¿Fue Mario Vargas llosa un héroe o un dragón?
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Murió un lacayo de la monarquía
española, un lacayo de la oligarquía peruana, murió un facho naranja que se
hizo fujimorista a cambio de mayor reconocimiento internacional, premios y
especialmente dinero del ¡imperialismo para sus fundaciones: "Fundación Mario
Vargas Llosa" y "Fundación Internacional para la Libertad"
(FIL).
Dicen que no es bueno desearle la muerte a nadie y es cierto. Pero
siempre que se hable de literatura peruana y universal; es importante recordar
que el pueblo peruano a producido a monumentales intelectuales como J. C.
MARIATEGUI, CESAR VALLEJO, JOSÉ MARÍA ARGUEDAS, JAVIER HERAUD, OSWLADO REYNOSO,
etc. Intelectuales de talla universal quienes no solo escribieron inspirados en
nuestro pueblo, sino también lucharon en las calles y fueron encarcelados,
perseguidos y otros hasta asesinados por defender las causas del pueblo
peruano. Intelectuales qué nunca se cambiaron de bando para adular al opresor,
ni necesitaron su patrocinio, ni favores.
Comprender
la conversión de Mario de la izquierda a la derecha es leer con cuidado
historia de Mayta: La obra se presenta como una investigación que intenta
reconstruir la figura del trotskista peruano Alejandro Mayta, que en 1958
inició una intentona revolucionaria y que fue posteriormente detenido varias
veces, terminando su vida en el olvido y el anonimato. El argumento de la
novela se conforma con la información obtenida en las distintas entrevistas
realizadas por el narrador a personas que tuvieron que ver con el protagonista.
Como es habitual en la literatura de Vargas Llosa, la novela, más allá de la
búsqueda de la identidad real de Mayta, pretende indagar en la violencia como
ingrediente esencial de la historia del Perú.
La
acción de la novela se sostiene sobre la realización de la propia encuesta y
sobre los distintos puntos de vista sobre el personaje que esta genera,
elementos narrativos que se fusionan a lo largo de la obra. La historia
novelesca resultante refleja
los
turbios mecanismos de la lucha política, el delirio ideológico de un visionario
que es, al mismo tiempo, producto de unas lamentables circunstancias sociales y
económicas, su atroz pero a la vez conmovedora peripecia personal -homosexual
vergonzante- que se inscribe en un contexto histórico doloroso y
desgarrado.[1] El mismo Mario Vargas Llosa habla de su obra y señala que
"Historia de Mayta es una de las novelas "más infravaloradas",
es no sólo la peor entendida y la más maltratada, sino también la más literaria
de todas las que he escrito, aunque sus apasionados críticos sólo vieran en
ella una diatriba política".[2]
En
una entrevista que le hizo Alfredo Barnechea en el 1996, Vargas Llosa señaló
que Historia de Mayta era la novela "de mayor complejidad técnica que
había escrito (...) la más refinada y audaz".[3]
ESTA NOVELA nació gracias a un breve suelto que leí en Le
Monde, a principios de los sesenta, informando que una mini rebelión de un
subteniente, un sindicalista y un puñado de escolares había estallado y sido
aplastada casi al mismo tiempo en la sierra peruana. Veinte años después
reconstruí esa historia, fantaseándola y documentándola, para mostrar, en un
cotejo tenso, las dos caras de la ficción, según opere disfrazada de ciencia de
la historia, o luciéndose en la literatura como pura invención. La historia de
Mayta es incomprensible separada de su tiempo y lugar, aquellos años en que, en
América Latina, se hizo religión la idea, entre impacientes, aventureros e
idealistas (yo fui uno de ellos), de que la libertad y la justicia se
alcanzarían a tiros de fusil. Esta ilusión hizo correr ríos de sangre,
desaparecer a muchos jóvenes generosos, entronizó dictaduras militares
sanguinarias y, a fin de cuentas, retrasó veinte años la democratización de
Hispanoamérica. Pero la novela se ocupa de estos asuntos sólo al trasluz de su
tema central: la ambivalente naturaleza de la ficción, que, cuando se infiltra
en la vida política, la desnaturaliza y violenta, y que, en la literatura, más
bien, crea espectáculos que nos conmueven, enriquecen y ayudan a vivir.
Sospecho que, a pesar de su apariencia, esta novela no es sólo la peor
entendida y la más maltratada, sino también la más literaria de todas las que
he escrito, aunque sus apasionados críticos vieran en ella —oh manes de la
ideología— sólo una diatriba política.
La escribí entre 1983 y 1984, en Lima y en Londres, y cuando
creía haberla terminado súbitamente se me apareció el modelo vivo de Mayta,
para obligarme a rehacer el último capítulo. Era un hombre golpeado y sin
memoria, que me escuchó, perplejo, relatarle las proezas de su biografía. MARIO
VARGAS LLOSA Londres, junio de 2000
I
CORRER EN las mañanas por el malecón de Barranco, cuando la
humedad de la noche todavía impregna el aire y tiene a las veredas resbaladizas
y brillosas, es una buena manera de comenzar el día. El cielo está gris, aun en
el verano, pues el sol jamás aparece sobre el barrio antes de las diez, y la
neblina imprecisa la frontera de las cosas, el perfil de las gaviotas, el
alcatraz que cruza volando la quebradiza línea del acantilado. El mar se ve
plomizo, verde oscuro, humeante, encabritado, con manchas de espuma y olas que
avanzan guardando la misma distancia hacia la playa. A veces, una barquita de
pescadores zangolotea entre los tumbos; a veces, un golpe de viento aparta las
nubes y asoman a lo lejos La Punta y las islas terrosas de San Lorenzo y el
Frontón. Es un paisaje bello, a condición de centrar la mirada en los elementos
y en los pájaros. Porque lo que ha hecho el hombre, en cambio, es feo. Son feas
estas casas, imitaciones de imitaciones, a las que el miedo asfixia de rejas,
muros, sirenas y reflectores. Las antenas de la televisión forman un bosque
espectral. Son feas estas basuras que se acumulan detrás del bordillo del
Malecón y se desparraman por el acantilado. ¿Qué ha hecho que en este lugar de
la ciudad, el de mejor vista, surjan muladares? La desidia. ¿Por qué no
prohíben los dueños que sus sirvientes arrojen las inmundicias prácticamente
bajo sus narices? Porque saben que entonces las arrojarían los sirvientes de
los vecinos, o los jardineros del parque de Barranco, y hasta los hombres del camión
de la basura, a quienes veo, mientras corro, vaciando en las laderas del
acantilado los cubos de desperdicios que deberían llevarse al relleno municipal.
Por eso se han resignado a los gallinazos, las cucarachas, los ratones y la
hediondez de estos basurales que he visto nacer, crecer, mientras corría en las
mañanas, visión puntual de perros vagos escarbando los muladares entre nubes de
moscas. También me he acostumbrado, estos últimos años, a ver, junto a los
canes vagabundos, a niños vagabundos, viejos vagabundos, mujeres vagabundas,
todos revolviendo afanosamente los desperdicios en busca de algo que comer, que
vender o que ponerse. El espectáculo de la miseria, antaño exclusivo de las
barriadas, luego también del centro, es ahora el de toda la ciudad, incluidos
estos distritos —Miraflores, Barranco, San Isidro— residenciales y
privilegiados. Si uno vive en Lima tiene que habituarse a la miseria y a la
mugre o volverse loco o suicidarse. Pero estoy seguro que Mayta nunca se
habituó. En el Colegio Salesiano, a la salida, antes de subir al ómnibus que
nos llevaba a Magdalena, donde vivíamos los dos, corría a darle a don Medardo,
un ciego harapiento que se apostaba con su violín desafinado a la puerta de la
iglesia de María Auxiliadora, el pan con queso de la merienda que nos repartían
los padres en el último recreo. Y los lunes le regalaba un real, que debía
ahorrar de su propina del domingo. Cuando nos preparábamos para la primera
comunión, en una de las pláticas, hizo dar un respingo al padre Luis
preguntándole a boca de jarro: «¿Por qué hay pobres y ricos, padre? ¿No somos
todos hijos de Dios?». Andaba siempre hablando de los pobres, de los ciegos, de
los tullidos, de los huérfanos, de los locos callejeros, y la última vez que lo
vi, muchos años después de haber sido condiscípulos salesianos, volvió a su
viejo tema, mientras tomábamos un café en la plaza San Martín: «¿Has visto la
cantidad de mendigos, en Lima? Miles de miles». Aun antes de su famosa huelga
de hambre, en la clase muchos creíamos que sería cura. En ese tiempo,
preocuparse por los miserables nos parecía cosa de aspirantes a la tonsura, no
de revolucionarios. Entonces sabíamos mucho de religión, poco de política y
absolutamente nada de revolución. Mayta era un gordito crespo, de pies planos,
con los dientes separados y una manera de caminar marcando las dos menos diez.
Iba siempre de pantalón corto, con una chompa de motas verdes y una chalina
friolenta que conservaba en las clases. Lo fastidiábamos mucho por preocuparse
de los pobres, por ayudar a decir misa, por rezar y santiguarse con tanta
devoción, por lo malo que era jugando fútbol, y, sobre todo, por llamarse
Mayta. «Cómanse sus mocos», decía él. Por modesta que fuera su familia, no era
el más pobre del colegio. Los alumnos del Salesiano nos confundíamos con los de
los colegios fiscales, porque el nuestro no era un colegio de blanquitos como
el Santa María o La Inmaculada, sino de chicos de estratos pobres de la clase
media, hijos de empleados, funcionarios, militares, profesionales sin mucho
éxito, artesanos y hasta obreros calificados. Había entre nosotros más cholos
que blancos, mulatos, zambitos, chinos, niséis, sacalaguas y montones de
indios. Pero aunque muchos salesianos tenían la piel cobriza, los pómulos
salientes, la nariz chata y el pelo trinche, el único de nombre indio que yo
recuerde era Mayta. Por lo demás, no había en él más sangre india que en
cualquiera de nosotros y su piel paliducha verdosa, sus cabellos ensortijados y
sus facciones eran los del peruano más común: el mestizo. Vivía a la vuelta de
la parroquia de la Magdalena, en una casita angosta, despintada y sin jardín,
que yo conocí muy bien, porque durante un mes fui allí todas las tardes a que
leyéramos juntos, en voz alta, El conde de Montecristo, novela que me habían
regalado en mi cumpleaños y que a los dos nos encantó. Su madre trabajaba de
enfermera en la Maternidad y ponía inyecciones a domicilio. La veíamos desde la
ventanilla del ómnibus, cuando abría la puerta a Mayta. Era una señora robusta,
de cabellos grises, que daba a su hijo un beso expeditivo, como si le faltara
tiempo. A su papá nunca lo vimos y yo estaba seguro que no existía, pero Mayta juraba
que andaba siempre de viaje, por su trabajo, pues era ingeniero (la profesión
reverenciada de aquellos tiempos). He terminado de correr. Veinte minutos de
ida y vuelta entre el parque Salazar y mi casa es decoroso. Además, mientras
corría, he conseguido olvidar que estaba corriendo y he resucitado las clases
en el Salesiano y la cara seriota de Mayta, sus andares bamboleantes y su voz
de pito. Está ahí, lo veo, lo oigo y lo seguiré viendo y oyendo mientras se
normaliza mi respiración, hojeo el periódico, desayuno, me ducho y comienzo a
trabajar. Cuando su madre murió —estábamos en tercero de media—, Mayta se fue a
vivir con una tía que era también su madrina. Hablaba de ella con cariño y nos
contaba que le hacía regalos en la Navidad y en su santo y que lo llevaba a
veces al cine. Debía ser muy buena, en efecto, pues la relación entre él y doña
Josefa se mantuvo después de que Mayta se independizó. A pesar de los percances
de su vida, la siguió visitando regularmente a lo largo de los años y fue en
casa de ella, precisamente, que tuvo lugar aquel encuentro con Vallejos.
