de esta suerte, estando prohibido, al parecer, como reservado únicamente
para los dioses, y siendo, sin embargo, capaz de convertir en dioses a los
hombres! ¿Y por qué no han de serlo? El bien aumento cuanto más se comunica, y
su autor, lejos de perder en ellos, adquiriría más alabanzas. Acércate dichosa
criatura, bella y angelical Eva, participa de este fruto conmigo, aun cuando
ahora te consideres feliz, puedes serlo más aún, si bien no puedes ser más
digna de la felicidad. Gusta este fruto, y desde luego serás una divinidad
entre los dioses; tu imperio no se limitará a la tierra, sino que tan pronto
estarás en el aire como subirás al cielo por tu propio mérito, y verás la
existencia de que gozan los dioses, y pasarás un vida igual a la suya".
Hablando de esta suerte, se acercó a mí y aproximó a mis
labios una parte de aquella misma fruta arrancada por él, que había conservado;
su agradable y sabroso perfume excitó de tal modo mi apetito, que me pareció
imposible dejar de probarla. Inmediatamente me remonté con el espíritu hasta
las nubes y vi desplegada a mis planta, la inmensa superficie de la tierra, que
me ofreció una extensa y variada perspectiva. Estando en tan extraordinaria
elevación, admirada de mi vuelo y del cambio operado en mí, mi guía desapareció
de improviso, y yo, según creo, caí precipitada a la tierra, y quedé dormida.
Mas, ¡oh cuán feliz fui al despertar y al ver que todo había sido sólo un
sueño!"
"¡Oh planta sagrada sabia y dispensadora de sabiduría,
madre de la ciencia! Yo siento ahora dentro de mí tu poder que me ilumina y no
sólo me da a conocer las causas primitivas de las cosas, sino también me
descubre las miras de los agentes supremos, tenidos por sabios. ¡Reina del
universo!, no creas en esas rigorosas amenazas de muerte; no moriréis, no.
¿Cómo podríais morir? ¿Por causa de ese fruto? El os dará la vida de la
ciencia. ¿Por el autor de la amenaza? Miradme a mí; a mí, que he tocado y
gustado y, sin embargo, vivo y hasta he conseguido una vida más perfecta que la
que me había destinado la suerte, atreviéndome a elevarme sobre mi condición.
¿Estará cerrado al hombre el camino abierto a todos los animales? ¿Se inflamará
la cólera de Dios por tan leve ofensa? ¿No alabará más bien vuestro indomable
valor que ante la amenaza de la muerte, consista ésta en lo que quiera, no ha
vacilado en llevar a cabo lo que podía conducir a una vida más dichosa, al
conocimiento del bien y del mal? ¡Del bien! ¿Qué cosa más justa? Del mal, ¡ah!
si es que existe, ¿por qué no conocerlo, pues así se le podría evitar más
fácilmente? Dios no puede herirnos y ser justo al mismo tiempo; si no es justo,
no es Dios; y entonces no debe temérsele ni obedecérsele. Vuestro mismo temor
aleja el temor de la muerte. Mas, ¿para qué os había de imponer tal
prohibición? ¿Para qué, sino para amedrentaros? ¿Para qué, sino para teneros
sumidos en la abyección y en la ignorancia, a vosotros, sus adoradores? Él sabe
que el día en que comáis del fruto, vuestros ojos que ahora parecen tan claros
y que, no obstante, están turbados, quedarán perfectamente abiertos e
iluminados, y seréis como dioses, conociendo a la vez como éstos el bien y el
mal. Que vosotros seáis cual dioses, así como yo soy cuál un hombre
interiormente, es una proporción muy justa; porque si yo, de bruto me he
convertido en hombre, vosotros de hombres, debéis convertiros en dioses. Así
pues, quizá muráis al despojaros de vuestra humanidad para revestiros de la
divinidad; pero será una muerte apetecible, por más que haya sido anunciada con
amenazas, puesto que es es lo peor que puede suceder. Y ¿qué son los dioses
para que el hombre no pueda llegar a ser lo que ellos haciendo uso de una
manjar divino? Los dioses fueron los primeros que existieron, y se prevalen de
esta ventaja para hacernos creer que todo procede ellos, pero lo dudo; porque
al paso que veo esta hermosa tierra, que con el calor de los rayos del sol
produce tantas cosas, ellos no producen nada. Si lo producen todo, ¿quién ha
encerrado la ciencia del bien y del mal en ese árbol, de tal suerte que el que
come de su fruto adquiere al momento la sabiduría sin su permiso? ¿Cuál sería
la ofensa del hombre por alcanzar ese conocimiento? ¿En qué podría perjudicar a
Dios vuestra ciencia, o qué es lo que este árbol podría comunicar contra su
voluntad, si todo procede de Él? ¿Obrará, acaso movido por la envidia? ¿Puede
habitar ésta en los corazones celestiales? Estas razones, estas y otras muchas,
prueban la necesidad que tenéis de ese hermoso fruto. Divinidad humana, coge y
gusta libremente." Dijo; y sus palabras henchidas de malicia, encontraron
una entrada demasiado fácil en el corazón de Eva. Con los ojos fijos
contemplaba aquel fruto, cuyo solo aspecto era incitante; en sus oídos resonaba
aún el eco de aquellas palabras persuasivas, que le parecían llenas de razón y
de verdad. Además, era ya cerca de mediodía y se despertaba en Eva un ardiente
apetito, que estimulaba, aún más el olor tan sabroso de aquel fruto, inclinada
como estaba ya a cogerle y probarlo, fijaba en él con ansia sus ávidas miradas.
