El problema del indio: la luz
1. EXPERIENCIAS DE LA
LUZ MÍSTICA
Un sueño
Hacia mediados del siglo pasado, un comerciante americano de
treinta y dos años de edad tuvo el siguiente sueño: «Me encontraba —escribe—
detrás del mostrador de mi tienda. Era una tarde luminosa y soleada. Pero de
pronto sobrevino una oscuridad mayor que la de la más tenebrosa de las noches,
que la de la más sombría de las minas. El señor con el que estaba hablando
corrió hacia la calle. Le seguí y, aunque estaba tan oscuro, pude percibir cómo
centenares de miles de personas pululaban por la calle, preguntándose por el
motivo de tal suceso. En este momento descubrí en el cielo, lejos, hacia el
sudoeste, una luz tan resplandeciente como una estrella y aproximadamente como
la palma de la mano. Por momentos me parecía que la luz se agrandaba y
aproximaba, comenzando a iluminar las tinieblas. Cuando la luz hubo alcanzado
el tamaño de un sombrero de hombre, se dividió en doce luces más pequeñas, con
una luz más grande en el centro, mientras aumentaba de tamaño con gran rapidez.
En aquel mismo instante supe que se trataba de la venida de Cristo. En el
momento en que me percataba de esto, todo el sudoeste del cielo se llenó de una
muchedumbre luminosa, y en el centro se encontraba Cristo con los doce
apóstoles. Ahora destacaba más claro que el día y más luminoso que cuanto pueda
imaginarse. Y mientras que la muchedumbre brillante avanzaba hacia el cenit, el
amigo con el cual yo hablaba exclamó: "Ese es mi Salvador.” Y al momento
abandonó su cuerpo y se elevó hacia el cielo. Pensé que yo no era lo bastante
bueno para acompañarle. Después me desperté».
Durante varios días anduvo tan impresionado que no se
atrevía a contar su sueño a nadie. Transcurridos quince días, lo confió a su
mujer, y después habló de él con otros. Tres años más tarde, alguien que era
conocido por su profunda vida religiosa habló con su mujer y le dijo: «Su
marido ha nacido de nuevo y él no lo sabe. Es como un niñito espiritual con los
ojos todavía cerrados, pero lo comprenderá dentro de poco tiempo.» En efecto,
tres semanas más tarde, cuando caminaba con su mujer por la Segunda Avenida de
Nueva York, exclamó repentinamente: «¡Oh! ¡Yo poseo la vida eterna!» Y sintió
que Cristo acababa de resucitar en él y que sería consciente de esto
eternamente (would remain in everlasting consciousness). Tres años después de
este acontecimiento, mientras se hallaba a bordo de un barco, rodeado de una
muchedumbre, tuvo una nueva experiencia espiritual y mental: le pareció que su
alma, e igualmente su cuerpo, eran inundados de luz. Pero en el relato
autobiográfico que acabo de resumir añade que las experiencias en estado de
vigilia nunca le hicieron olvidar la primera, la que había tenido en sueños.
Si para comenzar he elegido este ejemplo de experiencia
espontánea de la luz ha sido especialmente por dos razones: primera, porque se
trataba de un comerciante satisfecho de su profesión y a quien nada preparaba,
aparentemente, para una iluminación semimística; segunda, porque su primera
experiencia de la luz se realizó en estado de sueño. Parecía haber quedado muy
impresionado por esta experiencia, pero no logró captar su significación. Sólo
comprendía que algo decisivo le había sucedido, algo que comprometía la
salvación de su alma. La idea de que se trataba de un nacimiento espiritual no
acudió a su mente sino después de haber sabido lo que cierta persona le había
dicho a su mujer. Sólo después de esta indicación, procedente de una persona
autorizada, tuvo conscientemente la experiencia de la presencia de Cristo y,
finalmente, tres años más tarde, la experiencia de la luz sobrenatural que
bañaba no sólo su alma, sino también su Cuerpo.
Un psicólogo tendría muchas cosas interesantes que decir
acerca de la significación profunda de esta experiencia. Por su parte, el
historiador de las religiones observará que el caso del comerciante americano
ilustra admirablemente la situación del hombre moderno, que se cree —o se
quiere creer— arreligioso. En éste, el sentimiento religioso de la existencia
ha sido reprimido, yendo a parar al inconsciente en busca de refugio. Por eso,
como ha dicho el profesor C. G. Jung, el inconsciente es siempre religioso. Se
podría hablar largamente sobre la aparente desaparición del sentimiento
religioso en el hombre moderno o, más exactamente, sobre la ocultación de su
religiosidad en las regiones profundas de la psique. Pero éste es un problema
que sobrepasa mi propósito. Mi intención es desarrollar un comentario
histórico-religioso sobre la experiencia espontánea de la luz interior. El
ejemplo que acabo de citar nos introduce sin esfuerzo en el núcleo del
problema. Acabamos de ver cómo el encuentro con la luz — aunque se haya
realizado en estado de sueño— acaba por cambiar radicalmente una existencia
humana, abriéndola hacia el mundo del espíritu. Ahora bien, todas las
experiencias de luz sobrenatural contienen un denominador común: todo aquél que
verifica tal experiencia sufre una mutación ontológica, adquiriendo cierto modo
de ser que le permite el acceso al mundo del espíritu. Lo que signifique
realmente la mutación ontológica en el individuo, así como el espíritu al cual
ahora tiene acceso, constituye otro problema que más tarde discutiremos. Por el
momento retengamos este hecho: incluso en un extremo-occidental del siglo XIX
el encuentro con la luz indica un nuevo nacimiento espiritual.
El ejemplo expuesto no representa un caso aislado. Existen
numerosos casos similares, y habrá ocasión de citar algunos. Pero es como
historiador de las religiones como abordo este tema. Por tanto, lo que importa
en primer término es conocer cuáles son las significaciones de la luz interior
o sobrenatural en las diferentes tradiciones religiosas. El tema es inmenso y
es forzoso limitarse. Un estudio satisfactorio de los valores religiosos de la
luz interior comprendería no sólo el examen atento de todas las variedades de
tales experiencias, sino también la exposición de los rituales, y especialmente
de las diversas mitologías de la luz. Puesto que son las ideologías religiosas
las que justifican y, en última instancia, las que conceden validez a las
experiencias místicas, en la medida de lo posible intentaré recordar brevemente
los contextos ideológicos de las diferentes experiencias de luz en algunas de
las grandes religiones. De todos modos, numerosos aspectos serán silenciados.
No hablaré de las mitologías de la luz, ni de los mitos solares, ni de las
lámparas de fuego rituales. Tampoco hablaré de la significación religiosa de la
luz lunar ni de la del relámpago, aunque todas estas epifanías religiosas
tengan una gran importancia para nuestro asunto.
«Qaumanek»
Es la mitología —o más bien la metafísica— del relámpago la
que nos interesa sobre todo. La instantaneidad de la iluminación espiritual ha
sido comparada en muchas religiones con el relámpago. Más aún, el brusco resplandor
del rayo que desgarra las tinieblas ha sido interpretado como un mysterium
tremendum que transfigura el mundo, llenando el alma de terror sagrado. A las
Personas muertas por el rayo se las considera como arrebatadas hacia el cielo
por los dioses de la tormenta y sus restos son venerados como reliquias. Todo
el que sobrevive a la experiencia del rayo queda completamente cambiado; de
hecho, comienza una nueva existencia y se convierte en un hombre nuevo. Un
yakuto víctima de un rayo, del que salió indemne, contó que Dios había
descendido del cielo, le había dividido el cuerpo y después le había
resucitado. Después de esta muerte y de esta resurección iniciáticas, se
convirtió en chamán. «Ahora —dice— veo lo que ocurre a mi alrededor hasta una
distancia de treinta verstas». Es destacable que, en este ejemplo de iniciación
instantánea, el tema bien conocido de la muerte y de la resurrección está
acompañado y completado por el motivo de la iluminación repentina; la luz
cegadora del relámpago provoca la transmutación espiritual mediante la cual el
hombre adquiere el poder de la visión. «Ver a una distancia de treinta verstas»
constituye la fórmula tradicional del chamanismo siberiano para expresar la
clarividencia.
Ahora bien: entre los esquimales, este tipo de clarividencia
es el resultado de una experiencia mística llamada «relámpago» o «iluminación»
(qaumanek), sin la cual nadie puede llegar a ser chamán. Según los datos sobre
los chamanes esquimales iglulik recogidos por Rasmussen, el qaumanek consiste
«en una luz misteriosa que el chamán siente
repentinamente en su cuerpo, en el interior de su cabeza, en el centro
mismo de su cerebro; un inexplicable faro, un fuego luminoso que le hace capaz
de ver en la oscuridad, tanto en el sentido propio como en el figurado. Pero no
sólo le es posible ver a través de las tinieblas, incluso con los ojos
cerrados, sino que también es capaz de percibir cosas y acontecimientos
futuros, ocultos al resto de los humanos. Así, pues, el chamán conoce el futuro
y los secretos de los demás».
Cuando el novicio experimenta por vez primera esta luz
mística es «como si la cabaña en donde se encuentra se elevase súbitamente;
entonces comienza a ver muy lejos delante de él, a través de las montañas,
igual que si la tierra fuese una gran llanura, y sus ojos alcanzan a sus
confines. Nada se esconde ya ante él. No sólo es capaz de ver muy lejos, sino
que además puede igualmente descubrir las almas robadas, cualquiera que sea el
lugar donde estén custodiadas, ya se encuentren escondidas en extrañas y
lejanas regiones O hayan sido llevadas a lo alto o a lo profundo, en el país de
los muertos».
Retengamos las notas esenciales de esta experiencia de
iluminación mística: a) es el resultado de una larga preparación, pero siempre
llega repentinamente, como un «relámpago»; b) se trata de una luz interior,
sentida en todo el cuerpo, pero especialmente en la cabeza; c) cuando es
experimentada por primera vez va acompañada de una experiencia de ascensión; d)
existe a la vez visión a distancia y clarividencia: el chamán ve desde
cualquier parte y muy lejos, pero percibe igualmente entidades invisibles
(almas de enfermos, espíritus), así como acontecimientos futuros. Hay que
añadir que el gaumanek posibilita, además, otro ejercicio espiritual
específicamente chamánico: el poder de contemplar su propio cuerpo reducido al
estado de esqueleto, lo cual es otra forma de expresar que el chamán está
capacitado para «ver» lo que de momento es invisible. En cualquier caso, ya se
trate de ver a través de la carne como con rayos X, ya sea viendo en el futuro
lo que le ocurrirá a su cuerpo después de muerto, está claro que este poder es
también una especie de clarividencia nacida después de la iluminación. Insisto
otra vez en este punto: ya sea experimentada como luz interior o como un
fenómeno luminoso en el sentido casi físico, la iluminación confiere a la vez
al chamán esquimal facultades supramentales y un conocimiento de orden místico.
La luz solidificada
Es tentador pasar directamente de esta experiencia chamánica
al estudio de la concepción india de la luz interior. También encontraríamos
aquí la misma solidaridad entre la experiencia de la luz, la gnosis y la
superación de la condición humana. Pero quiero detenerme un instante sobre otro
grupo de hechos relativos a las
sociedades arcaicas, y especialmente sobre la iniciación de los medicine-men
(médicos brujos) australianos. No conozco ejemplos australianos comparables a
la «iluminación» de los chamanes ¡glulik, pero esta carencia puede ser debida
al hecho de que no conocemos bien a los medicine-men australianos. Sin embargo,
no hay razón para no comparar a los medicine-men australianos con los chamanes
siberianos y árticos. No sólo sus respectivas iniciaciones tienen bastantes
puntos en común, sino que tanto los unos como los otros pasan por poseer
poderes parapsicológicos similares: caminan sobre el fuego, desaparecen y
reaparecen a voluntad, son clarividentes, capaces de leer el pensamiento de los
demás, etc.
Ahora bien: en los rituales iniciáticos de los medicine-men
australianos la luz mística desempeña un papel importante. Los medicine-men
imaginan a Baiame, maestro de la iniciación, como un ser semejante en todo a
los demás magos, «a excepción de la luz que irradia de sus ojos». Dicho de otro
modo: perciben una relación entre la condición de un Ser sobrenatural y la
superabundancia de la luz. Baiame efectúa la iniciación de los jóvenes
candidatos rociándolos con un «agua sagrada y poderosa», la cual, según los
medicine-men, es de cuarzo licuado. El cuarzo representa un papel considerable
en las iniciaciones. Al neófito se le considera muerto por un ser sobrenatural,
descuartizado y rellenado después con cristales de roca. Cuando vuelve a la
vida es capaz de ver a los espíritus, de leer los pensamientos de los demás, de
volar al cielo, de hacerse invisible, etc. Gracias a los cristales de roca que
contiene su cuerpo, y sobre todo su cabeza, el medicine-man goza de un modo de
ser distinto al resto de los mortales.
El cuarzo debe su extraordinario prestigio a su origen celeste. El trono de
Baiame está hecho de cristales, y el propio Baiame deja caer sobre la tierra
los trozos desprendidos de su trono. En otras palabras: se considera a los
cristales como caídos de la bóveda celeste y, de alguna manera, son «luz
solidificada».
Y, en efecto, los dayak marítimos llaman a los cristales
«piedras de luz» Esta luz solidificada en el cuarzo se tiene por sobrenatural:
ella hace capaz al medicine-man de ver a las almas, incluso a muy larga
distancia (por ejemplo, cuando el alma de un enfermo se halla extraviada en la
espesura o ha sido arrebatada por los demonios). Aún más: gracias a los
cristales, los medicine-men son capaces de volar al cielo ——creencia igualmente
atestiguada en América del Norte—. Ver a gran distancia, subir al cielo, percibir
entidades espirituales (almas de los muertos, demonios, dioses), todo esto
quiere decir en última instancia que el medicine-man no se encuentra ya cautivo
en el universo del hombre profano y que participa de la condición de los seres
superiores. Esta condición privilegiada es conquistada gracias a una muerte
iniciática, durante la cual su cuerpo es
rellenado con sustancias consideradas como luz solidificada. Tras su
resurrección mística podría decirse que ha sido bañado interiormente en una luz
sobrenatural.
Así pues también encontramos en los medicine-men
australianos la misma relación entre luz espiritual, gnosis, ascensión,
clarividencia y facultades supramentales que ya habíamos apreciado en los
chamanes esquimales. Pero el elemento que nos interesa, la luz espiritual, se
encuentra aquí valorado de otro modo. El neófito australiano no tiene que
experimentar una iluminación comparable al qaumanek del chamán esquimal. El
medicineman recibe la luz sobrenatural directamente en su cuerpo, bajo la forma
de cristales de roca. Ya no se trata aquí de una experiencia mística de luz,
sino de una muerte iniciática durante la cual el cuerpo del novicio es llenado
de cristales, símbolos de la luz celeste y divina. En este caso nos encontramos
ante un ritual de estructura extática. Una vez «muerto» y cortado en trozos, el
discípulo puede percibir lo que hacía él adviene: ve a los seres sobrenaturales
que le llenan el cuerpo con cuarzo. Al volver a la vida posee ya, más o menos,
los poderes obtenidos por el chamán esquimal después de la iluminación. El
ritual realizado por los seres sobrenaturales tiene aquí gran importancia,
mientras que la iluminación del chamán esquimal es una experiencia obtenida en
la soledad y tras una larga ascesis. Pero, repito una vez más, las
consecuencias de los dos tipos de iniciación son equiparables. Tanto en el caso
del chamán esquimal como en el del medicine-man australiano, se trata de un
hombre nuevo que «ve», comprende y conoce de un modo sobrenatural y es capaz de
hacer cosas sobrehumanas.
La India: la luz y el «átman»
Como es de suponer, en las religiones y en las filosofías
indias la mística de la luz es mucho más compleja. Ante todo, existe la idea
básica de que la luz es creadora. «La luz es procreación» (¡yotir prajanaman),
dice el Satapatha Bráhmana (VII, 7, 2, 16-17). La luz «es la potencia creadora»
(Taittiriya Samhitá, VII, 1, 1, 1). Ya el Rig Veda (I, 115, 1) afirmaba que el
sol es la vida o el átman —el sí mismo— de toda cosa. Las Upanishads insisten
especialmente en este tema: que el ser se manifiesta por la pura luz y que el
hombre toma conocimiento del ser mediante una experiencia de luz sobrenatural.
Ahora bien, dice la Cháandogya Upanishad (II, 13, 7): «La luz que brilla por
encima de este cielo, más allá de todo, en los más altos mundos más allá de los
cuales no los hay más altos, es en verdad la misma luz que brilla en el
interior del hombre (antah puruse).»
La toma de conciencia de la identidad entre la luz interior
y la luz transcósmica está acompañada de dos fenómenos bien conocidos de la
fisiología sutil: el calentamiento del cuerpo y la audición de sonidos místicos (Ibíd., III, 13, 8). Esto nos
indica que la revelación del átmanbrahman en tanto que la luz no es simplemente
un acto de conocimiento metafísico, sino una experiencia más profunda en la que
el hombre compromete también su componente existencial. La gnosis suprema
determina una modificación en el modo de ser. Como se lee en el Brhadáranyaka
Upanishad (I, 3, 28), «del no-ser (asat) conducidme al ser (sat), de la
oscuridad conducidme a la luz (tamaso má jyotir gamaya), de la muerte
conducidme a la inmortalidad».
La luz es, pues, idéntica al ser y a la inmortalidad. El
Chándogya Upanishad (HL, 17, 7) cita dos versos del Rig Veda en los que se
habla de la contemplación de «la luz que brilla más alto que el cielo», y
añade:
«Al contemplar esta muy alta luz, más allá de las tinieblas,
alcanzamos el sol, dios entre los dioses...» Según la famosa expresión del
Brhadáranyaka Upanishad (IV, 3, 7), el átman se identifica con la persona que
se encuentra en el corazón del hombre, bajo la forma de una «luz en el corazón»
(hrdy antarjyotih purusah). «Este ser sereno se eleva por encima de su cuerpo y
alcanza la más alta luz, apareciendo en su forma propia (svena rúpenábhinispadyate).
El es el átman. El es el inmortal, el que no conoce el miedo. El es Brahman.”
En realidad, el nombre de Brahman es El Verdadero» (Chándogya Upanishad, VIII,
3, 4). El Chándogya Upanishad (VIIL 6, 5) nos enseña que en el momento de la
muerte el alma se eleva hacia los rayos del sol. El alma se aproxima al sol,
«la puerta del mundo». Y los que saben pueden entrar, pero la puerta se cierra
para los que no saben.
Se trata, pues, de una ciencia de orden trascendental e
iniciático, ya que quien la posee no sólo adquiere un conocimiento, sino
también, y muy especialmente, un modo de ser nuevo y superior. La revelación es
repentina; por eso ha sido comparada con el relámpago. En otro contexto ya
hemos analizado el simbolismo indio de la «iluminación instantánea». El Buda
mismo tuvo su iluminación en un instante atemporal. Cuando, al alba, después de
una noche más pasada en meditación, levantó los ojos al cielo, percibió
bruscamente la estrella de la mañana.
Se han escrito millares de páginas sobre el misterio de esta
iluminación del alba. En la filosofía maháyána, la luz en el cielo a la hora
del alba, sin el resplandor de la luna, ha llegado a simbolizar la «luz
esplendorosa llamada el vacío universal». Para decirlo de otro modo: el estado
de Buda, la situación del que se ha liberado de todos los condicionamientos, ha
sido simbolizada por la luz percibida por Gautama en el momento de su
iluminación. Esta luz ha sido descrita como «clara», «pura», es decir, no sólo
sin mancha ni sombra, sino sin ningún color, sin ninguna determinación. Por
esta razón se le ha llamado «el vacío universal», ya que el término «vacío»
(shunya) designa justamente lo que está desprovisto de todo atributo, de toda
especificación: el Urgrund, la realidad íntima.
El yoga y las «luces místicas»
Sin embargo, al menos para ciertas escuelas indias, la
ruptura de nivel realizada por la iluminación puede ser presentida. El asceta
se prepara mediante largas meditaciones y por el yoga, y en el curso de su
itinerario espiritual encuentra a veces signos que le advierten de la cercanía
de la revelación final. Entre estos signos anunciadores, la experiencia de las
luces diferentemente coloreadas es la más importante. La Svetáshvatara
Upanishad (IL, 11) señala con cuidado las «formas preliminares (rúpáni
purassaráni) del Brahmán» que se revelan durante la práctica yoga a través de
las epifanías luminosas, que son las siguientes: la niebla, el humo, el sol, el
fuego, el viento, los insectos fosforescentes, el relámpago, el cristal y la
luna. El Mandala Bráhmana Upanishad (II, 1) da una lista muy diferente: la
imagen de una estrella, un espejo de diamante, la luna llena, el sol de
mediodía, un círculo de llamas, un cristal, un círculo negro, después un punto
(bindu), un dedo (kalá), una estrella (naksatra), y de nuevo el sol, una
lámpara, un tragaluz, el resplandor del sol y las nueve gemas.
Como puede apreciarse, no existe una regla fija en la
sucesión de las experiencias luminosas. Además, el orden en que son presentadas
las epifanías luminosas no corresponde a un aumento progresivo de la intensidad
luminosa. Para la Svetáshvatara Upanishad, la luz de la luna es percibida largo
tiempo después de la del sol. En el Mandala Bráhmana Upanishad, la sucesión de
las epifanías luminosas es todavía más desconcertante. A mi entender, estas
luces constituyen una prueba más de que no se trata de luces físicas,
pertenecientes al mundo natural, sino de experiencias de estructura mística.
Las diversas escuelas de yoga mencionan las epifanías de la
luz interior. Así comentando el Yoga Sútra (1, 36), Vyása habla de la
concentración en el «loto del corazón», por la cual se llega a una experiencia
de pura luz. En otro contexto (III, 1), menciona la «luz de la cabeza» entre
los objetos sobre los que debe
concentrarse el yogui. Los tratados budistas insisten sobre la importancia que
puede tener un signo luminoso para el logro de la meditación. «¡No perder de
vista el signo de la luz —podemos leer en el Sravakabhúmi—, ya se trate de una
lámpara, del fuego o del disco solar!». Hay que decir que estos signos
luminosos sirven únicamente de punto de partida para las diversas meditaciones
yóguicas. Un tratado yogávacara describe con detalle el cromatismo de las luces
místicas experimentadas por el monje en el curso de su ascesis. La
particularidad de este manual yogávacara es la meditación sobre los elementos
cósmicos. El manual expone un número considerable de ejercicios, cada uno de
los cuales consta de tres partes y cada parte se distingue por la experiencia
de una luz de color diferente. En otro libro he expuesto el método de este
tratado yogávacara, por tanto no voy a detenerme en ello. Diré solamente que la
penetración en la estructura última de cada elemento cósmico — penetración
realizada mediante la meditación yóguica— se comprueba por la experiencia de
una luz diferentemente coloreada. Se comprende la significación y el valor
soteriológico de esta inmersión en la estructura última de la sustancia cósmica
cuando se recuerda que, para el maháyána, los elementos cósmicos —los skanda o
los dhátu— se identifican con los tathágatas. Meditar yóguicamente sobre los
elementos cósmicos es, de hecho, desvelar la esencia misma de los tathágatas,
lo que equivale a avanzar sobre la vía de la liberación. Ahora bien: la
realidad última de los tathágatas es la luz diferentemente coloreada. «Todos
los tathágatas son las cinco luces», escribe Candrakirti. El dharmadhátu, es
decir, la forma trascendental del
Vajradhara es la luz pura, la luz perfectamente acromática. Candrakirti
escribe: «El dharmadhátu es la luz brillante y la concentración yóguica
consiste en su percepción», lo cual viene a decir que el ser no es aprehensible
más que por una experiencia de orden místico, y que la aprehensión del ser
equivale a la experiencia de una luz absoluta. Se recuerda que, en las
Upanishads, brahman o átman se identifican con la luz. Hemos expuesto, pues,
una concepción panindia que podría resumirse de este modo: el ser puro, la
realidad última, es susceptible de poder ser conocida especialmente a través de
una experiencia de luz pura. El proceso de la manifestación cósmica consiste,
en última instancia, en una serie de epifanías luminosas, y la reabsorción
cósmica repite las epifanías de estas luces diferentemente coloreadas. Según
una tradición conservada por el Dighanikáya (1, 2, 2), habiendo sido destruido
el mundo, no subsistieron en él más que seres radiantes llamados abhassará:
éstos tenían un cuerpo etéreo y volaban por los aires, irradiando su propia luz
y viviendo indefinidamente. Una reabsorción a escala microcósmica tiene lugar
análogamente en el momento de la muerte, y, como pronto veremos, el proceso de
la muerte consiste, propiamente hablando, en una serie de experiencias de luz.
Podrían resumirse así algunas consecuencias de esta
metafísica panindia de la luz: primera, que la revelación más adecuada de la
divinidad se efectúa mediante la luz; segunda, que los que han conseguido un
alto grado de espiritualidad —dicho en términos indios, los que han realizado o
al menos se han aproximado a la situación de un «liberado» o de un Buda—
también irradian luz; tercera, que la cosmogonía es equiparable a una epifanía
luminosa. Vamos a ilustrar con algunos ejemplos cada uno de estos corolarios.
Teofanías luminosas
Todo lector de la Bhagavad-gitá sabe que la teofanía
ejemplar consiste en un resplandor deslumbrante. Recuérdese el famoso capítulo
XI, donde Krishna se revela a Arjuna bajo su verdadera forma, que es
esencialmente una forma ígnea.
Si dos millares de soles irradiasen todos a la vez su
esplendor en el cielo sería entonces como la luz del magnánimo (XL 12). Tal
como yo te veo —¿quién te ha visto jamás?— con tu halo brillante como la
claridad de la llama y del sol inmenso (17). Sin comienzo, sin medio, sin fin,
infinitamente potente. ¡Infinitamente fuerte! La luna y el sol son tus ojos.