¿Cómo es ahora, un cuarto de siglo después de aquella
fiesta, doña Josefa Arrisueño? Me lo pregunto desde que hablé con ella por
teléfono y, venciendo su desconfianza, la persuadí que me recibiera. Me lo
pregunto al bajar del colectivo que me deja en la esquina del paseo de la
República y la avenida Angamos, a las puertas de Surquillo. Éste es un barrio
que conozco bien. Venía de chico, con mis amigos, en noches de fiesta, a tomar
cerveza en El Triunfo, a traer zapatos a renovar y ternos a darles la vuelta, y
a ver películas de cowboys en sus cines incómodos y malolientes: el Primavera,
el Leoncio Prado, el Maximil. Es uno de los pocos barrios de Lima que casi no
ha cambiado. Todavía está lleno de sastres, zapateros, callejones, imprentas
con cajistas que componen los tipos a mano, garajes municipales, bodeguitas
cavernosas, barcitos de tres por medio, depósitos, tiendas de medio pelo,
pandillas de vagos en las esquinas y chiquillos que patean una pelota en plena
pista, entre autos, camiones y triciclos de heladeros. La muchedumbre en las
veredas, las casitas descoloridas de uno o dos pisos, los charcos grasientos,
los perros famélicos parecen los de entonces. Pero, ahora, estas calles antaño
sólo hamponescas y prostibularias son también marihuaneras y coqueras. Aquí
tiene lugar un tráfico de drogas aún más activo que en La Victoria, el Rímac,
El Porvenir o las barriadas. En las noches, estas esquinas leprosas, estos
conventillos sórdidos, estas cantinas patéticas, se vuelven «huecos», lugares
donde se vende y se compra «pacos» de marihuana y de cocaína y continuamente se
descubren, en estos tugurios, rústicos laboratorios para procesar la pasta
básica. Cuando la fiesta que cambió la vida de Mayta, estas cosas no existían.
Muy poca gente sabía entonces en Lima fumar
marihuana, y la cocaína era cosa de bohemios y de boîtes de lujo, algo que
usaban sólo algunos noctámbulos para quitarse la borrachera y continuar la
farra. La droga estaba lejos de convertirse en el negocio más próspero de este
país y de extenderse por toda la ciudad. Nada de eso se ve, mientras camino por
el jirón Dante hacia su encuentro con el jirón González Prada, como debió
hacerlo Mayta aquella noche, para llegar a casa de su tía madrina, si es que
vino en ómnibus, colectivo o tranvía, pues en 1958 todavía traqueteaban los
tranvías por donde ruedan ahora, veloces, los autos del Zanjón. Estaba cansado,
aturdido, con un leve zumbido en las sienes y unas ganas enormes de meter los
pies en el lavador de agua fría. No había mejor remedio contra la fatiga del
cuerpo o del ánimo: esa sensación fresca y líquida en las plantas, el empeine y
los dedos de los pies sacudía el cansancio, el desánimo, el malhumor, levantaba
la moral. Había caminado desde el amanecer, tratando de vender Voz Obrera en la
plaza Unión a los trabajadores que bajaban de los ómnibus y tranvías y entraban
a las fábricas de la avenida Argentina, y, luego, hecho dos viajes desde el
cuarto del jirón Zepita hasta la plaza Buenos Aires, en Cocharcas, llevando
primero unos esténciles y luego un artículo de Daniel Guérin, traducido de una
revista francesa, sobre el colonialismo francés en Indochina. Había estado
horas de pie en la minúscula imprenta de Cocharcas, que, pese a todo, seguía
editando el periódico (con pie de imprenta falso y cobrando por adelantado),
ayudando al tipógrafo a componer los textos y corrigiendo pruebas, y, luego,
tomando un solo ómnibus en vez de los dos que hacía falta, ido al Rímac, donde,
en un cuartito de la avenida Francisco Pizarro, dirigía todos los miércoles un
círculo de estudios con un grupo de estudiantes de San Marcos y de Ingeniería.
Y después, sin darse un respiro, con el estómago que protestaba porque en todo
el día sólo le había echado un plato de arroz con menestras en el restaurante
universitario del jirón Moquegua (al que aún tenía acceso por un carnet del año
de la mona, que cada cierto tiempo falsificaba, actualizándolo), había asistido
a la reunión del Comité Central del POR(T), en el garaje del jirón Zorritos,
que había durado dos horas largas, humosas y polémicas. ¿Quién podía tener
ganas de una fiesta después de ese trajín? Aparte de que siempre había
detestado las fiestas. Las rodillas le temblaban y sus pies parecían pisar
ascuas. Pero ¿cómo no ir? Salvo por ausencia o cárcel, nunca había faltado. Y
en el futuro, cansado o no, con los pies deshechos o no, tampoco faltaría,
aunque fuera sólo para una visita veloz, el tiempo de decirle a la tía que la
quería. La casa estaba llena de ruido. La puerta se abrió en el acto: hola,
ahijado. —Hola, madrina —dijo Mayta—. Feliz cumpleaños. —¿La señora Josefa
Arrisueño? —Sí. Pase, pase. Es una mujer que se conserva bien, pues tiene que
haber dejado atrás los setenta. No lo delata en absoluto: su piel no luce
arrugas y en sus cabellos trigueños hay pocas canas. Es regordeta pero bien
formada, con unas caderas abundantes y un vestido lila ceñido por una correa
roja. La habitación es amplia, oscura, con sillas disímiles, un gran espejo,
una máquina de coser, un televisor, una mesa, un Señor de los Milagros, un san
Martín de Porres, fotografías en la pared y un florero con rosas de cera. ¿Fue
aquí la fiesta en la que Mayta conoció a Vallejos?
—Aquí mismo —asiente la señora Arrisueño, echando una mirada
circular. Me señala una mecedora atiborrada de periódicos—: Los estoy viendo,
ahí, conversa y conversa. No había mucha gente, pero sí humo, voces, retintín
de vasos y el vals Ídolo a todo el volumen del pickup. Una pareja bailaba y
varias seguían el ritmo de la música batiendo palmas o canturreando. Mayta
sintió, como siempre, que sobraba, que en cualquier momento metería la pata.
Nunca tendría desenvoltura para alternar en sociedad. La mesa y las sillas
habían sido arrinconadas de modo que hubiera sitio para bailar, y alguien tenía
una guitarra en los brazos. Estaban las gentes previsibles y otras más: sus
primas, sus enamorados, vecinos del barrio, parientes y amistades que recordaba
de otros cumpleaños. Pero al flaquito parlanchín lo veía por primera vez. —No
era un amigo de la familia —dice la señora Arrisueño—, sino enamorado o
pariente o algo de una amiga de Zoilita, la mayor de mis hijas. Ella lo trajo y
nadie sabía nada de él. Pero pronto supieron que era simpático, bailarín, bueno
para el trago, contador de chistes y conversador. Después de saludar a sus
primas, Mayta, con un sándwich de jamón en una mano y un vaso de cerveza en la
otra, buscó una silla donde derrumbar su cansancio. La única libre estaba junto
al flaquito, quien, de pie, accionando, mantenía atento a un corro de tres: las
primas Zoilita y Alicia y un viejo en zapatillas de levantarse. Tratando de
pasar desapercibido, Mayta se sentó junto a ellos, a esperar que corriera el
tiempo prudente para irse a dormir. —Nunca se quedaba mucho —dice la señora
Arrisueño, revolviendo sus bolsillos en pos de un pañuelo—.
No le gustaban las fiestas. No era como todo el mundo. Nunca
lo fue, ni de chico. Siempre serio, siempre formalito. Su madre decía: «Nació
viejo». Ella era mi hermana ¿sabe? El nacimiento de Mayta fue la desgracia de
su vida, porque, apenas supo que había quedado embarazada, su novio se hizo
humo. Hasta nunca jamás. ¿Usted cree que Mayta sería así por no haber tenido
padre? Sólo venía a mi santo por cumplir conmigo. Yo me lo traje aquí cuando
murió mi hermana. Fue el hombrecito que no me dio Dios. Sólo hijas tuve.
Zoilita y Alicia. Las dos en Venezuela, casadas y con hijos. Les va muy bien
allá. Yo hubiera podido casarme de nuevo, pero mis hijas se oponían tanto que
me quedé viuda nomás. Un gran error, le digo. Porque, ahora, vea usted lo que
es mi vida, sola como un hongo y expuesta a que los ladrones se metan aquí
cualquier día. Mis hijas me mandan algo todos los meses. Si no fuera por ellas,
no pararía la olla ¿sabe? Mientras habla, me examina, disimulando apenas su
curiosidad. Tiene una voz con gallos, parecida a la de Mayta, unas manos como
tamales, y, aunque sonría a veces, ojos tristes y aguanosos. Se queja de la
vida que sube, de los atracos callejeros —«No hay una sola vecina en esta calle
que no haya sido asaltada por lo menos una vez»—, del robo a la sucursal del
Banco de Crédito con un tiroteo que causó tantas desgracias, y de no haber
podido irse también a Venezuela, donde, al parecer, sobra la plata. —En el
Salesiano, creíamos que Mayta se metería de cura —le digo. —Mi hermana también
lo creía —asiente, sonándose—. Y yo. Se persignaba al pasar por las iglesias,
comulgaba cada domingo. Un santito. Quién lo hubiera dicho ¿no? Que terminara
comunista, quiero decir. En ese tiempo parecía imposible que un beato se
volviera comunista. También eso cambió, ahora hay muchos curas comunistas ¿no?