Sin embargo se detiene un momento y hace interiormente estas reflexiones:
"Grandes son tus virtudes, sin duda, ¡oh, el mejor de los frutos! Por más
que estés vedado al hombre, eres digno de admiración, tú, cuyo jugo, harto
tiempo despreciado, ha concedido desde el primer ensayo la palabra al mudo y ha
enseñado a una lengua incapaz de discurrir a proclamar tu mérito. El que nos ha
vedado tu uso no nos ha ocultado tampoco este mismo mérito al llamarte el árbol
de la ciencia, ciencia a un tiempo del bien y del mal; es cierto que nos ha
prohibido probarte, pero su misma prohibición te hace más recomendable, porque
ella se deduce el bien que comunicas y la necesidad que de él tenemos. El bien
que no se conoce no se posee, o sí se posee, como continúe desconocido, es lo
mismo que no si no existiera. En resumen ¿qué es lo que nos prohíbe conocer?
¿nos prohíbe el bien, nos prohíbe ser sabios?...Semejantes prohibiciones no
deben ligarnos... Pero si la muerte nos rodea con las últimas cadenas, ¿de qué
nos servirá nuestra libertad interior? El día en que lleguemos a comer de ese
hermoso fruto moriremos; tal es nuestra sentencia... ¿Ha muerto por ventura la
serpiente? Ha comido, y vive y conoce y habla y raciocina y discierne, cuando
hasta aquí era irracional. ¿No habrá sido inventada la muerte más que para
nosotros solos? ...¿O será que ese alimento intelectual que se nos niega está
reservado solamente a las bestias? Pero el único animal que ha sido el primero
en probarlo, en lugar de mostrarse avaro de él, comunica con gozo el bien que
le ha cabido, cual consejero no sospechoso, amigo de hombre e incapaz de toda
decepción y de todo artificio. ¿Qué es, pues, lo que temo? ¿Acaso sé lo que
debo hacer en la ignorancia en que me encuentro del bien y del mal, de Dios o
de la muerte de la ley o del castigo? Aquí crece el remedio de todo; ese fruto
divino, de aspecto agradable, que halaga el apetito y cuya virtud comunica la
sabiduría. ¿Quién me impide, pues, que lo coja y alimente a la vez el cuerpo y
el alma? Esto diciendo, su mano temeraria se extiende en hora infausta hacia el
fruto, ¡lo arranca y come! La tierra se sintió herida; la Naturaleza conmovida
hasta en sus cimientos, gime a través de todas sus obras y anuncia por medio de
señales de desgracia que todo estaba perdido. La culpable serpiente se oculta
en una maleza y bien pudo hacerlo, porque Eva, embebecida completamente en la
fruta no miraba otra cosa. Le parecía que hasta entonces no había probado nada
tan delicioso, ya porque su sabor fuera realmente así, o porque se lo imagina
en su halagüeña esperanza de un ciencia sublime; su divinidad no se apartaba de
su pensamiento. Ávidamente y sin reserva devoraba la fruta, ignorando que
tragaba la muerte. Satisfecha, al fin, exaltada cual si lo fuera por el vino,
alegre y juguetona, plenamente satisfecha de sí misma habló de esta suerte:
"¡Oh rey de todos los árboles del Paraíso, árbol virtuoso, precioso, cuya
bendita operación es la sabiduría! Árbol ignorado hasta aquí, despreciado, y
cuyo hermoso fruto permanecía pendiente, como si no hubiera sido creado con
ningún objeto! De hoy más, mis cuidados matutinos serán para ti; vendré a verte
cada aurora, no sin hacer resonar en mis cantos tus justas alabanzas; aliviaré
tus ramas del fértil peso que ofreces liberalmente a todos, hasta que, nutrida
por ti, llegue a la madurez de la ciencia, como los dioses, que saben todas las
cosas, aunque envidien a los demás lo que no les es dado concederles; si ellos
hubieran sido el origen de los dones que tú dispensas de seguro que no
crecerías aquí. ¡Qué no te debo oh experiencia, guía inmejorable! De no haberte
seguido, hubiera continuado sumida en la ignorancia, tú abres el camino de la
sabiduría, y tú le das libre acceso a pesar del secreto en que se oculta. Y yo
¿permaneceré también oculta? El cielo es alto, alto, y está muy remoto para ver
desde distintamente cada cosa sobre la tierra; otros cuidados más importantes