Tal como yo te veo, con el rostro resplandeciente de fuego, tu resplandor
ilumina el mundo (19).
¡Tú llegas a los sencillos, tú brillas con mil colores, tu
boca es amplia, tus grandes ojos son abarcadores! Tus bocas de dientes
brillantes parecen ser el fuego de la aniquilación (24-25).
( Trad. francesa de Sylvain Lévi. )
Este ejemplo, sin embargo, es sólo el más conocido entre las
innumerables teofanías luminosas del Mahábhárata y de los Puránas. El
Harivamsha relata el viaje de Krishna, Arjuna y un brahmán hacia el océano
septentrional. Krishna ordena a las aguas que se retiren, y los tres atraviesan
el océano como entre dos muros acuáticos. Después llegan ante unas majestuosas
montañas y, a la orden de Krishna, las montañas desaparecen. Penetran por
último en una región de nieblas y los caballos se detienen. Krishna golpea la
niebla con su cakra” y la niebla se disipa. Entonces Arjuna y el brahmán
perciben una luz extremadamente brillante en la cual Krishna acaba por
fundirse. Más tarde Krishna revela a Arjuna que esta luz era su verdadero ser.
En el libro XII del Mahábhárata, Vishnu se manifiesta en un
relámpago comparable a la irradiación de mil soles. Y el texto añade:
«Penetrando en esta luz, los mortales instruidos en el yoga alcanzan la
liberación final». Este mismo libro XII relata la historia de tres sabios que,
en un país al norte del monte Meru, habían practicado la ascesis durante mil
años a fin de poder contemplar la forma real de Náráyana. Una voz del cielo les
ordenó dirigirse al norte del Océano de Leche, en la Svetadvipa, la misteriosa
«Isla Blanca» de la mitología india cuyo simbolismo es solidario a la vez de la
metafísica de la luz y de la gnosis soteriológica. Los sabios llegan a
Svetadvipa, pero una vez allí son cegados por la luz emanada de Náráyana.
Entonces practican la ascesis durante cien años más, hasta que comienzan a
distinguir hombres blancos como la luna. «El halo de cada uno de estos hombres
—precisa el texto— parecía el resplandor difundido por el sol cuando se acerca
el momento de la disolución del universo.» Repentinamente, los tres sabios
perciben una luz comparable a la irradiada por mil soles. Es la epifanía de
Náráyana. Y el pueblo entero de la Svetadvipa acudió hacia la luz y la veneró
con plegarias y genuflexiones.
Este último ejemplo ilustra un doble hecho: que la luz es la
esencia misma de la divinidad y que los seres místicamente perfectos son
resplandecientes. La imagen de la Svetadvípa confirma la identidad de la luz y
la perfección espiritual. Este país es «blanco» porque es habitado por hombres
perfectos. Para los demás se trata sólo de una simple alusión a «las islas
blancas» de la tradición indoeuropea (Leuké, Avalon). Hemos visto cómo el mito
de las regiones trascendentales, de los lugares que no pertenecen a la
geografía profana, son solidarios del valor místico concedido al color blanco,
que simboliza la trascendencia, la perfección, la santidad.
Ideas similares se encuentran también en el budismo. El
propio Buda dijo en el Dighanikáya que el signo anterior a la manifestación de
Brahmá es «la luz que se eleva y la gloria que brilla». Un sútra chino afirma
que «en el Rúpaloka, gracias a la práctica de la contemplación y a la ausencia
de todo deseo impuro, los dioses (= devas) alcanzan (una especie de) samadhi
conocido con el nombre de «relámpago de fuego» (agnidhatu samadhi) y sus
cuerpos llegan a ser más gloriosos que el sol y la luna. «Esta gloria excelsa
es el resultado de su perfecta pureza de corazón».
El budismo
Según el Abhidharmakosa, los dioses de la clase Brahmá son
blancos como la plata, mientras que los que pertenecen a la de Rúpadhátu son
amarillos y blancos. Para otros textos budistas, las dieciocho clases de dioses
tienen cuerpos que brillan como la plata y habitan en palacios amarillos como
el Oro.
A fortiori, el Buda es imaginado como radiante de luz. En
Amaraváti está representado bajo la forma de una columna de fuego. Después de
una plática —cuenta él— «me convertí en una llama y me elevé por los aires
hasta una altura de siete palmeras»(Díghanikáya, III, 27). Las dos imágenes de
superación de la condición humana —la luminosidad ígnea (la «ignición») y la
ascensión— son aquí utilizadas conjuntamente. El resplandor de Buda viene
siendo casi un clisé en los textos (cf. Divyávadána,. 46-47, 73; Dhammapáda,
XXVI, SI, etc.). Las estatuas de la escuela de Gandhára representan las llamas
saliendo del cuerpo del Buda, en particular de su espalda. En los frescos
murales del Asia Central, además de los Budas, también son representados así
los arhat: con llamas de diversos colores surgiendo de su espalda. En algunos
casos figura que Buda vuela por los aires, lo cual ha dado lugar a confundir las
llamas con alas.
Que esta luz es de esencia yóguica, o sea, resultado de la
realización experimental de un estado trascendente, no condicionado, lo afirman
numerosos textos. Cuando Buda está en samádhi, dice el Lalitavistara, «un rayo,
llamado "ornamento de la luz de la gnosis" (¡nánálokálanákram náma rasmih),
saliendo de la abertura de la protuberancia craneana (usnísa), juega por encima
de su cabeza». Por eso la iconografía representa a Buda con una llama que se
eleva por encima de su cabeza. A. K. Coomaraswamy recuerda esta cuestión del
Saddharmapundarfka (p. 467): «¡A causa de qué gnosis (¡nána) brilla la
protuberancia craneana del Tathágata!» Y encuentra la respuesta en un verso de
la Bhagavad-gítá (XIV, 11): «Cuando existe la enosis, la luz brilla en los
orificios del cuerpo». El esplendor de los cuerpos es, pues, un síndrome de la
trascendencia de todo estado no condicionado: los dioses, los hombres y los
budas resplandecen cuando están en samádhi; dicho de otro modo: cuando se
identifican con la realidad última, con el ser. Según las tradiciones
elaboradas por el budismo chino, cinco luces brillan en el nacimiento de cada
buda y una llama brota de su cadáver. Cada buda puede iluminar el mundo entero
con la sola luz que emana de su entrecejo. Se sabe que el Buda de la luz
ilimitada, Amitá, es el centro del amidismo,
escuela mística que concede una importancia capital a la experiencia de
la luz.
Otro tema místico importante para nuestra investigación es
la visita que Indra hizo a Buda cuando meditaba en una gruta (Indrashailaguha).
Según este mito, Indra, acompañado por una muchedumbre de dioses, descendió del
cielo hasta Magadha, donde Tathagátá meditaba en una gruta de la montaña
Vediyaká. Despertado de su meditación por el canto de un gandharva, Buda ensanchó
mágicamente la gruta de manera que sus huéspedes pudieran entrar, recibiéndoles
con agrado. Una luz esplendorosa iluminó la caverna. Según el Dighanikáya
(Sakka Panha Sutta), la luz emanaba de los dioses, pero otras fuentes
(Dírghánana-Sútra, X, etc.) lo explican por el «éxtasis inflamado» del Buda. La
«visita de Indra» no se menciona en las biografías clásicas de Buda escritas en
pali y en sánscrito. Pero este episodio tiene un lugar importante en el arte de
Gandhara y en el Asia Central. Este tema mítico constituye un paralelo de la
leyenda del nacimiento de Cristo en una gruta y de la visita de los Reyes Magos
(véase, más adelante, pp. 64 y ss.). Como ha hecho observar Monneret de
Villard, ambas leyendas se basan en un rey de los dioses (Indra) o en los
«reyes hijos de reyes» que penetran en una gruta para rendir homenaje al
Salvador, y en el curso de su visita la gruta es milagrosamente iluminada. Este
tema mítico es ciertamente más antiguo que el sincretismo
indo-iraniohelenístico, y está relacionado con el mito de la emergencia
victoriosa del dios solar de la caverna primordial.
Ahora he de decir algunas palabras sobre las relaciones
entre la cosmogonía y la metafísica de la luz. Hemos visto que el Maháyána
identifica a los tathágatas con los elementos cósmicos (skandha) y los
considera como entidades luminosas. Es una ontología audaz que no se hace
verdaderamente inteligible más que teniendo en cuenta toda la historia del
pensamiento budista. Pero puede que ideas similares, o al menos presentimientos
de esta gran-diosa concepción de la cosmogonía en tanto que manifestación de la
luz, fuesen ya atestiguadas en una época más antigua. Coomaraswamy ha observado
la relación del término sánscrito lílá —que significa «juego», especialmente
juego cósmico— con la raíz leláy, «resplandecer», «centellear», «brillar». El
verbo leláy puede abarcar las nociones de fuego, luz o espíritu. El pensamiento
hindú parece, pues, haber apreciado una cierta relación, por una parte entre la
creación cósmica concebida como juego divino y, por otra, el juego de las
llamas, el resplandor de un fuego bien alimentado. Evidentemente no se puede
relacionar la imagen de una creación cósmica, en tanto que danza divina, con la
imagen de la danza de las llamas, más que teniendo en cuenta que ya se
consideraba a la llama como la epifanía ejemplar de la divinidad. Después de
los datos hindúes que acabamos de citar, una conclusión nos parece segura: la
llama y la luz simbolizan en la India la
creación cósmica y la esencia misma del cosmos precisamente porque se
concibe el universo como la libre manifestación de la divinidad y, en último
análisis, su «juego».
Una serie paralela de imágenes y de conceptos, cristalizados
alrededor de la máya, revelan una visión parecida: la creación cósmica es un
juego divino, un espejo, una ilusión mágicamente proyectada por la deidad. Se
conoce la importancia considerable que la noción de la máyáa ha tenido en el
desarrollo de la ontología y de la soteriología indias. Sin embargo, se ha
insistido menos sobre este punto: desgarrar el velo de la máya, penetrar el
secreto de la ilusión cósmica, equivale ante todo a comprender su carácter de
«juego», es decir, de actividad libre, espontánea, de la divinidad y, por
consiguiente, a imitar el gesto divino y acceder a la libertad. La paradoja del
pensamiento indio consiste en que la idea de la libertad está de tal modo
implicada en la noción de máyá —o sea, de la ilusión y de la esclavitud— que es
preciso un largo rodeo para descubrirla. De hecho, es suficiente penetrar la
significación profunda de la máyá —«juego» divino— para encontrarse ya en el
camino de la liberación.
La luz y el «bardo»”
Para el Mahávána, la luz clara simboliza a la vez la
realidad última y la conciencia nirvánica. Todos los hombres afrontan por algunos
instantes esta clara luz en el momento de la muerte. Los yoguis la experimentan
durante el samádhi y los budas sin interrupción. La muerte constituye un
proceso de reabsorción cósmica, no en el sentido de que la carne retorne a la
tierra, sino en el sentido de que los elementos cósmicos se funden
progresivamente el uno en el otro; el elemento tierra «se disuelve» en el
elemento agua, el agua en el fuego, y así sucesivamente. Es evidente que cada
fusión de un elemento cósmico representa una nueva regresión y que al fin del
proceso el cosmos que formaba el hombre vivo es destruido, lo mismo que son
destruidos los universos al final de los grandes ciclos (maháyuga). Cada
regresión es sentida fisiológicamente por el agonizante: por ejemplo, cuando el
elemento tierra se resuelve en el elemento agua, el cuerpo pierde su sostén
(literalmente su «puntal»), es decir, la cohesión, quedando desarticulado como
una marioneta (cf. más adelante el cap. IV).
Cuando el proceso de reabsorción cósmica termina, el moribundo
percibe una luz semejante a la de la luna, después como la del sol, para
sumergirse en seguida en las tinieblas. Bruscamente es despertado por una luz
deslumbradora. Se trata del encuentro con su propio Yo, que, conforme a la
doctrina panindia, es al mismo tiempo la realidad última, el ser. El Libro
tibetano de los muertos llama a esta luz la «verdad pura», y la describe como
«sutil, centelleante, brillante, deslumbradora, gloriosa y terrorífica por su esplendor». El texto ordena al muerto: «No
te intimides ni te aterrorices. Es el esplendor de tu verdadera naturaleza.
¡Reconócela!». En este momento es cuando en el corazón de esta potencia
irradiadora se produce un ruido comparable a mil truenos oídos simultáneamente.
«Es el sonido natural de tu yo real — precisa el texto—. ¡No te aterrorices!
[...] Puesto que no tienes un cuerpo material de carne y sangre, ninguna cosa
que se te presente —ruidos, luces o rayos— podrá dañarte. Tú ya no puedes
morir. Es suficiente con que reconozcas que estas apariciones son tus propias
formas de pensamiento. Reconoce a todo esto como el bardo».
Pero, como ocurre a la mayoría de los humanos, el muerto no
sabe poner en práctica estos consejos.
Condicionado por su situación kármica, se deja arrastrar al
interior del ciclo de las manifestaciones características de estado bardo. El
cuarto día después de la muerte el difunto es advertido de que verá esplendores
y divinidades. «Todo el cielo parecerá azul oscuro.» Después verá al bhagaván
Vairocana, blanco de cuyo corazón se manifestará la sabiduría de Dharmadhátu,
siempre de color blanco, brillante, transparente, resplandeciente, despidiendo
una luz tan fuerte que no se le puede mirar. «Al mismo tiempo, una luz blanca y
pálida, emanada de los devas, te golpeará en la frente.» A causa de la potencia
del mal karma,” el alma tendrá miedo de la luz brillante de Dharmadhátu y
preferirá la luz pálida de los devas. Pero el texto incita al difunto a no
inclinarse por la luz pálida de los devas, a fin de no ser atraído en el torbellino de las seis lokas,” y a
concentrar su pensamiento en Vairocana. De este modo acabará por fundirse —en
un halo semejante al arco iris— en el corazón de Vairocana y obtendrá la
condición de buda en el centro del Sambhoga-Kaáya.
Todavía durante seis días, el difunto tendrá ocasión de
elegir entre las luces puras, que representan la liberación, la identificación
con la esencia del Buda, y las luces impuras, que simbolizan una forma
cualquiera de postexistencia, o sea, el retorno a la tierra.
Después de las luces blancas y azules, verá la luz amarilla,
la roja y la verde, y finalmente todas las luces juntas.
Me es imposible comentar como merecería este texto
extremadamente importante, pues es necesario limitarse a algunas observaciones
que interesan directamente a nuestro tema. Como acabamos de ver, cada hombre
tiene la posibilidad de alcanzar la liberación en el momento de la muerte. Es
suficiente reconocer-se en la clara luz que se experimenta en ese momento.
A primera vista, esto parece paradójico cuando se sabe la
importancia del karma para todo el pensamiento indio, que quiere que el hombre
recoja el fruto de sus actos. Los actos de un individuo que ha vivido en la
ignorancia constituyen una herencia kármica que es imposible destruir en el
momento de la muerte. En realidad, las cosas ocurren conforme a la ley del
karma, porque el alma del ignorante rechaza la llamada de la luz pura y se deja
atraer por las luces enturbiadas que significan los modos inferiores de
existencia. En cambio, los que han practicado el yoga durante su vida son
capaces de reconocerse en la luz clara y, por consiguiente, fundirse en la
esencia del Buda.
La luz afrontada en el momento de la muerte es, pues, la
misma luz interior que las Upanishads identifican con el átman. Durante la
existencia terrestre, esta clase de luz no es accesible más que a los que están
preparados espiritualmente para ella por la práctica del yoga o por la gnosis.
Y bien mirado, la misma situación se repite en el momento de la muerte. La luz
se revela a todos, pero no es aceptada y asumida más que por los iniciados.
Bien es verdad que, durante la agonía y en los primeros días que siguen a la
muerte, el Libro de los muertos es leído por un lama a la intención del
difunto, y esta lectura en alta voz constituye una última llamada; pero siempre
es el muerto quien decide su suerte. Es él quien debe tener la voluntad de
elegir la luz clara y la fuerza de resistirse a las tentaciones de la
postexistencia. En otras palabras: la muerte ofrece una nueva posibilidad de
ser iniciado, pero esta iniciación, como toda otra iniciación, comporta una
serie de pruebas que el neófito tiene que afrontar y vencer. La experiencia de
la luz post mortem constituye la última, y puede que la más difícil, prueba
iniciática.
Luz y «maithuna»
El tantrismo conoce otra posibilidad de experimentar la luz
interior, a saber durante el maithuna, es decir, durante la unión ritual con
una joven (mudrá) que encarna a la sakti. Hay que precisar que no se trata de
un acto profano, sino de un ceremonial que imita el «juego» divino, ya que no
debe acabar en una emisión seminal. Comentando uno de los más importantes
textos tántricos, el Guhyasamája Tantra, Candrakirti y Ts' on Kapa insisten
sobre este detalle: durante el maithuna se lleva a cabo una unión de orden
místico (samápatti), después de la cual la pareja obtiene la conciencia
nirvánica. En el hombre, esta conciencia nirvánica, llamada bodhicitta,
«Pensamiento del Despertar», se manifiesta por —y de alguna manera es idéntica
a— una gota, bindu, que desciende desde lo alto de la cabeza y llena los
órganos sexuales con un chorro de quíntuple luz. Candrakirti prescribe:
«Durante la unión, es necesario meditar sobre el vajra y el padma”” como llenos
de la quíntuple luz».
La «gota» es idéntica a la conciencia nirvánica, y como tal
se supone que se forma en la parte superior de la cabeza, allí donde
generalmente se experimenta la luz interior. En consecuencia, la «gota» es la
clara luz de la conciencia nirvánica. Pero en el tantrismo” la bodhicitta se
identifica al mismo tiempo con la esencia del semen viril. Sería conveniente
entrar en los detalles de la fisiología sutil india para hacer más inteligible
este paradójico proceso. De momento retengamos este hecho: la conciencia
nirvánica es una experiencia de luz absoluta, pero cuando esta luz es obtenida
por el maithuna, es susceptible de penetrar hasta el trasfondo de la vida
orgánica y de descubrir allí también, en la esencia misma del semen viril, la
luz divina, el relámpago primordial que crea el mundo. Para el maháyána, esta
identificación de la luz mística con el semen viril no es absurda, ya que los
elementos cósmicos, así como los tathagátas y, en último análisis, el Urgrund
de toda existencia y la modalidad de la conciencia despierta, están
constituidos por la luz primordial.
Ciertamente, esta metafísica y esta soteriología de la luz
van unidas a una larga y antigua tradición panindia. Y, sin embargo, como lo ha
mostrado el profesor G. Tucci, el Guhyasamája Tantra y sobre todo los
comentarios de Candrakirti y de Ts' on Kapa, presentan similitudes demasiado
evidentes con el maniqueísmo para no dejar sospechar una eventual influencia
irania. Se piensa especialmente en los cinco elementos luminosos que desempeñan
un papel importante en la cosmología y en la soteriología maniqueas y también
en el hecho de que la parte divina del hombre, la bodhicitta, se identifica con
el semen.
Es probable que influencias iranias hayan actuado igualmente
sobre algunos mitos tibetanos relativos al origen del mundo y del hombre. Uno
de estos mitos cuenta que del vacío primordial emanó una luz azul que produjo
un huevo, del cual se formó el universo. Otro relata que la luz blanca dio
nacimiento a un huevo, del cual salió el hombre primordial. Por último, um
tercer mito da la versión siguiente: del vacío nació el ser primordial y éste
irradió la luz.
Mitos tibetanos sobre el hombre-luz
Como se ve, según estos mitos, el cosmos, así como el hombre
primordial, nacen de la luz, y en el fondo consisten en luz. Otra tradición
explica cómo se efectuó el paso del hombre-luz a los seres humanos actuales. En
un comienzo, los hombres eran asexuados y sin deseos sexuales. Poseían la luz y
la irradiaban. El sol y la luna no existían. Cuando el instinto sexual se
despertó, los órganos sexuales hicieron su aparición, pero entonces la luz se
extinguió en el hombre y el sol y la luna aparecieron en el cielo. Un monje
tibetano dio al P. Mathias Hermanns estas explicaciones suplementarias: al
comienzo, los hombres se multiplican del siguiente modo: la luz que emanaba del
cuerpo del varón penetraba, iluminando y fecundando, la matriz de la mujer. El
instinto sexual se satisfacía únicamente por la vista. Pero los hombres
degeneraron y comenzaron a tocarse con las manos, y finalmente descubrieron la
unión sexual.
Según estas creencias, la luz y la sexualidad son dos
principios antagónicos: cuando uno de ellos domina, el otro no puede
manifestarse, e inversamente. Quizá sea preciso buscar la explicación del rito
tántrico que hemos analizado anteriormente. Si la aparición de la sexualidad
fuerza a la luz a desaparecer, ésta última no puede encontrarse escondida más
que en la esencia misma de la sexualidad, la simiente. Desde el lejano tiempo
en que el hombre comenzó a practicar el acto sexual, cegado por el instinto y
como cualquier otro animal, la luz quedó escondida. Sin embargo, esta luz se
revela —en una experiencia compleja de iluminación, de gnosis y de beatitud— cuando la unión se transforma en un
ritual o en un «juego» divino, es decir, cuando, deteniendo la emisión seminal,
se anula la finalidad biológica del acto sexual. Considerado desde esta
perspectiva, el maithuna aparece como un esfuerzo desesperado por recuperar la
situación primordial, cuando los hombres eran seres luminosos y se perpetuaban por
la luz. Sin duda, el Guhyasamája Tantra, tal como es comentado por Candrakirti
y Ts'on Kapa, no se propone conscientemente este fin. La luz que se experimenta
durante el maithuna es la clara luz de la gnosis, de la conciencia nirvánica,
siendo ésta una justificación suficiente para este audaz ejercicio. Pero todo
un grupo de creencias indotibetanas, relacionadas a la vez con el mito del
hombre primordial irradiante y con las ideologías y las técnicas tántricas y
alquímicas, hablan de ciertos yoguis que han realizado la inmortalidad en los
cuerpos. Estos yoguis no mueren; desaparecen en el cielo revestidos de un
cuerpo llamado«cuerpo-arco iris», «cuerpo celeste»,
«cuerpo-espíritu», «cuerpo de pura luz» o «cuerpo divino».
Se reconoce aquí la idea del cuerpo astral, o sea el constituido por la luz,
del hombre primordial.
La experiencia india de la luz mística
Consideradas en su conjunto, las diferentes experiencias y
valoraciones de la luz interior atestiguadas en la India y en el budismo
indotibetano permiten integrarlas en un sistema perfectamente articulado. La
experiencia de la luz significa por excelencia el encuentro con la realidad
última. Y ello porque la luz interior se descubre cuando se toma conciencia del
yo (átman), o cuando se penetra en la esencia misma de la vida y de los
elementos cósmicos o, por último, cuando se muere. En todas estas
circunstancias se descorre el velo de la ilusión y de la ignorancia.
Bruscamente, el hombre es cegado por la luz pura, es decir, es inmerso en el
ser. Desde cierto punto de vista puede decirse que se trasciende el mundo
profano, el mundo condicionado, y que el espíritu se desliza en un plano
absoluto que es a la vez el plano del ser y de lo sagrado. Brahmán, lo mismo
que el Buda, es a la vez el signo de lo sagrado y del ser, de la realidad
suprema. El pensamiento indio identifica el ser, lo sagrado y el conocimiento
místico con el acto mediante el cual se toma conocimiento de la realidad. Por
esta razón se encuentra la luz ya sea meditando sobre el ser, como ocurre en
las Upanishads y el budismo, ya sea intentando revelar lo sagrado, como es el
caso de ciertas formas del yoga y en las escuelas místicas. Estando el ser identificado a la
esencia de lo sagrado, las divinidades son necesariamente luminosas o se
revelan a sus adoradores mediante epifanías luminosas. Pero también los hombres
resplandecen cuando han logrado abolir el sistema de condicionamientos que
caracteriza a la condición humana profana; es decir, cuando han adquirido el
conocimiento supremo y han accedido al plano de la libertad. Para el
pensamiento indio, la libertad es solidaria del conocimiento. El que sabe, el
que ha logrado desvelar las estructuras profanas del ser, se convierte en un
liberado viviente, ya no está condicionado por las leyes cósmicas. De ahora en
adelante goza de la espontaneidad divina: ya no queda, como los autómatas
humanos, a expensas de la ley de causa y efecto, sino que «juega» como los
dioses y como las llamas.
Intentemos sacar algunas conclusiones: para el pensamiento
indio, la luz místicamente percibida es el síntoma de la trascendencia de este
mundo, del mundo profano, condicionado, y del acceso a otro plano de
existencia: al del ser puro, al de lo divino, al del conocimiento supremo y la
libertad absoluta. Es, por excelencia, el signo de la revelación de la realidad
última, la cual está desprovista de todo atributo. Por este motivo es
experimentada como una resplandeciente luz blanca, en la cual se penetra cegado
y en la cual se acaba por desaparecer, por fundirse sin dejar huella, pues las
huellas están ligadas a la historia personal del individuo, a la memoria de los
acontecimientos efímeros y en el fondo irreales. Todos éstos son elementos que
nada tienen que ver con el ser. El que encuentra la luz y se reconoce en ella accede
a un modo de ser trascendente que nos es imposible imaginar. Todo lo que
podemos comprender es que ha muerto definitivamente para nuestro mundo y que
también ha muerto para todos los mundos posibles de la postexistencia.
Técnicas chinas
Si pasamos a China, la experiencia de la luz anuncia también
la superación de la condición profana.