Me acuerdo clarito el día que entró por esa puerta. Avanzó hasta ella con sus
libros del colegio bajo el brazo y, cerrando los puños como si fuera a
trompearse, recitó de un tirón lo que venía a anunciarle, esa decisión que lo
había tenido en vela toda la noche: —Comemos mucho, madrina, no pensamos en los
pobres. ¿Sabes lo que comen ellos? Te advierto que, desde hoy, sólo tomaré una
sopa al mediodía y un pan en la noche. Como don Medardo, el cieguito. —Por esa
ventolera terminó en el hospital —recuerda doña Josefa. La ventolera le duró
varios meses y lo fue enflaqueciendo, sin que en la clase adivináramos el
porqué, hasta que el padre Giovanni nos lo reveló, lleno de admiración, el día
que lo internaron en el Hospital Loayza. «Todo este tiempo ha estado privándose
de comer, para identificarse con los pobres, por solidaridad humana y
cristiana», murmuraba, pasmado con lo que la madrina de Mayta había venido a
contar al colegio. A nosotros la historia nos dejó confusos, tanto que no nos
atrevimos a hacerle muchas bromas cuando volvió, repuesto a base de inyecciones
y tónicos. «Este muchacho dará que hablar», decía el padre Giovanni. Sí, dio
que hablar, pero no en el sentido que usted creía, padre. —En mala hora se le
ocurrió venir esa noche —suspira la señora Arrisueño—. Si no hubiese venido, no
habría conocido a Vallejos y no habría pasado nada de lo que pasó. Porque fue Vallejos
el invencionero, eso lo sabe todo el mundo. Mayta venía, me daba el abrazo y al
ratito se iba. Pero esa noche se quedó hasta el último, habla que habla con
Vallejos, en ese rincón. Habrán pasado veinticinco años y me acuerdo como si
fuera ayer. La revolución para aquí, la revolución para allá. Toda la santa
noche. ¿La revolución? Mayta se volvió a mirarlo. ¿Había hablado el muchacho o
el viejo en zapatillas? —Sí, señor, mañana mismo —repitió el flaquito, elevando
el vaso que empuñaba en la mano derecha—. La revolución socialista podría
empezar mañana mismo, si quisiéramos. Como se lo digo, señor. Mayta volvió a
bostezar y se desperezó, sintiendo cosquillas en el cuerpo. El flaquito hablaba
de la revolución socialista con el mismo desparpajo con que, un momento atrás,
contaba chistes de Otto y Fritz o la última pelea de «nuestro crédito nacional,
Frontado». A pesar de su cansancio, Mayta se puso a escuchar: eso que estaba
pasando en Cuba no era nada comparado con lo que podría pasar en el Perú, si quisiéramos.
El día que los Andes se muevan, el país entero temblará. ¿Sería aprista? ¿Sería
rabanito? Pero, un comunista en la fiesta de su madrina, imposible. Mayta no
recordaba haber oído jamás hablar a nadie de política en esta casa. —¿Y qué
está pasando en Cuba? —preguntó la prima Zoilita. —Ese Fidel Castro juró que no
se cortará la barba hasta derrocar a Batista —se rió el flaquito—. ¿No has
visto lo que hacen por el mundo los del 26 de Julio? Pusieron una bandera en la
Estatua de la Libertad, en Nueva York. Batista se hunde, es ya un colador.
—¿Quién es Batista? —preguntó la prima Alicia. —Un déspota —explicó el
flaquito, con ímpetu—. El dictador de Cuba. Lo que pasa allá no es nada
comparado con lo que puede pasar acá.
Gracias a nuestra geografía, quiero decir. Un verdadero regalo de Dios para la
revolución. Cuando los indios se alcen, el Perú será un volcán. —Bueno, pero
ahora bailen —dijo la prima Zoilita—. Aquí se viene a bailar. Voy a poner algo
movido. —Las revoluciones son cosa seria, yo por lo menos no soy partidario
—oyó Mayta decir al anciano en zapatillas, con voz pedregosa—. Cuando el
levantamiento aprista de Trujillo, el año treinta, hubo una matanza de padre y
señor mío. Los apristas se metieron al cuartel y liquidaron no sé cuántos oficiales.
Sánchez Cerro mandó aviones, tanques, los aplastó y fusilaron a mil apristas en
las ruinas de Chan Chan. —¿Usted estuvo ahí? —abrió los ojos el flaquito,
entusiasmado. Mayta pensó: «Las revoluciones y los partidos de fútbol son para
él la misma cosa». —Yo estaba en Huánuco, en mi peluquería —dijo el viejo en
zapatillas—. Hasta allá arriba llegaron ecos de la matanza. A los pocos
apristas que había en Huánuco, los correteó y metió en cintura el prefecto. Un
militarcito de mal genio, muy enamoradizo. El coronel Badulaque. Al poco rato,
la prima Alicia también se fue a bailar y el flaquito pareció desanimarse al
ver que se había quedado con el anciano de único interlocutor. Descubriendo a
Mayta, le estiró el vaso: salud, compadre. —Salud —dijo Mayta, chocando su
vaso. —Me llamo Vallejos —dijo el flaquito, estrechándole la mano. —Y yo Mayta.
—Por hablar tanto, perdí a mi pareja —se rió Vallejos, señalando a una muchacha
con cerquillo, a la que Pepote, un lejano primo de Alicia y Zoilita, trataba de
pegarle a cara mientras bailaban Contigo
en la distancia—. Si la aprieta un poco más, Alci le manda su sopapo. Parecía
de dieciocho o diecinueve, por su esbeltez, su cara lampiña y su pelo cortado
casi al rape, pero, pensó Mayta, no debía ser tan joven. Sus ademanes, tono de
voz, seguridad, sugerían alguien más cuajado. Tenía unos dientes grandes y
blancos que le alegraban la cara morena. Era uno de los pocos que llevaba saco
y corbata, y, además, un pañuelito en el bolsillo. Sonreía todo el tiempo y
había en él algo directo y efusivo. Sacó una cajetilla de Inca y ofreció un
cigarrillo a Mayta. Se lo encendió. —Si la revolución aprista del treinta
hubiera triunfado, otro gallo cantaría —exclamó, echando humo por la nariz y
por la boca—. No habría tanta injusticia ni desigualdad. Se habrían cortado las
cabezas que hay que cortar y el Perú sería otro. No creas que soy aprista, pero
al César lo que es del César. Yo soy socialista, compadre, por más que digan
que militar y socialista no cuadran. —¿Militar? —respingó Mayta. —Alférez
—asintió Vallejos—. Me recibí el año pasado, en Chorrillos. Carambolas. Ahora
entendió de dónde salían el corte de pelo de Vallejos y sus maneras impulsivas.
¿Era eso lo que llamaban don de mando? Increíble que un militar hubiera dicho
esas cosas. —Fue una fiesta histórica —afirma la señora Josefa—. Porque Mayta y
Vallejos se conocieron y también porque mi sobrino Pepote conoció a Alci. Se
enamoró de ella y dejó de ser el vago y mataperro que era. Buscó trabajo, se
casó con Alci y se fueron a Venezuela también, quién como ellos. Pero parece
que andan ahora cada uno por su lado. Ojalá que sean sólo chismes. Ah, lo
reconoce ¿no? Sí, es Mayta. Hace un montón de años. En la imagen, esfumada en
los contornos, amarillenta, parece de cuarenta o más. Es una instantánea de
fotógrafo ambulante, tomada en una plaza irreconocible, con poca luz. Está de
pie, una bufanda suelta sobre los hombros y una expresión de incomodidad, como
si la resolana le hiciera cosquillas en los ojos o lo avergonzara posar ante
los transeúntes, en plena vía pública. Lleva en la mano derecha un maletín o un
paquete o una carpeta, y, a pesar de lo borroso de la imagen, se advierte lo
mal vestido que está: los pantalones bolsudos, el saco descentrado, la camisa
con un cuello demasiado ancho y una corbata con un nudito ridículo y mal
ajustado. Los revolucionarios usaban corbata entonces. Tiene los cabellos
alborotados y crecidos y una cara algo distinta a la de mi memoria, más llena y
ceñuda, una seriedad crispada. Ésa es la impresión que comunica la fotografía:
un hombre con un gran cansancio a cuestas. De no haber dormido lo suficiente,
haber caminado mucho, o, incluso, algo más antiguo, la fatiga de una vida que
ha llegado a una frontera, todavía no la vejez pero que puede serlo si atrás de
ella no hay, como en el caso de Mayta, más que ilusiones rotas, frustraciones,
equivocaciones, enemistades, perfidias políticas, estrecheces, malas comidas,
cárcel, comisarías, clandestinidad, fracasos de toda índole y nada que
remotamente se parezca a una victoria. Y, sin embargo, en esa cara exhausta y
tensa se trasluce también de algún modo esa probidad secreta, incólume ante los
reveses, que siempre me maravillaba reencontrar en él a lo largo de los años,
esa pureza juvenil, capaz de reaccionar con la misma indignación contra
cualquier injusticia, en el Perú o en el último rincón del mundo, y esa
convicción justiciera de que la única tarea impostergable y urgentísima era
cambiar el mundo. Una foto extraordinaria, sí, que atrapó de cuerpo entero al
Mayta que conoció Vallejos aquella noche. —Yo le pedí que se la tomara —dice
doña Josefa, volviendo a colocarla en la repisita—. Para tener un recuerdo de
él. ¿Ve esas fotos? Todos parientes, algunos lejanísimos. La mayoría muertos
ya. ¿Ustedes eran muy amigos? —Dejamos de vernos muchos años —le digo—.
Después, nos encontrábamos algunas veces, pero muy de cuando en cuando. Doña
Josefa Arrisueño me mira y yo sé lo que piensa. Quisiera tranquilizarla,
disipar sus dudas, pero es imposible porque, a estas alturas, sé tan poco de
mis proyectos sobre Mayta como ella misma. —¿Y qué va a escribir sobre él?
—murmura, pasándose la lengua por los labios carnosos—. ¿Su vida? —No, su vida
no —le respondo, buscando una fórmula que no la confunda más—. Algo inspirado
en su vida, más bien. No una biografía sino una novela. Una historia muy libre,
sobre la época, el medio de Mayta y las cosas que pasaron en esos años. —¿Y por
qué sobre él? —se anima la señora Arrisueño—. Hay otros más famosos. El poeta
Javier Heraud, por ejemplo. O los del MIR, De la Puente, Lobatón, esos de los
que se habla siempre. ¿Por qué Mayta? Si de él no se acuerda nadie. En efecto
¿por qué? ¿Porque su caso fue el primero de una serie que marcaría una época?