pueden haber distraído, quizá la continua vigilancia de nuestro Ordenador,
tranquilo en medio de todos los espías que le rodean... pero ¿cómo me
presentaré ante Adán? ¿le comunicaré mi cambio? ¿le haré o no partícipe de mi
felicidad? ¿guardaré para mí todas las ventajas de la ciencia, sin
compartirlas, a fin de la mujer adquiera lo que le falta para lograr mayor amor
por parte de Adán, para igualarme más a él y, lo que sería de desear, superior
quizá? Porque, siendo inferior, ¿quién es libre? Todo esto bien puede ser...
Pero ¿y si Dios me ha visto? ¿Y si a esto siguiera la muerte? Entonces yo no
existiría y Adán, casado con otra Eva, viviría feliz con ella después de mi
muerte. ¡Sólo pensarlo es morir! No hay que dudarlo, estoy resuelta, Adán
compartirá conmigo la felicidad o la desgracia. Le amo tan tiernamente, que con
él puedo sufrir todas las muertes; vivir sin él no es vivir"- Diciendo
así, se apartó del árbol, pero antes de alejarse de él le hizo una reverencia
profunda como si fuera dirigida al poder que lo habitaba y cuya presencia
infundiera en la planta una savia de ciencia destilada del néctar, la bebida de
os dioses. Entre tanto, Adán, que esperaba impaciente su regreso había
entretejido una guirnalda de las flores más delicadas para adornar su cabellera
y premiar sus trabajos campestres, como suelen hacerlo muchas veces los
segadores para coronar a la reina de la siega. Prometíase en su imaginación un
vivo gozo, un dulce consuelo en su regreso, por tanto tiempo diferido. Sin
embargo, a veces, desfallecía su corazón con desiguales latidos, presintiendo
alguna cosa funesta; por fin, va en busca de Eva y se adelante por el camino
que aquélla había seguido por la mañana en el momento en que se separaron. Adán
debía pasar cerca del árbol de la ciencia y encontró a Eva, que acababa de
separarse de él, llevando en la mano una rama recientemente cogida de la
hermosa fruta, cubierta de aterciopelado vello, que exhalaba el olor de la
ambrosía. Al divisar a Adán corrió hacia él, la disculpa que se leía en su
semblante fue el prólogo de su discurso y su demasiado pronta apología, le
dirigió cariñosas palabra, siempre dispuestas en su voluntad. "¿No te ha
causado extrañeza mi demora, Adán? ¡Cuánto te he echado de menos, y cuán largo
me ha parecido el tiempo privada de tu presencia! Agonía de amor, no sentida
hasta el presente, y que no volveré a sentir, porque nunca más tendré la idea
que hoy, temeraria e inexperta, he tenido de probar la pena de la ausencia,
lejos de tu vista. Mas la causa de mi retraso es extraña y digna de ser oída. Ese
árbol no es, como se nos ha dicho, un árbol cuyo fruto peligroso abre una senda
de males desconocidos al que lo gusta, sino que, por el contrario, su efecto es
divino: abre los ojos y transforma en dioses a los que lo prueban, como se ha
patentizado. La sagaz serpiente, no estaba sometida a la misma restricción que
nosotros, o desobedeciéndola ha comido de ese fruto y no ha encontrado la
muerte con que se nos ha amenazado, sino que desde aquel momento, dotada de voz
humana, de sentidos humanos y de un admirable raciocinio, ha sabido persuadirme
de tal modo, que he gustado y he visto también que sus efectos respondían a lo
que era de esperar: mis ojos, antes turbados, están ahora más abiertos, mi
espíritu más despejado; más amplio mi corazón, me elevo a la divinidad, que he
buscado principalmente por ti, por que sin ti la desprecio, pues la felicidad
en que tú tienes parte es para mí la verdadera felicidad; dicha de que no gozas
conmigo me es enojosa e insufrible en breve. Prueba, pues, este fruto, a fin de
que estemos unidos por igual suerte, como por un mismo amor; porque temo que,
si te abstienes de gustarlo, nos separe nuestra condición desigual y me vea
obligada a renunciar por ti a la divinidad demasiado tarde y cuando la suerte
ya no lo permita". De este modo refirió Eva su historia, con animación