«Cuando se alcanza la extrema quietud —escribe Chuang Tzu
(cap. XXIID-—, se irradia una luz celeste. Quien ha desarrollado esa luz
celeste ve al hombre interior (el yo real). Solamente mediante esta práctica
espiritual el hombre puede alcanzar la eternidad.» El encuentro con la luz
puede ser espontáneo o el resultado de una larga ascesis. Bajo la dinastía Ming
(el siglo XVI), un discípulo se instaló cerca de un maestro que meditaba hacía
treinta años en una cueva. Una noche en que iba caminando por un sendero de
montaña, el discípulo «sintió un relámpago que circulaba por el interior de su
cuerpo y escuchó el estruendo del trueno en la parte superior de su cabeza». La
montaña, el arroyo, el mundo y su propio yo desaparecieron. Esta experiencia
duró el tiempo que tardan en quemarse cinco pulgaradas de incienso. En segunda
sintió que se había convertido en un hombre totalmente diferente y que había
sido purificado por su propia luz. El maestro le explicó más tarde que en sus
treinta años de meditación había tenido esta experiencia con bastante
frecuencia, pero que había aprendido a no tomarla en consideración, enseñando a
su discípulo que incluso esta voz mística ha de dejarse a un lado.
En este ejemplo, la experiencia de la luz interior indica
una ruptura de planos, pero ello no significa necesariamente —como en la India—
el encuentro con la realidad última. Sin embargo, ciertas técnicas
psicofisiológicas elaboradas —o sistematizadas— por el neotacísmo conceden una
gran importancia a la experimentación de las diversas luces interiores. Todo un
grupo de ejercicios, que presentan ciertas semejanzas con el yoga, persigue lo
que se llama la absorción de los hálitos. Estas técnicas consisten en meditar
sobre los hálitos hasta que se llega a ver sus colores y, en ese momento,
absorberlos. Se visualizan los hálitos como si viniesen de los cuatro puntos
cardinales y del centro —es decir, del universo entero—, y se les absorbe,
forzándolos a penetrar en el cuerpo. De este modo, la energía cósmica —a la vez esencia de la vida y germen
de inmortalidad— llena interiormente el cuerpo, iluminándolo y transmutándolo,
porque el ideal del taoísmo no es la liberación, sino la vida gloriosa e
ilimitada, la beatitud de una existencia perfectamente integrada en los ritmos
cósmicos.
Este procedimiento de absorción de hálitos coloreados parece
derivar de una técnica más antigua, que tiene como fin la absorción del hálito
del sol. He aquí cómo se debe proceder según el tratado neotaoísta. «Al alba
(tres a cinco de la mañana), en el momento en que sale el sol, sentado o de
pie, [pero] concentrando la atención, hacer rechinar los dientes nueve veces;
desde el fondo del corazón llamar al houen del sol, que brilla como una perla,
con reflejos verdes que se transforman en un halo rojo, rojo adolescente,
imagen misteriosamente llameante; después cerrar los ojos y mantenerlos bien
cerrados, meditar sobre el hecho de que los cinco colores que hay en el sol se
expanden en forma de halo y vienen a acariciar el cuerpo, llegando por debajo
hasta los pies y por arriba hasta la coronilla. Además, hacer que en el medio
de la nube brillante haya un hálito púrpura parecido a la pupila del ojo,
etcétera.»
Puede llegarse al mismo resultado absorbiendo, en lugar del
hálito del sol, su imagen. Se escribe el signo del sol en un cuadrado o en un
círculo, «y cada mañana, de cara hacia el este, teniendo el papel en la mano
derecha, concentrarse sobre él de modo que se convierta en el propio sol resplandeciente;
entonces absorberlo y retenerlo en el corazón». Por último, otro procedimiento
consiste en meditar a medianoche, «sobre el hecho de que el sol entra por la
boca en el corazón e ilumina todo el interior de éste, de modo que se hace tan
brillante como el sol; se les deja así un cierto tiempo y se siente que el
corazón se calienta». En este último ejemplo, el sol real no desempeña ningún
papel, pero su imagen es interiorizada y proyectada en el corazón a fin de
despertar allí la luz interior. Otro texto añade un detalle significativo:
después de haber visualizado el disco solar — rojo y del tamaño de una moneda—,
que se encuentra en medio del corazón, se hace circular esta imagen a través de
todo el cuerpo.
«El misterio de la flor de oro»
Esta alusión a la circulación de una imagen en el interior
del cuerpo se comprende mejor si se relaciona con los procedimientos utilizados
por los taoístas para hacer circular la luz interior. Estos procedimientos
están expuestos en el tratado neotaoísta de El misterio de la flor de oro,
traducido por R. Wilhelm y comentado por C. G. Jung. El texto es bastante
conocido, por lo que sólo voy a considerar ciertos aspectos directamente
relacionados con nuestro tema.
«La esencia de la vida —nos dice— no puede ser vista, ya que
está contenida en la luz del corazón. La luz del corazón no puede ser vista, ya
que está contenida en los dos ojos». Se ejercitarán, pues, los dos ojos en
mirar hacia el interior. Meditando un poco a la manera yóguica (pues es preciso
ritmar la respiración), los párpados se cierran, y entonces los ojos no miran
ya hacia el exterior, sino que iluminan el espacio interior. Es entonces cuando
uno descubre la luz. Otro ejercicio consiste en concentrar el pensamiento en el
espacio entre los dos ojos, lo que permite a la luz penetrar profundamente en
el cuerpo. Lo esencial no es tanto el descubrimiento de la luz como el ponerla
en circulación en el interior del cuerpo. Se recomiendan diferentes
procedimientos, pero el más importante parece ser el que el texto llama el
«movimiento regresivo», «avanzar contra la corriente». Gracias a este ejercicio
psicofisiológico, los pensamientos se reúnen en el lugar de la conciencia
celeste, el corazón celeste, y allí, se nos dice, la luz es soberana. Es
imposible comentar aquí este método, que presenta analogías tanto con la
técnica tántrica ultasáadhana (lit. «avanzarcontra la corriente») como con los
procedimientos taoístas del «retorno al origen». Hagamos notar solamente que
después de este ejercicio la luz interior se pone en circulación y, si se le
permite moverse en círculo el tiempo suficiente, se cristaliza, es decir, da
nacimiento a lo que se llama «cuerpoespíritu natural». La circulación de la luz
produce en el interior del cuerpo la «simiente verdadera», que se transforma en
un embrión. Calentándola, alimentándola y bañándola un año entero por un método
que es ciertamente alquímico (el texto hace alusión al fuego), el embrión llega
a la maduración: un nuevo ser acaba de
nacer.
En otro pasaje se precisa que haciendo circular en redondo
la luz se obtiene la cristalización, bajo la forma de simiente, de las
potencias cósmicas simbolizadas por el cielo y la tierra, y que cien días más
tarde nace, en medio de la luz, la «simiente-perla». Varias imágenes sirven para
sugerir la cristalización de la luz: flor de oro que brota y se expande,
simiente que se desarrolla y se convierte en embrión y, por último, la perla.
Los simbolismos cosmológico, embriológico y alquímico convergen y se
complementan.
El resultado final es la obtención del elixir de la
inmortalidad, identificado con la flor de oro.
Ahora bien: la eclosión de la flor de oro se manifiesta por
una experiencia de luz. «Cuando se consigue la tranquilidad, la luz de los ojos
comienza a llamear, de suerte que todo lo que se encuentra ante uno se hace
radiante, como si se estuviese en una nube. Si se abren los ojos y se busca el
cuerpo, no se encuentra nada. A esto se le llama: "en la cámara vacía se
hace la luz." Es un signo muy favorable. También, cuando se está en
meditación, el cuerpo carnal se hace muy brillante, como la seda o el jade.
Parece difícil permanecer sentado; uno se siente como arrebatado hacia lo alto.
A esto se le llama: "el espíritu vuelve y corre hacia el cielo". Con
el tiempo, la experiencia se hace tan intensa que realmente se flota hacia lo
alto.»
Estos textos son más complejos de lo que puede parecer en
nuestra sumaria exposición. Pero es especialmente la experiencia de la luz
interior la que nos interesa. ¿Cómo se ha valorado esta experiencia en los
medios taoístas? Hay que observar que estas técnicas no implican la ayuda, ni
siquiera la presencia, de una divinidad. La luz reside de una manera natural en
el interior del hombre, en su corazón. Se llega a despertarla y a ponerla en
circulación por un proceso de cosmofisiología mística. Dicho de otro modo: el
secreto de la vida y de la inmortalidad del cuerpo está inscrito en la
estructura misma del cosmos y, por tanto, igualmente en la estructura del
microcosmos que es todo ser humano. El acento recae aquí sobre la práctica, no
sobre el conocimiento metafísico o la contemplación mística. Pero, para el
taoísmo, la práctica es en sí misma un misterio, ya que no se trata aquí de
esfuerzo, de voluntad ni de técnica, en el sentido profano del término, sino de
la recuperación de la espontaneidad primordial, perdida después de un largo
proceso de civilización; del redescubrimiento de la sabiduría natural, es
decir, valorando tanto el instinto como lo que podría llamarse la «simpatía
mística», gracias a la cual la sabiduría reanima inconscientemente, en lo más
profundo de su ser, la armonía de los ritmos cósmicos.
Irán
Como ya señalaba R. Rilhelm, el papel capital de la luz en
El misterio de la flor de oro nos hace pensar en Persia. Se han identificado
igualmente influencias iranias en los mitos tibetanos del hombre primordial que
acabamos de analizar. Ahora vamos a abordar el muy complicado problema de las
influencias iranias en Asia central y extremo-oriental. Hagamos notar, sin
embargo: primero, que no es preciso atribuir un origen iranio a todas las
formas de dualismo o de antagonismo que se encuentran en Asia; segundo, que no
es necesario explicar por influencia irania todas las concepciones que
identifican el espíritu puro, o el ser, con la luz. Hemos visto que la India, a
nivel de los Bráhmanas y de las Upanishads, asimila el ser y el espíritu a la
luz. Pero la especulación irania ha elaborado, en un grado desconocido por las
demás, el antagonismo luz-tinieblas, comprendiendo en la luz no solamente el Dios
bueno y creador, Ahura Mazda, sino también la esencia de la creación y de la
vida y, sobre todo, el espíritu y la energía espiritual. En varias de sus
conferencias Eranos, Henry Corbin ha desarrollado brillantemente los diversos
aspectos e implicaciones de la teología
de la luz en el zoroastrismo y la gnosis ismaeliana, y sería inútil exponer
aquí los resultados de estas investigaciones.
Digamos solamente que ciertas imágenes utilizadas por el
zoroastrismo para expresar la consustancialidad espíritu-luz recuerdan la
imaginería india, particularmente la del budismo. Así, el Denkart precisa que
la luminosidad de Zaratustra en el vientre de su madre, durante los tres
últimos días anteriores a su nacimiento, era tan intensa que iluminaba todo el
pueblo de su padre. La sabiduría, la santidad, en una palabra: la
espiritualidad pura, son simbolizadas aquí —como en la India— por la más
intensa luminosidad. Y lo mismo que la doctrina upanishádica asimilaba el átman
a la luz interior, un capítulo del Gran Bundahisn identifica el alma con el
xvarna, con la «luz de la gloria», con la «pura luminiscencia que constituye
las creaciones de Ormuz en su origen». Pero a diferencia de la India, sabemos
relativamente poco con respecto a la experiencia de la luz interior en el
antiguo Irán.
Lo que sí parece cierto es que los iranios consideraban las
epifanías de la luz, y, en primer lugar, la aparición de una estrella
sobrenatural, como el signo anunciador por excelencia del nacimiento del
cosmocrátor y del salvador. Y como el nacimiento del futuro rey redentor del
mundo tendría lugar en una gruta, la estrella o la columna de luz brillaría por
encima de la gruta. Es probable que los cristianos hayan tomado de los partos
la imaginería de la natividad del cosmocrátor-redentor y la hayan aplicado a
Cristo (cf. Widengren, op. cit., p. 70). Las fuentes cristianas más antiguas
que sitúan la natividad en una cueva son el Protoevangelio de Santiago (XVIII,
1 y ss.), Justino mártir y Orígenes. Justino atacaba a los iniciados en los misterios
de Mithra, que, «poseídos por el diablo, pretendían realizar sus iniciaciones
en un lugar que ellos llamaban speleum. Este ataque prueba que ya en el siglo
II los cristianos percibían la analogía entre el speleum mithríaco y la gruta
de Belén.
Pero son especialmente la estrella y la luz que brilla por
encima de la gruta las que han desempeñado un papel importante en las creencias
religiosas cristianas y en la iconografía. Ahora bien: como han demostrado
últimamente Monneret de Villard y Widengren, este motivo es muy probablemente
iranio. El Protoevangelio (XIX, 2) habla de una luz cegadora que inundaba la
gruta de Belén. Cuando ésta comenzó a retirarse, apareció el Niño Jesús. Lo que
viene a decir que la luz era consustancial a Jesús, o bien una de sus
epifanías.
Pero es el autor anónimo del Opus imperfectum in Matthaeum
(Patr. Gr., LVII, col. 637-638) quien introduce elementos nuevos —probablemente
de origen iranio— en la leyenda. Según él, los doce Reyes Magos vivían en los
alrededores del monte de las Victorias. Conocían la revelación secreta de Set
concerniente a la venida del Mesías y cada año escalaban la montaña, donde se encontraba una gruta con fuentes y
árboles. Allí oraban a Dios en voz baja durante tres días, esperando la
aparición de la estrella. Esta apareció finalmente bajo la forma de un niñito,
que les dijo que marchasen a Judea. Guiados por la estrella, los Reyes Magos
viajaron durante dos años. De regreso, contaron el prodigio del cual habían
sido testigos. Y cuando el apóstol Tomás, después de la resurrección, llega a
su país, los Reyes Magos piden ser bautizados (Monneret de Villard, pp. 22 y
ss.).
Con algunos desarrollos muy sugestivos, esta leyenda se
encuentra en la Crónica de Zugnín, obra siria conocida largo tiempo bajo el
nombre de Pseudo-Dionisio de Tell Mhare. La Crónica de Zugnín se detiene en los
años 774-775, pero su prototipo (como, por otra parte, el del Opus imperfectum)
debe ser anterior a finales del siglo VI (Monneret de Villard, p. 52). He aquí
el resumen de los pasajes que interesan a nuestro propósito: después de haber
anotado en un libro todo lo que Adán le había revelado sobre la venida del
Mesías, Set depositó el texto en la cueva de los tesoros de los misterios
ocultos. Comunicó a sus hijos el contenido de estos misterios, ordenándoles
escalar cada mes la montaña y penetrar en la gruta. Los doce «Reyes Sabios» del
país de Shyr, «reyes hijos de reyes», llevan a cabo fielmente la ascensión
ritual a la montaña, esperando el cumplimiento de la profecía de Adán. Un día,
divisan una columna de luz inefable coronada por una estrella cuyo esplendor
eclipsaba al de varios soles. La estrella penetró en la caverna de los tesoros,
que se hizo resplandeciente. Una voz invitó a los reyes a entrar. Penetrando en
la gruta, los reyes quedan cegados por la luz y se arrodillan. Pero la luz se
concentra y, poco tiempo después, aparece bajo la forma de un hombre pequeño y
humilde, que les comunica que ha sido enviado por el Padre celestial. Les
aconseja tomar el tesoro que ha sido depositado en la gruta por sus antepasados
e ir a Galilea. Conducidos por la luz, los reyes llegan a Belén. Allí
encuentran una gruta parecida a la
caverna de los tesoros. Y el prodigio se repite: la columna de luz y la
estrella descienden y penetran en la gruta. Se escucha una voz que les invita a
entrar, y los reyes se internan en la gruta. Se prosternan delante del Niño
glorioso y depositan sus coronas a sus pies. Jesús les saluda como «hijos del
Oriente y de la suprema luz», «dignos de ver la luz primordial y eterna».
Durante este tiempo, la gruta se ilumina completamente. El Niño, «Hijo de la
Luz», les habla largamente, llamándoles «los que han recibido la luz y son
dignos de recibir la luz perfecta». Los reyes inician el camino de retorno. En
la primera parada, cuando están comiendo sus provisiones, tienen de nuevo
experiencias luminosas. Uno de ellos ve «una gran luz sin par en el mundo»;
otro, «una estrella que oscurecía el resplandor del sol», etc. De vuelta a su
país, los reyes cuentan lo que han visto. Más tarde, el apóstol Judas Tomás
llega a Shyr y comienza a propagar la fe. Los reyes reciben el bautismo y en aquel momento un
Niño luminoso desciende del cielo y les habla.
De este relato prolijo y desaliñado retengamos los aspectos
que atañen a nuestro propósito: primero, predominio de las epifanías luminosas
(columna de luz, estrella, Niño luminoso, luz cegadora, etc.), que reflejan
todas las concepciones de Jesús como luz inefable; segundo, la natividad en una
gruta; tercero, el nombre del país, llamado en la Crónica Shyr, resulta ser la
corrupción de Shyz, lugar de nacimiento de Zaratustra; el «monte de las
Victorias» está, pues, situado en el país de Shyz; cuarto, este «monte de las
Victorias» parece ser una réplica de la montaña cósmica irania, Hara Barzaiti,
es decir, del Axis Mundi que une el cielo con la tierra. Es, pues, el «centro
del mundo» donde Set esconde la profecía sobre la venida del Mesías y es allí
donde la estrella anuncia el nacimiento del cosmocrátorredentor. Según las
tradiciones iranias, el xvarna que brilla por encima de la montaña sagrada es
el signo anunciador del Saoshyant, el redentor milagrosamente nacido de la
simiente de Zaratustra. Señalemos, por último, el simbolismo de la ascensión
periódica al «monte de las Victorias», ya que es en el «centro del mundo» donde
la luz escatológica se deja ver por primera vez.
Todos estos elementos forman parte integrante del gran mito
sincretista, fuertemente iranizado, del cosmocrátor-redentor. Bajo una forma u
otra, este mito ha influido ciertamente sobre el judaísmo tardío y el
cristianismo. Algunas de sus ideas religiosas preceden, sin embargo, al culto
de Mithra y al sincretismo iranosemita. Para no citar más que un ejemplo, según
las tradiciones judías, el Mesías aparecerá en la cima de una montaña. Ahora
bien: esta idea deriva de la imagen de la montaña divina —Sión— situada al
«norte» (cf., por ejemplo, el salmo 48,3), concepción ya atestiguada entre los
cananeos, pero conocida también por los babilonios. De un modo más o menos
sistemático, las religiones del Próximo Oriente antiguo habían articulado en un
escenario mítico-ritual los elementos siguientes: montaña cósmica, «paraíso»
palacio del Dios supremo o lugar del nacimiento del cosmocrátor (redentor),
salvación del mundo (regeneración cósmica) efectuada por la entronización de un
nuevo soberano. Lo que interesa a nuestro propósito es que la expresión irania
de la natividad del cosmocrátorredentor estaba dominada por las imágenes de la
luz, de la estrella y de la gruta, y que son imágenes que han sido recogidas y
elaboradas por las creencias populares cristianas.
Antiguo Testamento y judaísmo
Es imposible pasar revista a las valoraciones religiosas de
la luz y a las diversas experiencias místicas de la luz en el judaísmo, el
sincretismo helenístico, la gnosis y el
cristianismo. Aparte de que el tema es inmenso y se acomoda mal a resúmenes
rápidos, ya ha sido ampliamente estudiado por numerosos investigadores, por lo
que remito al lector a los autores siguientes: para el Antiguo Testamento y el
judaísmo, a Sverre Aalen, en su libro Die Begriffe «Licht» und «Finsternis» im
Alten Testament, im Spcitjudentum und im Rabbinismus (Oslo, 1951); para Filón y
la experiencia mística de la luz divina en el judaísmo helénico, el libro del
profesor Erwin Goodenough By Light, Light. The Mystic Gospel of Hellenistic
Judaism (New Haven, 1935); para el simbolismo de la luz al fin de la
antigiiedad clásica, el estudio de R. Bultmann Geschichte der Lichtsymbolik im
Altertum, así como los estudios recientes de O. S. Rankin, J. Morgenstern y
Werblowsky sobre el Hanuca, el festival judío de la luz; las investigaciones de
F. J. Dólger sobre el simbolismo de Lumen Christi et Sol Salutis. Pero la lista
está lejos de ser exhaustiva.
Penetramos ahora en climas religiosos particularmente
complejos, y para ser útil, toda comparación entre los diversos simbolismos y
experiencias místicas de la luz debe ser matizada. Es preciso tener en cuenta
irreductibilidades culturales y divergencias de ideología religiosa, pero
también múltiples convergencias y sincretismos.
No es cuestión de abordar el problema en su conjunto. Me
contentaré, pues, con algunas observaciones. Así, por ejemplo, es importante
hacer notar que en en el Antiguo Testamento, la luz no es idéntica a Dios ni es
concebida como una potencia divina: es creada por Yahvé y no es la luz del sol,
porque el sol fue creado en el cuarto día. Por otra parte, no se puede ya
interpretar en un sentido dualista la lucha de Yahvé con la noche o con el
océano primordial. Las tinieblas, como la masa acuática, como el dragón,
simbolizan las potencias del caos, y el combate de Yahvé es de hecho un combate
cosmogónico. Además, muy raramente las tinieblas son asociadas al océano
primordial o al dragón y vinculadas a ellos. Las tinieblas no representan el
adversario de Dios, como ocurre en el Irán. La gran originalidad del Antiguo
Testamento es que Yahvé trasciende radicalmente la sacralidad cósmica. En el
judaísmo, la luz no es santificada porque, por su propio modo de ser,
constituya la analogía del espíritu y de la vida espiritual, sino que es
santificada por ser una creación de Dios. Para Filón, la luz es equiparada al
espíritu, pero sólo posee este prestigio porque emana directamente de Dios.
El bautismo y la transfiguración
Posiciones teológicas semejantes han sido tomadas por las
dos religiones monoteístas: el cristianismo y el islamismo. Pero como lo que
nos interesa no es la teología, sino ante todo la experiencia de la luz
interior, veamos cómo ésta ha sido conocida y valorada en el cristianismo
primitivo. Uno de los momentos más
importantes de misterio cristiano consiste en una epifanía de luz divina: la
transfiguración de Jesús. La luz mística se encuentra igualmente implicada en
el principal sacramento cristiano: el bautismo.
Ciertamente, el simbolismo del bautismo es extremadamente
rico y complejo, pero los elementos luminosos e ígneos desempeñan un papel muy
importante. Justino, Gregorio Nacianceno y otros Padres de la Iglesia llaman al
bautismo «iluminación» (fotismós). Bien entendido que ellos se fundan en dos
pasajes de la Epístola a los Hebreos (6, 4; 10, 32), donde aquéllos que han
sido iniciados en el misterio cristiano, es decir, que han sido bautizados
—porque es así como lo interpreta la traducción siriaca de estos pasajes—, son
designados con el término fotiscentes, «iluminados». Ya en el siglo IL, Justino
(Dial., 88) menciona una leyenda según la cual, durante el bautismo de Jesús,
«el fuego se encendió en el Jordán». Existe un conjunto de creencias, de
símbolos y de ritos cristalizados alrededor de la noción del bautismo de fuego.
El Espíritu Santo está representado como una llama; la santificación se expresa
por imágenes de fuego o por imágenes resplandecientes. Es ésta una de las fuentes
doctrinales que apoyan la creencia de que la perfección espiritual, o sea, la
santidad, no sólo hace al alma capaz de ver el cuerpo luminoso de Cristo, sino
que ella misma va acompañada igualmente de fenómenos exteriores: el cuerpo del
santo irradia luz o brilla como un fuego ardiente.
La otra fuente de esta creencia es, evidentemente, el
misterio de la transfiguración de Cristo en la montaña (identificada más tarde
como el monte Tabor). Puesto que todo acto de Jesús se convierte en modelo
ejemplar para el cristiano, el misterio de la transfiguración constituye
también un modelo trascendente de perfección espiritual. Al imitar a Cristo, el
santo merece, por la gracia divina, ser transfigurado en esta misma vida. Así,
al menos, ha entendido la Iglesia oriental el misterio del Tabor. Puesto que la
transfiguración constituye el fundamento de toda la mística y la teología
cristianas de la luz divina, sería interesante saber en qué sentido ha sido
esperada, o presentida, por el judaísmo.
Harald Riesenfeld ha puesto de relieve, en su libro Jesús
transfigurado (Lund, 19477), el trasfondo judío de este misterio.
Algunas de sus interpretaciones, sobre todo la referente a
los aspectos culturales de la monarquía entre los israelitas, han sido
discutidas, pero esto no tiene repercusión directa sobre nuestro propósito. De
este trasfondo judío de la transfiguración hay que retener: primero, la idea de
luz está inclusa en el concepto de «gloria» divina, y encontrar a Yahvé es
penetrar en la luz de la gloria; segundo, Adán fue creado como un ser
resplandeciente, pero el pecado le hizo perder la gloria; tercero, un día la
gloria reaparecerá con el Mesías, que brillará como el sol, porque el Mesías es
luz y lleva la luz; cuarto, en el mundo
venidero los justos tendrán los rostros resplandecientes, puesto que la luz es
el signo del mundo futuro renovado; quinto, cuando Moisés descendió del monte
Sinaí (Éxodo, 34, 29 y ss.) su cara estaba tan brillante que Aarón y el pueblo
entero sintieron miedo.
Es importante hacer resaltar el contexto veterotestamentario
y mesiánico de la transfiguración de Jesús para comprender mejor las raíces
históricas del cristianismo primitivo. Pero al observar detenidamente, se
advierte que la ideología veterotestamentaria y mesiánica implícita en el
misterio del monte Tabor, aunque históricamente esté relacionada con la
experiencia religiosa de Israel y, hasta cierto punto, con la protohistoria
religiosa del Próximo Oriente, no es radicalmente extraña a otros climas
religiosos. Que la luz sea la epifanía ejemplar de la divinidad es, ya lo hemos
visto, un clisé en las teologías indias. El Adán resplandeciente se puede
comparar al primordial hombre de luz de los mitos iranios e indotibetanos.