¿Porque fue el más absurdo? ¿Porque fue el más trágico? ¿Porque, en su
absurdidad y tragedia, fue premonitorio? ¿O, simplemente, porque su persona y
su historia tienen para mí algo invenciblemente conmovedor, algo que, por
encima de sus implicaciones políticas y morales, es como una radiografía de la
infelicidad peruana? —O sea que tú no crees en la revolución —simuló
escandalizarse Vallejos—. O sea que eres de los que creen que el Perú seguirá
tal cual hasta el fin de los tiempos. Mayta le sonrió, negando. —El Perú
cambiará. La revolución vendrá —le explicó, con toda la paciencia del mundo—.
Pero tomará su tiempo. No es tan fácil como tú crees. —En realidad, es fácil,
yo te lo digo porque lo sé —Vallejos tenía la cara brillante de sudor y los
ojos tan fogosos como las palabras—. Es fácil si conoces la topografía de la
sierra, si sabes disparar un máuser y si los indios se alzan. —Si los indios se
alzan —suspiró Mayta—. Tan fácil como sacarse la lotería o el pollón. La
verdad, nunca soñó que el cumpleaños de la madrina resultara tan entretenido.
Había pensado, al principio: «Es un provocador, un soplón. Sabe quién soy,
quiere jalarme la lengua». Pero unos minutos después de estar conversando con
él, estuvo seguro que no; era un angelito con alas, no sabía dónde estaba
parado. Y, sin embargo, no sentía ninguna gana de tomarle el pelo. Lo divertía
oírlo hablar de la revolución como de un juego o proeza deportiva, algo que se
lograba con un poquito de esfuerzo e ingenio. Había en el muchacho tanta
seguridad e inocencia, que provocaba seguir oyéndole esos disparates toda la
noche. Se le había quitado el sueño y estaba en el tercer vaso de cerveza.
Pepote bailaba siempre con Alci —el chotis Madrid, de Agustín Lara, coreado por
la concurrencia— pero al alférez parecía importarle un pito. Había arrastrado
una silla junto a Mayta y, sentado a horcajadas, le explicaba que cincuenta
hombres decididos y bien armados, empleando la táctica de las montoneras de
Cáceres, podían encender la mecha del polvorín que eran los Andes. «Es tan
joven que podría ser mi hijo», pensó Mayta. «Y tan pintoncito. Debe tener todas
las chicas que quiera.» —¿Y tú a qué te dedicas? —dijo Vallejos. Era una
pregunta que siempre lo ponía incómodo, aunque estaba preparado para
responderla. Su respuesta, medio verdad medio mentira, le sonó más falsa que
otras veces: —Al periodismo —dijo, preguntándose qué cara pondría el alférez si
lo oyera decir: «A eso de lo que hablas tanto, meando fuera de la bacinica. A
la revolución, qué te parece». —¿Y en qué periódico? —En la agencia France Presse.
Hago traducciones. —O sea que hablas franchute —hizo una morisqueta Vallejos—.
¿Dónde lo aprendiste? —Solito, con un diccionario y un libro de idiomas que se
ganó en una tómbola —me cuenta doña Josefa—. Usted no me lo creerá pero yo lo
vi con estos ojos. Se encerraba en su cuarto y repetía palabras, horas de
horas. El párroco de Surquillo le prestaba revistas. Él me decía: «Ya entiendo
algo, madrina, ya voy entendiendo». Hasta que lo entendió, porque se pasaba los
días leyendo libros en francés, créame. —Por supuesto que la creo —le digo—. No
me extraña que lo aprendiera solito. Cuando se le metía algo, lo hacía. He
conocido pocas personas tan tenaces como Mayta.
—Hubiera podido ser un abogado, un profesional —se lamenta
doña Josefa—. ¿Sabía que ingresó a San Marcos a la primera intentona? Y con
buen puesto. Muchachito todavía, de diecisiete o dieciocho a lo más. Hubiera
podido sacar su título a los veinticuatro o veinticinco. ¡Qué desperdicio, Dios
mío! ¿Y para qué? Para hacer política, para eso. No tiene perdón de Dios.
—¿Estuvo muy poco en la universidad, no es cierto? —A los pocos meses o, a lo
más, al año, lo metieron preso —dice doña Josefa—. Ahí empezaron sus
calamidades. Ya no regresó a esta casa, se fue a vivir solo. Desde entonces de
peor a pésimo. ¿Dónde está tu ahijado? Escondido. ¿Dónde anda Mayta? Preso. ¿Ya
lo soltaron? Sí, pero lo andan buscando de nuevo. Si le dijera todas las veces
que la policía vino aquí a revolverlo todo, a faltarme el respeto, a darme
sustos, creería que exagero. Y si le digo cincuenta veces me quedo corta. En
vez de estar ganando juicios, con la cabeza que le dio Dios. ¿Es vida ésa? —Sí,
lo es —la contradigo, suavemente—. Dura, si usted quiere. Pero, también,
intensa y coherente. Preferible a muchas otras, señora. No me puedo imaginar a
Mayta envejeciendo en un bufete, haciendo todos los días una misma cosa.
—Bueno, eso quizá sea verdad —asiente doña Josefa, por educación, no porque
esté convencida—. Desde chiquito se podía adivinar que no tendría una vida como
los demás. ¿Se ha visto nunca que un mocosito deje un buen día de comer porque
en el mundo hay gente que pasa hambre? Yo no me lo creía ¿sabe? Se tomaba su
sopa y dejaba lo demás. Y en la noche, su pan. Zoilita, Alicia y yo nos
burlábamos: «Te das tus banquetes a escondidas, tramposo». Pero resulta que era
cierto, no comía nada más. Si de chico le daba por eso, por qué no iba a ser de
grande como fue. —¿Viste Deshojando la margarita, con Brigitte Bardot? —cambió
de tema Vallejos—. Yo la vi ayer. Unas piernas largas, largas, que se salen de
la pantalla. Me gustaría ir a París alguna vez y ver a la Brigitte Bardot de
carne y hueso. —Déjate de hablar tanto y bailemos —Alci acababa de zafarse de
Pepote y a tirones quería levantar a Vallejos de la silla—. No voy a pasarme
toda la noche bailando con ese pesado que se me pega. Ven, ven, un mambo. —¡Un
mambo! —cantó el alférez—. ¡Qué rico mambo! Un momento después, giraba como un
trompo. Bailaba con ritmo, moviendo las manos, haciendo figuras, cantando, y,
animadas por su ejemplo, otras parejas comenzaron a hacer ruedas, trencitos, a
intercambiarse. Pronto el salón fue un remolino que aturdía. Mayta se levantó y
pegó su silla a la pared, para dejar más espacio a los bailarines. ¿Alguna vez
bailaría como Vallejos? Nunca. Comparado con él, hasta Pepote era un as.
Sonriendo, Mayta recordó la desagradable sensación de haberse convertido en el
hombre de Cromagnon que lo invadía cada vez que no le quedaba más remedio que
sacar a bailar a Adelaida, incluso los bailes más fáciles. No era su cuerpo el
torpe, era esa cortedad, pudor, inhibición visceral, de estar tan cerca de una
mujer lo que lo volvía un muñecón. Por eso había optado por no bailar sino a la
fuerza, como cuando la prima Alicia o la prima Zoilita lo obligaban, lo que podía
ocurrir ahora en cualquier momento. ¿Habría aprendido a bailar León Davidovich?
Seguramente. ¿No decía Natalia Sedova que, descontando la revolución, había sido el más normal de
los hombres? Padre cariñoso, esposo amante, buen jardinero, le encantaba dar de
comer a los conejos. Lo más normal de los hombres normales era que les gustara
bailar. A ellos el baile no les parecería, como a él, algo ridículo, una
frivolidad, perder el tiempo, olvidar lo importante. «No eres un hombre normal,
recuerda eso», pensó. Terminado el mambo, hubo aplausos. Habían abierto las
ventanas a la calle, para que se aireara la sala, y, entre las parejas, Mayta
podía ver las caras aplastadas contra los postigos y el alféizar de los
mirones, ojos masculinos que devoraban a las mujeres de la fiesta. La madrina
hizo un anuncio: había caldito de pollo, que vinieran a ayudarla. Alci corrió a
la cocina. Vallejos vino a sentarse de nuevo junto a Mayta, sudando. Le ofreció
un cigarrillo. —En realidad, estoy y no estoy aquí —le guiñó un ojo con burla—.
Porque debería estar en Jauja. Vivo allá, soy el jefe de la cárcel. No debería
moverme, pero me doy mis escapadas cuando se presenta la ocasión. ¿Conoces
Jauja? —Conozco otras partes de la sierra —dijo Mayta—. Jauja, no. —¡La primera
capital del Perú! —hizo el payaso Vallejos—. ¡ Jauja! ¡ Jauja! ¡Qué vergüenza
que no la conozcas! Todos los peruanos deberían ir a Jauja. Y, casi sin
transición, Mayta lo oyó enfrascarse en un discurso indigenista: el Perú
verdadero estaba en la sierra y no en la costa, entre los indios y los cóndores
y los picachos de los Andes, y no aquí, en Lima, ciudad extranjerizante y
ociosa, antiperuana, porque desde que la fundaron los españoles había vivido
con la mirada en Europa y en Estados Unidos, de espaldas al Perú. Eran cosas
que Mayta había oído y leído muchas veces, pero sonaban distintas en boca del
alférez. La novedad estaba en la manera despercudida y sonriente que las decía,
arrojando argollas de humo gris. Había en su manera de hablar algo espontáneo y
vital que mejoraba lo que decía. ¿Por qué este muchacho le traía esa nostalgia,
esa sensación de algo definitivamente extinto? «Porque es sano», pensó Mayta.
«No está maleado. La política no ha matado en él la alegría de vivir. No debe
haber hecho jamás política de ninguna clase. Por eso es tan irresponsable, por
eso dice todo lo que se le viene a la cabeza.» En el alférez no había el menor
cálculo, segundas intenciones, una retórica prefabricada. Estaba aún en esa
adolescencia en que la política consistía exclusivamente en sentimientos,
indignación moral, rebeldía, idealismo, sueños, generosidad, mística. Sí, esas
cosas todavía existen, Mayta. Ahí las tenías, encarnadas —quién lo hubiera
dicho, carajo— en un oficialito. Oye lo que dice. La injusticia era monstruosa,
cualquier millonario tenía más plata que un millón de pobres, los perros de los
ricos comían mejor que los indios de la sierra, había que acabar con esa
iniquidad, alzar al pueblo, invadir las haciendas, tomar los cuarteles,
sublevar a la tropa que era parte del pueblo, desencadenar las huelgas, rehacer
la sociedad de arriba abajo, establecer la justicia. Qué envidia. Ahí estaba,
jovencito, delgado, buen mozo, risueño, locuaz, con sus invisibles alitas,
creyendo que la revolución era una cuestión de honestidad, de valentía, de
desprendimiento, de audacia. No sospechaba y acaso no llegaría nunca a saber
que la revolución era una larga paciencia, una infinita rutina, una terrible
sordidez, las mil y una estrecheces, las mil y una vilezas, las mil y una...