creciente, pero con rubor y un desorden que iban subiendo y enrojeciendo sus
mejillas. Por su parte, Adán, en cuanto tuvo conocimiento de la fatal
desobediencia de Eva, palideció sobrecogido y confuso, mientras un horror
glacial circulaba por sus venas y descoyuntaba todos sus huesos. Cayó de su
desfallecida mano la guirnalda que había entretejido para Eva, y se dispersaron
sus rosas marchitas; permaneció lívido y sin voz, hasta que, por último rompió
el silencio interior, dirigiéndose a sí mismo la palabra: "¡Oh, ser el más
bello de la Creación, la última y la mejor de todas las obras de Dios, criatura
en quien descollaba, para encantar la vista y el pensamiento, todo cuanto ha
sido formado santo, divino, bueno, amable y dulce! ¿Cómo te has perdido? ¿Cómo
te has quedado tan pronto decaída, marchita, deshonrada, entregada a la muerte?
¿Cómo has cedido a la tentación de quebrantar el estricto mandato, de violar el
sagrado fruto prohibido? Algún maldito ardid, fraguado por un enemigo
desconocido para ti, te ha hecho caer y a mí me ha perdido también, porque mi
resolución es la de morir contigo. ¿Cómo podría yo vivir sin ti? ¿Cómo
renunciar a tu dulce compañía y a nuestro amor, tan tiernamente unido, para
sobrevivir abandonado en estos bosques salvajes? Aunque Dios creara una nueva
Eva y yo proporcionase otra costilla mi corazón lamentaría eternamente tu
pérdida. ¡No, no! Los vínculos de la Naturaleza me atraen hacia ti, tú eres
carne de mi carne, hueso de mis huesos, mi suerte no se separará de la tuya, ya
sea feliz o miserable". Después de hablar así, como quien sale de un
profundo estupor, y calmando sus agitados pensamientos, se conforma con lo que
parece irremediable; volviéndose hacia Eva le dijo estas palabras con sosegado
acento: "¡Qué acción tan audaz has cometido, temeraria Eva! Has provocado
un gran peligro, no sólo atreviéndote a codiciar con la vista ese fruto
sagrado, objeto de santa abstinencia, sino también lo que es mayor
atrevimiento, probándolo, a pesar de la prohibición de tocarlo. Pero ¿quién
puede revocar lo pasado y deshacer lo hecho? Nadie, ni el Destino, ni el mismo
Dios omnipotente. Sin embargo, quizá no mueras; quizá no sea tan punible tu
acción, habiendo sido gustado y profanado aquel fruto por la serpiente, que lo
ha convertido en un fruto común, privado de santidad, antes de que nosotros
hayamos llegado a tocarlo. La serpiente no ha notado ningún efecto mortal; la
serpiente vive todavía; vive, según dices y se ha visto exaltada a la vida human,
grado mucho mayor que el que tenía. ¡Poderosa inducción para nosotros de que,
al gustar ese fruto, alcanzaremos igualmente una elevación proporcionada, que
no se puede ser otra que la de llegar a ser dioses, ángeles o semidioses! No
puedo creer que, aunque nos amenace Dios, el sabio Creador quiera efectivamente
destruirnos a nosotros, sus primeras criaturas, cuya dignidad ha encumbrado
tanto, colocándonos por encima de todas sus obras; las cuales, creadas para
nosotros, deben caer necesariamente envueltas en nuestra ruina, pues fueron
puestas bajo nuestra dependencia. De otra suerte, Dios, de creador se
convertiría en destructor, veríase frustrado su designio, haría y desharía y
perdería su trabajo; todo lo cual no podría concebirse en Dios, pues si bien su
omnipotencia puede hacer una nueva Creación, le repugnaría sin embargo,
destruirnos, a fin de que el Adversario no triunfara y dijera: "Deleznable
es, por cierto, el estado de los más favorecidos por Dios... ¿Quién será el que
consiga su agrado durante mucho tiempo? Ha causado mi ruina primeramente;
después, la de la especie humana. ¿A quién le tocará ahora? " Motivo de
mofa que no debe darse a un enemigo. Sea lo que quiera, he ligado mi suerte a
la tuya y estoy resuelto a arrostrar la misma sentencia. Si la muerte me une a
ti, la muerte es para mí como la vida; tan indisoluble siento en mi corazón el
lazo de la naturaleza, que me atrae poderosamente hacia mi propio bien, hacia