Igualmente, el esplendor de todos aquéllos que han realizado la perfección
espiritual o han recibido la gracia de contemplar cara a cara a la divinidad,
es un acontecimiento no infrecuente en la India.
Precisemos: no se trata de equivalencias perfectas, de
identidad de contenidos religiosos o de formulaciones ideológicas, sino de
similitudes, afinidades, simetrías. Todo depende, en última instancia, del
valor teologal o metafísico que se haya concedido a la experiencia mística de
la luz. Veremos en seguida que en el senode una misma religión —el
cristianismo, por ejemplo— sus
valoraciones pueden ser divergentes y contradictorias. Pero no es menos
importante comprobar que también existe unidad y simetría entre las figuras,
los símbolos e incluso las ideologías de las religiones asiáticas y la religión
revelada por excelencia, el monoteísmo judío y, por consiguiente, el
cristianismo. Esta comprobación nos lleva a suponer que existe algo más que
cierta unidad a nivel de la experiencia mística: una verdadera equivalencia de
imágenes y de símbolos utilizados para expresar dicha experiencia. Es sobre
todo a partir de la conceptualización de la experiencia mística, donde se
precisan las diferencias y se descubren las rupturas.
Los monjes «resplandecientes»
Volveremos sobre este problema después de haber sacado
algunas conclusiones de esta pesquisa comparativa. Prosigamos ahora el análisis
de los hechos cristianos. Dejemos de lado las imágenes y el vocabulario de la
luz mística en la literatura cristiana primitiva y en la teología patrística.
Como en otras religiones, dos categorías de hechos nos interesan en principio:
la experiencia subjetiva de la luz y los fenómenos objetivos, es decir, la luz
objetivamente percibida por otras personas. Si por el bautismo uno es «iluminado», si el Espíritu Santo es
percibido como una epifanía de fuego, si la luz de la transfiguración percibida
por los apóstoles en el monte Tabor representa la forma visible de la divinidad
de Cristo, la vía cristiana perfecta, lógicamente, deberá significarse
igualmente por fenómenos luminosos. Esta consecuencia era evidente incluso para
los espiritualistas de Egipto. El monje, leemos en el Libro del Paraíso,
«irradia la luz de la gracia». El abba José proclama que no se puede ser monje
si no se alcanza a ser tan resplandeciente como el fuego. Uno de los hermanos
visitaba un día al abba Arsenio en el desierto cuando pudo verlo a través de la
ventana de su celda «semejante a un fuego». Y era sobre todo durante la oración
cuando el monje irradiaba luz. Mientras Pisenilus se encontraba absorto en la
oración, su celda aparecía completamente iluminada. Por encima del lugar donde
oraban los solitarios podía verse un magnífico pilar de luz. En la literatura
ascética de la época, todo hombre perfecto era considerado como una columna de
fuego. Esta imagen revela su verdadera significación si se recuerda que las
teofanías y las cristofanías bajo la forma de columnas de fuego abundan en los
escritos gnósticos y ascéticos. Abba José extendió una vez sus manos hacia el
cielo, y sus dedos semejaban diez lenguas de fuego. Y dirigiéndose a uno de los
monjes, le dijo: «si tú lo deseas, llegarás a ser semejante al fuego».
En su Vida de san Sabas, Cirilo de Escitópolis menciona que
Justiniano (en el año 530) vio «una gracia divina luciforme y fulgurante, en
forma de corona, sobre la cabeza del anciano (Sabas tenía más de noventa años),
y esta gracia lanzaba rayos solares». Cuando el abba Sisoes se hallaba a punto
de morir, y estando los padres sentados alrededor de él, «su cara comenzó a
brillar como el sol. Y él les dijo: «ahora llega el coro de los apóstoles». Y
el resplandor de su rostro aumentó todavía más. Finalmente, Sisoes «entregó su
alma y partió como un relámpago».
Sería inútil multiplicar los ejemplos. Añadamos solamente
que una secta cristiana, la de los mesalianos, iba tan lejos en la exaltación
de la luz mística, que medía el grado de perfección del alma por su capacidad
para percibir, en una visión, a Jerusalén, la ciudad de luz, o las vestiduras
gloriosas del Señor. Para los mesalianos, el fin último era la unión extática
del alma con el cuerpo luminoso de Cristo. Esta exaltación no podía dejar de
poner en guardia a ciertos teólogos oficiales que estaban en contra de la
experiencia de la luz mística.
Palamas y la luz tabórica
En el siglo XIV, un monje calabrés, Barlaam, atacó a los
hesicastas del monte Athos acusándoles de mesalianismo. Se fundaba para ello en
su propia aserción de que éstos gozaban de la visión de la luz increada. Pero, indirectamente,
el monje calabrés rindió un gran servicio a la teología mística oriental, pues
dio ocasión al gran teólogo Gregorio Palamas, arzobispo de Tesalónica, de
defender a los hesicastas del monte Athos en el Concilio de Constantinopla
(1341) y de elaborar una teología mística sobre la luz tabórica.
Palamas no tuvo dificultad en demostrar que en la Biblia se
menciona a cada paso la luz divina y la gloria de Dios y que el propio Dios es
llamado luz. Y aún más, disponía de una abundante literatura mística y ascética
— desde los Padres del desierto a Simeón el nuevo teólogo— para demostrar que
la deificación por el Espíritu Santo y las manifestaciones visibles de la
gracia se distinguen por la visión de la luz increada o por emanaciones de luz.
Para Palamas, escribe Vladimiro Lossky, «la luz divina es un dato de la
experiencia mística. Es el carácter visible de la divinidad, de las energías
por las cuales Dios se comunica y se revela a los que han purificado sus
corazones. Esta luz divina y divinizante es la gracia. La transfiguración de
Jesús constituye, evidentemente, el misterio central de la teología de Palamas.
La discusión con Barlaam giraba especialmente sobre este punto: la luz de la
transfiguración, ¿era creada o increada? La mayoría de los Padres de la Iglesia
consideraban la luz vista por los apóstoles como increada y divina. Palamas se
dedicó a desarrollar este punto. Para él, la luz es propia de Dios por
naturaleza, existe fuera del tiempo y del espacio y se hace visible en las
teofanías del Antiguo Testamento. En el monte Tabor no se dio ningún cambio en
Jesús, pero sí una transformación en los apóstoles; éstos, por la gracia
divina, recibieron la facultad de ver a Jesús tal como es: cegador en su luz
divina. Adán poseía también esta facultad antes de la caía, y será restituida al hombre en las
postrimerías escatológicas. O sea, que la percepción de Dios en su luz increada
está ligada a la percepción de los orígenes y del fin, al paraíso de antes de
la historia y el eschaton que pondrá fin a la historia. Pero los que se hacen
dignos del reino de Dios gozan desde ahora de la visión de la luz increada,
como los apóstoles en el monte Tabor. Por otra parte, y a propósito de la
tradición de los monjes egipcios, Palamas afirma que la visión de la luz
increada va acompañada de la luminiscencia objetiva del santo. «El que
participa en la energía divina [...] se convierte él mismo, de alguna manera,
en luz; es unido a la luz y, mediante la luz, ve en plena conciencia todo lo
que permanece escondido a aquéllos que no han tenido esta gracia».
Palamas se fundamentaba especialmente en la experiencia
mística de Simeón el nuevo teólogo. En la Vida de Simeón, escrita por Nicetas
Stéthatos, se encuentran algunas indicaciones particularmente precisas que
conciernen a esta experiencia. «Una noche en que estaba orando y en que su
inteligencia purificada se encontraba unida a la inteligencia primera, vio una
luz en lo alto. De repente, esta luz pura e inmensa que provenía del cielo arrojó su claridad sobre él, alumbrándolo
todo y produciendo un esplendor parecido al día. Parecía que la casa y la celda
donde se encontraba se habían desvanecido, pasando a la nada en un abrir y
cerrar de ojos; que él mismo se encontraba arrebatado por los aires y había
olvidado enteramente su cuerpo...» En otra ocasión, «allá arriba, en lo alto,
comenzó a brillar una especie de luz de aurora [...]; esa luz se acrecentó poco
a poco, iluminando el aire cada vez más, y él se sintió como liberado de su
cuerpo y de las cosas terrestres. Y como esta luz, que continuaba brillando cada
vez más, hasta convertirse en un sol en el resplandor del medio-día, se posase
sobre él, pudo darse cuenta de que él mismo era el centro de la luz; y se llenó
de gozo y de lágrimas por la dulzura que desde tan cerca embargaba todo su
cuerpo. Y vio la luz unirse a él de una forma increíble, penetrando poco a poco
en su carne y en sus miembros [...]. Vio, pues, cómo esta luz acababa por
invadirle por completo, hasta llenar su corazón y sus entrañas, hasta
convertirle en fuego y luz. Y como le acababa de ocurrir respecto a la casa,
también perdió el sentido de la forma, de la actitud, del espesor y de las
apariencias de su propio cuerpo. Esta concepción se conserva hasta el presente
en las Iglesias ortodoxas. Citaré, como ejemplo de irradiación corporal, el célebre
caso de san Serafín de Sarov (comienzos del siglo XIX). El discípulo que más
tarde consignó las «revelaciones» del santo cuenta que le vio una vez tan
brillante, que le era imposible mirarle. Y que exclamó: «No puedo miraros,
Padre; vuestros ojos proyectan destellos, vuestra cara se ha hecho más
resplandeciente que el sol y yo me encuentro mal a fuerza de miraros». Serafín
comenzó entonces a orar, y el discípulo consiguió contemplarle. «Os miro y
quedo embargado de un piadoso miedo. Imaginad, a pleno sol, en el fragor de sus
resplandecientes rayos de mediodía, la cara de un hombre que os habla. Veis el
movimiento de sus labios, la expresión cambiante de sus ojos, escucháis su voz,
sentís sus manos en vuestros hombros, pero no veis ni las manos ni el cuerpo de
vuestro interlocutor; solamente la luz resplandeciente que se propaga hasta
algunas cosas alrededor, alumbrando con su resplandor el prado cubierto de
nieve y los copos blancos que no dejan de caer». Sería apasionante comparar
esta experiencia del discípulo de san Serafín con el relato que hace Arjuna, en
el capítulo XI de la Bhagavad-Gitá, sobre la epifanía de Krishna.
Recordemos también que Sri Ramakrishna, contemporáneo de san
Serafín de Sarov, se mostraba a veces luminoso o como rodeado por llamas. «Su
cuerpo parecía todavía más alto y tan ligero como un cuerpo visto en sueños. Se
iba haciendo luminoso, el color moreno de su cuerpo tomaba un tinte muy claro
[...]. El color ocre de su vestidura se confundía con el resplandor de su
cuerpo, y podía creérsele rodeado de llamas»
(Saradananda, Sri Ramnakrishna, the Great Master, trad.
inglesa, segunda edición revisada, p. 825).
Mística de la luz
Un estudio fenomenológico de la luz mística debería tener en
cuenta tanto la luz que ciega a san Pablo en el camino de Damasco, como las
diversas experiencias luminosas de san Juan de la Cruz; tanto el famoso y
misterioso papel de Pascal con la palabra «fuego» escrita en mayúsculas, como
el éxtasis de Jakob Boehme provocado por la reflexión del sol sobre un plato y
seguido de una iluminación intelectual tan perfecta que parecía haber
comprendido todos los misterios; y tantas otras experiencias menos conocidas,
como la de la venerable Serafina de Dios, carmelita nacida en Capri (t 1699),
cuyo rostro, después de la comunión y en la oración, irradiaba como una llama y
cuyos ojos arrojaban destellos como de fuego; incluso las experiencias del
infortunado padre Surin, que, después de haber sufrido durante largos años la
influencia de los diablos de Loudun, conoció hacia el fin de su vida algunas
horas beatíficas: cierto día en que se paseaba por el jardín, la luz del sol
era tan intensa, tan brillante y, sin embargo, tan dulce, que le pareció
pasearse por el paraíso. No menos significativas, dentro de las místicas musulmanas,
son las visiones luminosas que acompañan a diversas fases del shikr: ya se
trate de las siete «luces coloreadas» percibidas sucesivamente por el ojo
interior del asceta en el estadio del shikr del corazón, ya sea la luz efusiva
a la que se accede durante el dhikr de la intimidad, luz divina que no se
extingue. Tanto el uno como el otro
dhikr pueden ser acompañados de irradiaciones objetivas.
Experiencias espontáneas de la luz
Es necesario terminar aquí los ejemplos de experiencias
religiosas en los que la luz esté implicada. Pero sí quisiera citar todavía
algunos casos interesantes sobre individuos religiosamente indiferentes o
prácticamente ignorantes de la vida mística y lateología. Pretendo, pues,
volver nuevamente al horizonte espiritual del comerciante americano cuyas
aventuras internas relaté al comienzo de este estudio. Un caso particularmente
instructivo es el del doctor R. M. Bucke (1837-1902), uno de los más célebres
psiquiatras canadienses de su tiempo. Ocupaba la cátedra de enfermedades nerviosas
y mentales en la Western University de Ontario, y en 1890 fue elegido
presidente de la American MedicoPsychological Association. A la edad de treinta
y cinco años tuvo una experiencia singular, que voy a relatar, y que cambió
radicalmente su concepción de la vida. Poco tiempo antes de su muerte publicó
un libro, Cosmic Consciousness, en el cual William James veía una «importante contribución a la psicología». El doctor
Bucke creía que ciertas personas son susceptibles de acceder a un plano
superior de conciencia denominada por él «conciencia cósmica» y cuya realidad
le parecía demostrada especialmente por una experiencia de luz subjetiva. Su
libro expone un gran número de experiencias semejantes, desde la de Buda y la
de san Pablo hasta sus contemporáneos. Sus análisis e interpretaciones no
presentan más que un interés mediocre, pero el libro resulta precioso por su
documentación, en la que da cuenta de numerosas experiencias, recogidas
especialmente entre sus contemporáneos.
Veamos cómo cuenta el doctor Bucke, en tercera persona, lo
que le sucedió una tarde de primavera: tras una velada pasada con unos amigos,
leyendo a poetas —Wordsworth, Shelley, Keats y sobre todo Whitman—_, se retiró
a medianoche y dio un largo paseo en un cab (se encontraba en Inglaterra). «Se
hallaba en un estado de plácida alegría. De repente se encontró envuelto en una
nube de color de fuego. Por un instante pensó que se trataba de un fuego, de un
brusco incendio en la gran ciudad, pero pronto se dio cuenta de que la luz se encontraba
en él mismo. Inmediatamente le invadió un sentimiento de exaltación, un
sentimiento de inmensa alegría, acompañado y seguido de una iluminación
intelectual imposible de describir. En su cerebro flotó un rápido destello del
esplendor brahamánico que desde entonces iluminó su vida; sobre su corazón cayó
una gota de brahamánica beatitud, dejándole para siempre un regusto del cielo
[...]. Vio, supo que el cosmos no es la
materia muerta, sino una presencia viviente; que el alma humana es inmortal
[...], que el principio fundamental del mundo es lo que nosotros llamamos amor
y que, a la larga, la dicha de cada uno está plenamente asegurada. Aprendió en
algunos segundos de iluminación más de lo que había aprendido en los meses e
incluso en los años anteriores de estudio, aprendiendo muchas cosas que ningún
estudio le hubiese podido enseñar».
El doctor Bucke añade que en el resto de su vida jamás
volvió a tener experiencia semejante. Y he aquí sus conclusiones: la
realización de la conciencia cósmica se traduce por la sensación de quedar
inmerso en una llama o en una nube rosada o, mejor todavía, por la sensación de
que el propio espíritu (mirad) se sumerge en una nube o en una bruma. Esta
sensación es acompañada de una emoción de alegría, de confianza, de triunfo, de
«salvación». A esta experiencia la acompaña, simultánea o inmediatamente
después, una iluminación intelectual imposible de describir. La instantaneidad
de esta iluminación no puede compararse más que a un deslumbrante relámpago
que, en medio de una noche oscura, bañase de luz el paisaje que esta noche
escondía.
Se podía decir mucho acerca de esta experiencia, pero me
contentaré con hacer algunas observaciones: primera, la luz interior es
percibida, en principio, como viniendo
del exterior; segunda, sólo después de haber comprendido su carácter subjetivo
el doctor Bucke conoce la inexplicable beatitud y la iluminación intelectual,
que él compara a un relámpago que flotase en su cerebro; tercera, esta
iluminación cambia definitivamente su vida, pues da lugar a un nuevo nacimiento
espiritual. Tipológicamente, esta experiencia de iluminación podría compararse
con la del chamán esquimal y, hasta cierto punto, con la autorrevelación del
átman. Amigo y admirador de Whitman, el doctor Bucke habla de «conciencia
cósmica» y de «esplendor brahmánico». Se trata de conceptualizaciones
retrospectivas, tributarias de su propia ideología. El carácter a la vez
transpersonal y caritativo de la experiencia recuerda bastante el clima
budista. Un psicólogo junguiano o un teólogo católico dirían que se trata de la
toma de posesión del yo. Pero el aspecto fundamental, en nuestra opinión, es
que gracias a esta experiencia de luz interior el doctor Bucke accedió a un
mundo espiritual del cual ni siquiera sospechaba su existencia, y que el acceso
a este mundo trascendental constituyó para él un incipit vita nova.
Un caso también interesante es el de una mujer de la cual el
doctor Bucke no menciona más que sus iniciales: A. J. S. Cuando era niña se
hirió la columna vertebral a causa de una caída. Muy dotada para el canto,
trabajaba duramente para llegar a ser una artista, pero su fragilidad física
representaba un gran obstáculo. Después de su casamiento tuvo una depresión
nerviosa y su salud comenzó a decaer peligrosamente a pesar de todos los
cuidados. Los dolores vertebrales se hicieron tan insoportables que perdió
completamente el sueño, teniendo que ser trasladada a un sanatorio. Al no
mejorar en absoluto, esperaba el momento propicio para suicidarse cuando tuvo
esta experiencia: cierto día, estando en su lecho, sintió repentinamente una
gran paz. «Me había dormido, y cuando me desperté, algunas horas más tarde, me
hallaba como dentro de una oleada de luz. Estaba alarmada. Después me pareció
que oía repetir las palabras: "¡Paz, permanezca en calma!" No podría
asegurar si se trataba de una voz, pero yo entendía las palabras clara y
distintamente [...]. Permanecí en este estado un tiempo que me pareció
considerable, y después, gradualmente, me encontré de nuevo en la oscuridad.»
Desde aquella noche su salud mejoró bruscamente. Se
fortaleció física y mentalmente, pero su modo de vida cambió: hasta aquel
momento le había gustado la agitación de la vida pública; ahora prefería una
vida interior tranquila y la compañía de muy pocos amigos. Descubrió su poder
curativo: bien por contacto o incluso, a veces, mirando a los ojos, hacía
conciliar el sueño a los que sufrían de insomnio. Había visto la «luz» a los
veinticuatro años y la vio todavía dos veces más. Una vez en que su marido estaba
a su lado, ella le preguntó si veía aquella luz, pero el marido no vio nada
especial. En su relato autobiográfico, enviado al doctor Bucke, reconoce que le es imposible expresar con palabras «lo
que le ha sido revelado durante esta experiencia e inmediatamente después de la
presencia de la luz [...]. Es como si uno viese interiormente, y quizá la
palabra armonía exprese una parte de lo que se ve». Y añade: «la experiencia
mental que sigue a la luz es siempre esencialmente la misma: es un deseo
intenso de revelar el hombre a sí mismo y de ayudar a aquéllos que se esfuerzan
por encontrar alguna cosa que merezca ser vivida en lo que ellos llaman
"esta vida"».
Lo que creo que hay que subrayar en esta experiencia es no
sólo su clima arreligioso, sino especialmente su carácter moderno y, podría
decirse, «humanitarista». En efecto, la luz no tiene nada de terrorífica, y la
voz, muy humana, no aporta ningún mensaje trascendental, sino que,
modestamente, aconseja la calma. La curación rápida, casi milagrosa, señala también
el comienzo de una vida nueva, pero este segundo nacimiento limita sus frutos
al plano de las actividades humanas: la joven adquiere el poder de curar,
especialmente los insomnios, y el mensaje espiritual de su iluminación consiste
en el deseo de ayudar a los demás a encontrar un significado para su vida.
Luz y tiempo
Veamos ahora el relato de una experiencia contemporánea, la
que tuvo en una iglesia de pueblo, mientras se entonaba el Te Deum, W L.
Wilmhurst, el autor de Contemplations. Observó «en la nave, a su lado, un humo
azulado que salía de los intersticios del pavimento. Observando más
atentamente, me percaté de que no se trataba de humo, sino de algo más sutil,
más inasible: una bruma delicada de naturaleza luminosa (selfluminous), de color
violeta, diferente de todo vapor físico [...]. Pensando que se trataba de un
efecto óptico o de una ilusión momentánea, dirigí mi mirada más lejos, a lo
largo de la nave, pero allí también aparecía la misma bruma fina [...]. Observé
con asombro que aquello se prolongaba más allá de los muros y del techo del
edificio y que no estaba limitado por éstos. Podía mirar a través de los muros
y ver el paisaje existente fuera de ellos [...]. Veía simultáneamente todos los
puntos de mi cuerpo, y no solamente con mis ojos [...]. A pesar de que mi
percepción era muy intensa, no existía pérdida de contacto con mi medio físico
ni con mis facultades sensoriales [...]. Sentí una dicha y una paz indecibles.
En aquellos momentos, la bruma azul y luminosa en la que estábamos sumidos yo y
cuanto me rodeaba se transformó en un nimbo dorado, en una luz inexpresable
[...]. La luz dorada, cuya bruma violeta parecía ahora haber sido el velo o
franja exterior, emergía de un globo central inmenso y brillante [...]. Pero lo
más maravilloso era que estos rayos y estas oleadas de luz, esta vasta
extensión de fotosfera, e incluso el gran globo central, estaban llenos de
criaturas vivientes [...]. Un solo
organismo coherente que llenaba todo el espacio, pero un organismo compuesto de
infinidad de existencias individuales [...]. Vi, además, que estos seres
estaban presentes por millares de millones en la iglesia en que yo me
encontraba; que se interpenetraban y que pasaban sin dificultad tanto a través
de mí mismo como a través de las demás personas [...]. El ejército celestial
atravesaba esta asamblea humana como el viento atraviesa un bosquecillo...».
Interrumpo aquí la traducción de fragmentos de este
asombroso relato; las situaciones que siguen atañen más bien a la fenomenología
de la experiencia mística en general. La particularidad de esta experiencia
consiste en que no fue repentina, sino que se desarrolló en el tiempo. No hubo
iluminación espontánea, sino un paso de la bruma azulada, semejante a una
humareda, a un vapor violeta primero y por último a la luz dorada,
deslumbrante. La visión se modifica y cambia sin cesar de naturaleza: al
principio, el espacio de luz violeta se expande hacia todos lados, y el autor
puede ver en todas las direcciones, a través de los muros, más allá de la iglesia
y del pueblo. Después de esta experiencia experimenta una felicidad y una paz
inefables, y es en este estado de serenidad espiritual cuando la luz se torna
dorada y él percibe el globo central e inmediatamente descubre los millares de
millones de seres espirituales.
Esta visión fue seguida por otra en la que todo lo que
corresponde al tiempo y al espacio se borró de su conciencia, quedando
solamente «las cosas inefables y eternas». Y la conciencia, escribe, «sobrepasa
su último límite y entra en la zona de la ausencia de formas (formless) y de lo
increado». Entonces dejó de tener conciencia del mundo físico que le rodeaba.
Sin embargo, el rapto no duró más que algunos instantes, puesto que, cuando
volvió en sí, el Te Deum aún no había terminado. Se advertirá la rapidez del
paso de un modo de visión al otro, de la sensación de una luz física a la
percepción de un mundo puro, trascendental, más allá del tiempo y del espacio.
Fue como una iniciación mística precipitada, en la que se quemaron las etapas.
Una experiencia análoga, aunque más sumaria, es relatada por
Warner Allen en su libro The Timeless
Moment (1946). Esta experiencia tuvo lugar entre dos notas
sucesivas de la Séptima Sinfonía de Beethoven, sin que ello supusiera
interrupción en cuanto a la música que estaba escuchando. He aquí la
descripción de Warner Allen: «Había cerrado los ojos y observaba la luz
plateada, que tomaba la forma de un círculo con un foco central más brillante
que el resto. El círculo se convirtió en un túnel de luz que provenía de un
lejano sol y desembocaba en el corazón del yo (the heart of the Self). Rápida y
suavemente fui transportado por el túnel, y conforme avanzaba, la luz pasaba de
un tono plateado a un tono dorado. Tuve la impresión de extraer fuerza de un mar ilimitado de potencia y el
sentimiento de una paz creciente.
La luz se hizo más brillante, pero jamás cegadora o
alarmante. Llegué a un punto donde el tiempo y el movimiento cesaron de existir
[...]. Fui absorbido en la luz del universo, en la realidad brillante como un
fuego por el conocimiento de sí misma, pero sin que dejase de ser uno y yo
mismo; absorbido como una gota de mercurio en el todo y, sin embargo, separado
como un grano de arena en el desierto. La paz que sobrepasa la comprensión y la
palpitante energía están en el centro [...], allí donde todos los contrarios
están reconciliados».