Pero ahí estaba el caldito de pollo y a Mayta se le hizo agua la boca al sentir
el aroma del plato humeante que Alci puso en sus manos.
—Qué trabajo y, también, qué gastadera, cada cumpleaños
—recuerda doña Josefa—. Quedaba endeudada un montón de tiempo. Rompían vasos,
sillas, floreros. La casa amanecía como después de una guerra o un terremoto.
Pero yo me daba el trabajo cada año porque ya era una institución en el barrio.
Muchos parientes y amigos se veían ese único día al año. Lo hacía también por
ellos, para no defraudarlos. Aquí, en Surquillo, la fiesta de mi cumpleaños era
como las Fiestas Patrias o la Navidad. Todo ha cambiado, ahora no está la vida
para fiestas. La última fue el año que Alicita y su marido se fueron a
Venezuela. Ahora, en mi cumpleaños, veo un rato la televisión y me acuesto.
Pasa una mirada tristona por el cuarto sin gente, como reponiendo en esas
sillas, rincones, ventanas, a los parientes y amigos que venían a cantarle
Happy Birthday, a festejar su buena mano para la cocina, y suspira. Ahora sí
parece de setenta años. ¿Sabía si alguien, algún pariente, conservaba los
cuadernos de apuntes y los artículos de Mayta? Renace su desconfianza. —¿Qué
parientes? —susurra, haciendo una mueca—. El único pariente que Mayta tenía era
yo, y aquí nunca trajo ni una caja de fósforos, porque cada vez que lo
perseguían éste era el primer sitio que la policía venía a rebuscar. Además, yo
nunca supe que fuera escritor ni nada que se le parezca. Sí, escribía, y alguna
vez yo leí los artículos que aparecían en esos periodiquitos —hojas, más bien—
donde colaboraba, y que eran siempre, por supuesto, los que él mismo sacaba, y
de los que ahora no parece quedar rastro ni en la Biblioteca Nacional ni en
ninguna colección privada. Pero es normal que doña Josefa no se enterara de la existencia de Voz Obrera ni de ninguna
de las otras hojitas, como, por lo demás, la inmensa mayoría de gentes de este
país, en especial aquellos para quienes eran escritas e impresas. De otro lado,
doña Josefa tenía razón: no era un escritor ni nada que se le parezca. Pero,
por más que le pesara, un intelectual sí que lo era. Todavía recuerdo la dureza
con que me habló de ellos, en esa última conversación, en la plaza San Martín.
No servían para gran cosa, según él: —Los de este país al menos —precisó—. Se
sensualizan muy rápido, no tienen convicciones sólidas. Su moral vale apenas lo
que un pasaje de avión a un Congreso de la Juventud, de la Paz, etcétera. Por
eso, los que no se venden a las becas yanquis y al Congreso por la Libertad de
la Cultura, se dejan sobornar por el estalinismo y se hacen rabanitos. Notó
que, Vallejos, sorprendido por lo que había dicho, y por el tono con que lo
había dicho, lo miraba fijo, la cuchara inmóvil a medio camino de la boca. Lo
había desconcertado y en cierta forma alertado. Mal hecho, Mayta, muy mal
hecho. ¿Por qué se dejaba ganar siempre por el mal humor y la impaciencia
cuando se hablaba de los intelectuales? ¿Qué otra cosa había sido León
Davidovich? Lo había sido, y genial, y Vladimiro Ilich también. Pero ellos,
antes y, sobre todo, habían sido revolucionarios. ¿No despotricabas contra los
intelectuales por despecho, porque en el Perú todos eran reaccionarios o
estalinistas y ni uno solo trotskista? —Lo único que quiero decir es que no hay
que contar mucho con los intelectuales para la revolución —trató de arreglar
las cosas Mayta, alzando la voz para hacerse oír en medio de la huaracha La
negra Tomasa—. No en primer lugar, en todo caso. En primer lugar están los
obreros, y, luego, los campesinos. Los intelectuales a la cola. —¿Y Fidel
Castro y esos del 26 de Julio que están en las montañas de Cuba no son
intelectuales? —replicó Vallejos. —Quizá lo sean —admitió Mayta—. Pero esa
revolución todavía está verde. Y no es una revolución socialista, sino pequeño
burguesa. Dos cosas muy distintas. El alférez se lo quedó mirando, intrigado.
—Por lo menos, piensas en esas cosas —recuperó su aplomo y su sonrisa, entre
cucharadas de sopa—. Por lo menos, a ti no te aburre hablar de la revolución.
—No, no me aburre —le sonrió Mayta—. Al contrario. Él sí que no se «sensualizó»
nunca, mi condiscípulo Mayta. De las vagas impresiones que me dejaban de él
esas rápidas entrevistas que teníamos a lo largo de los años, una de las más
rotundas que guardo es la frugalidad que emanaba de su persona, de su atuendo,
de sus gestos. Hasta en su manera de sentarse en un café, de examinar el menú,
de ordenar algo al mozo y aun de aceptar un cigarrillo, había en él algo
ascético. Era eso lo que daba autoridad, una aureola respetable, a sus
afirmaciones políticas, por delirantes que pudieran parecerme y por huérfano de
adeptos que estuviera. La última vez que lo vi, semanas antes de la fiesta en
que conoció a Vallejos, tenía ya más de cuarenta años y llevaba lo menos veinte
militando. Por más que se hurgara en su vida, ni sus más encarnizados enemigos
podían acusarlo de haberse aprovechado, en una sola ocasión, de la política.
Por el contrario, lo más constante de su trayectoria era haber dado siempre,
con una especie de intuición infalible, todos los pasos necesarios para que le
fuera peor, para atraerse problemas y en redos. «Es un suicidario», me dijo de
él, una vez, un amigo común. «No un suicida, sino un suicidario», repitió,
«alguien que le gusta matarse a poquitos». La palabreja chisporrotea en mi
cabeza, inesperada, pintoresca, como ese verbo reflexivo que estoy seguro de
haberle escuchado aquella vez, en su diatriba contra los intelectuales. —¿De
qué te ríes? —Del verbo sensualizarse. De dónde lo sacaste. —A lo mejor acabo
de inventarlo —sonrió Mayta—. Bueno, tal vez hay otro mejor. Ablandarse,
claudicar. Pero, te das cuenta a qué me refiero. Pequeñas concesiones que minan
la moral. Un viajecito, una beca, cualquier cosa que halague la vanidad. El
imperialismo es maestro en esas trampas. Y el estalinismo también. Un obrero o
un campesino no caen fácilmente. Los intelectuales se prenden de la mamadera
apenas la tienen delante de la boca. Después, inventan teorías para justificar
sus chanchullos. Le dije que estaba poco menos que citando a Arthur Koestler,
quien había dicho que «esos diestros imbéciles» eran capaces de predicar la
neutralidad ante la peste bubónica, pues habían adquirido el arte diabólico de poder
probar todo aquello que creían y de creer todo aquello que podían probar.
Esperaba que me contestara que era el colmo citar a un conocido agente de la
CIA como el señor Koestler, pero, ante mi sorpresa, le oí decir: —¿Koestler?
Ah, sí. Nadie ha descrito mejor el terrorismo psicológico del estalinismo.
—Cuidado, por ese camino se llega a Washington y a la libre empresa —lo
provoqué. —Te equivocas —dijo él—. Por ese camino se llega a la revolución
permanente y a León Davidovich. Trotski para los amigos.
—¿Y quién es Trotski? —dijo Vallejos. —Un revolucionario —le
aclaró Mayta—. Ya murió. Un gran pensador. —¿Peruano? —insinuó tímidamente el
alférez. —Ruso —dijo Mayta—. Murió en México. —Basta de política o los boto
—insistió Zoilita—. Ven, primo, no has bailado ni una. Ven, ven, sácame este
valsecito. —Bailen, bailen —pidió socorro Alci, desde los brazos de Pepote.
—¿Con quién? —dijo Vallejos—. He perdido a mi pareja. —Conmigo —dijo Alicia,
arrastrándolo. Mayta se vio en el centro de la salita, tratando de seguir los
compases de Lucy Smith, cuya letra Zoilita tarareaba con mucha gracia. Trató
también de cantar, de sonreír, mientras sentía los músculos acalambrados y
mucha vergüenza de que el alférez viera lo mal que bailaba. La salita no debe
haber cambiado gran cosa desde entonces; salvo el deterioro natural, éstos
debían ser los muebles de aquella noche. No es difícil imaginarse el cuartito
atestado de gente, humo, olor a cerveza, el sudor en los rostros, la música a
todo volumen, e, incluso, descubrirlos haciendo un aparte en esa esquina, junto
al florero de rosas de cera, sumidos en esa charla sobre el único tema
importante para Mayta —la revolución— que los demoró hasta el amanecer. El
paisaje exterior —caras, gestos, atuendos, utilería— está ahí, muy visible. No,
en cambio, lo que pasó dentro de Mayta y del joven alférez en el curso de esas
horas. ¿Brotó una corriente de simpatía desde el primer momento entre ambos,
una afinidad, la recíproca intuición de un denominador común? Hay amistades a
primera vista, acaso más que amores. ¿O la relación entre ambos fue, desde el
principio, exclusivamente política, una alianza de dos hombres empeñados en una
causa común? En todo caso, aquí se conocieron y aquí comenzó para los dos —sin
que, en el desorden de la fiesta, pudieran sospecharlo— el hecho más importante
de sus vidas. —Si escribe algo, no me mencione para nada —me ruega doña Josefa
Arrisueño—. O, por lo menos, cámbieme el nombre y, sobre todo, la dirección de
la casa. Habrán pasado muchos años pero en este país nunca se sabe. Hasta
lueguito. —Espero que hasta lueguito —dijo Vallejos—. Sigamos conversando
alguna otra vez. Tengo que agradecerte porque, la verdad, contigo he aprendido
un montón de cosas. —Hasta lueguito, señora —le doy la mano y le agradezco su
paciencia. Regreso a Barranco andando. Mientras cruzo Miraflores,
insensiblemente, la fiesta se desvanece y me descubro evocando aquella huelga
de hambre que hizo Mayta, cuando tenía catorce o quince años, para igualarse
con los pobres. De toda la conversación con su tía madrina, ese plato de sopa a
mediodía y ese pedazo de pan en las noches que fueron su alimento por tres
meses, es la imagen que prevalece: nítida, infantil, profética, borra todas las
otras. —Hasta lueguito —asintió Mayta—. Sí, claro, claro, ya seguiremos
conversando.