mi propio bien en ti; porque lo que tú eres me pertenece; nuestro estado no puede
separarse, los dos no formamos más que uno, una misma carne; perderte es
perderme yo mismo". Así habló Adán y Eva le replicó de esta suerte:
"¡Oh prueba gloriosa de un excesivo amor! ¡Ilustre testimonio, noble
ejemplo, que me obliga a imitarlo! Pero tan apartada de tu perfección, ¡Oh
Adán! ¿cómo podría conseguirlo yo, que me vanaglorio de haber salido de tu
precioso costado y que te oigo hablar gozoso de nuestra unión, de un solo
corazón, de una sola alma entre ambos? Este día nos ofrece una buena prueba de
esa unión, pues que declaras que antes que la muerte u otra cosa más terrible
separe, unidos como estamos por tan tierno amor, estás resuelto a cometer
conmigo la falta, el crimen, si es que en esto lo hay, de probar este hermoso
fruto, cuya virtud ha proporcionado tan dichosa prueba a tu amor, que sin esto
quizá no se hubiera manifestado nunca ten eminentemente. Si pudiera creer que
la muerte anunciada debería seguir a mi temeraria tentativa, soportaría yo sola
el peor destino y no procuraría disuadirte; antes preferiría morir abandonada
que obligarte a una acción funesta para tu reposo, sobre todo después de
haberme asegurado de un modo tan notable de la verdad de tu amor, tan fiel, tan
sin par. Mas espero diferentes efectos de este suceso; no, no es la muerte lo
que siento en mí, sino la vida aumentada, la vista mas penetrante, nuevas
esperanzas, nuevos goces, un sabor tan divino, que todas las dulzuras que antes
halagaban mis sentidos me parecen ahora, comparadas con él, ásperas e
insípidas. En vista de lo que experimento, puedes gustar libremente, Adán y dar
al viento el temor de la muerte". Diciendo esto, le abraza y llora de
ternura. Su victoria era grande, pues había conseguido que Adán ennobleciera su
amor hasta el punto de arrostrar por ella el desagrado divino o la muerte. En
recompensa le entrega con mano generosa el fruto incitante y bello que pendía
de la rama. Adán no tuvo ningún escrúpulo en comer, a pesar de lo que sabía, no
fue engañado, sino locamente vencido por el encanto de una mujer. La tierra
tembló hasta en sus entrañas, como si se renovasen sus tormentos y la
Naturaleza lanzó un segundo gemido. El cielo se oscureció, dejó oír un trueno
sordo y derramó algunas tristes lágrimas cuando se consumó el mortal pecado
original.
¿Cómo pasar este abismo?
Renunciando al placer
de la belleza para sufrir el dolor de la humillación ante lo sublime y su luz
grandiosa, muriendo a nuestra propia forma a nuestra conformidad y placer para
ser inundados por esta luz, sufriendo el
éxtasis que nos lleva a lo uno.
Es que acaso todos
los a priori no se fundamentan en esta unidad, como lograr una lógica trascendente
sin un juicio que nos permita recuperar el paraíso perdido, luego del absoluto
numinoso nuestra subjetividad y objetividad cambia, el espíritu revelado le ha
dado a la razón su profundo sentido ella puede pronunciar el Yo que no es otra
cosa que el yo primordial que es el Yod en el nombre de YHVH.
Así la contemplación
de lo creado nos lleva la creación de lo
bello como si en esta recreación la naturaleza alcanzara su organicidad
espiritual, pero lo bello nos debe llevar a lo sublime cruzando el abismo para
religarnos con la numinosidad de lo uno.
Aquí el juicio se
hace locura para hacerse de nuevo juicio y juzgar desde la santidad de lo
numinoso al mundo con amor.
Ya mi amor al prójimo no es una huida de mí mismo, sino un encuentro con la unidad numinosa que habita en mi pero ¿Y si mi prójimo no habita ni siquiera en la belleza? sino que su ciencia es mecánica y su filosofía critica encerrada en su ego del para sí, lo que me toca es claro, alterar su sistema con el poder de la belleza, donde habita la luz de lo sublime y la unidad de lo núminoso en ese sentido mi odio destructor es el verdadero amor.
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