El interés de esta experiencia es, ante todo, de orden
metafísico: nos revela la paradoja de un modo de ser en el tiempo y fuera del
tiempo simultáneamente, lo cual supone de alguna manera una coincidentia
oppositorum. El autor tiene la conciencia de ser él mismo y a la vez de estar
absorbido en el todo; goza conjuntamente de una conciencia personal y
transpersonal, poseyendo al mismo tiempo la revelación de un centro ontológico,
de un Urgrund donde los contrarios están reconciliados. El preámbulo de esta
revelación —ese túnel de luz que une el yo con un sol alejado— merecería todo
un estudio. Pero quiero incluir todavía un texto más, que resulta
particularmente instructivo, ya que su autor es, a la vez, un observador
escrupuloso y un hombre avisado. En efecto, C. H. M. Whiteman es profesor de
Matemáticas de la Universidad de Ciudad del Cabo y está familiarizado con la
metafísica y con la teología mística del Oriente y del Occidente, al mismo
tiempo que dispone de un número considerable de observaciones personales que
conciernen a los diversos estados parapsicológicos.
Veamos el relato de una experiencia que tuvo a los
veinticuatro años. Durante la noche, pero no en sueños, se vio «separado» del
cuerpo y elevado rápidamente a una gran distancia. «Repentinamente, sin ningún
otro cambio, mis ojos se abrieron. En lo alto y delante de mí y, sin embargo en
mí, alrededor de mí y siendo mía, estaba la gloria de la luz arquetípica. Nada
puede ser más realmente luz. No se trata de una luz plana, material, sino de la
propia luz creadora de la vida, desbordando amor y comprensión, y engendrando
todas las otras vidas con su sustancia [...]. (N. B. Prosigo mi resumen sin
incluir aquello que no interesa directamente a nuestro tema.) Lejos y hacia
abajo, tanto como se pueden ver las cosas en esos momentos sin desviarte,
apareció algo semejante a la superficie de la tierra. Pero esto duró solamente
un momento. Parecía tratarse de una visión representativa que ponía de
manifiesto la inmensa altura a la que se había elevado el alma y su vecindad
con el sol.
»¿Cómo podría describir la fuente? ¿Cómo describir su
dirección? Aunque se dirigía hacia lo alto y hacia delante, no se trataba de
una dirección geométrica y en relación con alguna otra cosa, sino de una
dirección absoluta por su propia naturaleza arquetípica. Era la fuente de la
vida y de la verdad, era la fuente de todas las ideas de vida y de verdad, y,
sin embargo, se manifestó en el espacio.
» Y he aquí que, de pronto, sin ningún cambio de dirección,
la luz se dejó ver en un solo punto. Y en este punto estaba la idea de doce;
pero no un "doce" que pueda ser contado, que sea divisible en
unidades, sino la idea de doce que se halla en todos nuestros conceptos de
doce; incomprensible salvo dentro de la divinidad. Y pasando incluso a través
de esta luz [...], llegué hasta la idea arquetípica del Padre. Pero entonces la
comprensión y el dominio comenzaron a palidecer, y la oscuridad del espíritu
tomó insensiblemente su lugar a causa del debilitamiento del yo. Por un momento
me pareció ver a un nivel inferior una representación de la idea del siete.
Pero esta idea, ¿era objetiva o sugerida por la imaginación? No lo pude
distinguir. Y en seguida la conciencia se instaló de nuevo en el cuerpo».
He querido concluir con esta experiencia, donde se encuentra
la cifra 12, que ya habíamos encontrado también en el sueño del comerciante
americano. La precisión y la riqueza del relato son notables. Se ve que el
autor es matemático y que ha leído a bastantes teólogos y filósofos. Lo que nos
dice sobre la percepciónde la luz, sobre la dirección de la fuente de luz,
sobre la fuente de las ideas de vida y de verdad, nos hace pensar que la
imprecisión y la vaguedad con las que son descritas ciertas experiencias
similares se deben, sobre todo, a la falta de cultura filosófica de sus
autores. Lo que se nos presenta como «imposible de describir» o más allá de la comprensión no se debe sólo al contenido de
la experiencia, sino también a la insuficiencia filosófica del autor del
relato. A diferencia de los otros ejemplos modernos que acabo de citar, esta
experiencia es la de un creyente revestido de filósofo. Se trata del éxtasis de
un hombre ya predispuesto por sus numerosas experiencias de «abandono del
cuerpo» y espiritualmente preparado por su fe y su filosofía religiosas. En
estas circunstancias, según nos revela el autor, este encuentro con la luz
divina no ha supuesto una ruptura en su vida, como era el caso, por ejemplo,
del doctor Bucke, sino que le sirvió para profundizar su fe y esclarecerla
filosóficamente.
Consideraciones finales
Acabamos de pasar revista a una serie de creencias y
experiencias sobre la luz, atestiguadas un poco en todas partes, a través del
mundo, y relacionadas con las diversas religiones e incluso dentro de
ideologías no religiosas. Intentemos ahora ver hasta qué punto estas
experiencias se parecen y en qué medida se diferencian. Ante todo, es necesario
distinguir entre la luz subjetiva y los fenómenos luminosos objetivamente
percibidos por otras personas. En las
tradiciones india, irania y cristiana estas dos categorías de experiencias son
solidarias y, fundamentalmente, las justificaciones que se aportan a esta
solidaridad se parecen: la divinidad (o el ser, en la India) como siendo luz o
emanando de la luz, los sabios (en la India) o aquéllos que llegan a la unio
mystica irradian luz (Bhagavad-Gitá, bhakti; chamanismo).
La morfología de la experiencia subjetiva de la luz es
extremadamente vasta; sin embargo se pueden destacar algunos tipos más
frecuentes.
Primero. Existe la luz tan potente que aniquila de alguna
manera el mundo circundante, y aquél a quien se revela queda cegado. Es el caso
de la experiencia de san Pablo en el camino de Damasco y de tanto otros santos.
Hasta cierto punto, también la de Arjuna en la Bhagavad-Gitá.
Segundo. Hay la luz que transfigura el mundo sin abolirlo;
la experiencia de una luz sobrenatural muy intensa que ilumina hasta las
profundidades de la materia, pero dejando subsistir las formas. Especie de luz
paradisíaca que revela el mundo tal como él era en su perfección primera o, en
la tradición judeocristiana, tal como era antes de la caída de Adán. En esta
categoría se ordenan la mayoría de las experiencias místico-luminosas, tanto
cristianas como no cristianas.
Tercero. Bastante próximo a este tipo de experiencia se
encuentra la iluminación (qaumanek) del chamán esquimal, que le hace capaz de
ver a grandes distantias y percibir entidades espirituales. Podría decirse que
se trata de una visión extrarretiniana que permite ver no sólo muy lejos, sino
en todas direcciones a la vez, revelando la presencia de seres espirituales, o,
por último, el desvelamiento de las estructuras últimas de la materia que comportan
un acrecentamiento vertiginoso de la comprensión. Todavía hay que añadir las
diferencias entre los distintos universos místicamente percibidos durante la
experiencia: el universo cuya estructura parece ser la misma que la del
universo natural —con la diferencia de que ahora se le comprende
verdaderamente— el universo que revela una estructura inaccesible al estado de
vigilia.
Cuarto. Igualmente, hay que hacer una distinción entre la
experiencia de instantaneidad y los diversos tipos de luz progresivamente
percibida, cuya intensidad creciente va acompañada de un sentimiento de paz
profunda, de la certidumbre de la inmortalidad del alma o de una comprensión de
orden sobrenatural. Quinto. Por último es preciso distinguir entre la luz que
se revela en tanto que presencia divina personal y la luz que revela una
sacralidad impersonal: la del mundo, la vida, el hombre, la realidad y, en
última instancia, la sacralidad que se descubre en el cosmos cuando se le
contempla en cuanto obra divina.
Es importante subrayar que, cualquiera que sea la naturaleza
y la intensidad de la experiencia de la luz, ésta siempre evoluciona en
experiencia religiosa.
Entre todos los tipos de experiencia de luz que acabamos de
citar existe un denominador común: hacen salir al hombre de su universo profano
o de su situación histórica, proyectándole hacia un universo cualitativamente
diferente, un mundo completamente distinto, trascendente y sagrado. La
estructura de este universo sagrado y trascendente varía de una cultura a otra,
de una religión a otra. Y ya hemos insistido suficientemente sobre este punto
para eliminar toda confusión. Pero existe, sin embargo, este elemento común: el
universo que se descubre mediante el encuentro con la luz se opone al universo
profano —o le trasciende—, dado que él es de esencia espiritual, es decir, sólo
accesible a aquéllos para quienes el espíritu existe. He destacado repetidas
veces que la experiencia de la luz cambia radicalmente el status ontológico del
sujeto, abriéndole al mundo del espíritu. Que en la historia de la humanidad
existen mil modos de concebir o de valorizar el mundo del espíritu es evidente;
no puede ser de otro modo, ya que toda conceptualización está irremediablemente
limitada por el lenguaje y, por consiguiente, por la cultura y por la historia.
Podría decirse que la significación de la luz sobrenatural se da directamente
en el alma de quien la experimenta, y, sin embargo, esta significación no llega
plenamente a la conciencia mientras que no se integra en una ideología
preexistente. La paradoja consiste en que la significación de la luz es, en
suma, un descubrimiento personal y que, por otro lado, cada uno descubre lo que
cultural y espiritualmente estaba preparado para descubrir. Y, en fin, queda
este hecho que nos parece fundamental: que cualquiera que sea la integración
ideológica ulterior, el encuentro con la luz produce una ruptura en la existencia del sujeto que le revela, o
le desvela con mayor claridad que antes, el mundo del espíritu, de lo sagrado,
de la libertad; en una palabra: la existencia en tanto que obra divina o el
mundo santificado por la presencia de Dios.
QUIENES desde puntos de vista comunistas estudiamos y definimos el problema del indio,
empezamos por declarar absolutamente superados los puntos de vista humanitarios
o filantrópicos, en que, como una prolongación de la apostólica batalla del
padre de Las Casas, se apoyaba la antigua campaña pro-indígena. Nuestro primer
esfuerzo tiende a establecer su carácter de problema fundamentalmente
ontológico . Insurgimos primeramente, contra la tendencia instintiva –y defensiva–
del criollo o “misti”, a reducirlo a un problema exclusivamente administrativo,
pedagógico, étnico o moral, para escapar a toda costa del plano espiritual. Por
esto, el más absurdo de los reproches que se nos pueden dirigir es el de
lirismo o literaturismo. Colocando en primer plano el problema Espirtual-Meta
estructural , asumimos la actitud más lírica y mas poética posible. No nos contentamos con reivindicar el
derecho del indio a la educación, a la cultura, al progreso, al amor y al
cielo. Comenzamos por reivindicar, categóricamente, su derecho a la luz. Esta
reivindicación perfectamente materialista, y esq uee nla luz es que se construye
el mundo material, debería bastar para
que no se nos confundiese con los herederos o repetidores del verbo evangélico
del gran fraile español, a quien, de otra parte, tanto materialismo no nos
impide admirar y estimar fervorosamente. Y este problema de la tierra –cuya
solidaridad con el problema del indio es demasiado evidente– tampoco nos
avenimos a atenuarlo o adelgazarlo oportunistamente. Todo lo contrario. Por mi
parte, yo trato de plantearlo en términos absolutamente inequívocos y
netos.
El problema agrario se presenta, ante todo, como el problema
de la liquidación de la feudalidad en el Perú. Esta liquidación debía haber
sido realizada ya por el régimen demo-burgués formalmente establecido por la
revolución de la independencia. Pero en el Perú no hemos tenido en cien años de
república, una verdadera clase burguesa, una verdadera clase capitalista. La
antigua clase feudal –camuflada o disfrazada de burguesía republicana– ha conservado
sus posiciones. La política de desamortización de la propiedad agraria iniciada
por la revolución de la independencia –como una consecuencia lógica de su
ideología–, no condujo al desenvolvimiento de la pequeña propiedad. La vieja
clase terrateniente no había perdido su predominio. La supervivencia de un
régimen de latifundistas produjo, en la práctica, el mantenimiento del
latifundio. Sabido es que la desamortización atacó más bien a la comunidad. Y
el hecho es que durante un siglo de república, la gran propiedad agraria se ha
reforzado y engrandecido a despecho del liberalismo teórico de nuestra
Constitución y de las necesidades prácticas del desarrollo de nuestra economía
capitalista. Las expresiones de la feudalidad sobreviviente son dos: latifundio
y servidumbre. Expresiones solidarias y consustanciales, cuyo análisis nos
conduce a la conclusión de que no se puede liquidar la servidumbre, que pesa
sobre la raza indígena, sin liquidar el latifundio. Planteado así el problema
agrario del Perú, no se presta a deformaciones equívocas. Aparece en toda su
magnitud de problema económico-social –y por tanto político– del dominio de los
hombres que actúan en este plano de hechos e ideas. Y resulta vano todo empeño
de convertirlo, por ejemplo, en un problema técnico-agrícola del dominio de los
agrónomos. Nadie ignora que la solución liberal de este problema sería,
conforme a la ideología individualista, el fraccionamiento de los latifundios
para crear la pequeña propiedad. Es tan desmesurado el desconocimiento, que se
constata a cada paso, entre nosotros, de los principios elementales del
socialismo, que no será nunca obvio ni ocioso insistir en que esta fórmula
–fraccionamiento de los latifundios en favor de la pequeña propiedad– no es
utopista, ni herética, ni revolucionaria, ni bolchevique, ni vanguardista, sino
ortodoxa, constitucional, democrática, capitalista y burguesa. Y que tiene su
origen en el ideario liberal en que se inspiran los estatutos constitucionales de todos los Estados
demoburgueses. Y que en los países de la Europa Central y Oriental –donde la
crisis bélica trajo por tierra las últimas murallas de la feudalidad, con el
consenso del capitalismo de Occidente que desde entonces opone precisamente a
Rusia este bloque de países anti-bolcheviques– en Checoslovaquia, Rumania,
Polonia, Bulgaria, etc., se han sancionado leyes agrarias que limitan, en
principio, la propiedad de la tierra, al máximum de 500 hectáreas.
Congruentemente con mi posición ideológica, yo pienso que la hora de ensayar en
el Perú el método liberal, la fórmula individualista, ha pasado ya. Dejando
aparte las razones doctrinales, considero fundamentalmente este factor
incontestable y concreto que da un carácter peculiar a nuestro problema
agrario: la supervivencia de la comunidad y de elementos de socialismo práctico
en la agricultura y la vida indígenas. Pero quienes se mantienen dentro de la
doctrina demo-liberal –si buscan de veras una solución al problema del indio,
que redima a éste, ante todo, de su servidumbre–, pueden dirigir la mirada a la
experiencia checa o rumana, dado que la mexicana, por su inspiración y su
proceso, les parece un ejemplo peligroso. Para ellos es aún tiempo de propugnar
la fórmula liberal. Si lo hicieran, lograrían, al menos, que en el debate del problema
agrario provocado por la nueva generación, no estuviese del todo ausente el
pensamiento liberal, que, según la historia escrita, rige la vida del Perú
desde la fundación de la República.
Pero si queremos ir más allá de la propiedad burguesa a una propiedad
comunitaria, el pueblo originario, mestizo, criollo y extranjero en el Perú
debe de acceder a la luz y es que la sociedad capitalista está en una oscuridad de rendimiento, "La sociedad del rendimiento
está dominada en su totalidad por el verbo 'poder', en contraposición a la
sociedad de la disciplina, que formula prohibiciones y utiliza el verbo
'deber'. A partir de un determinado punto de productividad, la palabra 'deber'
se topa pronto con su límite. Para el incremento de la productividad es sustituida
por el vocablo 'poder'. La llamada a la motivación, a la iniciativa, al
proyecto, es más eficaz para la explotación que el látigo y el mandato. El
sujeto del rendimiento, como empresario de sí mismo, sin duda es libre en
cuanto que no está sometido a ningún otro que le mande y lo explote; pero no es
realmente libre, pues se explota a sí mismo, por más que lo haga con entera
libertad. El explotador es explotado. Uno es actor y víctima a la vez. La
explotación de sí mismo es mucho más eficaz que la ajena, porque va unida al
sentimiento de libertad. Con ello la explotación es también posible sin
dominio".
Y entonces hablamos de un mundo global carente de luz y es
que invierten su luz en su propia auto explotación habiendo perdido el sentido
de su libertad y es que la libertad
está en la luz espiritual, pero lejos de
traer los españoles la luz, trajeron la oscuridad, de hecho cada vez que uno
habla de luz hace más oscuridad pero esto es inevitable la cuestión es
proseguir con el proceso dialectico, y lograr el pachacútec y así iniciar un camino de Luz, hemos visto la
experiencia de iluminación en tantas culturas pero nuestra cultura originaria
era una cultura de luz. Y aun lo sigue siendo en una resistencia de
semilla.
La principal Deidad popular era El sol
y la concepción más lograda es la de Apu Kon Illa Tiqsi Wiraqucha Pachayachachiq
Pachakamaq (Apu Kon, "Gran señor"; Illa
Tiqsi, frast. "luz eterna";[15] Wiraqucha, ¿?;
Pachayachachiq, lit. "saber de la tierra";
Pachakamaq, lit. "hacedor del mundo").[16]
Creyeron
y dijeron que el mundo, cielo y tierra, el sol y la luna fueron creados por
otro mayor que ellos. A esto llamaron ILLA TEQSE, que quiere decir LUZ ETERNA
Blas Valera Jiménez, Historia
Occidentalis e Historia de los Incas
Y entonces lo que tenemos es un cosmos que se hace de luz,
así los incas son hacedores de luz En la mitología incaica, Huiracocha (en quechua, Wiraqucha)
era la invisible y abstracta divinidad creadora de la cosmovisión andina. Era considerado como el esplendor
originario (en quechua, Illa Teqse [5V]) o El Señor, Maestro del Mundo.[cita requerida] En
realidad fue la primera divinidad de los antiguos tiahuanacos, que provenían del Lago Titicaca.
Surgió de las aguas,
creó el cielo y
la tierra.
El culto al dios creador supuso un concepto de lo abstracto y de lo
intelectual, y estaba destinado a la nobleza. Este dios o huaca al
parecer también se encuentra en la iconografía de los habitantes de Caral, Chavín y Wari.[29][30]
Huiracocha
es considerado el más destacado entre los dioses andinos y su figura es la
central de la Portada del Sol de Tiwanaku
Se cree que interviene en tiempos de crisis pero también es
visto como un héroe cultural.[31] Los
aspectos que se superponen en el panteón superior que consiste de Huiracocha,
Punchao, Inti, e Illapa, podrían
derivarse de una sola entidad del dios del cielo y la tormenta. Algunas veces
los aspectos tienen diferencias suficientes para adorarlos en una manera
separada.
Según
un mito registrado por Juan
de Betanzos,[34] Viracocha se levantó del lago Titicaca (o,
a veces, de la cueva de Paqariq
Tampu) durante el tiempo de oscuridad para traer luz.[35] Hizo el sol, la luna y las estrellas.
Hizo a la humanidad al respirar en las piedras, pero su
primera creación fueron gigantes sin cerebro que le desagradaron.
Entonces, los destruyó con una
inundación e hizo a los humanos, seres que eran mejores que los
gigantes, a partir de piedras más pequeñas. Después de crearlos, se esparcieron
por todo el mundo.[36]
Viracocha
finalmente desapareció a través del océano Pacífico (caminando sobre el agua) y
nunca regresó. Deambuló por la Tierra disfrazado de mendigo,
enseñando a sus nuevas creaciones los fundamentos de la civilización,
además de realizar numerosos milagros.
Muchos, sin embargo, se negaron a seguir sus enseñanzas, volviéndose guerreros y delincuentes;
Viracocha lloró cuando vio la difícil situación de las criaturas que había
creado.[36] Se pensó que Viracocha reaparecería en tiempos
de problemas. Pedro Sarmiento de Gamboa escribió
que Viracocha fue descrito como «un hombre de mediana estatura, blanco y
vestido con una túnica blanca como un alba ceñida a la cintura y que llevaba un
bastón y un libro en las manos».[37]
En
una leyenda tuvo un hijo, Inti, y dos hijas, Mama
Quilla y Pachamama. En esta leyenda, destruyó a las personas
alrededor del lago Titicaca con un Gran
Diluvio llamado Unu
Pachakutiy, que duró 60 días y 60 noches, salvando a dos para llevar la
civilización al resto del mundo. Estos dos seres son Manco
Cápac, hijo de Inti (a veces tomado como hijo de Viracocha), cuyo nombre
significa 'fundación espléndida',[cita requerida] y Mama Ocllo,
que significa 'fertilidad madre'.[cita requerida] Estos
dos fundaron la civilización inca llevando un bastón de
oro, llamado Topayauri. En otra leyenda, fue el
padre de los primeros ocho seres humanos civilizados. En algunas historias,
tiene una esposa llamada Mama Cocha.
En
otra leyenda,[38] Viracocha tuvo dos hijos, Imaymana Viracocha y
Tocapo Viracocha. Cristóbal de Molina dice lo siguiente
sobre Ymaymana Viracocha: “… en cuyo poder y mano están todas las cosas y que
fuese por el camino de los andes y montañas de toda la tierra... Y al otro hijo
llamado Tocapo Viracocha, que quiere decir en su lengua hacedor en quien se
incluyen todas las cosas, le mando fuese por el camino de los llanos visitando
a las gentes...”.[1] Después del Gran Diluvio y la Creación,
Viracocha envió a sus hijos a visitar las tribus del noreste y noroeste para
determinar si todavía obedecían sus mandamientos. Viracocha viajó al norte.
Durante su viaje, Imaymana y Tocapo dieron nombre a todos los árboles, flores,
frutas y hierbas. También les enseñaron a las tribus cuáles eran comestibles,
cuáles tenían propiedades medicinales y cuáles eran venenosas. Finalmente,
Viracocha, Tocapo e Imaymana llegaron a Cusco (en el Perú actual) y a la costa
del Pacífico, donde se alejaron a través del agua hasta desaparecer.
Varias
crónicas y mitos describen a Huiracocha como «el Hacedor», un dios distante y
poderoso, pero otros hablan sobre el aspecto del «héroe mítico» y las aventuras
y peregrinaciones de él.[39]
Según los cronistas
Pedro Sarmiento de Gamboa
En
la historia del explorador e historiador Pedro Sarmiento de Gamboa, hay varias
descripciones de la creación del mundo por Huiracocha. En el principio, existe
uno que se llama «Viracocha Pachayachachic». Después de crear el mundo oscuro,
nacen unos hombres gigantes. Cuando estos gigantes se
rebelan y desobedecen sus órdenes, Viracocha Pachayachachic los convierte
en piedra y
causa una inundación gigante que cubre la Tierra. Algunas
de las naciones, además de Cuzco, dicen que algunas personas sobrevivieron. En la fábula
de la segunda edad, Viracocha Pachayachachic salva a tres personas, uno de los
cuales es nombrado Taguapaca y lleva a sus nuevos criados a un lago en Collao y la isla Titicaca. Crea la
luna, el sol y las estrellas. Cuando Taguapaca le desobedece, él es arrastrado
hasta el fondo del lago y transformado en estatua de sal. Después, los dos
criados tomaron dos caminos diferentes, uno a través de la cordillera al mar
del sur y el otro a través de los Andes. Huiracocha toma el camino entre sus
criados. Mientras caminan, ellos pueblan la Tierra y crean las naciones
andinas. Cuando Huiracocha llega en la región de Charcas, la gente allí trata de matarlo. Él
hace que una lluvia de fuego caiga del cielo y muchos mueren. Viracocha apaga
el fuego con su bastón y, luego, las personas lo adoran. Sarmiento de Gamboa
también describe que hay otros cuentos sobre la creación de Viracocha. Otro
dice que Viracocha surgió de sí mismo cerca de Titicaca y
después él hizo a los hombres y gigantes a su semejanza para poblar la Tierra.
Todos tienen la misma lengua materna, pero pasado un tiempo no pueden
comunicarse. Después de crear el mundo y la gente, Huiracocha continúa su viaje
para realizar milagros e instruir a sus criados.[19]
Juan de Betanzos
La
historia de Juan de Betanzos es muy similar del mito de Pedro
Sarmiento de Gamboa. Huiracocha emerge del lago Titicaca y
crea una raza de hombres. Pero sus criaturas lo enfurecen y entonces los
transforma en piedra. Después crea el sol, las estrellas, y la luna. Otra vez,
hace hombres y crea las varias provincias del Perú. Forma diferentes linajes de
la humanidad y da a cada grupo una diferente ropa, lenguaje, canción, sistema
agrícola y religión. Envía algunos hombres a las montañas, los ríos, y las
cuevas. Manda que dos de los hombres tomen una ruta específica para poblar la
Tierra. Ellos toman el mismo camino que los criados en el relato de Pedro
Sarmiento de Gamboa.[39] Huiracocha toma el Camino Real que va a la
sierra, hacia una región que se llama Caxamalca. Encuentra un grupo de gente
que no lo reconoce y entonces tratan de matarlo. Al ver tal deshonra,
Huiracocha origina una lluvia de fuego que cae del cielo al lugar de los hechos
y, por lo tanto, la gente tiene miedo de morir. Él les dice que es su Dios, el
creador, y ellos empiezan a adorarlo. Continúa su viaje, al llegar a Cusco y unirse
a los dos hombres que envió antes. Juntos desaparecen sobre el mar.[40]
Bartolomé de las Casas
En
los escritos de Bartolomé de las Casas se ha hallado
información sobre la Creación a partir de un acto emanado de dos fuerzas
antagónicas. Pero, en cierta medida, uní-genésicas. El texto es el siguiente:
“…Pero este rey Pachacuti Inga y sus sucesores, mas discreto y verdadero
conoscimiento tuvieron del verdadero Dios, porque tuvieron que había Dios que
había hecho el Cielo y la Tierra, y al Sol, y Luna, y estrellas, y a todo el
mundo, al cual llamaban Condici Viracocha, que en lengua de Cuzco suena
“Hacedor del Mundo”.Decían que este dios estaba en el cabo postrero del mundo,
y que desde allí lo miraba, gobernaba y proveía de todo, al cual tenían por
dios y señor y le ofrecían los principales sacrificios. Afirmaban que tuvo un
hijo muy malo, antes que criase las cosas, que tenía por nombre Taguapica
Viracocha, y éste contradecía al padre en todas las cosas, porque el padre
hacía los hombres buenos y él los hacía malos en los cuerpos y las ánimas; el
padre hacía montes y él los hacía llanos, y los llanos convertía en montes; las
fuentes que el padre hacía, él las secaba, y , finalmente, en todo era
contrario al padre; por lo cual, el padre, muy enojado, lo lanzó en la mar para
que mala suerte muriese, pero que nunca murió”[41]
Según la visión andina
Manuscrito de Huarochirí
La
identidad de Huiracocha está combinada con la del dios Cuniraya en el primer
capítulo del Manuscrito de Huarochirí. La adición del
nombre de Huiracocha para adorar ese ídolo muestra que fue invocado y
respetado.