https://archive.org/details/historiademayta0000varg
Pocos novelistas hispanoamericanos han hecho tantas
incursiones en el campo de la teoría literaria como Mario Vargas Llosa. Es bien
sabido que su interés por los mecanismos conscientes e inconscientes del
proceso creativo lo ha llevado no sólo al comentario de la obra de otros, sino
a una autocrítica bastante extensa y elaborada. Sus numerosas entrevistas,
conferencias y ensayos le han servido para esclarecer —a lo mejor tanto para él
mismo como para sus lectores— el porqué y el cómo del arte novelesco. A tal
punto que la mención del nombre Vargas Llosa ya no sólo suscita títulos de
obras, sino también conceptos teóricos tales como los demonios, los vasos comunicantes
y otros que se referirán a continuación. Nos proponemos aquí examinar Historia
de Mayta,1 la novela más reciente del autor peruano, enjuiciándola a h luz de
sus teorías críticas aludidas y tomando en cuenta algunas de las constantes
temáticas y técnicas de su obra. La tesis que se intentará comprobar es que
Historia de Mayta no llega a la altura de la perfección estética —bien sea
relativa— de otras novelas del autor. El narrador inicia la acción de la novela
con una descripción de sí mismo corriendo cerca del colegio adonde asistió de
adolescente. Esta última circunstancia le trae a la memoria a un compañero de
clase, Alejandro Mayta. El recuerdo espontáneo se debe a que Mayta también
tenía la costumbre de correr diariamente para llevarle a un ciego harapiento la
ración de merienda que recibía en el colegio. Resulta que ese joven sensible y
caritativo, por cierto personaje basado en una figura histórica, había pasado a
ser militante político y participante, si no protagonista, de una malograda
insurrección que tuvo lugar en Jauja en 1958.2 La novela, luego, relata los
viajes que hace el narrador a diferentes pueblos del Perú a fin de
entrevistarse con aquellos que bien participaron en la intentona o bien
tuvieron conocimiento de las circunstancias que encauzaron a Mayta por un
camino de humillación y derrota. Las múltiples pesquisas del narrador sólo
descubren versiones imprecisas y contradictorias de lo ocurrido, enredo cada
vez más grande que ni siquiera un encuentro con Mayta al final de la obra logra
aclarar Tangentes a este hilo narrativo son las descripciones y comentarios del
narrador respecto a la vida peruana, y sus observaciones sobre los fines
literarios que lomotivan en su búsqueda de la verdad. En el plano global,
Historia de Mayta encaja plenamente dentro de la novelística vargasliosiana,
aunque a nuestro parecer más se aproxima a las obras anteriores a Patita/eón y
las visitadores. Cada uno de sus diez capítulos se desarrolla a base de un tipo
de desplazamiento temporal y espacial al que ya nos tenía acostumbrados el
autor. Yuxtapuestas, si no superimpuestas, son las escenas pertenecientes al
momento presente de las entrevistas, y las que corresponden al período que
abarca la iniciación de Mayta a la política y su complicidad en la farsa de
Jauja. Sirviéndose de puente entre esos momentos y lugares dispares son los
diálogos enlazados por un mismo tema o por preguntas hechas en el presente y
constestadas en el pasado en el contexto aludido, o viceversa, recursos
frecuentemente empleados en La ciudad y los perros, La casa verde y
Conversación en La Catedral. Al valerse así de una estructuración alternante y
de unas técnicas que durante una época eran casi sinónimas de su nombre, Vargas
Llosa ha corrido cierto riesgo de dar la impresión de volver a seguir una
fórmula demasiado manida. Por consiguiente, Historia de Mayta puede inquietar
al lector familiarizado con la marcada tendencia experimental de otra índole
que se transparentaba en sus obras a partir de Pan taled ti y las visitadoras3.
Como todas las novelas del autor peruano, Historia de Mayta deja plena
constancia de conceptos teóricos que el autor viene planteando durante años; a
saber, las cajas chinas, los vasos comuni~antes, los demonios y el salto
cualitativo Una consideración de su
utilización en la novela pone de manifiesto algunos de los aspectos
problemáticos inherentes a ella. Las cajas chinas, sucintamente, representan el
<‘introducir entre el lector y la materia narrativa intermediarios que vayan produ> introducir entre el lector y la materia
narrativa intermediarios que vayan produciendo transformaciones en esta materia, aportando
nuevas tensiones, nuevas emociones».5 Como aclara José Luis Martin, «no se
trata ...de un mero encadenamiento yuxtapuesto de historias, sino de un
re-envase de historias, de una espiral narrativa cuyo diseño ha de producir
cierto tipo de tónica de realidad. Es un vaciar una historia en otra, hasta
proyectarse en lo infinito».6 Esta técnica se puede observar en Historia de
Mayta en dos niveles. Por una parte, no hay una historia de Mayta, sino varias.
A cada lugar adonde va el narrador, le proporcionan una versión diferente de
los hechos, algunas de las cuales no sólo desmienten las anteriores, sino que
en sí dejan lugar a dudas en cuanto a su propia veracidad, suscitando de tal
manera otras posibilidades, y así, potencialemtne, ad in/initum. No es de
extrañar que un reseñador de la novela haya hecho la siguiente pregunta sin
contestar: «¿Dónde nos encontramos al final?»7 La respuesta, desde luego, es
que no hay respuesta, y la Verdad anhelada, aunque sea histórica, está más allá
de nuestro alcance. De ahí la frustración y la sensación de fraude que
experimenta el narrador al final de la novela, sentimientos compartidos, a lo
mejor, por muchos lectores. Las cajas chinas también se perciben en los varios
planos de realidad y ficción que sugiere la obra; los cuales son: (1) el
contexto real.histórico que abarca tanto a Vargas Llosa como a Alejandro Mayta;
(2) el plano del narrador, es decir, Vargas Llosa como personaje literario,
investigando la insurrección de Jauja ya en nivel ficticio; y (3) el plano del
texto mismo como hecho real inserto en la experiencia del lector. Estas cajas
sí suscitan algo más concreto: la relación compleja entre autor-texto y
lectortexto, o, para expresarlo en términos más generales todavía, el tema de
la polaridad realidad-ficción. Antes de examinar hasta dónde va Vargas Llosa
con estos planos narrativos, conviene destacar otros dos recursos que, a su
vez, apuntan hacia el papel decisivo que tiene en Historia de Mayta el tema
realidadficción. Son los vasos comunicantes y los demonios. La técnica de los
vasos comunicantes, como la define el autor, consiste en asociar dentro de una
narrativa acontecimientos, personajes, situaciones que ocurren en tiempos o
lugares distintos; consiste en fundir dichos acontecimientos, personajes,
situaciones...y de esa fusión surge una nueva vivencia que....va a precipitar
un elemento extraño, inquietante, turbador, que va a dar esa ilusión, esa
apariencia de vida.
La presencia de esta técnica es muy evidente en Historia de
Mayta, donde poco a poco nos vamos dando cuenta de que su armado estructural es
tripartito. El elemento fundamental de ese armado corresponde, por supuesto, a
lo relativo a Mayta. Parelelo a ello, hay la situación del narrador que, en el
momento presente evocado en la novela, lleva a cabo su labor investigadora.
Luego, en un plano más general y trascendente, hay las muchas alusiones al Perú
de los años 50 y al de los 80 que van despertando nuestra conciencia de que la
obra también constituye una especie de documento histórico que toca lo social,
económico y político, y que tal vez puede considerarse lo más emocionante de la
novela. La reunión de estos hilos dentro de la unidad narrativa de la novela
corresponde a la definición de los vasos comunicantes que nos proporciona el
autor. Sin embargo, hasta qué punto la novela logra precipitar la ilusión de la
vida que él asocia con este recurso no estaba tan claro. Es una cuestión que
tendrá que tomarse en cuenta cuando exploremos el tratamiento de la realidad
versus la ficción que se da en la obra. La teoría de los demonios quizás sea el
concepto teórico más conocido de Vargas Llosa, ya raíz de su debate con Angel
Rama, el más controvertido.9 El término “demonios» es nada más que una metáfora
de que se vale el autor para concretizar la dimensión irracional e inconsciente
del proceso creativo. Para un escritor, los demonios son: «hechos, personas,
sueños, mitos, cuya presencia o cuya ausencia, cuya vida o cuya muerte lo
enemistaron con la realidad». En el acto de escribir, un autor trata de
«recuperar y exorcizar» esos demonios, y así se convierten para él en temas.
Gran número de los ensayos, conferencias y entrevistas de Vargas Llosa versan
directa o indirectamente sobre este fenómeno, ya que el objeto de ellos suele
ser traer a luz las experiencias personales o colectivas de donde han
procedido, forzosamente, todas sus ficciones, incluso la que estamos
discutiendo. En Historia de Mayta, el inspirarse en una figura histórica, la
proyección de una visión del Perú donde se transparentan las conocidas
preocupaciones sociales del novelista, y el mismo tema de la realidad-ficción a
que vamos aludiendo, corroboran que los demonios siguen inquietando al autor.tt
El interés que tiene Vargas Llosa en este fénomeno también se patentiza en la novela
mediante la referencia ya hecha al recuerdo espontáneo de Mayta como fuente
catalizadora de la narración, También lo observamos en la siguiente rumia del
narrador:
No sé cómo seguir. Si pudiera, se lo aclararía, pero a estas
alturas, solamente sé que la historia de Mayta es la que quiero conocer e
inventar, con la mayor vitaL dad posible. Podría darle razones morales, sociales,
ideológicas, demostrarle que es la más importante y urgente de las historias.
Todo seria mentira. La verdad, no sé por quela historia de Mayta me intriga y
me perturba.(p.53) Así, a diferencia de las obras anteriores de Vargas Llosa en
que los demonios quedan ocultos detrás de la cortina del mundo ficticio
proyectado, en Historia de Mayta el origen inconsciente del proceso creativo en
sí se convierte en tema, bien que sea secundario. Al reflexionar sobre las
múltiples y variadas maneras en que Historia de Mayta aborda la tenue relación
entre vida y Ficción, o bien en el mismo acto de leerla, llega un momento en
que parece que ésa sea la idea central de la novela. Es el momento en que el
lector experimenta lo que el escritor ha denominado el salto cualitativo, <‘una acumulación increscendo de elementos o de tensiones hasta que la realidad narrada cambia de naturaleza».12 Habiendo dado ese salto hacia lo que puede considerarse el tema principal de la novela, conviene ahora enfocarlo con más detenimientO. En vista de su temprano reconocimiento del papel de lo vivido y experimentado en el proceso creativo, es decir, los demonios, parece natural que Vargas Llosa se haya interesado por esa relación obvia pero a la vez intangible entre lo real y lo Ficticio. Quizás el momento decisivo en la evolución del pensamiento del autor con respecto a esa relación ocurrió en 1979, año en que le mandaron una revista del Brasil donde aparecían fotos y hablaban de ese Hermano Francisco que él había pintado en el plano imaginario en Pan talcón y las visitadoras. Su reacción ante el incidente denuncia el carácter consciente que adquiere su instrumentación de la polaridad vida-literatura a partir de esa fecha: Fue realmente algo muy sorprendente y conmovedor, Fue como una prolongación que Li realidad hubiera hecho de esa novela que yo creía haber terminado hace siete años. Esto me dio una idea de la complicadísima relación existente entre ficción realidad.13 En su próxima novela, La tía Julia ye/escribidor, el autor se enfrenta con esa problemática de Forma totalmente consciente en la caracterización de Camacho y en la dcl narrador homónimo de la obra. Algunos años más tarde, era evidente que seguía interesándole, como revela la siguiente referencia suya con respecto a lo narrado en La guerra del fin del mundo: ~ Martín, p. 211. ‘3 ><‘Cómo nace> “una acumulación increscendo de tensiones o
elementos hasta que la realidad narrada cambiaba de naturaleza”
Habiendo dado ese salto hasta lo que puede considerarse el
tema principal de la novela, conviene ahora enfocarlo con más detenimiento. En
vista de su temprano reconocimiento del papel de lo vivido y experimentado en
el proceso creativo, es decir, los demonios, parece natural que Vargas Llosa se
haya interesado por esa relación obvia pero a la vez intangible entre lo real y
lo Ficticio. Quizás el momento decisivo en la evolución del pensamiento del
autor con respecto a esa relación ocurrió en 1979, año en que le mandaron una
revista del Brasil donde aparecían fotos y hablaban de ese Hermano Francisco
que él había pintado en el plano imaginario en Pan talcón y las visitadoras. Su
reacción ante el incidente denuncia el carácter consciente que adquiere su
instrumentación de la polaridad vida-literatura a partir de esa fecha: Fue
realmente algo muy sorprendente y conmovedor, Fue como una prolongación que Li
realidad hubiera hecho de esa novela que yo creía haber terminado hace siete
años. Esto me dio una idea de la complicadísima relación existente entre
ficción realidad.13 En su próxima novela, La tía Julia ye/escribidor, el autor se
enfrenta con esa problemática de Forma totalmente consciente en la
caracterización de Camacho y en la dcl narrador homónimo de la obra. Algunos
años más tarde, era evidente que seguía interesándole, como revela la siguiente
referencia suya con respecto a lo narrado en La guerra del fin del mundo.
el libro no pretende ser absolutamente fiel a la historia ni
mucho menos, pero yo necesitaba conocer el material histórico, incluso para
mentir sobre él.14 Este comentario, podríamos decir, pone el dedo en la esencia
de todo el arte narrativo de Vargas Llosa. Pero, lo que antes estaba detrás de
los escritos, o aludido de forma tal que no llamaba la atención sobre sí mismo,
en Historia de Mayta se sale al descubierto como fuerza motriz de la trama.
Compárense, por ejemplo, las siguientes palabras del narrador con loque
acabamos de citar: Le explico una vez más que no pretendo escribir la
«verdadera historia» de Mayta. Sólo recopilar la mayor cantidad de datos y
opiniones sobre él, para, luego, añadiendo copiosas dosis de invención a esos
materiales, construir algo que será una versión irreconocible de lo sucedido.
(p.93) En una palabra, como también dice el narrador, se trata de «mentir con
conocimiento de causa» (p.232), la misma meta que ha perseguido Vargas Llosa a
lo largo de su carrera. El planteamiento abierto de la fusión entre lo
histórico y lo inventado, paso totalmente lógico si no esperado en la
trayectoria novelesca y te: orica de Vargas Llosa, es, como tema literario, de
plena validez. Pero, como ha acertado el mismo autor, «no son los temas lo que
deciden el fracaso o la victoria de un creador sino la forma en que se
encarnan’>.’5 Es aquí a nuestro parecer, donde Historia de Mayta tiene su
punto más débil. Quizás la exposición ensayística más reveladora que Vargas
Llosa ha hecho de la relación entre la verdad histórica y la de la ficción es
su artículo «El arte de mentir», publicado hace poco más de un año.16 En él, a
severa que: En efecto, las novelas mienten —no pueden hacer otra cosa—, pero
ésa es sólo una parte de la historia. La otra es que, mintiendo, expresan una
curiosa verdad, que sólo puede expresarse disimulada y encubierta, disfrazada
de lo que no es. (p.9) Pero, añade, «decir la verdad para una novela significa
hacer vivir al lector una ilusión, y mentir, ser incapaz de lograr esa
superchería» (p.9). La ilusión fundamental que pretende Historia de Mayta es la
de colocar al lector en la posición del narrador y hacer que se identifique con
éste en la búsqueda de «la verdad’> respecto de Alejandro Mayta. Por lo
tanto, desde un principio estamos obligados a suspender nuestro conocimiento de
la realidad histórica de Mayta y la de Vargas Llosa. Esa verdad que se busca,
desde el punto de vista del lector ya identificado con el narrador, servirá
luego para que éste escriba una novela en que mentirá sobre los hechos. Pero
esa verdad, desde luego, ya es mentira. La obra futura también es mentira,
porque no va a haber esa «historia de Mayta’> a que se reFiere el narrador.
Lo que sí hay es la historia del proceso de escribir una novela. Pero ese
proceso también resulta falso, porque el narrador, que empieza, como sus
lectores, ignorante de los hechos, pronto se convierte —de forma
contradictoria— en el autor omnisciente que sabe— no por lo que le dicen los
personajes entrevistados —sino por ser omnisciente, hasta lo que piensan sus
personajes. Además, si la obra narra el proceso, como lo hace, el mismo proceso
también se convierte en una ficción. A la vez, las versiones de la verdad de
los entrevistados, que por ser ficticias ya son mentiras, también lo son porque
esos entrevistados ocultan por motivos personales lo que supuestamente
ocurrió.17 Lo muy contradictorio y enredado de todo esto llega a ser totalmente
forzado al final de la obra cuando el narrador y Mayta está mintiendo al contar
su versión de lo que pasó. Aunque sea consistente con la trama, esto le
confirma al lector el carácter de juego literario de la novela, sospechando en
el momento en que la persona y los demonios de Vargas Llosa se hacían
transparentes. En ese momento, sea cuando sea, se rompe el encanto ilusorio dc
la novela, y el mundo ficticio se deshace, Este tratamiento artificial y
contradictorio de la relación entre vida y literatura también sufre por una
técnica usada, o más bien abusada, a lo largo de la novela: el planteamiento
repetido de preguntas. Se dan, por ejemplo, las directas que aparecen en los
diálogos; las retóricas de los personajes entrevistados; las pensadas por Mayta;
y las muchas que se hace el narrador y que nunca contesta. En el primer
capítulo, hay más de 40; en el segundo, el saldo sobrepasa las 65. Vienen a
veces una tras otra: 4, 5, y hasta 6 seguidas. En un solo párrafo se cuentan
doce. Llega un momento en que la protesta del lector se une con la del
personaje que le hace el narrador la pregunta más incisiva de todas: «¿Para qué
mierda está haciendo preguntas por calles y plazas? (p.232). En conclusión,
estamos de acuerdo con el juicio de que todo tema literario es válido.
Aceptamos que en esta novela las dimensiones históricas, sociales y literarias
tienen gran interés y actualidad. Pero no habría que olvidar que es el
tratamiento estético lo que juega el papel decisivo en el éxito de toda novela.
A Fin de cuentas, es allí donde el autor tiene que encontrar la manera de crear
esa ilusión sin la cual, como ha subrayado el mismo Vargas Llosa, no hay
novela.
JOSEPH CHIRzANOwSKI
California State University Los Angeles
Pero porque la ficción cae en esta novela, ¿Cuál es el
demonio que Llosa no puede exorcizar?
(Re)escrituras del
futuro: contrautopía
y apocalipsis
Uno de los
aspectos más interesan
-
tes de
Historia de Mayta
es que
el
relato marco, en el que se producen
las conversaciones sobre el levanta
-
miento fallido del personaje principal,
nos presenta una
especie de con
-
trautopía o antiutopía. Entiendo esta
noción,
básicamente, como opuesta
a la utopía. El
Diccionario de la Real
Academia de la
Lengua Española
define esta última
en los siguientes
términos: “1. f. Plan, proyecto, doc
-
trina deseables que parecen de muy
difícil realización.”, y “2. f. Represen
-
tación
imaginativa de una
sociedad
futura de características favorecedo
-
ras del bien humano” (
DRAE
, 2014).
En efecto, en
Historia de Mayta
, en
el relato marco, la representación de
la sociedad peruana está signada por
el horror y
el caos generalizado.
No
presenciamos una situación
deseable, sino, todo lo contrario, asistimos
a la debacle de la sociedad peruana.
Esto debido al avance de las huestes
revolucionarias
marxistas que han
logrado
“capturar” al país
entero y
lo han doblegado
políticamente, con
ayuda de fuerzas
comunistas extran
-
jeras. En el
texto, el profesor
Ubilluz,
personaje que traiciona
a Mayta, le
dice al narrador-novelista: “Un
Juez
me contaba el otro día, que, según un
coronel de Estado Mayor, la estadística
secreta de las
Fuerzas Armadas ha
registrado ya medio millón de muertos
desde que esto comenzó” (p. 164).
El presente de
la novela es
errático y
sangriento. Los insurrectos han hecho
suyas muchas ciudades del Perú. Lima
está a punto de ser sitiada (ya ni siquie
-
ra sus lugares social y económicamen
-
te exclusivos, como
Miraflores, están
exentos de la
violencia). El Estado,
dirigido por una
Junta Militar, ha
sido
incapaz de detener
la ola subversiva
y, ahora, el
Perú corre el
riesgo de
ser invadido por
los comunistas del
resto de Latinoamérica. El
narrador
-novelista expresa dubitativo:
Estamos en el
convaleciente
Café Haití de
Miraflores, que no
acaba de reparar
los destrozos
del atentado: sus
ventanas aún
carecen de cristales y el mostrador
y el suelo siguen rotos y tiznados.
Pero aquí, en
la calle, no
se nota.
A nuestro alrededor todo el mundo
habla de lo
mismo, como si
los
parroquianos de la
veintena de
mesitas
participaran de una
sola
conversación:
¿será cierto que
tropas cubanas han
cruzado la
frontera con Bolivia?
¿Que, desde
hace tres días,
los rebeldes y
los
“voluntarios” cubanos y bolivianos
que los apoyan
hacen retroceder
al Ejército y que la Junta ha adver
-
tido a Estados
Unidos que si
no
interviene los insurrectos tomarán
Arequipa en cuestión
de días y
podrán proclamar allá la República
Socialista del Perú? (p. 178).