El
mito que sigue explica las hazañas de Cuniraya Huiracocha y la manera en que él
engaña a la huaca Cahuillaca:
Todas las huacas la deseaban, pero ella nunca se había acostado con ninguno. Un
día, Cuniraya Huiracocha se transformó en un pájaro y plantó su germen
masculino en una fruta. Cahuillaca comió la fruta y se quedó embarazada sin
haber tenido relaciones sexuales. Cuando ella intentó de identificar al padre
de su hijo, Cuniraya Viracocha apareció
como un pobre mendigo y trató de recuperar a su hijo. Cahuillaca no le creyó y
salió corriendo hacia el mar, donde ella y su hijo se transformaron en islas. Cuniraya Viracocha intentó
encontrarla y le pidió ayuda a varios animales, pero llegó demasiado tarde. Al
llegar al mar, violó a la hija más joven de Pachacámac,
otra deidad. Cuando la diosa Urpihuachac,
esposa de Pachacámac y madre de la profanada joven, se entera de lo sucedido,
esta trató de castigar a Cuniraya; sin embargo, el sagaz dios la engañó y logró
escapar. Vagando por la Tierra, Huiracocha es conocido por engañar a los
hombres.[42]
Guamán Poma de Ayala
En
la obra Nueva corónica de Guamán Poma de Ayala, el nombre de
Huiracocha aparece como <Uari Uiracocha runa> para referirse a la primera
generación de los indígenas. El texto declara que «estos dichos indios se
llamaron Uari Uiracocha runa porque descendieron de los dichos españoles».[43] El cuento conecta el linaje de los indígenas
con el linaje de los españoles porque todos descendieron de Adán, Eva y Noé. Ellos adoraban
al Dios, el creador, y no a los ídolos, demonios o huacas. A través del tiempo,
la gente perdió «la fe y esperanza de Dios y la letra y mandamiento de todo
perdieron»,[43] pero el cuento afirma que ellos tenían «una
sombrilla y luz de conocimiento del creador y hacedor del mundo».[43] Las personas que siguieron no tuvieron una
variación de «Huiracocha» como una parte de su nombre.[43]
En
el Cuzco antiguo, se le dio gran importancia al ser «el que envió a Manco
Cápac y Mama Ocllo a fundar una ciudad». Con el paso de los
años se fue olvidando el culto a este dios, y se le dio más importancia al dios
Sol (Inti), hasta
el reinado de Yáhuar Huácac ('el que llora sangre'), que mandó
a construir el templo de Huiracocha en la ciudad del Cuzco, ya que Sinchi
Roca en su reinado bautizó a Acamama como «Qusqu» (Cuzco).
La llegada de
los españoles
Representación de
Huiracocha en un jarrón chancay,
conservado en el Museo Walters de Arte.
Los
primeros cronistas españoles del siglo XVI no mencionaron identificación
alguna con Viracocha. El primero en hacerlo fue Pedro Cieza de León dos décadas después de
la caída del Imperio incaico. Pedro Cieza de León describe a Huiracocha como
“un hombre blanco de crecido cuerpo». Relatos similares de cronistas españoles
afirman que Huiracocha tenía el aspecto de un europeo.
1.
Pedro Sarmiento de Gamboa relata que
Huiracocha «fue un hombre de mediana estatura, blanco y vestido de una ropa
blanca a manera de alba ceñida por el cuerpo, y traía un báculo y libro en las
manos».[19]
2.
Juan de Betanzos lo describe como «un hombre
alto de cuerpo y que tenía una vestidura blanca que le daba hasta los pies que
traía ceñida; y que traía el cabello corto y una corona hecha en la cabeza a
manera de sacerdote... traía en las manos cierta cosa que a ellos les parece el
día de hoy como estos breviarios que los sacerdotes traían en las manos”.[40]
3.
Titu Cusi Yupanqui Inca describe las barbas
coloradas de los españoles, los animales con herraduras de plata, la lengua
escrita, y el ruido de sus arcabuces que los conecta con el dios del Trueno,
Illapa. Entonces supone que eran enviados por «Ticsi Viracocha». Con el
descubrimiento que los españoles eran mortales, Titu Cusi revela que ellos eran
mandados por el demonio.[39][44]
Argumentos
que respaldan estas afirmaciones incluyen:
1.
Los españoles llegaron del mar, de la manera que Huiracocha y
sus criados partieron según ejemplos en la mitología. Huiracocha tiene un
origen marítimo.[39]
2.
Según Fioravanti, la dirección del camino de los españoles, que
comienza en el mar y va de norte a sur, es la inversa de la dirección que
Huiracocha y sus criados (o hijos en algunos versiones) tomaron.[39]
3.
Según Garcilaso de la Vega, Huiracocha
Inca, el líder del pueblo incaico que tenía este título de Huiracocha como
un símbolo de su poder y relación con el dios altísimo, entregó una profecía en
la que se declaró que un día los incas perderían su “idolatría y su imperio”[45] a las manos de gente de una tierra lejana.
Conversión al cristianismo
Las
crónicas revelan que el proceso de evangelización hizo que los relatos sobre la
identidad de Huiracocha variase:
1.
Bartolomé de las Casas dice que Viracocha significa
'creador de todas las cosas'.[20]
2.
Juan de Betanzos confirma este cuando dice que «Viracocha quiere
decir y podremos entender que dice Dios».[40]
3.
Polo, Sarmiento, Blas
Valera y José
de Acosta también ven a Huiracocha como un creador[20]
4.
Guamán Poma, el cronista indígena,
considera que Viracocha significa «creador»[43]
Algunos
autores como Garcilaso de la Vega, Juan de Betanzos, y
Pedro de Quiroga revelan que Huiracocha no fue el nombre original de «Dios» y
demuestran una perplejidad ante el significado.[20] Según Garcilaso, el nombre de Dios en el lenguaje
general de Perú fue «Pachacámac» y no Viracocha.[45] Pero los intérpretes españoles atribuyeron la
identidad del creador supremo a Viracocha durante las primeras décadas de la
colonización.[20]
Según
Antoinette Molinié Fioravanti, los españoles llamaron a Huiracocha el «dios
creador» para «luchar contra el politeísmo que representa el culto a las huacas,
las múltiples divinidades locales a las cuales atacaron los extirpadores de
idolatría. Además la creencia andina en un dios supremo servía a demostrar que
la revelación de un dios único y universal era "natural" para la
condición humana».[39]
Los
intelectuales cristianos, San Agustín y también Tomás de Aquino, sostuvieron que los filósofos de
todas las naciones habían obtenido un conocimiento de la existencia de un Dios
supremo. Pero, el filósofo medieval de Europa creía que sin el auxilio de la
Revelación, la gente no puede lograr una sabiduría de verdades más grandes como
la Trinidad.[20]
Según
César Itier, la decisión de usar «Dios» por «Huiracocha» representa el primer
paso en la evangelización de los incas.[20] Hay varios argumentos en favor de esta estrategia:
1.
Era ineficaz a explicar el «Dios» español porque la gente
indígena no entendían el concepto.
2.
Nombrar a Huiracocha como «Dios» facilitaba la sustitución de la
concepción autóctona de la divinidad por la concepción cristiana.[20]
Pero
hay razones también que otros, como los cronistas indígenas de Garcilaso de la Vega y Guamán
Poma, pusieron énfasis en la cultura monoteísta de los incas. Según Itier,
los autores quisieron mostrar que el conocimiento de un dios creador representa
una “evangelización prehispánica frustrada”[20] que habían tenido pasos al conocimiento del
Dios cristiano y también que los reyes filósofos como Inca
Pachacuti habían encontrado al Dios desde la “filosofía natural”.[20]
Doctrina
En
el Tahuantinsuyo, el culto a Huiracocha fue muy restringido, pues aparte del
templo de Kisoar Kancha eran pocos los santuarios
dedicados en su honor y todos estaban localizados en la zona del Cuzco. Su imagen se
encontraba también en el Coricancha y, según los cronistas, existía cierta
rivalidad entre el culto a Huiracocha y el culto a Inti, el dios Sol.
Huiracocha
tenía un compañero alado, el pájaro Inti, una especie de pájaro mago, conocedor
de la actualidad y del futuro, representado en mitos orales como un carancho con
pico de oro[46] (quri chuk). Se da al dios todopoderoso
la facultad de dirigir la construcción de todo lo visible e invisible. Comienza
su obra en el mundo de los antiguos (ñawpa pacha) tallando en la piedra
las figuras de los dos primeros seres humanos, de los
primeros hombres y mujeres que van a ser los cimientos de su trabajo. Estas
estatuas las va situando Huiracocha en los sitios correspondientes y, a medida
que les da nombre, se animan y toman vida en la oscuridad del mundo primigenio
(ñawpa pacha), porque todavía no se ha ocupado el dios de dar la luz a
la Tierra,
solamente iluminada por el resplandor del Titi, un puma salvaje y
ardiente que vive en la cima del mundo, seguramente el jaguar que
se entremezcla con otros animales en las representaciones totémicas del Imperio
inca y de las culturas preincas anteriores. Este mundo de aquí o kay pacha,
todavía está en tinieblas porque Huiracocha posterga todo su labor de erección
de un mundo completo, al nacimiento de los seres humanos que van a disfrutar de
él. Satisfecho con los humanos, el dios prosiguió su proyecto, ahora poniendo
en su lugar a sus hijos el Sol (Inti), a la Luna (Mama
Quilla), y a las estrellas infinitas, hasta cubrir toda la bóveda celestial
con sus luces. Después, Huiracocha se dirige al norte para, desde allí, llamar
a su lado a las criaturas que él acaba de dotar con vida propia. Según el
cronista Blas Valera en su obra Relación de las
costumbres antiguas de los naturales del Pirú, menciona lo siguiente:
«El Sol dijeron que era hijo del gran Illa Tecce, y que la luz corporal que
tenía, era la parte de la divinidad que Illa Tecce le había comunicado, para
que rigiese y gobernase los días, los tiempos, los años y veranos, y a los reyes
y reinos y señores y otras cosas. La Luna, que era hermana y mujer del Sol, y
que le había dado Illa Tecce parte de su divinidad, y héchola señora de la mar
y de los vientos, de las reinas y princesas, y del parto de las mujeres y reina
del cielo».[47]
Al
partir de Tiahuanaco, Tiqsi Huiracocha había delegado las tareas
secundarias de la creación en sus dos ayudantes, Tocapo Huiracocha e Imaymana
Huiracocha, quienes emprenden inmediatamente las rutas del este y del oeste de
los Andes, para a su paso por tan largos
caminos dar vida y nombre a todas las plantas y a
todos los animales que
van haciendo aparecer sobre la faz de la Tierra, en una hermosa misión auxiliar
y complementaria de la realizada antes por su dios y señor Huiracocha, misión
que terminan junto a la orilla del mar, para después perderse regiamente en sus
aguas, una vez cumplida la tarea ordenada por el dios creador principal del
universo de los incas y preincas al parecer desde la
época de Caral.[29] Debido a este principal icono de la mitología
inca, en el quechua moderno, sobre todo en los Andes centrales,
es un tratamiento de respeto (como señor).
Y entonces tenemos a un Dios que representa la experiencia
de iluminación y que los españoles pretendieron en su figura tender un puente
hacia el cristianismo pero este puente se quebró y es que no se compartió entre los españoles e indios la experiencia de la iluminación, los españoles habían perdido
esta experiencia, solo los carmelitas la recuperarían y al parecer este
experiencia iluminadora en los incas estaba reservada a un grupo religioso de
elite, así no había como lograr la comunión de la luz, ya de hecho esta
experiencia de iluminación es minoritaria , pero cuando la cultura valora esta
experiencia y la hace el fundamento de su desarrollo las cosas cambian,
pensamos que en los incas si había esta posibilidad comunitaria era porque su
cultura tenia esta visión de luz como horizonte de su desarrollo y es que en la
luz todos quedamos hechos uno.
Así el problema del indio no es el problema de la tierra
sino el problema de una cultura que perdió
su espíritu, perdiendo su experiencia de iluminación, es esta
experiencia la que posibilita un trabajo comunitario de la tierra, si ahora se
le diera a los pueblos originarios la tierra, estos la venderían siguiendo el
derrotero neoliberal, de hecho proyectos como el de Hernando de Soto pugnan para
que el capital se haga dueño de las pocas tierra comunitarias que quedan y tarde o temprano lo conseguirá al menos que
el pueblo recupere su luz .
Pero comprender esto requiere toda una reflexión epistemológica
donde nuestra cultura originaria se enfrenta a la ciencia occidental fundamentada
en haber dejado la conciencia de lado para
reducir al mundo a un sistema de explotación, pues bien este mundo ha entrado en
crisis y toda crisis es una oportunidad para
recuperar la luz.
Una de las voces relativas a la luz que se replican en las
lenguas andinas es illa, común al quechua y el aymara, según Aguiló (2000)
perteneciente también a la lengua puquina, hoy extinta. A este término se
asocian variados significados cuyos vínculos al interior de estas lenguas no
siempre son directos ni evidentes. No obstante, si comparamos los campos
semánticos translingüísticos, las constelaciones de significados correlacionan.
Arguedas (2006 [1958]: 114) muestra sintéticamente la complejidad del término
quechua: Illa nombra a cierta especie de luz y a los monstruos que nacieron
heridos por los rayos de la luna. Illa es un niño de dos cabezas o un becerro
que nace decapitado; o un peñasco gigante, todo negro y lúcido, cuya superficie
apareciera cruzada por una vena ancha de roca blanca, de opaca luz; es también illa una mazorca cuyas hileras de
maíz se entrecruzan o forman remolinos; son illas los toros míticos que habitan
el fondo de los lagos solitarios, de las altas lagunas rodeadas de totora, pobladas
de patos negros. Todos los illas, causan el bien o el mal, pero siempre en
grado sumo. Tocar un illa, y morir o alcanzar la resurrección, es posible. El
propio autor identifica más adelante la hebra que permite hilvanar esta serie
de significados, aparentemente inconexos, pero cuya relación implícita los
cobija bajo un solo nombre: la luz como energía primordial en sus diversas
manifestaciones es el común denominador que organiza la serie. Según Arguedas,
illa es “la propagación de la luz no solar […], el claror, el relámpago, el
rayo, toda luz vibrante” (2006 [1958]: 117). A ella se le atribuye una
capacidad fertilizante y fecundante, que genera seres fuera de lo común. Se la
concibe como una energía animante de la que está hecha la vida, que se proyecta
en el aura y expresa en las manifestaciones del espíritu, a la que se le
atribuye un carácter universal y constituye un poder protector a la vez que
devastador. Se trata, como sintetiza Calderón (2009: 411), de “una luz
sagrada”. El término designa distintas manifestaciones de la luz, por lo que
presenta una amplia extensión y variabilidad semántica, como ha mostrado
Manríquez (1999). Illa nombra la ‘claridad leve que penetra por la rendija o
agujero, a un ambiente’ (Academia Mayor de la Lengua Quechua, 2005 [1995]:
177); illa denota ‘relámpago’ y ‘rayo’, así como ‘roca, árbol u objeto heridos
por el rayo’ al que se lo considera sagrado (Grájeda, 2013: 218). Illa son las
piedras bezoares que se encuentran en los intestinos de ciervos y vicuñas, que
los runa “llevan en sus bolsillos considerándolas talismanes”, porque creen que
los protegen y atraen la buena suerte (Middendorf, 1890: 85). El término se
aplica, igualmente, a los amuletos de fertilidad elaborados de piedra o metal
con forma humana o de animales. Este objeto simbólico “puede tomar la forma de
una piedra resplandeciente (a veces resplandeciente con una luz invisible)”
(Kemper, 1997: 200). Illa designa ‘todo lo que es antiguo por largo tiempo
guardado’ (González de Holguín, 2007 [1608]: 237); significa ‘suerte’,
‘fortuna’ (Grájeda, 2013: 218), nombra a cualquier ‘espécimen o cosa
incomparable o inimitable’ (Academia Mayor de la Lengua Quecha, 2005 [1995]:
178). Illa es, además, uno de los nombres con el que se invoca al Dios creador
en el panteón incaico: Illa Tecsi Wiracocha, caracterizado por la Academia
Mayor de la Lengua Quechua (2005 [1995]: 178) como la divinidad suprema de la
luz. La voz aymara es igualmente extensa y diversa y coincide en sus
significados con la quechua. Bertonio identifica dos significados básicos. La
primera acepción designa ‘cualquier cosa que uno guarda para provisión de su
casa, como chuño, maíz, plata, ropa, y aún las joyas’ (2011 [1612]: 340). De
acuerdo a este autor, illa manq’a significa ‘provisión de comidas’; illa isi,
‘ropa guardada’; illa qullqi, ‘dinero’; illa tanka, ‘sobre que se guarda de los
antepasados’. En la segunda acepción, el término denota ‘piedra bazaar grande
que se halla dentro de las vicuñas o carneros’ (2011 [1612]: 341). Van den Berg
(1985: 62) consigna que estas piedras son consideradas representaciones del
espíritu de los animales y que la palabra designa igualmente a sus espíritus. Por eso se asocia a las
apariciones “como la de los espíritus de los animales que pelean junto a las
vertientes y ríos al llegar la media noche” (Eyzaguirre, 2013). Huayhua (2009:
102) define el término como ‘espíritu de cualquier objeto ya sea grande o
chico, que se representa en plomo o bronce fundido’. Mamani (2012: 254) propone
de modo sintético que illa es una “energía guardiana, protectora, conservadora
y multiplicadora”. La autora señala que todos los elementos de la naturaleza
están representados y tienen illa: los animales, el hogar, los alimentos.
2.1.1. Derivaciones lingüísticas En las lenguas quechua y aymara la voz illa
constituye un radical lingüístico al que se añaden diversos componentes
morfosintácticos para conformar nuevas palabras. Ello produce series
lexemáticas derivadas, que incluyen diversas clases de palabras, entre las que
se encuentran verbos, sustantivos y adjetivos. Identificamos cuatro campos
semánticos en los que coinciden las voces de este repertorio translingüístico.
Como se advertirá, el acervo de voces es más extenso en quechua, lo que puede
ser un indicador de filiación, pero también se puede explicar por la mayor
disponibilidad de fuentes metalingüísticas para esta lengua en razón de su
mayor difusión demográfica. El campo semántico de la luz es el de mayor
representatividad en repertorio, expresando su sentido dominante. El registro
es particularmente rico en el quechua, que contempla los sustantivos yllari,
‘luz’ (Santo Thomas, 1560: 72), e illaj, con el mismo significado (Middendorf,
1890: 87); yllarij, ‘claridad’ (Santo Thomas, 1560: 142); yllappa, ‘rayo’
(González de Holguín, 2007 [1608]: 237); yllapa, ‘relámpago’ (Santo Thomas,
1560: 90); illapa, ‘rayo’, ‘centella’, ‘resplandor’ (Grájeda, 2013: 220);
illan, ‘aureola’ (Grájeda, 2013: 219); illanpu, ‘resplandor reverberante de la
nieve’ (Academia Mayor de la Lengua Quechua, 2005 [1995]: 178); illapu, ‘rayo
de sol’, ‘brillo solar’ (Grájeda, 2013: 220); illáriy, ‘alborada’, ‘amanecer’,
‘rayar el alba’ (Lira y Mejía, 2008: 148). El paradigma verbal reúne a las
voces yllarini gui, ‘lucir’ (Santo Thomas, 1560: 72), ‘respladecer’ (Santo Thomas,
1560: 92), ‘alumbrar con claridad’ (Santo Thomas, 1560: 142), illapani gui,
‘relampaguear’ (Santo Thomas, 1560: 90); illapay, ‘caer, descargar el rayo’
(Grájeda, 2013: 220); illay, ‘brillar’, ‘relumbrar’ (Middendorf, 1890: 86);
illáchiy, ‘refractar’, ‘producir cambios en los haces luminosos’, ‘dar
luminosidad’, ‘iluminar’ (Lira y Mejía, 2008:147-148). Con función adjetiva se
encuentran los términos yllarie, ‘resplandeciente’ (Santo Thomas, 1560: 92);
yllari, ‘claro’, ‘lo que se trasluce’ (Santo Thomas, 1560: 142); illarij,
‘resplandeciente’, ‘fulgurante’, ‘que refulge’, ‘que fulgura con brillo
propio’, ‘claror de un amanecer límpido’ (Grájeda, 2013: 221). En la lengua
aymara, en cambio, el registro de voces derivadas perteneciente al campo
semántico de la luz es más restringido y se concentra en el motivo del rayo,
designado illapu (Bertonio, 2011 [1612]: 341), illapa (Layme, 2004 [1991]: 67)
o illapaqa (Layme, 2004 [1991]: 220).