El país entero
está postrado ante
la
“insania revolucionaria”. Al poco tiem
-
po, la amenaza de la invasión internacio
-
nal se cumple y la única solución posible
es la llegada
de los “marines”
norteame
-
ricanos, afincados en el Ecuador. Mientras
tanto, el sufrimiento y el horror adquieren el
valor de moneda común en nuestro territorio.
Para ilustrar este punto baste citar lo que en
el relato marco se narra sobre el asalto a
la ciudad del Cusco por parte de los revolucionarios y
su posterior bombardeo
a
cargo de las fuerzas del gobierno:
Como hay tantos muertos y no es
posible
enterrarlos, los coman
-
dantes rebeldes ordenan
rociarlos
de cualquier materia
inflamable y
prenderles fuego.
Hay que evitar
que los restos putrefactos desper
-
digados por la
ciudad propaguen
infecciones. El aire
es tan espeso
y viciado que
apenas se puede
respirar [...]. La
crepitación de
las hogueras donde
arden los
cadáveres no acalla
las voces
irascibles,
enloquecidas, de los
parientes y amigos que tratan de
impedir la quemazón,
exigiendo
sepultura
cristiana para las
víctimas. En medio
del humo, la
pestilencia, el pavor
y la desola
-
ción, algunos tratan de arrebatar
los cadáveres a
los revolucio
-
narios. De una
cofradía, iglesia
o convento sale
una procesión.
Avanza,
fantasmal, salmodiando
rezos y jaculatorias, entre
la
mortandad y la
ruina que es
el
Cusco. (p. 229)
El dolor, parafraseando un verso del
poeta César Vallejo,
está por todas
partes. La ciudad
de Cusco entera
llora por sus
muertos insepultos.
Resalta
impactante la imagen
de
los revolucionarios quemando
los
cuerpos de la
gente del pueblo,
ya
no se trata
de cuerpos que
deban
ser
ideologizados, sino que
son
cuerpos
peligrosos porque trasmiten
enfermedad y muerte, y por eso deben
ser incinerados.
A poco de transcurrir esta escena, las
fuerzas del orden
bombardean otra
vez la ciudad,
intentando acabar con
los insurrectos. No
les interesa si
en
el ataque se producen bajas civiles que
no tienen nada que ver en el conflicto.
Sin embargo, los
revolucionarios
logran huir, pero
el espectáculo que
han dejado detrás de ellos es goyesco:
¿Y esos puntitos negros, volande
-
ros, innumerables, que acudían de
los cuatro puntos cardinales hacia el
Cusco? No eran
cenizas sino aves
carniceras,
voraces, hambrientas,
que,
aguijoneadas por el
hambre,
desafiando el humo
y las llamas,
caían en picada
hacia las presas
codiciables.
Desde las alturas,
los
sobrevivientes, los parientes,
los heridos, los
combatientes, los
internacionalistas,
podían, con
un mínimo de
fantasía, escuchar
la trituración afanosa,
el picoteo
enfebrecido, el aletear
abyecto, y
sentir el espantoso hedor. (p. 239)
Ahora, la pregunta
que emerge es
¿quién o qué
es el responsable
de
esta matanza? La
verdad del texto
enuncia que son
los revolucionarios
comunistas.
Pero precisemos más:
es la ideología
marxista. Con sus
acciones, y respaldado por estas ideas
subversivas,
estos revolucionarios no
solo han precipitado
que la democra
-
cia fracase al
rendirse ante una
Junta
Militar, sino que han puesto en riesgo
la patria, que
fue invadida tanto
por
los comunistas internacionales como
por los “marines”
norteamericanos.
De otro lado,
nótese que los
más
perjudicados en esta
aventura son las
personas que pertenecen
al pueblo,
quienes al final
quedan expuestos al
dolor y el
sufrimiento. Como puede
apreciarse
estamos ante una
con
-
trautopía o antiutopía.
El relato marco
representa una realidad excepcional en
la que no
hay nada de
esperanzador
y, lo más
curioso, es que
esto que se
narra asume la categoría de lo posible.
Al inicio de
nuestro artículo pos
-
tulamos que en
Historia de Mayta
podíamos
diferenciar dos niveles
diegéticos: el relato marco, en el que se
desarrollan las conversaciones sobre
el conato revolucionario de
Mayta, y
el relato enmarcado,
hipodiégetico:
que consigna lo
evocado por las
con
-
versaciones de los
entrevistados por
el narrador-novelista. Sin embargo, en
el capítulo final este último le revela a
Mayta (y a nosotros junto con él) que
mucho de aquello que se narró es fal
so, apenas una
mentira. Por ejemplo,
es “mentira” que
el Perú experimente
una situación de apocalipsis, que esté
devastado por la guerra, el terrorismo
y las intervenciones extranjeras.
Por
supuesto que también es un “engaño”
el asedio de
Lima y el
bombardeo del
Cusco. Pero, ¿por
qué el narrador
-novelista
construye una hipodiégesis
de esta naturaleza?
16
. Y, además,
¿cuál es la
función que cumple
este
artificio en el
proyecto discursivo que
vehicula la novela?
Pienso que este
relato enmarcado pretende
funcionar
como una predicción de lo que podría
pasar en una
situación similar, en la
que los comunistas
intenten tomar el
poder por la
fuerza sin considerar
las
consecuencias
que podrían acarrear
para el resto de los peruanos
17
. He aquí
la importancia de este virtuosismo téc
-
nico. A partir de esto el narrador logra
tender una línea de sentido que conec
-
ta esta hipodiégesis con la realidad que
se desarrolla en el relato marco y, a su
vez, en un
movimiento magistral, con
la realidad fáctica
en la que
se mueve
el lector real, el verdadero destinatario
del mensaje que la obra transmite.
El relato apocalíptico
funciona como
una lección en
negativo sobre aquello
que no se
debe permitir de
ningún
modo: la emergencia
y el posiciona
-
miento de fuerzas
políticas que no
comparten el sistema
democrático.
Si no se
le hace caso
a esta lección
lo que postula
el texto es
que el Perú
real podría terminar
como el Perú
de
esta
hipodiégesis contrautópica o
antiutópica. De esta
manera,
Historia
de Mayta
se constituye
no solo como
una reescritura del
pasado, sino que
se convierte en
invención, búsqueda
y profecía —una
profecía que intenta
manipular al lector mediante la presen
-
tación de una realidad probable. Ahora,
ya entendemos el por qué del ejercicio
realizado por el narrador en descalificar
a los revolucionarios y a su ideología.
Por más que
se presente como
un
escritor
realista y, como
tal, neutral y
desprejuiciado, lo cierto es que asume
un papel judicatorio, de condena. Desde
una posición ideológica
determinada
(que aunque no se encuentra explícita
en el texto puede fácilmente inferirse
luego de la lectura de la novela), nos
despliega una realidad aleccionadora
que sirve como
ejemplo de aquello
que podría ocurrir
en la realidad.
Esta es la razón por la cual, a lo largo
del recorrido narrativo,
este narrador
-novelista se esfuerza por exacerbar los
referentes del mundo
real efectivo
(nombres de personas,
ciudades,
calles,
establecimientos públicos).
De esta manera,
se busca que
el
impacto sobre el lector sea mayor y
contundente, como en una película en la
que los espectadores pueden recono
-
cer su realidad y reconocerse en la
misma, una película que avizora un
trágico final
Debe recordarse que
la época en
la
que se publica
Historia de Mayta
,
los primeros años
del periodo de
la
violencia
política en el Perú, todavía
no se aquilataba
cabalmente el
horror de esta guerra interna. En este
sentido, me parece
que este texto
de Vargas Llosa
puede leerse como
una lección a futuro de lo que podría
esperarle al país
si dejara germinar
estas ideas y acciones revolucionarias.
Es así que nos encontramos ante una
advertencia de lo que podría significar
el dogmatismo y
sus consecuencias
para la nación peruana. Para llevar a cabo
esta intención autorial,
Vargas Llosa
apela a un
mecanismo metaficcional,
cual es presentar una historia en la que
se reflexiona sobre otra historia con la
que establece una
serie de relaciones
efecto-causales.
Para agudizar aún
más esta impresión
recurre, a su vez,
a la creación
de una realidad
mons
-
truosa, apocalíptica, en la que el Perú
se debate en
un caos generalizado
por culpa de
la ideología marxista.
De esta manera, el autor de
Historia
de Mayta
no
solo está proponiendo
una profecía de
aquello que podría
pasar en una
eventualidad histórica
determinada —el triunfo
de estas
ideas de izquierda—,
sino de un
juicio severo y descalificador de esta
tendencia
política e ideológica.
Para
Vargas Llosa no
hay duda posible:
el marxismo solo
le puede traer
el
horror y el caos a la nación peruana
(curiosa
posición respecto de
una
ideología por la
que durante mucho
tiempo
experimentó algún tipo
de
afecto intenso).
https://revistas.ulima.edu.pe/index.php/enlineasgenerales/article/view/1838/1866
Y entonces ahora podemos contestar a la
pregunta Vargas llosa es consciente de
que el héroe es el verdadero dragón más
el asume que el héroe burgués ha contralado a su Dragón y que la burguesía con
sui sistema capitalista puede garantizar
la democracia y los derechos humanos y entonces se horroriza ante el dragón
comunista, al punto que su literatura no puede exorcizarlo, a partir de esta
novela su literatura decae y Llosa será el héroe que combata al dragón
comunista, es decir que entrara en su propia ficción , que no es ficción sino
una paranoia, esa paranoia será el fundamento de toda la construcción política neoliberal,
este apocalipsis comunista será la base de toda configuración de los medios de
comunicación, podemos decir que con esta novela no solo acaba la ficción de
llosa sino que acaba toda ficción en el Perú , la contra utopía se convierte en
el mito oficial y exclusivo al punto de que no hay posibilidad de crear otro mito o
imaginario, al instante será tachado de terrorista, pues si Llosa perdió su
batalla contra el dragón haciendo caer toda ficción , entrando a la lucha política
, toca el camino inverso entrar a la lucha política y convertirla en ficción, lo
que requiere vivir el apocalipsis donde claramente el terror no es comunista
sino capitalista, es lo que no comprendió Llosa el dragón no tiene bandera simplemente
si el hombre acumula poder desaparece el héroe y surge el dragón, el comunismo
nos invita a ser todos el dragón y de esa manera no sufrir el poder, pero el
comunismo se equivoca, ni siquiera todo el colectivo integrado puede contra el
dragón, así como el individuo
capitalista tampoco ha logrado contralarlo con todas sus instituciones, el héroe
debe de morir, devorado por el dragón pero sin corromperse, solo lo santo es
capaz de hacer esto, solo en él es que puede volver a surgir la poesía.