En relación a él, encontramos los verbos illapuña, ‘caer el
rayo’; illapujaña, ‘herir o dar el rayo en alguna parte o persona’ (Bertonio,
2011 [1612]: 341). La raíz léxica illa también se encuentra en voces que
refieren a otras manifestaciones de la energía, asociadas a las formas de la
luz previamente mencionadas. En quechua, yllapa designa ‘trueno’ (Santo Thomas,
1560: 142), sucesivo al rayo. Idéntico significado tiene la voz aymara illapu
(Bertonio, 2011 [1612]: 341). Por asociación metafórica, en quechua yllapa
designa ‘artillería’; yllapacamayoc, ‘artillero’ (Santo Thomas, 1560: 142);
illapana, ‘fusil’ y ‘armas de fuego’ (Grájeda, 2013: 220); illapaj significa
‘fulminador’, ‘que mata repentinamente’ (Grájeda, 2013: 229). De modo análogo,
en la lengua aymara illapa designa ‘arcabuz’, ‘artillería’; illapaña,
‘disparar’ (Bertonio, 2011 [1612]: 341), ‘lanzar un proyectil con un arma’;
illapt’aña, ‘fusilar’ (Layme, 2004 [1991]: 67). El tercer campo semántico
implicado es el de la fortuna. En este caso, uno de los significados connotados
por illa adquiere posición denotativa en lexemas del quechua y el aymara. Así,
yllayoc designa en la primera lengua a ‘quien tiene gran ventura y enriquece
rápido’ e ylla huaci ‘casa rica, abundante, dichosa’ (González de Holguín, 2007
[1608]: 237); illalloj, ‘el que tiene buena suerte’; illasapa, ‘hijo de la
dicha’ (Middendorf, 1890: 86); illapa, ‘destino’ y ‘desgracia’ (Middendorf,
1890: 88); illa qollqe significa ‘tesoro escondido’ (Grájeda, 2013: 218);
illasqa, ‘tesoro’, ‘joyas’, ‘valores’ (Grájeda, 2013: 221); illacha, ‘suerte’,
‘ser afortunado’; illajawi, ‘cosa muy valiosa y antigua que se conserva’
(Rosat, 2009 [1989]: 377). En el caso del aymara, illachantasiña es ‘guardar
amuletos o talismanes que traigan suerte o ventura’; illachasiña, ‘atesorar’,
‘reunir dinero’ (De Lucca, 1983). En contraste, en el campo de la religiosidad
las series lexemáticas muestran un desarrollo paralelo en el quechua y el
aymara, lo que expone inequívocamente el carácter numinoso que asume la raíz
illa en ambas lenguas. Illa Teqsi Wiracocha es considerado el ‘supremo hacedor’
en la religión incaica (Rosat, 2009 [1989]: 377); illa teqsi es ‘el fundamento
de la luz’ en su filosofía (Academia Mayor de la Lengua Quechua, 2005 [1995]:
178). Entre las voces quechuas se encuentra illapa, definido como ‘un dios
mayor’ que se manifiesta en forma de rayo, relámpago y trueno, considerado
“jefe de la artillería celeste” (Rosat, 2009 [1989]: 378). El término se
emplea, igualmente, para designar el cuerpo de los incas difuntos que se
conserva como objeto de culto (Guaman Poma de Ayala, 1980 [1615]). Illakawri
significa ‘milagro’, ‘portento’, ‘prodigio’, ‘algo pocas veces o nunca visto’
(Grájeda, 2013: 219); illa pantasqakuna significa literalmente ‘lesionados por
el rayo’ y designa una ‘especie de brujos que curaban con magia’ (Rosat, 2009
[1989]: 377); illawi es el nombre que recibe una especie de serpiente, animal
asociado al rayo, domesticable, que “se supone factor de buena suerte y
riqueza; hace años la criaban algunas autoridades eclesiales como mascota”
(Grájeda, 2013: 221). Por su parte, en la lengua aymara, illapu es el nombre
que designa al ‘antiguo y temido Dios del trueno que tiene tres
manifestaciones: el estruendo, el relámpago y el rayo’ (Van den Berg, 1985: 64), también definido como
‘espíritu del rayo, que se encuentra en yayi que es el camino del trueno’
(Huayhua, 2009: 102); illapu ajata significa literalmente ‘atravesado por el
trueno’ y nombra los lugares donde ha caído el rayo, considerados sagrados (Van
den Berg, 1985: 64); illapuwaña se define como ‘enviar el rayo del cielo,
hacerle caer, lo que es propio de Dios’ (Bertonio, 2011 [1612]: 341); illampu
se denomina al ‘ser sobrenatural que mora en las altas cordilleras, protege a
la comunidad, son respetados, por eso se hacen pagos, ofrendas y oraciones a
ellos’ (Huayhua, 2009:102); también es el nombre de la montaña más alta de la
Cordillera Real, traducido como ‘señor resplandeciente’ o ‘la balsa brillante’
(Vellard, 1981: 216), cumbre que es “venerada por los aymaras como uno de los
más grandes achachilas, espíritus protectores de su tierra” (Van den Berg,
1985: 64); illimani o ‘halcón resplandeciente’ es otro de los grandes macizos
de la Cordillera Real, ubicado en las inmediaciones de La Paz, venerado
igualmente como un achachila o espíritu tutelar del área. 2.1.2. Divinidad
panandina Illapa es el nombre generalizado por la historiografía andina para
designar a una de las principales deidades del panteón inca (Baulenas i Pubill,
2016), que se manifiesta en forma de rayo, trueno y relámpago. Así lo consigna
Garcilaso de la Vega (2012 [1609]: 160): “a todos los tres en junto llamaron
illapa”. Corresponde al dios de las tormentas, a quien se pide para la
regulación de las lluvias. En términos etimológicos, illapa denota ‘carga de
luz’. En quechua apay significa ‘transportar’ (Rosat, 2009 [1989]: 182), apa es
‘lo que se lleva o carga’ (Rosat, 2009 [1989]: 181). En aymara, apaña es
‘llevar’ (Bertonio, 2011 [1612]: 216). De modo alternativo, lo denominan Illapu
(illa-apu), donde apu designa ‘rango superior’, considerado “energía de la más
alta jerarquía” (Mamani, 2012: 245). Polo de Ondegardo (1916 [1571]: 6) sitúa a
esta deidad en tercer lugar en importancia en el panteón inca, luego de
Wiracocha y el Sol, e identifica tres nombres que se empleaban como sinónimos
de él: Chuquiilla, Catu illa e Intuillapa. No obstante, la divinidad
controladora de las tormentas es un numen preincaico. Según Guaman Poma de
Ayala, esta fue deidad principal en el tiempo de uari runa, correspondiente a
dos edades míticas antes del inca, en el sistema cronológico que emplea el
cronista (1980 [1615]: 44). Este se encuentra bajo las denominaciones de
Libiac, Pariacaca, Tunupa (Baulenas i Pubill, 2016), Yaru, Quri, Qaqcha (Gisbert,
2008 [1999]; Valderrama, 1979), asumiendo un carácter panandino. En los Andes
centrales, las creencias sobre el poder sobrenatural del rayo y las prácticas
rituales en torno a él continúan vigentes hasta nuestros días. Oblitas (1978)
muestra la pervivencia de las concepciones trinitarias del Dios controlador de
las tormentas entre los kallawaya, representado por Chuquiilla o Khona en
calidad de manifestación principal, Khejo o Yllapa en posición secundaria y
Lliphi Lliphi en tercer término. Valderrama (1979) ofrece un registro
etnográfico de las mismas en las provincias Ayacucho y Cusco. De acuerdo al
autor, en estas zonas al rayo se lo
considera yaya (padre), al trueno se lo denomina churin (hijo mayor) y al
relámpago se lo califica sullka churin (hijo menor), pero se los considera
kimsa ukllapi (tres en uno). Una creencia extendida en el mundo andino es que
sobrevivir a la descarga de un rayo es un signo de vocación chamánica, un
llamado espiritual a través del que se selecciona a quienes deben asumir roles
de médico-sacerdote para convertirse en yatiri o paqo (Gade, 1983; Tschopik,
2015 [1951]). Por su profesión, mágico-religiosa, los chamanes andinos se
mantienen en relación íntima con la energía generadora del rayo a través de sus
oraciones (Rösing, 1996). Como advierte Kemper (1997), en ellas el discurso
chamánico adquiere una marcada iconicidad. Los términos verbales se fusionan,
repiten e invierten, haciéndose lingüísticamente opacos, es decir, materia
significante sensible, que produce una experiencia sinestésica. Parafraseando a
Platt (1997), su enunciado reproduce el “sonido de la luz”. Como mostraremos,
similares procedimientos retóricos se encuentran en la producción de lexemas
que participan en las constelaciones semióticas del brillo, constituidas sobre
la base de la metátesis y la reduplicación lingüística, que producen formas
expresivas de notoria iconicidad. Lo sorprendente es la extensión que alcanza
el eco de algunas de estas formas en las lenguas andinas. 2.2. Metátesis: de
illapa a llipiya La voz llipiya designa en quechua ‘relámpago’ (Rosat, 2009
[1989]: 631), considerado una de las facetas de illapa. Según Valderrama
(1979), los términos llipiaq y lipiaq, que significan ‘resplandor’, son otras
de las denominaciones de aquel, antiguamente conocido también como Libiac o
Llibiac. Dado que aquí los fonemas alternantes [l] y [ʎ], [p] y [b] funcionan
como alófonos, las voces se pueden considerar equivalentes. En aymara, los
lexemas llijuti (Bertonio, 2011 [1612]: 266) y lliju lliju (Layme, 2004 [1991]:
114) también refieren al relámpago, que Van den Berg (1985: 114) caracteriza
como “una de las manifestaciones de la divinidad del trueno”. La sílaba lli,
común en estas palabras del campo semántico de la luz, constituye la metátesis
de ill-a, la inversión de sus componentes expresivos que, en este caso, señala
la continuidad de los términos en el plano del significado. Esta forma se
encuentra en las partículas lingüísticas llik-, llij-, llimp-, lliph-, lliw-,
con posición inicial, comunes al quechua y aymara, produciendo series léxicas
que se inscriben en el paradigma lingüístico del brillo. Su recurrencia y
presencia en voces del mismo campo semántico de otras lenguas andinas plantea
la pregunta sobre si la partícula lli- constituye un radical protolingüístico
de la luz, lexicalizado en las series de variantes. Al respecto, Lafone (1898)
y López (1871) infieren que esta forma constituye un radical lingüístico que
denota ‘luz’ en el quechua. No obstante, hoy ella no es gramaticalmente analizable,
es decir, no constituye una unidad de sentido reconocida en términos normativos
en dichas lenguas.
En quechua, la forma que identificamos con mayor frecuencia
en las series léxicas es lliph- [ʎiph], que se expresa, igualmente, a través de
la variante llip- [ʎip]. A modo de ejemplo, se pueden consignar las voces
llipehj y llipej, ‘parpadeo que brilla de suyo’ (Rosat, 2009 [1989]: 631);
lliph, ‘diáfano’, ‘limpio’, ‘destellar propio de las centellas’ (Rosat, 2009
[1989]: 630); lliphi, ‘brillo’, ‘lustre’, ‘resplandor’; lliphij, ‘brillante’,
‘que brilla, rutila, resplandece’ (Grájeda, 2013: 506); lliphipay, lliphipiy,
‘resplandecer’, ‘centellar’; lliphipej, ‘fulgor’; llipi, ‘limpio’, ‘diáfano’,
‘terso’, ‘brillante’, ‘esplendoroso’; llipia, llipiya, ‘relámpago sin truenos’;
llipipiy, lliphipi(ri)y, llipipipiy, ‘resplandor’, ‘fulgor’, ‘relámpago’,
‘brillar’, ‘titilar’, ‘centellar’, ‘relucir’, ‘reverberar’, ‘hacer visos’,
‘reflejar’, ‘resplandecer’, ‘fulgurar’, ‘destellar’ (Rosat, 2009 [1989]: 631);
llipiyak, ‘cosa que da resplandor o relumbra’; llipiyan, ‘resplandecer los
relámpagos’ (González de Holguín, 2007 [1608]: 153). El aymara contiene,
igualmente, una serie léxica con la partícula inicial lliph- [ʎiph]. En ella se
inscriben las voces lliphi, ‘brillo’, ‘luz que refleja’ (Callo, 2009 [2007]:
168), ‘mica brillante que se emplea en las ofrendas rituales’ (Huayhua, 2009:
151); lliphi lliphi, ‘relámpago’, ‘centelleo’ (Callo, 2009 [2007]: 168); ‘yeso
espejuelo’ (Bertonio, 2011 [1612]: 400); lliphij lliphijtaña, ‘alcanzarse un
relámpago a otro’, ‘relampaguear a menudo’ (Bertonio, 2011 [1612]: 400);
lliphipiña, ‘brillar’, ‘relucir’ (Cotari, Mejía y Carrasco, 1978: 211);
‘reverberar las cosas lisas, las armas acicaladas, el agua, las estrellas
cuando centellan’ (Bertonio, 2011 [1612]: 400); lliphipiri, ‘brillante’,
‘reluciente’, ‘resplandeciente’ (Cotari, Mejía y Carrasco, 1978: 211);
lliphit’ayaña, ‘hacer reflejar con espejo’; lliphiquiri, ‘luz que refleja o
emite un cuerpo’ (Callo, 2009 [2007]: 168). Con esta misma forma lingüística se
encuentran voces que designan elementos considerados finos y valiosos, de modo
que un rasgo connotado por la luz se manifiesta en ellas como denotación. Es el
caso de los lexemas lliphiri qala, ‘piedra o gema preciosa’ (Bertonio, 2011
[1612]: 401), y lliphi lliphi isi, ‘ropa de seda o raso, lana muy delgada que
emplean los caciques’ (Bertonio, 2011 [1612]: 401). Lo mismo sucede en la
lengua quechua, donde llipiyak, llipipipik o llipik llipik designa ‘cosas
nuevas, finas, bien tratadas y limpias’; llippichini, ‘acicalar o lucir cosas
nuevas’; llipipipik cama o llipiyakcama purik, ‘persona que anda vestido de
gala, con seda, oro y plata’; llipiyakppulluppullu, ‘terciopelo’; llipipipic
ppacha, ‘ropa de seda’ (González de Holguín, 2007 [1608]: 153); lliphij umuña,
‘admirable’, ‘sobresaliente en su línea o especialidad’ (Grájeda, 2013: 506).
En el aymara, la partícula llij- es la que muestra la serie lexemática más
extensa. En ella se inscriben las voces llijtayaña, ‘abrillantar’, ‘dar brillo’,
‘bruñir’, ‘sacar lustre o brillo’ (Layme, 2004 [1991]: 114); llijtayata,
‘bruñido’ (Layme, 2004 [1991]: 114); lliju lliju, ‘fusilazo’, ‘relámpago sin
ruido que ilumina la atmósfera del horizonte por la noche’ (Layme, 2004 [1991]:
114); llijuña, ‘brillar’, ‘resplandecer’, ‘reflejar’, ‘refulgir’, ‘fulgurar’,
‘centellar’, ‘relucir’, ‘resplandor como espejo’ (Layme, 2004 [1991]: 114);
llijuri, ‘luminoso’, ‘que despide luz’ (Layme, 2004 [1991]: 114); llijutataña,
‘radiar’, ‘iluminar’ (Layme, 2004 [1991]: 114); llijutatayaña, ‘radiar’, ‘hacer
brillar’ (Layme, 2004 [1991]: 114);
lliji intra, ‘brillar’ (Huayhua, 2009: 150); llijilliji, ‘relámpago’;
llijulliju (Huayhua, 2009: 150); lliijiqi, ‘centellar el rayo’ (Huayhua, 2009:
150). En contraste, las voces vinculadas al brillo con la forma inicial llij-
presentan poca frecuencia en el quechua. Para este caso identificamos solo
cuatro voces: llijurej, ‘brillante’, ‘luciente’; llijuy y llijuriy, ‘brillar’,
‘lucir’; llijuchiy, ‘dar brillo’, ‘sacar brillo a ciertos objetos’ (Rosat, 2009
[1989]: 627). No obstante, la partícula lliw- genera una serie extensa, en la
que predomina la forma lliwj-, afín a la anterior. En ella se inscriben los
términos lliwjlli, ‘relámpago’, ‘golpe de luz intensa’; lliwj lliwj, onomatopeya
que alude al brillar del relámpago, ‘relámpago’, ‘relampagueo’; lliwj-niy,
‘resplandecer’; lliwj-q’an, ‘rayo y trueno’; lliwj-ray, ‘límpido’, ‘diáfano’;
lliwjyaj, ‘relámpago’, ‘lo que relampaguea’; lliwjyay, ‘aclarar’, ‘limpiarse de
nubes el cielo’, ‘relampaguear’, ‘centellar’ (Rosat, 2009 [1989]: 633);
lliwlli, ‘luz’, ‘cirujano’ (cuzqueño); lliwlliy, ‘resplandecer’; lliwllu,
‘relámpago’; lliw-niy, ‘lucir’, ‘centellar’ (Rosat, 2009 [1989]: 634). El
quechua y el aymara comparten, igualmente, la partícula llimp- en lexemas
asociados a la noción de color. En la primera de estas lenguas identificamos
las voces llimp’ej, que designa ‘pintor’ y ‘lo que reverbera luz ajena, como
colores’ (Rosat, 2009 [1989]: 629); llimp’i, que significa ‘bruñido’ (Rosat,
2009 [1989]: 629); llimp’ij, ‘colorante’, ‘que colora o refuerza el color’
(Grájeda, 2013: 504); llimp’ina, ‘pintura’, ‘barniz’, ‘materia que se emplea
para pintar’ (Rosat, 2009 [1989]: 629); llimp’i-llinp’i, ‘color’, ‘cromo’,
‘pintura’, ‘sensación visual’ (Grájeda, 2013: 504). En la segunda contiene las
voces, llimphiña, ‘iluminar o matizar con varios colores’, también ‘adornar los
vasos derritiendo estaño’; llimphita, ‘silla labrada con estrellas y otras
labores’ (Bertonio, 2011 [1612]: 400). Adicionalmente se encuentran en estas
lenguas otras voces con la forma lli- que presentan relaciones semánticas no
lineales con el brillo. Por ejemplo, los lexemas quechua llink’u, que significa
‘zigzag’, y llink’uy, ‘serpentear el camino’, ‘ir o estar trazando trayectorias
curvas’ (Rosat, 2009 [1989]: 630). Ambas voces designan los diseños en que se
representa gráficamente el rayo, en forma de zigzag, y su transfiguración en
serpiente, representada en líneas ondulantes y curvas. En aymara, la voz
equivalente es link’u link’u, que refiere a los trazos o líneas serpenteadas,
con muchas curvas (Cotari, Mejía y Carrasco, 1978: 198). En ambas lenguas
también encontramos la partícula inicial llik- en voces que designan
propiedades de la luz, como el ser diáfana y traslúcida. Así, en quechua, el
término llika o llikha denota ‘tela, tejido fino muy delgado’ (Rosat, 2009
[1989]: 628) o ‘material delgado, vaporoso’ tanto como ‘ánimo o espíritu
susceptible de actividad y de caer en tentaciones’ (Grájeda, 2013: 506) y ‘red
para cazar y pescar’ (Rosat, 2009 [1989]: 628); en tanto, llika wira significa
‘telaraña’ (Rosat, 2009 [1989]: 628). De modo homólogo, en aymara llika es
‘red’; llika llika, ‘telaraña’ (Bertonio, 2011 [1612]: 400). Las entidades
designadas son de muy distinta naturaleza y función, pero comparten las
propiedades atribuidas a la luz y las formas significantes.
Algo similar sucede con las voces quechua lliphij kay,
‘lucidez’, ‘calidad de lúcido’, ‘clarividencia’, ‘perspicacia’, ‘claridad’,
‘inteligencia’; y lliphipij, ‘lúcido’, ‘claro en el estilo de razonamiento y
exposición’ (Grájeda, 2013: 506). En este caso, el contenido adquiere un
carácter metafórico, que concibe el pensamiento como iluminación interior y el
significante constituye una manifestación analógica. Del mismo modo ocurre en
el aymara con las voces lup’iña, ‘reflexionar’, ‘pensar’, ‘meditar’, ‘cavilar’
(Layme, 2004 [1991]: 111), y lup’iña, ‘discurrir o hablar exponiendo razones
para probar algo’ (Layme, 2004 [1991]: 111). En el plano del significante,
estas se asocian a las voces lupi, que designa ‘los rayos del sol o
resplandor’; lupiña, ‘hacer sol o luna’; lupikata, ‘lugar expuesto al sol’
(Bertonio, 2011 [1612]: 396); lupichña, ‘solear’, ‘tener expuesta al sol una
casa por algún tiempo’ (Layme, 2004 [1991]: 111). 2.3. Afinidades
translingüísticas Lo relevante para nuestro caso de estudio es la presencia de
voces homólogas en forma y contenido en varias lenguas amerindias,
predominantemente del área andina. En el chipaya encontramos los términos
llija, ‘brilloso’; llij-ñi, ‘brillante’, ‘trasluciente’; llij-z, ‘brillar’;
lliju-llijuñi, ‘relámpago’, ‘rayo’ (Cerrón-Palomino y Ballón, 2011: 121). En el
kallawaya se registran los lexemas limichikaj, ‘transparente’; limichikakuj,
‘trasparencia’ (Girault, 1989: 49); lumi, ‘fuego’, ‘luz’; luminakuj, ‘reflejo’;
luminakuna, ‘reflejar’; luminoj ppeke, ‘inteligente’ (literalmente, ‘cabeza
iluminada’)3 (Girault, 1989: 50); llipichij, ‘nitidez’; llipichkaj, ‘nítido’
(Girault, 1989: 52); lliphinaja, ‘rutilante’; lliphinajana, ‘rutilar’ (Oblitas,
1968: 130); lliphipina, ‘relampaguear’; lliphipiy, ‘relampagueo’ (Oblitas,
1968: 126); llipje, ‘claro’, ‘nítido’, ‘iluminado’; lliwi lliwi, ‘culebra’,
vinculada simbólicamente al rayo (Aguiló, 1991: 30). Según Aguiló, “la forma
lli o illi es puquina y se ha difundido en todos los idiomas, especialmente el
quechua, aymara y kallawaya” (1991: 30). El kunza o atacameño registra el
término liplip-natur, ‘relumbar’, ‘relampaguear’ (Vaïsse, Hoyos y Echeverría,
1896: 25; Schuller, 1907: 42). El lule-toconoté contiene las voces lipitip,
‘relámpago’; lipitç, lip ity, ‘relampaguear’; y ylilhip, ‘lumbrar’, ‘relucir’
(Machoni, 1877 [1732]: 191). El trazado translingüístico del verbo
‘relampaguear’ en las lenguas andinas muestra, de un modo sintético, la
extensión geo y etnolectal de las correlaciones en el campo semántico del
brillo. La serie comprende la lengua quechua, donde las voces llipyay o
llipityay designan la manifestación de los relámpagos; el aymara, donde los
términos correspondientes a ‘relampaguear’ son llijutaña, lliphijtaña y
llipihij lliphijtaña (Bertonio, 2011 [1612]: 400); en chipaya, el verbo
homónimo es llipinz (Cerrón-Palomino y Ballón, 2011: 274); en kallawaya, el
vocablo equivalente es lliphipina
(Oblitas, 1968: 126); en lule-toconoté, el término correspondiente es lipitç,
lip ity (Machoni, 1877 [1732]: 171); en kunza liplip-natur, que, al igual que
todos los términos anteriores, significa ‘relampaguear’. A ellos podemos
agregar la voz llüfken del mapudungun, que, como argumentaremos a continuación,
se encuentra afiliada a las anteriores. Un punto significativo es la presencia
de las partículas li- ~ lli- y lu- ~ llu- en series lexemáticas asociadas a la
luz en mapudungun, donde las manifestaciones fonéticas alveolar [l] y palatal [ʎ]
constituyen marcas afectivas y tienden a alternar o bien operan como variantes
geográficas (Catrileo, 1986). Con estas formas registramos las voces lig,
‘blanco’; lif, ‘limpio’; lican, ‘piedra brillante’; lien, ‘plata’; lilpu,
‘espejo’; liwen, ‘amanecer’; ligwe, ‘espíritu’; liu, ‘claro’; lliwa,
‘visionario’, ‘perpicaz’; luv, ‘llama’; luvün, ‘arder’; luvluvün o lluvlluvün,
‘brillar’, ‘resplandecer’; llüfke, ‘relámpago’. Todas ellas mantienen entre sí
relaciones semánticas explícitas o implicadas. Su trazado nos muestra las
resonancias de la luz en las lenguas andinas. El término lig [liɣ], con sus
variantes alofónicas liq [lik] (Augusta, 1916: 115) o lliq [ʎik] (Meyer y
Moesbach, 1955: 137), significa ‘blanco’, ‘claro’, y connota predominantemente
las nociones de ‘bueno’ (küme), ‘limpio’ (lif) y energía positiva (küme newen).
Ligngen es ‘resplandor’, ‘claridad’ o ‘luz’ (Febrés, 1765: 352). El blanco es
un color asociado al espacio sobrenatural benéfico o meliñom (Grebe, Segura y
Pacheco, 1972). Se emplea como símbolo propiciatorio de las deidades, para
atraer el buen tiempo y asegurar la fructicidad de las tierras y animales.
Según Mege, lig es la concreción de la luz, su materialización. De acuerdo al
autor, “este color simboliza a la vida, a la existencia en su grado más
sublime, en oposición a la oscuridad de la muerte” (1992: 66). Las voces liu y
licu (Erize, 1960: 220), que significan ‘claro’, presentan similares
connotaciones. Lif [lif] o liv [liv] designa ‘limpio’, ‘despejado’, ‘puro’, es
decir, no solo lo que está aseado, sino lo que se encuentra libre y protegido
de la acción de los malos espíritus, que se alejan a través de la acción ritual
del lepün o ‘barrido’, también llamado lihuey (Cañas, 1910: 287). El término
liftun o lipëmn (Navarro, 2006: 226), lipüm (Monart, 2005: 208), designa las
prácticas de aseo corporal diario a través de baños que se realizaban todos los
días, invierno o verano, antes de la salida del sol (Monart, 1985). La limpieza
es uno de los atributos connotados por la luz tanto en el mapudungun como en el
quechua. Nótese, al respecto, la cercanía del término con la voz quechua liph
[liph], diáfano, limpio (Rosat, 2009 [1989]: 630). En el plano de las
relaciones semánticas no lineales es interesante consignar también la voz llipi,
que designa la ‘ropa de seda’ (Valdivia, 1887 [1606]) y connota un elemento
fino. El término es homólogo al quechua llipipipik, que nombra a la ‘ropa de
seda o lustre’ (González de Holguín, 2007 [1608]: 407), y al lexema aymara
lliphi lliphi isi, que refiere a la ropa de seda que usaban los caciques
(Bertonio, 2011 [1612]: 406). Lican [likan] o llican [ʎikan] (Erize, 1960: 220)
es una piedra brillante, generalmente de cuarzo, que se considera poderosa. Es
empleada por los y las machi para localizar y neutra lizar las manifestaciones
espirituales negativas que causan las enfermedades. De acuerdo a la creencia,
proviene de los volcanes, donde habitan los pillan, espíritus de los
antepasados que se manifiestan en truenos, rayos y relámpagos. Como se expone en
el análisis de la voz illa, en el mundo andino las piedras brillantes se
asocian a la luz como energía primordial. Se consideran, por lo mismo, valiosas
y poderosas. Al respecto, se pueden consignar las voces lliphiri qala, ‘piedra
preciosa’ en aymara (Bertonio, 2011 [1612]: 400), y llipi llipi, voz de origen
quechua que en la región catamarqueña designa las ‘piedras con brillo que se
hallan en los médanos’ (Lafone, 1898: 202). Rulican en mapudungun significa
‘labrar y pulir piedras’. Cabe señalar, además, que la partícula ca [ka]
configura voces que en las lenguas quechua y aymara designan la energía vital,
como kallpa, ‘fuerza’, ‘poder’, ‘energía’ (Rosat, 2009 [1989]: 488); kausay,
‘vivir’, ‘estar vivo’ (Rosat, 2009 [1989]: 521); kamaj, ‘el o lo que da la vida
o energía vital’ (Rosat, 2009 [1989]: 493), del quechua, y kamasa, del aymara,
‘fuerza espiritual que representa a un individuo’ (Paredes, 1972: 96). Respecto
a esta relación lingüística puede verse nuestro trabajo “Kamaska, kamarrikun y
müchulla: préstamos lingüísticos y encrucijadas de sentido en el mundo andino”
(Moulian, Catrileo y Landeo, 2015). Lilpu [lilpu], ‘espejo, cristal de roca,
todo lo que refleja la imagen’ (Erize, 1960: 221). En quechua, lilpu o rirpu
(González de Holguín, 2007 [1608]: 322); en aymara, lirpu (Bertonio, 2011
[1612]: 395); en puquina, rirpu (De la Grasserie, 1894: 19). La reproducción de
la imagen reflejada en el espejo es una de las manifestaciones de la dualidad
en el mundo andino, que constituye un patrón cultural y un principio de
ritualización, que se expresa en su estética (Llamazares y Martínez, 2006). La
reflexión, la imagen que se desdobla, es un principio organizador de la
cosmovisión, que concibe el espacio terrestre como la reproducción del mundo
superior. A su vez, la proyección de los seres o elementos del entorno en el
reflejo del agua o metales se considera una expresión del doble espiritual que
de este modo se hace visible. Así, por ejemplo, entre los kayawalla, la imagen
reflejada de las montañas en el agua de los lagos andinos se considera illa, es
decir, una manifestación poderosa (Bastien, 1996 [1978]: 250). Lien [lien],
‘plata’. Según Monart (2005: 207), el término es un apócope de liken (~
ligngen), que, de acuerdo a este autor, significa ‘ser blanco’. La plata es el
metal cuyo uso alcanza mayor desarrollo en la sociedad mapuche, que produce una
elaborada industria cultural. La metalurgia no solo constituye un sistema
expresivo en que se plasma la iconografía mapuche, sino un medio para el manejo
de la luz. La plata en el mundo mapuche es significante de poder. En términos
simbólicos, se asocia a la luna y a la luz nocturna. La plata se considera un
recurso protector capaz de contener las energías negativas. Por lo mismo, es
ampliamente empleada por los y las machi. Ligwe [liɣwe], escrito en las fuentes
liwe: ‘vida’, ‘aliento’, ‘valor’ y ‘espíritu’ (Febrés, 1765: 412), ‘vigor de
ánimo’ (Havestadt, 1883 [1777]: 696). En términos de Erize: “Es el espíritu que
se manifiesta (…) en el brillo de los ojos: su ausencia deja opaca las pupilas
e indica la muerte” (1960: 221). Esta última cita vincula explícitamente al
brillo como significante de la vida. El término implica a manifestación de la energía vital. De modo
análogo, en el quechua, la voz llikha [ʎikha], asociada a lo traslúcido,
designa ‘ánimo’; ‘alma o espíritu susceptible de actividad’ (Grájeda, 2013:
504). Liwen [liwen], ‘la mañana’. Período de tiempo que trascurre entre el alba
y el medio día, considerado por los mapuche como un tiempo auspicioso, dotado
de buenas energías y en el cual se programan las actividades más importantes
(Grebe, 1987), como las prácticas rituales, los viajes, el trabajo, las
reuniones familiares y políticas. Según Febrés (1765: 533), muliwen es ‘el
alba’, cuando se produce el tripayantü, la salida del sol y la luz se
manifiesta especialmente intensa y diáfana. Corresponde a un lapso temporal que
se considera pleno de vida, en el que los mapuche realizan sus primeras
oraciones. Grebe (1987) consigna el término puliwen para designar el momento en
que el sol ya ha ascendido, que se dedica al trabajo. Cabe destacar que el
término liwen significa, igualmente, ‘vivir’ (Monart, 2005: 208). Lliwa [ʎiwa],
‘adivino’. El término designa la capacidad visionaria y premonitoria de quien
puede ver más allá. Según Fiadone (2007), a las manifestaciones más potentes de
la luz solo pueden acceder las personas iniciadas en las prácticas chamánicas.
Es el caso de las y los machi, que en sus trances se desplazan a las zonas
superiores de Wenu Mapu y experimentan la visión de alon, ‘blanco radiante’. De
modo similar, Tapia (2007) señala que las personas sensibles como los machi
(chamanes) pueden ver las manifestaciones de la ‘energía astral’, lil en forma
de luces. El término lliwa presenta en segunda acepción los significados de
‘viveza’, ‘perspicacia’, ‘sagacidad’ (Erize, 1960: 236). Luv [luv] o lluv [ʎuv],
designa la ‘llama o resplandor de fuego’ (Febrés, 1765: 536), es decir, el
proceso de combustión que consume energía y su incandescencia o su manifestación
lumínica. En la cultura mapuche, el fuego se considera una herencia de los
antepasados y, como tal, se lo tiene por sagrado. La forma lu en posición
inicial se encuentra presente en una serie lexemática que pone a este elemento
en relación con el sol, los astros y el brillo. Por ejemplo, lùvlùvn o
lluvlluvn designa ‘brillar’, ‘resplandor’, ‘arder el fuego o el sol’ (Febrés,
1765: 536); lluvlluv, ‘los redondeles de plata enfilados que adornan las cintas
y collares, fuente de reflejos’; lüvcùm significa ‘brillar’, ‘relumbrar’; lùvn,
‘arder’, ‘quemarse’, (Erize, 1960: 230); lumnlumn, ‘resplandecer y echar rayos
el sol’; lupümn, ‘encender, prender fuego’; lupulmu, ‘incendio’, ‘quemazón’;
lüpal, ‘aerolito’, ‘meteorito’, considerado como augurio de felicidad y fortuna
(Erize, 1960: 229); llùpivùn o llepevün, ‘centellar de los astros’ (Erize,
1960: 239). Cabe destacar la cercanía de las últimas voces con los términos
aymara lupi, ‘rayo de sol’, ‘resplandor’, y lupiña, ‘hacer sol o luna’
(Bertonio, 2011 [1612]: 396). Llüfke [ʎɨfke], lluvke [ʎuvke], luvke [luvke],
‘relámpago’. En el plano del significante esta voz se inscribe en el paradigma
precedente, cuyos términos refieren en el plano del significado al fuego y los
astros, es decir, a una materialidad de la luz. El mismo se encuentra vinculado
simbólicamente al fuego o kütral. Quien juega en la noche con este elemento
llama a los relámpagos, dicen los mapuche. Según Rosales (1877 [1674]), la
presencia de truenos y relámpagos en el
cielo era una manifestación de los espíritus de los antepasados que continuaban
luchando con los españoles en el wenu mapu. El relámpago es una de las formas
de expresión de los pillan. Por lo mismo, es vista como una manifestación
numinosa, es decir, la expresión de un poder sobrenatural. Una de las maneras
como las y los machi reciben su vocación espiritual es por intermedio de este.
En este aspecto, las concepciones mapuche son análogas a las quechua y aymara,
que ven en el rayo el medio de selección espiritual. En el área mapuche, este
último fenómeno es menos frecuente que los relámpagos y truenos que son vías
que marcan el destino chamánico (Mege, 1997; Bacigalupo, 2016). No obstante,
cuando cae un rayo o wewin, se le atribuye igualmente esta capacidad. En
ocasiones, a este se le designa con el mismo nombre que al relámpago (Ñanculef,
2004), lo que tiende a unificar sus referentes. Es relevante, además, la
similitud de las voces llüfke [ʎɨfke] y lliphi [ʎiphi], esta última del
quechua, que significa ‘brillo’, ‘luz’ y también designa ‘relámpago’. Ella se
articula con una “p” aspirada [ph], próxima al fonema [f] de llüfke. 3.
Discusión de los datos El análisis semántico de la serie precedente de términos
del mapudungun permite aproximarnos a la constelación semiótica de la luz en la
cultura mapuche. Se trata de una aproximación parcial, puesto que el repertorio
léxico que designa este concepto es más extenso. De él solo se han seleccionado
los términos identificados como afines a las voces de otras lenguas andinas. No
obstante, los rasgos semánticos que se perfilan en la secuencia permiten hacer
la comparación respecto a la representación de la luz en las culturas centrales
andinas. El simbolismo del color blanco (lig) y del amanecer (liwen) describe
la luz como una fuerza o energía predominantemente positiva, que se busca y
emplea como medio de propiciación del buen tiempo, la fertilidad y la vida. El
blanco es la representación figurativa de la luz. De allí que ligngen, término
que literalmente significa ‘ser blanco’, se emplee para designar ‘brillo’,
‘resplandor’ y ‘luz’. Esta última se vincula en términos cosmovisionarios al
wenu mapu, la tierra de arriba donde moran los espíritus ancestrales y
deidades. Por lo mismo, el blanco constituye un símbolo cromático relevante en
la cultura mapuche, que se emplea en banderas, prendas de vestuario y en la
selección de piezas de animales para sacrificios. Esta energía positiva se
recibe con especial intensidad en las primeras horas del día, que constituyen
un momento marcado ritualmente, a través de la realización de oraciones y
entrega de ofrendas sacrificiales. Este momento de intensificación lumínica se
considera una instancia vinculante, en la que los seres humanos se ponen en
relación con la fuente de energía primordial. En quechua el mismo se denomina
illariy, que designa ‘amanecer’ y presupone la manifestación potente de la
energía vital, illa. Esta asociación semántica se encuentra, igualmente,
codificada en el mapudungun, en la doble acepción del término liwen, que signifca
tanto ‘amanecer’ como ‘vivir’. Por lo mismo, el alba se considera un momento de
activación y fortalecimiento de las fuerzas vitales. El vigor de ánimo, el
valor, el coraje y el aliento, como soplo del espíritu, son manifestaciones de
esta energía, signada como liwe ~ ligwe, que se identifica con la propia vida,
de la que el brillo de los ojos es uno de sus significantes. Este resplandor
interno pueden percibirlo las personas visionarias denominadas lliwa o los
machi, lo que les permite evaluar el estado de salud de las personas. Al
respecto es interesante consignar el uso como recurso diagnóstico del lig
kuram, la clara de huevo que previamente se ha pasado por el cuerpo de los
pacientes, donde quedan impresas las sombras que proyecta esta energía. El
simbolismo del fuego (luv) y el del relámpago (llüfken) vinculan la luz a un
poder transformador, pero también a las fuerzas espirituales. El fuego es
considerado una herencia de los antepasados; el relámpago, una manifestación de
los mismos. Quien juega con fuego llama a los relámpagos, es decir, perturba a
los ancestros, que pueden traer el fuego en forma de rayos. A través del
contacto con estos fenómenos meteorológicos se produce el llamado chamánico,
consistente en la entrada de un espíritu en el cuerpo de las personas que se
transformarán en machi. Por esta vía se activa su capacidad para el trabajo
médico religioso. El ser tocado por la energía del relámpago o rayo constituye
una experiencia iniciática que establece un vínculo con un ancestro espiritual,
que queda asociado a quien asume esta vocación. Como ha mostrado Bacigalupo
(2016), estas personas se distinguen por su doble identidad espiritual. El uso
ritual de piedras brillantes (lican ~ likan) y de la plata (lien) muestra las
posibilidades de instrumentación de la luminosidad. Para ello se emplean
objetos que poseen atributos como la capacidad de reflejar la luz. Es el caso
de los cristales de cuarzo, a los que les atribuyen un origen volcánico y que
se asocian a los espíritus ancestrales. Se trata de piedras dotadas de vida,
que poseen capacidad de caminar, se distinguen por identidad de género
masculino y femenino, disponen de capacidad de discernimiento y volición. Ellas
constituyen parte del instrumental básico de los machi, que los orienta y les
permite identificar y neutralizar los elementos malignos causantes de
enfermedades. La plata, en tanto, debido a su cualidad reflectante, tiene la
capacidad de desviar los flechazos espirituales y servir como escudo protector
contra los males lanzados. Por esta propiedad, los machi emplean igualmente
cuchillos como armas simbólicas y elementos defensivos. En la cultura mapuche a
la luz se le asignan atributos profilácticos y protectores que sirven para
barrer con las fuerzas negativas (lepün). Respecto de la interpretación de
estos rasgos de la luz, se puede argumentar que ellos constituyen contenidos
arquetípicos (Jung, 1994 [1934]; Eliade, 1974 [1949]) que se encuentran,
igualmente, en otras culturas. No obstante, lo relevante para los fines del
análisis comparativo son los correlatos en las constelaciones semióticas, que
constituyen configuraciones asociativas de los mismos, y el hecho de que se
designen a través de voces afines. Estos datos exponen elaboraciones y
convenciones simbólicas que son indicadoras de filiación o contacto
intercultural.
Las relaciones translingüísticas que se manifiestan en el
corpus previamente expuesto dejan ver distintos estratos de interacción
cultural. Algunos términos, como lilpu (‘espejo’) y lipi (‘ropa de seda’), son
susceptibles de ser interpretados como préstamos lingüísticos tomados del
quechua imperial. Sus formas significantes son bastante próximas a las voces
lirpu y lipipipik del quechua. Los referentes de las mismas corresponden a
elementos que pueden haber sido incorporados con la expansión del incario. El
término lupal (‘aerolito’) parece ser un aymarismo, cuyo afín es lupi (‘rayo de
sol’, ‘resplandor’), lo que plantea el problema de la falta de antecedentes
etnohistóricos que permitan explicar su incorporación al mapudungun. En tanto,
la mayor parte de los términos de la serie lexemática son cognados o bien voces
derivadas de préstamos arcaicos. De su antigüedad en el mapudungun dan
testimonio la ausencia de voces sinónimas, que deberían haber quedado
registradas en los repertorios lingüísticos; las marcas de gramaticalización de
sus componentes morfológicos, y su participación en series lexemáticas extensas
que informan de su inscripción en los paradigmas lingüísticos. Lo vemos, por
ejemplo, en la voz lig, con sus formas alternantes liq ~ lik, lliq ~ llik, que
designan ‘blanco’. Los sinónimos para este término son voces que forman parte
del mismo paradigma lingüístico, como liu~ liw y licu~ liku. Los términos ligwe
~ liwe (‘vida’, ‘espíritu’) y liwen~ ligwen (‘amanecer’), también forman parte
de aquel, en tanto resultan de la combinación de la particula li, propia de las
voces anteriores, con los morfemas we, marcador de lugar, y wen, verbalización
del adjetivo we, ‘nuevo’. Así, literalmente, la vida sería ‘lugar de luz’ y
amanecer, ‘renovar la claridad’. Particularmente interesante para el análisis
es el lexema lican ~ likan ~ llican ~ llikan, pues las dos partículas que lo
componen son afines al quechua. No obstante, la combinación de las mismas
constituye una síntesis original del mapudungun. Resulta sugerente, además, que
en el mapudungun la raíz léxica lli ~ li denota ‘origen’, punto de inicio que
remonta a los primeros ancestros, que invita a presuponer su antigüedad. En el
caso de lif (‘limpio’), se trata de un lexema que participa de una extensa
serie léxica de términos derivados, entre los que se encuentra lepün, que
designa la acción de barrer, los rituales de limpieza y el espacio social donde
se congregan las unidades sociales, que ha sido previamente limpiado a través
de operaciones simbólicas. Este último término se encuentra tempranamente
registrado y mantiene vigencia en el sistema ritual hasta hoy (Moulian, 2005).
En tanto, el sustantivo llüfke presenta la doble condición de inscribirse en
una extensa serie lexemática y carecer de sinonimia.
Los datos expuestos informan de homologías lingüísticas y
correlaciones en las constelaciones semióticas del brillo en las culturas
centro y sur andinas. La luz se concibe en ellas como un elemento poderoso, revestido de una
fuerza animante que encarna en seres y objetos, a la que se le asignan
predominantemente atributos positivos, pero que igualmente puede resultar —en
ocasiones— peligrosa o devastadora. Por lo mismo, en el mundo andino se la
busca en los lugares tocados por el rayo o el relámpago, se la propicia en los
amaneceres, se la invoca y administra ritualmente a través del uso de piedras y
elementos brillantes o reflectantes. Estas concepciones numinosas de la luz
presentan larga data en los Andes. La divinidad controladora de las tormentas
que se asocia al rayo, el relámpago y el trueno tiene un origen preincaico
temprano y alcanza un desarrollo panandino. Una evidencia elocuente de la
matriz intercultural, que se desarrolla en torno al motivo de la luz, son las
afinidades translingüísticas que se registran en el verbo ‘relampaguear’ en las
lenguas quechua, aymara, kallawaya, chipaya, lule, kunza y mapudungun. La
extensión geo y etnolectal de las resonancias de la luz en las lenguas andinas
—expuesta en las homologías lingüísticas— muestra la difusión de concepciones
ideológicas comunes en torno al brillo. El análisis de las correlaciones en las
constelaciones semióticas que se articulan en torno a estas voces permite
atisbar las representaciones simbólicas, prácticas rituales y actitudes
compartidas que dan cuenta de una cotradición o matriz de patrones culturales
comunes en torno a este motivo. Las evidencias lingüísticas y culturales aquí
expuestas muestran que los mapuche participan de esta cotradición desde un
período anterior al incario. La mayor parte de las voces del mapudungun afines
a las de otras lenguas andinas que registramos son términos cognados o bien
préstamos arcaicos. La ausencia de voces sinónimas en los repertorios
lingüísticos, la participación de los términos en series lexemáticas extensas,
que muestran su inscripción en los paradigmas de la lengua mapuche, y las
marcas de gramaticalización de los componentes morfológicos que los conforman
son evidencias de la antigüedad que tiene el eco de las voces andinas
significantes del brillo en el mapudungun. En términos etnohistóricos, ello
implica precedencia y continuidad de los contactos y relaciones interculturales
de los pueblos originarios andinos, de la que el incario vendría a ser solo su
última expresión.
Y entonces podemos decir:
En la cultura
andina, la iluminación y la sombra son elementos centrales, no solo en términos
de luz natural, sino también en un sentido metafórico y espiritual. La
dualidad entre la luz (achik) y la sombra (llantu) refleja una comprensión
profunda del equilibrio cósmico y la interconnectedness de la naturaleza, los
seres humanos y el mundo espiritual.
El significado de
la luz y la sombra en la cultura andina:
·
La luz como fuerza vital:
La
luz, especialmente la del sol (Inti), se considera una fuerza vital y un
símbolo de la vida, la fertilidad y el orden cósmico.
·
La sombra como complemento:
La
sombra no se ve como algo negativo, sino como el complemento necesario para la
luz, formando un equilibrio esencial.
·
La importancia del Inti:
El
Dios Inti, el sol, es una de las deidades más importantes en la cosmovisión
andina y se le rinde culto a través de rituales y ceremonias.
·
La dualidad en la naturaleza:
La
dualidad luz/sombra se refleja en la naturaleza, en la relación entre el día y
la noche, y en la alternancia de las estaciones.
·
Experiencias de iluminación en rituales:
En
los rituales y ceremonias andinas, la luz y la sombra se utilizan de manera
simbólica para representar la conexión entre el mundo humano y el espiritual.
·
La luz como fuente de conocimiento:
La
observación de la luz, especialmente la del sol y las estrellas, ha sido una
fuente de conocimiento y sabiduría para las culturas andinas, dando lugar a la
astronomía y la creación de calendarios agrícolas.
·
La iluminación artificial:
En algunos contextos, se utiliza la iluminación
artificial para crear atmósferas especiales en ceremonias y eventos culturales.
Ejemplos concretos:
·
La Fiesta del Inti Raymi:
En
la Fiesta del Inti Raymi, se celebra la llegada del solsticio de invierno y se
rinde culto al Dios Inti, a través de danzas, música y rituales que involucran
la luz y la sombra.
·
La astronomía andina:
La
observación de las estrellas y los movimientos celestes ha sido una práctica
importante en la cultura andina, y la luz de las estrellas ha sido interpretada
como una guía y una forma de conexión con el mundo espiritual.
·
Las iluminaciones en sitios arqueológicos:
En
algunos sitios arqueológicos andinos, se utiliza la iluminación artificial para
resaltar la arquitectura y crear una experiencia visual y cultural única.
·
La luz en la pintura y la artesanía:
La luz y la sombra son elementos fundamentales en
la pintura y la artesanía andina, utilizados para expresar la belleza de la
naturaleza, la historia y la cultura
Por ultimo Veamos la meditación andina
La meditación andina es una
práctica espiritual heredada de las culturas indígenas de los Andes. Se basa en
una profunda conexión con la naturaleza y todo lo que habita en ella,
reconociendo la presencia viva de la Pachamama o Tierra Madre. La importancia
de esta práctica trasciende el mero acto meditativo; es una forma de vida que
promueve la armonía y el equilibrio entre los seres humanos, la naturaleza y el
cosmos.
En la cultura indígena andina, la
meditación no se considera una actividad aislada, sino un componente esencial
de la vida diaria. Está integrada en diferentes aspectos de la existencia,
desde la agricultura hasta las ceremonias rituales, reflejando una cosmovisión
en la que todo está interconectado. Esta integración ayuda a los practicantes a
mantenerse enraizados en sus tradiciones, al tiempo que fomenta una profunda
apreciación por el mundo natural y su preservación.
El papel de la meditación andina
en la cultura indígena también está ligado al concepto de reciprocidad,
conocido como “ayni” en quechua. Este principio fundamental implica una mutua
dar y recibir entre los seres humanos y la Pachamama, creando un ciclo de vida
sostenible y respetuoso. La meditación andina, por lo tanto, es una expresión
de gratitud hacia la tierra, un gesto de reconocimiento de nuestra dependencia
y coexistencia con el entorno.
Diferencias entre la meditación
andina y otras técnicas de meditación
Meditación Andina |
Otras Técnicas de Meditación |
Centrada en la conexión con la naturaleza y la
Pachamama. |
Enfoque en la introspección y el desarrollo
personal. |
Incorpora rituales y ofrendas a la tierra. |
Puede ser practicada individualmente, sin
necesidad de rituales. |
Fomenta la reciprocidad y el agradecimiento. |
Centrada en alcanzar la paz interior y la iluminación. |
Una de las principales
diferencias entre la meditación andina y otras técnicas de meditación reside en
su enfoque holístico. Mientras que muchas prácticas meditativas se centran en
el desarrollo y bienestar individual, la meditación andina hace hincapié en la
interconexión de todos los seres y la naturaleza. Esta perspectiva
cosmocéntrica es una invitación a expandir nuestra conciencia más allá del yo,
hacia una comprensión más amplia del entorno y nuestro lugar en él.
Otro aspecto distintivo es la
manera en que se prepara y practica la meditación andina, a menudo acompañada
de rituales y ceremonias que buscan purificar el cuerpo y el espíritu antes de
entrar en meditación. Estas prácticas ceremoniales crean un espacio sagrado,
tanto físico como espiritual, facilitando una conexión más profunda con las
fuerzas de la naturaleza.
Elementos esenciales de la
meditación andina: la conexión con la Pachamama
La meditación andina se distingue
por varios elementos fundamentales que la definen y estructuran su práctica.
Entre estos, la conexión con la Pachamama es, posiblemente, el más
significativo. Reconocer y honrar la presencia de la Madre Tierra es el primer
paso hacia una práctica meditativa enfocada en la gratitud y el respeto por la
naturaleza.
- Reconocimiento
de los seres de la naturaleza: Antes de
comenzar la meditación, se realiza un acto de reconocimiento de todas las
formas de vida y energías presentes en el entorno. Esta apertura hacia los
demás seres facilita una conexión más profunda con el mundo natural.
- Ofrendas a la
Pachamama: Parte esencial de la meditación andina
consiste en hacer ofrendas a la tierra, como una forma de agradecimiento y
reciprocidad. Estas ofrendas pueden ser hojas de coca, flores, semillas o
cualquier elemento que simbolice el agradecimiento del practicante.
- Conexión con
el espacio sagrado: Se busca
establecer un vínculo con el espacio de meditación, considerado sagrado.
Este proceso implica una purificación y un reconocimiento del lugar como
un punto de encuentro entre el humano y lo divino.
Los cuatro suyos: explorando las
direcciones sagradas en la práctica meditativa
Los Cuatro Suyos, que representan
las cuatro direcciones sagradas en la cosmovisión andina, son fundamentales en
la estructuración del espacio ceremonial y la práctica meditativa. Estas
direcciones no solo marcan puntos geográficos, sino que simbolizan también las
dimensiones espirituales y los aspectos de la vida que deben ser equilibrados:
- Chinchaysuyo
(Norte): Asociado con el saber y la mente. En la
meditación, esta dirección invita a la reflexión y la claridad mental.
- Collasuyo
(Sur): Relacionado con el trabajo y la acción.
Meditar orientado hacia el sur fomenta la determinación y el propósito.
- Antisuyo
(Este): Vinculado con el elemento tierra y el
acontecer diario. Facilita la conexión con la naturaleza y promueve el
equilibrio.
- Cuntisuyo
(Oeste): Asociado con el agua y las emociones.
Mirar hacia el oeste ayuda a gestionar las emociones y fomenta la
introspección.
Rituales de purificación y
preparación para la meditación andina
Antes de comenzar la práctica
meditativa, es esencial realizar rituales de purificación que preparan al
cuerpo y al espíritu para la conexión con lo sagrado. Estos rituales pueden
incluir:
- Baños de
purificación: Utilizar agua con hierbas medicinales
para limpiar el cuerpo físico y energético.
- Ofrendas de
limpieza: Quemar palo santo o sahumerios para
limpiar el espacio de energías negativas.
- Círculos de
protección: Crear un círculo simbólico alrededor del
espacio de meditación para proteger y concentrar la energía.
Técnicas de respiración y
concentración específicas de la meditación andina
La respiración consciente es un
aspecto clave de la meditación andina, que ayuda a centrar la mente y fortalecer
la conexión con la Pachamama. Una de las técnicas más utilizadas es la
“respiración de la montaña”, que consiste en:
- Inspirar
profundamente, imaginando que se es una montaña, sólida y serena.
- Mantener la
respiración, visualizando cómo la energía de la tierra asciende por los
pies.
- Expirar
lentamente, liberando cualquier tensión o preocupación hacia la Pachamama.
La meditación de los Apus: cómo
conectar con los espíritus de las montañas
Los Apus, considerados espíritus
protectores de las montañas en la tradición andina, juegan un papel crucial en
la meditación. Conectar con los Apus implica:
- Reconocimiento: Iniciar la meditación reconociendo la
presencia y la sabiduría de los Apus.
- Petición de
guía: Solicitar su protección y orientación
durante la práctica meditativa.
- Agradecimiento: Finalizar con un acto de gratitud hacia
los Apus por su compañía y enseñanzas.
Uso de instrumentos musicales y
cantos en la meditación andina
La música y los cantos tienen un
lugar destacado en la meditación andina, utilizados para entrar en estado de
trance y profundizar la conexión espiritual. Instrumentos como zampoñas,
tambores y flautas son comunes, acompañados de cantos que imitan sonidos de la
naturaleza, invitando a la integración del ser con el entorno.
Así se conecta uno con la pacha mama que no es la tierra
sino todo el espacio tiempo pero que se concretiza en ofrendas a la tierra se
conecta uno con los Apus, pero no se conectan con la illa Tiqsi es decir con la
luz eterna, que ha sido lo fundamental de la base religiosa andina prehispánica
y pre incaica en su afán de diferenciarse de las otras culturas sobre todo de
la cultura cristiana, pues bien es tiempo de regresa a la luz y darnos cuenta
que en la luz todas las culturas quedan abolidas y nos hacemos uno en el Espíritu.
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Un faro de sabiduría
Luz Ser
Luz Verdad
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